Introducción
Todos se rieron.
Yo no pretendía ser gracioso.
No estaba de humor.
Una hora después de perder nuestro segundo partido en la Serie de Campeonato de la Liga Americana 2004, me habían llevado al comedor para la prensa del estadio de los Yankees, un espacio inadecuado, con el techo bajo, mal ventilado y atiborrado de gente, que se usaba para las conferencias de prensa de la postemporada. Acababa de ducharme y tenía mis rizos estilo Jheri peinados hacia atrás todavía húmedos, mojándome la espalda de la camisa. Me acomodé lentamente en la silla detrás de la mesa, sobre la que había un solo micrófono, y una pancarta de la ALCS (Serie de Campeonato de la Liga Americana, por sus siglas en inglés) con los colores rojo, blanco y azul.
Bateé un par de preguntas específicas del juego sobre mi apertura como lanzador.
Esperé pacientemente a que me hicieran la pregunta.
Íbamos perdiendo 0-2 en la serie y los Yankees y sus fans estaban exultantes. Nos tenían en una posición vulnerable. Tampoco ayudaba el hecho de que tan solo unas semanas antes había estado en el Fenway Park en la línea de fuego en una conferencia de prensa similar después de una derrota igual en uno de mis primeros partidos.
Entonces fue cuando solté abruptamente aquello de «Los Yankees son mi papá» (Yankees are my daddy).
Debí haberlo previsto.
Esas palabras bastaron para llenar todo un convoy de camiones de carga con suficiente cebo para mantener contento a un banco de tiburones de la prensa durante las semanas que faltaban para este partido de postemporada. En el instante que salí del banquillo de visitantes para calentar, una cascada de cantos rítmicos entonando «¿Quién es tu papá?» (Who’s your dad-dy?) descendió por las gradas. Los abucheos no cesaron hasta que salí del partido. Se oían muy fuerte, impresionantemente fuerte.
Ahora tenía que enfrentarme a la obligatoria conferencia de prensa. En alguna parte del grupo de reporteros de la prensa y la radio, fotógrafos y camarógrafos de televisión que me rodeaban, uno de los periodistas hizo la pregunta, formulándola de la manera que menos me gustaba: Háblenos de…
«Háblenos de cómo le afectó el público, los cantos de “¿Quién es tu papá?”, oír que gritaban su nombre… ¿Nos habla sobre eso, por favor?».
Y entonces hice un cambio de lanzamiento.
«¿Saben qué? En realidad me hicieron sentir muy, pero muy bien», les dije, y eso provocó risas que se propagaron por la sala.
Serio, eché un vistazo rápido a los rostros a mi alrededor. Sus risas me parecieron nerviosas.
E ignorantes.
Una ignorancia que me era familiar.
«No sé de qué se ríen, porque ni siquiera les he contestado aún la pregunta —dije entonces e hice una pausa hasta que mi reproche calló las risitas nerviosas—. De hecho me di cuenta de que soy alguien importante, porque logré captar la atención de 60 000 personas, además de la de ustedes, y encima el mundo entero estaba viendo a un tipo que hace 15 años estaba sentado bajo un árbol de mango y que no tenía ni 50 centavos para pagar el autobús. Y hoy fui el centro de la atención de toda la ciudad de Nueva York. Doy gracias a Dios por eso».
«No me gusta presumir, no me gusta hablar de mí mismo, pero hoy hicieron que me sintiera importante —continué—. He visto a muchos equipos pasar y jugar contra este equipo, los Yankees, y tal vez sea porque estoy con los Red Sox, pero me siento muy agradecido por haber recibido su atención y haberles dado mi atención».
Desde el lugar donde estoy sentado hoy, en una mecedora blanca en un patio empedrado frente a mi casa de campo en la finca, puedo ver la ladera de la colina y las puntas de las hojas muy verdes y brillantes de ese mismo árbol de mango.
Sus ramas cuelgan sobre una placa de concreto gris y blanco llena de arañazos, un rectángulo de seis por cuatro y medio metros, que era el suelo, lo único que queda, de la casita donde crecí con mis dos hermanas, mis tres hermanos y mis padres. Un área para dormir separada por una sábana colgada del techo, un sofá y una pequeña cocina al otro lado de la sábana; eso era todo. Una habitación, cuatro paredes, una puerta de entrada y un techo cubierto con láminas de zinc corrugado. Del otro lado de la puerta había una calle sucia flanqueada por cunetas, idéntica a todas las demás calles sucias de Manoguayabo, un pueblo que se extiende sobre empinadas colinas a 12 kilómetros al oeste de Santo Domingo, la capital de la República Dominicana.
Das un paso para salir de la casita y tres pasos más hacia la derecha, y allí está el árbol de mango.
Antes de que naciera mi padre en Manoguayabo en 1929, ese árbol de mango ya estaba allí. El huracán que azotó a la República Dominicana en 1930, San Zenón, uno de los huracanes que con frecuencia azotaban la isla de la Española llevándose por delante casas y edificios pequeños, inundando pueblos y ciudades, arrasando con los campos de caña de azúcar y los naranjales, derribó nuestro árbol de mango.
Sin embargo, sus raíces resistieron.
El árbol no murió, pero su tronco principal creció paralelo al suelo durante unos años antes de que comenzara a enderezarse y volviera a apuntar hacia el cielo. Esa curva del tronco creó una especie de banco en el que un niño pequeño como yo podía acomodarse con un libro y ver el cielo azul y nubes blancas entre las hojas mecidas por el viento. Algunos días me subía más alto, en busca de un mango maduro, o aún más alto para romper una rama que pudiera usar como bate de béisbol o solo para agitarla.
Para mí, viajar en el tiempo y el espacio desde un montículo de lanzador, incluso en el diamante más sagrado e histórico del béisbol, y de vuelta a un simple árbol en mi tierra natal era más que una rutina cómoda y familiar.
Era una técnica de supervivencia.
Siempre, desde que empecé a jugar profesionalmente con los Dodgers a los 16 años en su academia dominicana en el Campo Las Palmas, y a medida que avanzaba rápidamente en el sistema de ligas menores de los Dodgers, y luego en las plantillas de grandes ligas en Los Ángeles, Montreal, Boston, Nueva York y Filadelfia, me paraba en el montículo con el instinto de un superviviente.
Tenía lo esencial, comenzando por el corazón de un león.
Detrás de cada lanzamiento estaba la determinación y la voluntad de ganar, de matar, en vez de morir.
Entre un lanzamiento y otro, mi mente, mi mente peregrina, volaba a todas partes.
Al principio, cuando estaba en las ligas menores y medía al bateador contrario, conjuraba una imagen directamente de la película de terror más macabra, sangrienta y violenta de Hollywood: mi madre, atada fuertemente con cuerdas a una silla, amordazada, los ojos cerrados con fuerza, demasiado aterrorizada para mirar la punta del cuchillo que el jefe de una banda de secuestradores sostenía contra su garganta.
Tu turno, Pedro.
Su vida estaba en mis manos.
Si yo no conseguía sacar a este bateador, y al siguiente, y a otro más después de él, y al primer bateador en mi próximo partido cuando abriera el juego como lanzador dentro de cinco días, entonces los secuestradores cumplirían su amenaza y degollarían a mi madre.
Más adelante, cuando ya había demostrado que podía poner out a los mejores bateadores tan bien como cualquier otro jugador, empecé a usar otros métodos más sutiles para motivarme.
Los escépticos que dudaban de que mi delgado cuerpo pudiera resistir los rigores que conlleva ser un titular; los entrenadores que me menospreciaban, me reprendían o se alimentaban de mí como sanguijuelas; los compañeros de equipo celosos que querían pelearse conmigo; los bateadores que se iban contra mí porque malinterpretaban mi necesidad de lanzar hacia adentro confundiéndola con un deseo de dejarlos sin cabeza; una institución de béisbol que intentaba ralentizar mi entrada a su exclusivo seno como uno de los lanzadores de élite de todos los tiempos; periodistas maleducados que investigaron donde no debían e insistieron en lo negativo… Dios mío, el mundo del béisbol era una jungla superpoblada y ruidosa.
Tenía presas más que suficientes para alimentarme.
Cuando murió mi padre en 2008 —el mismo año que se jugó el último partido en el viejo estadio de los Yankees—, esos vaivenes emocionales comenzaron a ser demasiado exigentes, suponían un esfuerzo demasiado grande para recibir tan poco a cambio, especialmente cuando mi cuerpo empezó a agotarse y a mostrar las primeras señales de advertencia de que mi carrera se estaba acercando a su final.
Pero el 13 de octubre de 2004, ¿la gente pensaba que unas cuantas burlas en un partido de béisbol conseguirían herirme?
No tenían ni idea de quién era ese hombre de pie en el montículo.
Que yo hubiera escuchado los abucheos como vítores y que les hablara de mi árbol de mango les dio risa.
Algunos pensaron que yo estaba un poco loco.
Nunca he sentido que suficiente gente apreciara mi sinceridad. Los redactores de Boston con frecuencia me decían que yo hablaba inglés mejor que Roger Clemens, pero yo de todas maneras sentía que el sentido de mis palabras en inglés era demasiado cortante o demasiado profundo para que se entendiera.
Con demasiada frecuencia, después de llegar a los Estados Unidos en 1990, me sentía como un extranjero en un país extraño. Y si la gente no tenía ningún problema con mi acento en inglés o mi condición de extranjero, entonces ponían en duda —a menudo en mi cara— mi valía o mi dignidad.
Para mí, revivir los recuerdos de mi infancia con mi árbol de mango no era nada nuevo. No era más que otro truco mental con el que jugar, otra arma para protegerme de quienes dudaban de mí o me odiaban y para conectarme con lo que me daba fuerza: mi hogar y mi familia.
No importaba cuán cómodo me sintiera en el montículo, ni lo seguro que estuviera de que podía desconcertar a un bateador, nada de eso trascendía la comodidad y la seguridad que me daban mis raíces en Manoguayabo.
Millones de personas vieron y escucharon por televisión y radio a miles de fanáticos en el estadio de los Yankees aullando y gritando contra mí aquella noche. La conmoción no me inquietó en lo más mínimo.
En vez de ponerme nervioso, la utilicé.
Me sumergí en toda aquella energía como un árbol que absorbe la luz del sol a través de sus hojas y el agua de la lluvia a través de sus raíces. El respeto que sentía por mi viaje desde el árbol de mango a la fama era genuino.
Era en parte mi responsabilidad si la gente no entendía de dónde provenía yo. Nunca abrí la puerta a mi pasado lo suficiente como para que alguien pudiera echar más que un vistazo.
Para entonces, después de todas mis lágrimas, todos mis miedos, todas mis luchas, todo mi dinero, todos mis honores y premios, me había acostumbrado a dejar desconcierto, confusión y enojo a mi paso, así como también algo de asombro y admiración.
Esa había sido la historia de mi vida.
Y esa historia comenzó, igual que acabará: aquí en la finca.
PRIMERA PARTE
1971-1989
1
Más que un juego
Si alguien me busca, lo más probable es que me encuentre en la finca, mi rancho.
Aunque mi esposa, Carolina, y yo tenemos otra casa a pocos kilómetros, y tengo una residencia en Miami que uso como base cuando estoy en Estados Unidos, paso muchos de mis días y mis noches en la finca.
Cualquier estadounidense que la conociera se reiría de que use la palabra «rancho» para describir la finca. Por el tiempo que pasé en las ligas menores viajando en los autobuses de los Dodgers a través de las llanuras de Idaho y Montana, las cordilleras abiertas alrededor de San Antonio y las mesetas y los valles de Nuevo México y el sur de California, y también porque vi unos cuantos episodios de Dallas, sé que para la mayoría de la gente un rancho es una de esas extensiones de miles de hectáreas por las que deambulan los búfalos y los vaqueros fuman cigarrillos Marlboro mientras cabalgan hacia el poniente.
Mi finca tiene a lo sumo un poco más de media hectárea. En ella se encuentran dos casas de campo, la mía y la de mi hermano Ramón. La de él está justo a la derecha del portón de entrada, donde un vigilante armado vela por nosotros día y noche. Hacia la izquierda del portón de entrada, pasando dos cocoteros, está mi casa de un dormitorio y un baño, con una sala pequeña, una cocina diminuta y un baño. En la mesa que está en la sala entre el sofá y un sillón hay una foto donde estamos Carolina y yo el día de nuestra boda, y otra de los dos con el comediante Robin Williams, tomada en un evento de beneficencia.
Delante de la puerta de entrada hay un porche lo suficientemente grande para una sola silla, con una barandilla baja en la que uno puede poner los pies para descansar. Un pino que sembré hace décadas se eleva por encima de los demás árboles; sus ramas, así como las de otros árboles cercanos, están adornadas con luces de Navidad los 365 días del año. No siempre esperamos a que sea Navidad para encenderlas.
Del otro lado del camino hay una piscina pequeña con un tobogán, y a su izquierda es donde estoy sentado, a la sombra de un árbol.
Detrás están mis gallineros, llenos de pollos y gallos que tienen libertad para acceder a toda la finca y cantan quiquiriquí no solo al amanecer, sino también las demás 23 horas del día. Un par de veces al día, una pareja de gansos representa la misma escena de persecución por todo el recinto, graznando y siseando entre ellos. Nuestro insufrible pero adorable perro salchicha, Pookie, es el único perro que conozco que una vez al día decide que es un gallo y que su destino es librar una pelea contra un gallo de verdad. Dan vueltas uno alrededor del otro, saltando, abalanzándose y arañándose, el gallo aleteando y con las plumas alborotadas, Pookie gruñendo y dando volteretas tras sus ataques y defensas. Finalmente, el gallo se aleja, marcando el ritmo con la cabeza como Mick Jagger, mientras Pookie se deja caer sobre la espalda y se queda dormido en cuestión de segundos.
Detrás de mí hay una tarima al aire libre en la que celebramos nuestras fiestas o seguimos un acalorado partido de dominó si empieza a llover. Detrás de la tarima se extiende la mitad trasera de la finca, un área bastante empinada en la que los pollos, los gansos y los patos pasan la mayor parte de su tiempo. Un amigo me trajo una hembra de jabalí salvaje que íbamos a preparar a la barbacoa, pero después de pasar unos cuantos días con ella, me encariñé demasiado con el animal. Ahora la tenemos atada con una enredadera a un árbol al fondo del barranco y cada par de días cortamos para ella algunas bayas de palma para que se las coma. Uno de estos días voy a traerle un macho para que pueda aparearse con él.
Salvo por la placa de concreto, la finca no era nuestra cuando yo era niño, aunque era el lugar donde pasaba el rato con mis amigos cuando no estaba ayudando a mi mamá y a mi papá.
Hacía las tareas domésticas, bastantes, pero por lo general las hacía, igual que todo lo demás, hablando, poco me importaba si eran diálogos o monólogos.
Yo era el niño que «hacía que los más serios se rieran con mis bromas y alegraba a todos», decía mi mamá.
También sabía cómo hacerla feliz a ella.
Había días en los que la iba a recibir a la parada del autobús, su última parada después de un día de trabajo en la fábrica de aceite de cocina, cuando estaba callada, con los ojos un poco tristes. Un niño de siete u ocho años no piensa conscientemente voy a alegrar a mi mamá, pero yo sabía que podía hacerla reír. Me encantaban esas caminatas. Caminábamos el medio kilómetro hasta nuestra casa en Manoguayabo, tomados de la mano, yo hablando con ella y contándole chistes, ella escuchándome y dejándome hablar como un loro.
Mi mamá creció en una granja que está aproximadamente a una hora al norte de Santo Domingo y lo sabía todo sobre todo lo que se cultivaba. Teníamos un jardín detrás de nuestra casita, donde cultivábamos frutas y vegetales, para comer, y flores, sencillamente por su belleza. Me daba cuenta de cuánto quería ella a sus plantas y yo también me enamoré de ellas.
«Las flores te enseñan algo —me dijo—. Te enseñan cómo tienes que ser, cómo debes vivir en tu interior. El corazón de una persona es como una flor: una cosa bonita que tiene dentro y que es una atracción para alguien. Cuando Pedro y yo encontrábamos flores, nos perdíamos en ellas».
Éramos seis hermanos y yo era el penúltimo: Luz María, Ramón, Nelson, Anadelia, yo y Jesús. Luz María tenía nueve años cuando nació Jesús. La diferencia de edad no era grande y todos éramos muy unidos. La hermana de mi mamá, Andrea, que tenía cinco hijos, vivía al lado, y ambas hermanas criaron a los 11 niños como una sola familia. Nuestra casita estaba apenas a unos metros de donde había crecido mi papá, y su familia, inclusive los hijos de su matrimonio anterior, también vivían cerca. No me faltaron compañeros de juego y la mayoría de ellos eran mis parientes.
Cada día era igual que el anterior, soleado y caluroso, aunque teníamos períodos de lluvia, a veces con feroces tormentas tropicales que descargaban cortinas de lluvia que caían como si un camión estuviese descargando piedras sobre el techo de zinc, haciendo que fuera difícil conversar. En 1979, cuando yo tenía casi ocho años, el huracán David, una tormenta de categoría 5, nos pasó rugiendo por encima. Recuerdo que con aquella tormenta se cayeron todos los cocoteros a los que no alcanzaba a subirme, junto con las matas de plátano, naranja, mango y aguacate cuyos frutos comía. Para mí, fue como un día de fiesta tener toda aquella fruta regada por el suelo, pero la cosecha no duró mucho y yo era demasiado pequeño para darme cuenta de lo que significaba aquella devastación. Durante unos seis meses, nuestra familia y la mayoría de las familias de Manoguayabo pasamos muchos apuros. Tuvimos que limpiar la tierra y quitar todos los árboles caídos, volver a plantar lo que teníamos sembrado en nuestro patio y reconstruir las casas que habían sufrido daños.
Mi papá, que había sido jardinero y tenía los brazos fuertes y musculosos, y el cuello delgado que heredé yo, trabajaba principalmente como portero en una escuela cercana. Mi mamá también trabajaba cuando yo era pequeño, ayudando a lavar la ropa en la escuela y otros negocios locales.
No éramos tan pobres como para pasar hambre, no recuerdo que nos hayamos saltado nunca una comida, pero tampoco teníamos lo suficiente como para permitirnos comer pollo o carne todos los días. Cuando éramos pequeños, deambulábamos por el barrio. Si nos daba hambre, almorzábamos un mango o una papaya o un aguacate que bajábamos directamente del árbol.
En casa no teníamos refrigerador. En la cocina guardábamos un pequeño surtido de alimentos enlatados y arroz, y todos los días mandaban a uno de nosotros al final de la calle a comprar ñame o yuca, cualquier cosa que mamá fuera a cocinar o necesitara. Nos alimentábamos de frutas y verduras frescas, cultivadas orgánicamente, con arroz y habichuelas y, ocasionalmente, las proteínas que aportaba la carne.
En la casa no había armarios y tampoco los necesitábamos. Yo no vestía gran cosa cuando no iba a la escuela, y cuando iba a clases, lo único que necesitaba era un par de pantalones, la camisa del uniforme y mis zapatos. Tenía un par de tenis, aunque después, cuando la escuela comenzó a exigírmelos, usaba un par de zapatos negros, heredados de Ramón y Nelson.
Jugábamos béisbol en todas partes —en nuestro patio, en las calles— con cualquier cosa que nos encontráramos. Como bate nos bastaba un palo de escoba o una rama, derecha o torcida, arrancada de un árbol. La mejor pelota era la cabeza de alguna de las muñecas de mis hermanas, aunque ellas no estuviesen de acuerdo. Sus oportunidades de ganar esa discusión eran pocas: éramos cuatro niños contra dos niñas. Su trabajo era esconder mejor sus muñecas donde no pudiéramos encontrarlas.
Cuando necesitaba a alguien con quien practicar, Nelson siempre estaba dispuesto. Él y mi primo Roberto iban a un campo de béisbol que estaba colina abajo. El objetivo era golpear un panel publicitario que había detrás del jardín izquierdo lanzando la pelota desde el jardín derecho. Nelson y Roberto eran mayores y más fuertes que yo, y conseguían golpearlo, pero mis lanzamientos se quedaban cortos. No creía que no pudiera lanzar la pelota y golpear el panel como mi hermano mayor y mi primo. Cuando Nelson y Roberto me animaron a que fortaleciera mi escuálida figura haciendo flexiones en zanjas llenas de agua (el agua crea resistencia y hace que las flexiones sean más difíciles), corriendo grandes distancias y haciendo lanzamientos largos todo el tiempo, acepté sin dudarlo.
Necesitaba darle a ese panel.
No teníamos televisor, así que caminábamos, a veces casi un kilómetro, atravesando Manoguayabo para encontrar a alguien que nos dejara ver algún programa. El domingo era el día de El Mundo de los Deportes. Daban las noticias destacadas de las Grandes Ligas de Béisbol y a veces transmitían un partido completo. Yo seguía entonces a todos los jugadores, pero mi favorito era Reggie Jackson. Yo quería tener su carisma, quería batear todos esos jonrones. También me gustaban Keith Hernández, Don Mattingly, Tim Raines y Darryl Strawberry. De los lanzadores, Roger Clemens era considerado un fenómeno en la República Dominicana, seleccionado en 1983, ya jugaba para los Red Sox en 1984. Todo el mundo quería ser como Roger. También estaban Orel Hershiser, Bret Saberhagen y Dwight Gooden.
Yo los seguía a todos.
Ramón dijo que bastantes veces tuvo que darme unas nalgadas para que me quedara tranquilo y prestara atención. Solía molestarme cuando alguien se burlaba de mí y las cosas no salían a mi manera. A veces Ramón o alguno de sus amigos decidía ponerme un sobrenombre estúpido y odioso, solo para molestarme y ver cómo me ponía. Siempre tuve carácter, pero no podía estar enojado con Ramón mucho tiempo. Lo tenía en la más alta consideración y nada de lo que él hiciera podía parecerme mal. Él era el claro líder de la pandilla de niños Martínez, no de una manera intimidante, sino con esa callada dignidad que le es innata. Sin embargo, él me llevaba casi cinco años, así que yo crecí más cerca de Nelson, que tenía el carácter mucho más tranquilo y reservado de los cuatro hermanos varones. Nelson era todavía más sensible que yo. Sentía profundamente las cosas. Conmigo, era abierto y me contaba sus cosas. Jesús era mi hermano menor y se comportaba como lo hace la mayoría de los niños pequeños, siguiéndome a todas partes.
Cuando yo tenía nueve años, mis padres se separaron. Antes de eso, solo puedo recordar que era un niño dichoso y completamente feliz. No existe una edad que sea adecuada para que los padres de un niño se divorcien. Yo era tan pequeño que no podía entender por qué tenía que pasar eso y tan sensible que no podía impedir que eso ocupara mis pensamientos todas las horas del día y de la noche.
Las noches pueden ser ruidosas en la República Dominicana: siempre hay una radio encendida, pasa una moto o está cayendo uno de esos estruendosos aguaceros. Nada de eso me despertaba, pero el sonido de mis padres discutiendo partía en dos mis sueños.
Me quedaba acostado lidiando con lo que pasaba. ¿Cómo era posible que dos personas se enamoraran, formaran una familia y luego se separaran, planteando una división que amenazaba con romper nuestros lazos familiares? Me juré que yo nunca me divorciaría.
Esa fue la época más difícil que nuestra familia tuvo que enfrentar. De repente, ya no estábamos remando todos en la misma dirección. Mis hermanos y yo sentíamos que teníamos que elegir a uno de ellos. Mi mamá y mi papá seguían queriendo lo mejor para la familia, pero como pareja no podían encontrar la manera de seguir luchando juntos para conseguirlo. También había problemas económicos, cuyos detalles yo era demasiado pequeño para entender. En realidad, no era culpa de nadie; pero en aquel entonces, nada podía evitarme la sensación de vacío que me estaba corroyendo como un ácido. Cuando mi mamá se mudó a Santo Domingo para trabajar, mi grado de angustia alcanzó su punto máximo. Mi papá se quedó en Manoguayabo, donde tenía a todos sus parientes viviendo al lado para ayudarle a manejar todos los quehaceres del hogar de los que antes se ocupaba mi mamá.
Tuve que irme a vivir a Santo Domingo con mi mamá y me cambié de escuela. Me volví sumamente callado en la escuela, principalmente porque estaba conteniendo mucha ira en mi interior. No me sentía nada cómodo en la ciudad. Casi no había árboles y casi no había espacio para pasear y jugar al béisbol. Quería regresar a Manoguayabo y estar con los amigos que había dejado atrás. Me volví huraño, fui el niño al que rápidamente señalaron porque venía del campo y era distinto a todos los demás. Me convertí en un objetivo para los matoncitos. Yo era un poco más pequeño que mis compañeros y un día algunos de los más duros se aprovecharon de eso y comenzaron a burlarse de mí. Ese fue su error, y entonces yo cometí el mío.
Exploté.
No podía aceptar nada de nadie. ¿Quieres acosarme? Pues no, vas a tener que pelearte conmigo. Así que nos peleamos. (Yo había tomado algunas clases de boxeo en la ciudad, tal vez la única actividad que disfruté mientras estuve allí, pero tuve que dejarlas porque mi nariz no dejaba de sangrar y los médicos me dijeron que tendrían que rompérmela a propósito para evitar más hemorragias en el futuro. Yo estaba de acuerdo, pero mi mamá no, así que le puso fin a mis clases de boxeo.) Le di unos buenos puñetazos a ese matoncito. En realidad, le di una paliza. Sin embargo, me echaron la culpa de la pelea y me mandaron a casa con instrucciones para que mi mamá fuera al día siguiente a una reunión en la escuela. Le conté lo que pasó, pero le dije que no se molestara en ir, porque no pensaba regresar a la escuela. No conseguí salirme con la mía inmediatamente, pero no pasó mucho tiempo antes de que regresara a Manoguayabo, donde mi papá se las arregló para que me volvieran a aceptar en mi antigua escuela.
Después de volver, no siempre tuve una asistencia perfecta, principalmente porque había algunos juegos de béisbol en los que quería participar que coincidían con mi horario de clases. Uno de los maestros decidió cortar de raíz mi hábito de faltar a clases. En aquel tiempo yo llevaba el pelo muy corto, casi al ras, salvo por un pequeño copete en la parte de adelante. Un día, mi maestro me agarró por el copete y me sacudió la cabeza hacia atrás y hacia adelante.
«Pedro, no puedes perder más clases. De ahora en adelante, no vuelvas a faltar».
¡Ay! Eso me dolió. Pero me quedó muy claro. Me sentía aliviado por estar de vuelta en casa, y comencé a prestar más atención a las clases y a recuperar el tiempo perdido cuando me distrajo la separación de mis padres. Seguía jugando al béisbol, pero esperaría hasta que terminara la escuela para jugar.
Estudiar nunca se me dio con facilidad, pero hice el esfuerzo que tenía que hacer y obtuve resultados bastante satisfactorios. Las matemáticas fueron fáciles para mí hasta el octavo grado, cuando el álgebra empezó a obligarme a ir más lento. La química y las ciencias también se volvieron mucho más difíciles para mí a medida que me hacía mayor. Mi asignatura favorita era historia. Disfruté realmente aprender cosas sobre nuestro país y cómo fue fundado y todos los enfrentamientos entre los conquistadores europeos y los pueblos nativos. No tuve clases de inglés hasta octavo grado, pero me fue bien en ellas.
Al final, mi mamá regresó a Manoguayabo y se mudó a una casa que no estaba lejos de la casa donde todavía vivía mi papá.
La familia comenzó a echar raíces otra vez. Mi mamá y mi papá podían tener un trato bastante civilizado y nunca evitaron celebrar juntos los acontecimientos familiares. Mis hermanos y yo seguimos siendo unidos, e incluso hacíamos planes para encontrar maneras de hacer que nuestros padres volvieran a estar juntos.
Comencé a jugar béisbol con mayor concentración. Era lo suficientemente bueno como para jugar en lo que se llamaba el «círculo militar», los equipos de ligas menores patrocinados por todas las fuerzas militares de la República Dominicana para participar en distintos torneos. Fui seleccionado para el equipo que iba a jugar en Puerto Rico, pero el costo era de 420 pesos, unos ocho dólares en ese entonces.
«Pedro, eres uno de seis hijos, y yo gano 600 pesos al mes», me dijo mi mamá.
Lo tuve que aceptar. Ya estaba todo dicho.
Tuve que quedarme.
Por esa época en la que nuestra familia volvió a reunirse en Manoguayabo, todos comenzamos a centrarnos en el talento obvio de Ramón como lanzador. Era alto para su edad y a los 16 ya medía más de un metro ochenta. Comenzó a jugar por toda la ciudad, consiguiendo plazas en equipos cada vez mejores, hasta que lo vio un cazatalentos de los Dodgers y lo contrató.
Era un contrato por 5 000 dólares, que era más que todo el dinero junto que mi familia había visto hasta ese momento. Mucho más. Lo primero que hicimos fue comprar un refrigerador y eso fue algo que enseguida nos distinguió de nuestros vecinos.
Y que también me abrió los ojos a lo que podía significar el béisbol, aparte de un buen pasatiempo.
Ramón llevaba años, desde que tenía cinco, diciéndole a mi mamá que iba a ser jugador profesional de béisbol y que cuando lo fuera, usaría el dinero para que ella y mi papá dejaran de depender de sus empleos, duros y mal pagados.
El refrigerador de Ramón le alivió a mi familia una carga que ni siquiera habíamos notado. Entonces fue cuando me propuse ser como él. Si podía convertirme en un jugador profesional de béisbol como Ramón, podría ayudar a mi familia como lo hizo él.
¿Qué otra cosa podía hacer?
No veía un camino mejor, porque no veía ningún otro camino. Me encantaba jugar béisbol, y era un buen jugador.
Así que le dije a mis padres exactamente lo mismo que les había dicho Ramón: voy a ser jugador profesional de béisbol y, cuando lo sea, voy a enviarles a casa lo que gane para que ninguno de los dos tenga que volver a trabajar.
Ramón consiguió a un agente, Fernando Cuza, que vino a nuestra casita cuando Ramón llevaba un tiempo con los Dodgers. Yo no tenía ni idea de qué significaba un agente, pero cuando Fernando nos visitó, me di cuenta de que debía ser alguien importante y de que estaba allí para ayudar a Ramón.
Yo tenía apenas 12 años, pero Fernando se acuerda de mí metiéndome en medio de todas las conversaciones cuando hablaban de Ramón y los Dodgers. «Oye, Ramón, ¿qué están haciendo? ¿De qué hablan?». De todas formas, yo siempre estaba hablando, y pronto una de cada dos palabras que salían de mi boca tenía que ver con Ramón y los Dodgers.
Déjame ayudarte a cargar tu maleta con el equipo. ¿Cómo es la academia de los Dodgers? ¿Quieres que te acompañe a la academia? Juega conmigo a atrapar la pelota, lo que fuera, yo se lo pedía. Y seguía pidiéndoselo. Fernando vio en mí a un niño lleno de energía, que admiraba a su hermano y que estaba completamente seguro de que seguiría sus pasos.
Para mí, eso era algo que no tenía discusión.
Gracias a Dios, Ramón nunca perdió la paciencia con su fastidioso hermanito.
Hasta que entré al equipo de ligas menores del círculo militar, Ramón se resistió a mis súplicas, con excepción de un par de veces que me dejó ir con él en el autobús hasta el Campo Las Palmas, la academia de los Dodgers, que quedaba a una distancia de entre una hora y hora y media en autobús (en realidad, dos autobuses) de Manoguayabo.
No me importaba que lo único que yo hacía era cargar sus maletas y sentarme a verlo hacer lanzamientos. A mis 14 o 15 años, no había forma de que me dejaran pasar por las puertas de la academia, en primer lugar, pero como estaba con Ramón, conseguí entrar al que era un sitio realmente exclusivo.
Los Dodgers fueron el primer equipo que creó una academia en la República Dominicana, y solo por eso eran el equipo favorito de la mayoría de los niños en aquellos tiempos. Si alguno de nosotros hubiese sabido lo que los Dodgers hicieron por Jackie Robinson y la integración en las ligas mayores, su aceptación habría sido unánime. Pero Ramón no pensaba en eso, y yo tampoco. Lo único que trataba de hacer Ramón era abrirle los ojos al equipo de grandes ligas de los Dodgers. Tuvo una temporada excelente en la Primera División A en 1987, cuando yo tenía 15 años. Después de ese verano, Ramón pasó a un nuevo nivel en lo que respecta a su preparación y dedicación para mejorar. Él, que ya era serio, se volvió todo trabajo, correr y entrenar todo el tiempo. Me recalcó que si yo quería tener alguna vez la oportunidad de convertirme en un jugador profesional, tenía que hacer lo mismo que él.
Entrenar, correr y lanzar, para después entrenar, correr y lanzar un poco más. «No existen atajos —me dijo—. Te metí en la academia, pero no puedo hacer que salgas de allí. Esa parte depende de ti».
2
El corazón de un león
Salí caminando con calma del terreno de juego del Campo Las Palmas. Me había ido bien, pensé, lanzando rectas con todas mis fuerzas —pam, pam, pam— y había dado un buen espectáculo. Estaba lanzando frente a todos los entrenadores y cazatalentos que también habían sido entrenadores de Ramón. Ellos sabían quién era yo, pero a menos que yo estuviera allí en los mejores días, cuando Ramón me pedía que jugara con él a atrapar la pelota porque no tenía a nadie más, no me habían visto lanzar. Era casi 30 centímetros más bajo que Ramón, parecía un pequeño galgo inglés de 16 años que trataba de lanzarle de vuelta la bola con una mecánica perfecta e imprimiéndole la mayor rapidez posible. Nunca perdía la esperanza de que los demás entrenadores estuvieran echando una mirada para ver con qué rapidez y con cuánta fuerza estaba lanzando.
Nadie más lo pensaba, pero yo sabía que lanzaba con suficiente fuerza, que tenía buena madera. Después de todo, si Ramón estaba allí, se suponía que yo debía estar con él. Adonde fuera él, allí iría yo. Si un día él no quería que fuera con él, mi labor era convencerlo de lo contrario. Seguramente fui un fastidio.
Cuando cumplí los 16 en octubre de 1987, Ramón me ayudó a organizar la prueba. Ese día había más gente allí. No pensé en el hecho de que los demás chicos de 16 y 17 años eran mucho más altos, más fuertes y más fornidos que yo. La política estándar de los Dodgers en ese tiempo era no contratar a un lanzador a menos que midiera un metro ochenta, y a mí me faltaban al menos siete centímetros. Podrían darse cuenta de la diferencia si así lo querían, pero yo no la veía. Si alguien me hubiese señalado las diferencias, me habría limitado a fingir que lo escuchaba. No quería oír que era o que me veía diferente, como si eso de alguna manera significara que aquel no era mi lugar. Yo no le encontraba ninguna relación. Sabía de qué se trataba el asunto y cuál era mi papel.
Ese era mi sitio. Llevaba más de cuatro años transitando el camino que me llevaba hasta allí. Cada vez que me paraba en un diamante de béisbol, me sentía a mis anchas. Lanzar desde el montículo del Campo Las Palmas era lo natural para mí. No me sentía intimidado por lo que me rodeaba ni por mis competidores. A los 12 años había decidido que sería el próximo Martínez que lanzaría para los Dodgers, así que allí estaba yo, haciendo una prueba que consideraba una formalidad.
El camino de tierra del campo se convirtió en una acera que llevaba hasta las oficinas y los vestuarios del Campo. Me quité los tacos y caminé en calcetines hasta donde los jugadores quitaban el lodo acumulado en las suelas de sus zapatos. Comencé a golpear mis tacos uno contra el otro para hacer que se desprendieran los terrones más grandes, y entonces, entre un golpe y otro, escuché mi nombre.
Miré a mi alrededor. Nadie me estaba llamando.
Lo oí de nuevo.
«Pedro».
Y luego, «hermanito».
Miré hacia el otro lado de la acera, al lugar de donde venían las voces, y vi que estaban abiertas las persianas de la ventana de la oficina de los entrenadores.
Entonces supe exactamente quiénes estaban hablando de mí.
Lo que me impactó fue lo que estaban diciendo.
«Ramón es un atleta magnífico; en cambio este, no va a mejorar más».
«Lanzó bien, no fue excelente, pero tampoco terrible. Pero, sinceramente, ¿fue algo especial?».
«No me preguntes a mí, no es asunto mío; estoy a cargo de los jardineros, ¿qué se yo de lanzamientos?».
«Tú viste que no estaba lanzando tan rápido. Tal vez unos 132 km/h».
«Supongo que se hará más fuerte, apenas tiene 16, pero es muy flaco, muy delgado; así era Ramón, pero al menos era más alto. Este ni siquiera se acerca al metro ochenta».
«Para serte sincero, no tiene nada que me guste».
Mi mejor amigo, Marino Alcalá, pasó a mi lado. Se fijó en que yo tenía la vista clavada en la ventana enrejada.
«¿Qué pasa, Pedro?».
Le respondí en voz baja: «Los entrenadores. Están hablando de mí. Estaba seguro de que me contratarían. Pero ahora, no sé».
Mientras los indecisos seguían con sus dudas, comencé a sentir que la tierra se abría debajo de mis pies. Hasta ese momento, nadie me había dicho nunca que no tenía lo que hacía falta para ser un lanzador profesional. Nunca se me había ocurrido que no me permitirían cumplir mi objetivo.
Cada vez que oía a uno de esos entrenadores encontrar una frase nueva para describir lo desgarbado, poca cosa, insignificante que yo era, que nunca llegaría a nada, era como si un machete cercenara otro trozo de la rama que me sostenía. Podía oír el terrorífico crujido que hacía la rama mientras comenzaba a ceder bajo mis piernas enclenques y me precipitaba a un oscuro vacío tan profundo que no me permitía calcular dónde caería.
Entonces escuché una voz, una voz muy aguda, que interrumpió a demás y detuvo mi caída.
«Tiene el corazón de un león».
Eleodoro Arias estaba hablando.
Sin lugar a dudas era Eleodoro.
Entrenador de lanzamiento de Ramón y de la academia, Eleodoro era un hombre de hablar suave que rara vez alzaba la voz,
