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Percy Jackson y los dioses griegos (Percy Jackson)

Rick Riordan

Fragmento

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Introducción

Espero que esto sirva para subirme la nota.

Un editor de Nueva York me pidió que escribiera todo lo que supiese sobre los dioses griegos, y yo le dije: «¿Puede ser anónimo? Porque lo único que me falta es que los dioses del Olimpo se enfaden otra vez conmigo.»

Pero si os ayuda conocer a los dioses griegos y saber cómo sobrevivir a un encuentro con ellos si alguna vez os los topáis, pues supongo que escribir todo esto será mi buena obra de la semana.

Por si no me conocéis, me llamo Percy Jackson. Soy un semidiós contemporáneo —un hijo de Poseidón medio dios, medio mortal—, aunque no pienso hablar mucho de mí. Mi historia ya se ha contado en varios libros que son completamente ficticios (doble guiño) y yo no soy más que otro personaje de la historia (estooo, sí, ya).

Tened paciencia conmigo mientras os hablo de los dioses, ¿vale? Hay como chorrocientas mil versiones distintas de los mitos, así que no os pongáis en plan: «Oye, que a mí me lo han contado de otra manera, ¡te has equivocado!»

Voy a contaros las versiones que me parecen más lógicas. Os prometo que no me invento nada. Todas estas historias las he sacado directamente de los griegos y romanos que las escribieron por primera vez. Creedme: no sería capaz de inventarme cosas tan raras.

Bueno, allá vamos. Primero os hablaré de cómo se creó el mundo. Después haré una lista de dioses y os contaré un poquito sobre cada uno de ellos. Sólo espero que no se lo tomen a mal y acaben incinerándome antes de que…

¡Aaaaaaaahhhhhh!

Era broma. Sigo aquí.

En fin, empezaré por la historia de la creación según los griegos; una historia bastante complicada, por cierto. Poneos las gafas de seguridad y el chubasquero, que va a haber sangre.

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El principio y eso

Al principio de todo, yo no estaba. Tampoco creo que estuvieran los antiguos griegos. Nadie tenía papel y boli para tomar notas, así que no puedo jurar que lo que sigue sea cierto, pero sí puedo aseguraros que esto es lo que los griegos creían que pasó.

Al principio había poco menos que nada. Mucha nada.

El primer dios, por llamarlo de algún modo, fue Caos: una bruma lúgubre y espesa con toda la materia del cosmos flotando a la deriva. Un dato técnico: caos significa, literalmente, «espacio que se abre», y no estamos hablando de la inauguración de ningún centro comercial ni nada por el estilo.

Al final, Caos se volvió menos caótico. Quizá se aburriera de ser tan lúgubre y brumoso. El caso es que parte de su materia se agrupó y solidificó para formar la tierra, y ésta, por desgracia, desarrolló una personalidad propia y se hizo llamar Gea, la Madre Tierra.

Bueno, pues Gea era de verdad la tierra, es decir, las rocas, las colinas, los valles… el lote completo. Sin embargo, también podía adoptar forma humana y le gustaba pasear por la tierra —vamos, pasear por en­cima de sí misma— bajo la apariencia de una mujer madura con un vaporoso vestido verde, cabello negro rizado y una plácida sonrisa en el rostro. Sonrisa que en realidad ocultaba un carácter bastante desagradable, como veremos enseguida.

Después de pasar mucho tiempo sola, Gea levantó la mirada hacia la nada brumosa que cubría la tierra y se dijo: «¿Sabes qué estaría bien? Un cielo. No me vendría nada mal un cielo. Y sería un puntazo que además fuera un hombre guapo del que pudiera enamorarme, porque me siento sola aquí abajo con tanta roca.»

O Caos la oyó y cooperó o, simplemente, fue obra de la voluntad de Gea. Sobre la tierra se formó el cielo, una bóveda protectora que era azul por el día y negra por la noche. El cielo se hizo llamar Ouranos, que es otra manera de escribir Urano. No hay forma de pronunciar ese nombre sin que alguien se ría por lo bajo y piense en cierta parte del cuerpo. Es que suena mal, y punto. ¿Por qué no eligió un nombre mejor, como Heraldo de la Muerte o José? Pues ni idea, aunque quizá eso explique por qué Urano estaba siempre de morros.

Como Gea, Urano podía adoptar forma humana y visitar la tierra, lo cual era bueno, porque el cielo queda muy arriba y las relaciones a distancia nunca funcionan.

En su forma física era un tío alto y musculoso, de pelo oscuro tirando a largo. Iba cubierto sólo con un taparrabos y la piel le cambiaba de color: a veces era azul con dibujos de nubes sobre los músculos y, a veces, oscura con estrellas resplandecientes. En fin, Gea lo soñó así, no me echéis a mí la culpa. Encontraréis imágenes suyas con una rueda del zodiaco en la mano, lo que representa todas las constelaciones que surcan el cielo una y otra vez, por toda la eternidad.

En cualquier caso, Urano y Gea se casaron.

¿Y fueron felices y comieron perdices?

Pues más bien no.

Parte del problema fue que a Caos se le fue un poco la mano con lo de crear y, en su lúgubre bruma, pensó: «Oye, tenemos tierra y cielo. ¡Qué pasada! ¿Qué más podría hacer?»

No tardó en crear todo tipo de problemas, y al decir problemas me refiero a dioses. El agua extraída de las brumas de Caos se acumuló en las zonas más profundas de la tierra y formó los primeros mares, que, como es natural, desarrollaron una conciencia propia: el dios Ponto.

Entonces, Caos se volvió loco de verdad y pensó: «¡Ya sé! ¿Qué tal una bóveda como la del cielo, pero en el fondo de la tierra? ¡Sería genial!»

Así que apareció otra bóveda bajo la tierra, aunque ésta era oscura, turbia y poco agradable, en general, ya que siempre quedaba oculta a la luz del cielo. Y ése fue Tártaro, el Pozo del Mal; como podéis imaginar por el nombre, cuando desarrolló una personalidad divina no ganó ningún concurso de popularidad.

El problema era que tanto a Ponto como a Tártaro les gustaba Gea, lo cual sometió a cierta presión la relación de ésta con Urano.

Unos cuantos dioses primordiales surgieron en el mismo plan, pero me harían falta varias semanas para nombrarlos a todos. Caos y Tártaro tuvieron una hija juntos (no me preguntéis cómo, que no tengo ni idea) a la que llamaron Nyx, la encarnación de la noche. Después, Nyx, ella solita, vete a saber cómo, tuvo una hija llamada Hemera, que era el día. Esas dos nunca se llevaron bien porque eran tan diferentes como… bueno, ya sabéis.

Según algunas historias, Caos también creó a Eros, el dios de la procreación… En resumen, dioses mamás y dioses papás que tuvieron un montón de dioses bebés. Otras historias cuentan que Eros era el hijo de Afro­dita. Ya llegaremos a ella. No sé cuál es la versión correcta, pero sí sé que Gea y Urano empezaron a tener hijos juntos… con resultados muy distintos.

Primero tuvieron un lote de doce: seis chicas y seis chicos, llamados titanes. Parecían humanos, aunque eran mucho más altos y fuertes. Pensaréis que doce hijos son más que suficientes para cualquiera, ¿no? Vamos, que con una familia tan grande casi que tienes un reality show para ti solo.

Además, tras el nacimiento de los titanes, el matrimonio entre Gea y Urano empezó a ir mal. Urano pasaba mucho más tiempo en el cielo. No bajaba de visita. No ayudaba con los hijos. Gea se enfadó y los dos empezaron a discutir. Cuando los niños crecieron, Urano les gritaba y, en general, se comportaba como un padre horrible.

Gea y Urano intentaron arreglar las cosas unas cuantas veces. Gea pensó que quizá se sentirían más unidos si tenían otro lote completo de críos…

Ya lo sé: mala idea.

Dio a luz a trillizos. El problema era que estos nuevos bebés eran la fealdad personificada. Eran tan grandes y fuertes como los titanes, pero corpulentos, brutos y muy necesitados de una buena depilación. Lo peor de todo era que cada uno de ellos tenía un solo ojo en el centro de la frente.

Bueno, pues Gea adoraba a sus hijos. Eso sí que es amor de madre. Los llamó cíclopes mayores y, con el tiempo, engendrarían a toda una raza de cíclopes, los menores. Pero eso fue mucho más tarde.

Cuando Urano vio a los trillizos cíclopes, se puso como loco.

—¡No pueden ser hijos míos! —gritó—. ¡Ni siquiera se me parecen!

—¡Claro que son tus hijos, pedazo de inútil! —le contestó Gea a gritos—. ¡Ni se te ocurra largarte y dejarme sola para criarlos!

—Tranquila, no lo haré —refunfuñó Urano.

Entonces salió de allí hecho una furia y regresó con unas gruesas cadenas fabricadas con la oscuridad más pura del cielo nocturno. Encadenó a los cíclopes y los lanzó al Tártaro, el único lugar de la creación en el que no tendría que verlos.

Duro, ¿eh?

Gea chilló y berreó, pero Urano se negó a liberar a los cíclopes. Nadie se atrevía a incumplir sus órdenes porque, a estas alturas, ya empezaba a tener fama de tío aterrador.

—¡Soy el rey del universo! —bramó—. ¿Cómo no iba a serlo? Estoy, literalmente, por encima de todo.

—¡Te odio! —se desgañitó Gea.

—¡Bah! Harás lo que te diga. Soy el primero y mejor de los dioses primordiales.

—¡Yo nací antes que tú! —protestó Gea—. Ni siquiera estarías aquí de no haberte…

—No me pongas a prueba, que todavía me quedan muchas cadenas de oscuridad —rugió él.

Como podéis imaginar, la cólera de Gea provocó terremotos, pero la diosa no sabía qué más hacer. Sus primeros hijos, los titanes, ya eran prácticamente adultos y se sentían mal por su madre. Tampoco les gustaba demasiado su padre, ya que Gea siempre estaba poniéndolo verde, y con razón, pero los titanes temían a Urano y no se veían capaces de detenerlo.

«Tengo que mantener la calma por los niños —pensó Gea—. Quizá debería volver a intentar solucionar las cosas con Urano.»

Organizó una noche romántica con velas, rosas y música suave. Debía de quedarles una chispa de su antiguo amor porque, unos meses después, Gea volvió a dar a luz a trillizos.

Como si necesitara otra prueba de que su matrimonio con Urano estaba muerto…

Los nuevos bebés eran aún más monstruosos que los cíclopes. Cada uno de ellos tenía cien brazos alrededor del pecho, como espinas de erizo de mar, y cincuenta cabecitas diminutas sobre los hombros. A Gea no le importaba, adoraba sus caritas; todas ellas, las ciento cincuenta. Llamó a los trillizos centimanos, los de las cien manos. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de ponerles un nombre, ya que, cuando apareció Urano y les echó la vista encima, los arrancó de los brazos de Gea. Sin mediar palabra, los cargó de cadenas y los lanzó al Tártaro, como si fueran bolsas de basura para reciclar.

Está claro que el tío celestial tenía problemas mentales.

Bueno, ésa fue la gota que colmó el vaso para Gea. La pobre lloró, aulló y provocó tantos terremotos que los titanes acudieron a toda prisa para ver qué pasaba.

—¡Vuestro padre es un ________!

No sé lo que le llamaría, pero me da la sensación de que entonces fue cuando se inventaron las primeras palabrotas.

Les explicó lo sucedido. Después alzó los brazos e hizo temblar el suelo bajo sus pies e invocó la sustancia más dura que pudo encontrar en sus dominios terrestres. Con su ira dio forma a aquella materia y creó la primera arma de la historia: una hoja de hierro curva de casi un metro de largo. La encajó en un mango de madera que hizo con una rama cercana y les enseñó el invento a los titanes.

—¡Contemplad, hijos míos! —dijo—. Éste será el instrumento de mi venganza. ¡Lo llamaré guadaña!

Los titanes se pusieron a murmurar entre ellos: «¿Para qué es eso?», «¿Por qué tiene forma curva?», «¿Cómo se escribe “guadaña”?».

—¡Uno de vosotros debe dar un paso al frente! —gritó Gea—. Urano no se merece ser el rey del cosmos, así que uno de vosotros lo matará y ocupará su puesto.

Los titanes no parecían demasiado convencidos.

—A ver, explícanos todo eso de matar —respondió Océano, que era el mayor de los titanes, aunque solía pasar el rato en los confines del mar con el dios primordial del agua, a quien llamaba tío Ponto—. ¿Qué significa?

—Quiere que exterminemos a papá —aventuró Temis. Era una de las hermanas más listas, así que entendió a la primera la idea de castigar a alguien por un delito—. Vamos, que deje de existir y tal.

—Pero ¿eso es posible? —preguntó su hermana Rea—. Creía que éramos todos inmortales.

Gea rugió de frustración.

—¡No seáis cobardes! Es muy sencillo: cogéis esta hoja afilada y en punta, y cortáis a vuestro padre en pedacitos para que no vuelva a molestarnos. ¡El que lo haga gobernará el universo! Además, os prepararé esas galletas que os gustaban tanto, con fideos de colores por encima.

Veréis, en la época actual tenemos una palabra para denominar este tipo de comportamiento: era lo que ahora llamamos una psicópata.

Por aquel entonces, las reglas de comportamiento eran bastante más relajadas. Quizá tendréis una mejor opinión de vuestros parientes ahora que sabéis que la primera familia de la historia también fue la primera familia disfuncional de la historia.

Los titanes empezaron a murmurar y a señalarse los unos a los otros.

—Oye, a ti se te daría genial matar a papá.

—Eeeh, no, qué va, creo que deberías hacerlo tú.

—Me encantaría matar a papá, pero es que tengo que hacer una cosilla que…

—¡Lo haré yo! —exclamó una voz desde el fondo.

El más joven de los doce se abrió paso a empujones. Cronos abultaba menos que sus hermanos y hermanas. No era ni el más listo ni el más fuerte ni el más rápido, pero sí el más ávido de poder. Supongo que cuando eres el más pequeño de doce críos siempre estás buscando el modo de destacar y llamar la atención. Al menor de los titanes le encantó la idea de adueñarse del mundo, sobre todo si de paso se convertía en el jefe de todos sus hermanos. La oferta de las galletas con fideos de colores también ayudaba.

Cronos medía unos dos metros setenta, que era poca cosa para un titán. No parecía tan peligroso como sus hermanos, pero el chaval era astuto. Los demás titanes lo llamaban «el Retorcido» porque siempre jugaba sucio en las competiciones de lucha libre y nunca estaba donde uno esperaba.

Había heredado, por un lado, la sonrisa y el pelo rizado oscuro de su madre, y, por otro, la crueldad de su padre. Cuando te miraba, costaba averiguar si iba a pegarte un puñetazo o a contarte un chiste. Y su barba también era un poco inquietante. Era demasiado joven para tenerla, pero ya había empezado a dejar que los bigotes se le juntaran en una punta que le salía de la barbilla como el pico de un cuervo.

Cuando Cronos vio la guadaña, le brillaron los ojos: deseaba aquella hoja de hierro. Fue el único de los hermanos que comprendió el daño que podía causar.

En cuanto a matar a su padre… bueno, ¿por qué no? Urano apenas le hacía caso, ni tampoco Gea, ya puestos. Es bastante probable que sus padres ni siquiera supiesen cómo se llamaba.

Cronos odiaba que pasaran de él y estaba cansado de ser el menor, el que siempre tenía que conformarse con la estúpida ropa que se les quedaba pequeña a los otros titanes.

—Lo haré yo —dijo de nuevo—. Yo haré pedacitos a papá.

—¡Mi hijo favorito! —exclamó Gea—. ¡Eres maravilloso! Sabía que podía contar contigo… Estooo… ¿cómo te llamabas?

—Cronos —respondió él, esforzándose por conservar su sonrisa. A cambio de una guadaña, galletas y la oportunidad de cometer un asesinato, Cronos era capaz de ocultar sus sentimientos—. Será un honor matar por ti, madre, pero lo haremos a mi manera. Primero, haz que Urano venga a visitarte. Dile que lo sientes, que ha sido todo por tu culpa y que vas a prepararle una cena elegante a modo de disculpa. Tú consigue que venga esta noche y compórtate como si todavía lo quisieras.

—¡Puaj! —dijo ella, reprimiendo las arcadas—. ¿Te has vuelto loco?

—Sólo tienes que fingir —insistió Cronos—. Cuando adopte forma humana y se siente a tu lado, saldré de mi escondite y atacaré. Pero necesitaré ayuda.

Se volvió hacia sus hermanos, que, de repente, se miraban los pies como si fueran lo más interesante del mundo.

—Mirad, chicos —les dijo Cronos—, si esto sale mal, Urano va a vengarse de todos nosotros. No podemos cometer ningún error. Os necesito para que lo sujetéis y os aseguréis de que no escapa al cielo antes de que termine de matarlo.

Los otros guardaron silencio. Seguramente intentaban imaginarse a Cronos, su hermanito más canijo, enfrentándose a su enorme y violento padre, y no les hacía gracia el posible resultado.

—¡Anda, venga! —los regañó—. Yo me encargaré de cortar y picar. Sólo necesito a cuatro de vosotros para que lo sujetéis. ¡Cuando sea rey, recompensaré a esos cuatro! A cada uno le permitiré gobernar sobre una esquina del mundo: el norte, el sur, el este y el oeste. Una oferta especial. ¿Quién está conmigo?

Las chicas eran demasiado listas para dejarse liar en un plan de asesinato, así que se disculparon y se largaron rápidamente. El hijo mayor, Océano, se mordisqueó el pulgar, nervioso, y dijo:

—Tengo que regresar al mar a encargarme de unos asuntos… estooo… acuáticos. Lo siento…

Eso dejó a Cronos con sólo cuatro hermanos: Ceo, Jápeto, Crío e Hiperión.

Cronos les sonrió. Después aceptó la guadaña de manos de Gea y comprobó lo afilado de la punta: la tocó y de su dedo brotó una gota de sangre dorada.

—Bueno, pues ya tenemos cuatro voluntarios. ¡Estupendo!

Jápeto carraspeó.

—Perdona, pero…

Hiperión le dio un codazo a Jápeto.

—¡Estamos contigo, Cronos! —le prometió—. ¡Puedes contar con nosotros!

—Excelente —repuso Cronos, y ésa fue la primera vez que un genio del mal pronunció esa palabra.

A continuación, les explicó el plan.

Aunque parezca mentira, Urano apareció aquella noche.

Entró tranquilamente en el valle en el que solía encontrarse con Gea y frunció el ceño al ver la lujosa cena dispuesta sobre la mesa.

—Me llegó tu nota. ¿Vas en serio con lo de hacer las paces?

—¡Por supuesto!

Gea llevaba su mejor vestido verde sin mangas. Se había trenzado los rizos y los había decorado con gemas (no le costaba encontrarlas, claro, al ser ella la misma tierra), y olía a rosas y jazmín. Se recostó en un sofá a la tenue luz de las velas y pidió a su marido que se acercara.

Urano, con su taparrabos, no se sentía vestido para la ocasión. No se había cepillado el pelo ni nada. Al ser de noche, tenía la piel oscura y cubierta de estrellas, pero seguramente eso no cuente como traje de etiqueta para una cena de gala. Empezaba a pensar que debería haberse cepillado los dientes.

¿Sospechaba algo? No lo sé. Recordad que a nadie antes en la historia del cosmos le habían tendido una emboscada para hacerlo pedazos. Él iba a ser el primero. Un tipo con suerte. Además, se sentía solo después de pasar tanto tiempo en el cielo con la única compañía de las estrellas, Éter (el dios del aire, y a fe que aire era lo único que tenía en la cabeza), Nyx y Hemera, madre e hija, que no hacían más que discutir cada alba y cada anochecer.

—Entonces… —empezó a decir Urano con las manos sudorosas. Se le había olvidado lo bella que era Gea cuando no se dedicaba a gritarle a la cara—. ¿Ya no estás enfadada?

—¡En absoluto! —le aseguró Gea.

—Y… ¿no te importa que cargara de cadenas a nuestros hijos y los lanzara al abismo?

Gea apretó los dientes y se obligó a sonreír.

—No me importa —contestó.

—Bien —gruñó él—, porque esos enanos eran la mar de feos.

Gea dio unas palmaditas en el sofá.

—Ven, siéntate a mi lado, esposo mío.

Urano sonrió y avanzó pesadamente hacia ella.

En cuanto se sentó, Cronos susurró desde detrás de la roca más cercana:

—Ahora.

Sus cuatro hermanos salieron de sus escondites. Crío se había disfrazado de arbusto. Ceo había exca­vado un hoyo para meterse dentro y lo había cubierto de ramas. Hiperión se había ocultado bajo el sofá (era un sofá grande) y Jápeto intentaba hacerse pasar por un árbol, con los brazos tendidos a modo de ramas. No sé cómo, pero funcionó.

Los cuatro hermanos agarraron a Urano. Cada uno lo sujetó por un brazo o una pierna, y forcejearon con su padre hasta tumbarlo en el suelo, abierto de brazos y piernas.

Cronos salió de entre las sombras. Su guadaña de hierro brillaba a la luz de las estrellas.

—Hola, padre.

—¿Qué significa todo esto? —bramó Urano—. ¡Gea, diles que me suelten!

—¡Ja! —exclamó ella mientras se levantaba del sofá—. No tuviste piedad con nuestros hijos, esposo mío, así que no la mereces. Además, ¿a quién se le ocurre presentarse a una cena elegante vestido con un taparrabos? ¡Estoy indignada!

Urano intentó liberarse, pero fue en vano.

—¡Cómo os atrevéis! ¡Soy el señor del cosmos!

—Ya no —repuso Cronos mientras alzaba la guadaña.

—¡Ten cuidado! Si haces eso, eeeh… ¿Cómo habías dicho que te llamabas?

—¡¡Cronos!!

—Si haces eso, Cronos, ¡te maldeciré! ¡Algún día, tus propios hijos te destruirán y te arrebatarán el trono, igual que tú a mí!

—¡Que lo intenten! —exclamó Cronos entre risas.

Y dejó caer la guadaña.

La hoja acertó a Urano justo en el… Bueno, ¿sabéis qué? Ni siquiera soy capaz de decirlo. Si eres un tío, imagínate el lugar más doloroso en el que te pueden golpear.

Sí, justo ahí.

Cronos cortó y Urano aulló de dolor. Fue como la peli de terror de bajo presupuesto más asquerosa que os podáis imaginar. Sangre por todas partes… salvo que la sangre de los dioses es dorada y se llama icor.

Un rocío de icor cayó sobre las rocas; y aquel líquido era tan poderoso que, más tarde, cuando nadie miraba, surgieron de él unas criaturas siseantes: tres demonios alados llamados las Furias, los espíritus de la venganza. Las Furias salieron volando de inmediato hacia la oscuridad del Tártaro. Otras gotas de sangre celestial cayeron sobre terreno fértil y, al cabo de un tiempo, se convirtieron en unas criaturas silvestres, pero más amables, llamadas ninfas y sátiros.

La mayor parte de la sangre se limitó a salpicarlo todo. En serio, aquellas manchas no se irían nunca jamás de la camisa de Cronos.

—¡Bien hecho, hermanos! —exclamó Cronos, sonriendo de oreja a oreja mientras la guadaña goteaba oro.

Jápeto vomitó allí mismo. Los demás rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

—¡Hijos míos, qué orgullosa estoy! —les dijo Gea—. ¡Galletas y ponche para todos!

Antes de la celebración, Cronos reunió los restos de su padre sobre el mantel. Quizá enfadado con su hermano mayor, Océano, porque no había querido participar en el asesinato, Cronos hizo un petate con todo, lo llevó hasta el mar y allí lo lanzó. La sangre se mezcló con el agua salada y… bueno, más adelante veréis lo que salió de ahí.

Ahora me preguntaréis: «Vale, entonces, si asesinaron al cielo, ¿cómo es posible que sigamos viéndolo cada vez que miramos hacia arriba?»

Respuesta: ni idea.

Supongo que Cronos mató la forma física de Urano, de modo que el dios del cielo ya no podía aparecer en la tierra y reclamar su reinado. Básicamente lo exiliaron al cielo. Así que no está del todo muerto; pero ahora ya no es más que una inofensiva bóveda sobre el mundo.

En cualquier caso, Cronos regresó al valle y todos los titanes se corrieron una buena juerga.

Gea nombró a Cronos señor del universo. Le fabricó una corona dorada muy chula, edición exclusiva de coleccionista. Cronos mantuvo su promesa y entregó a sus cuatro hermanos el control de las cuatro esquinas del mundo: Jápeto se convirtió en el titán del oeste; Hiperión recibió el este; Ceo se llevó el norte, y Crío, el sur.

Aquella noche, Cronos alzó su copa de néctar, que era la bebida favorita de los inmortales. Intentó esbozar una sonrisa que rebosara confianza, que es lo que tienen que hacer los reyes, aunque la verdad es que ya empezaba a preocuparse por la maldición de Urano: que algún día sus propios hijos lo derrocarían.

Pese a ello, gritó:

—¡Hermanos míos, brindemos! ¡Hemos dado inicio a una Edad de Oro!

Y si lo que os va es la mentira, el robo, las puñaladas por la espalda y el canibalismo, seguid leyendo, porque sin duda fue una Edad de Oro para todo eso.

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La Edad de Oro del canibalismo

Al principio, Cronos no se portó tan mal. Tuvo que esforzarse mucho hasta convertirse en un saco de estiércol de la peor clase.

Liberó del Tártaro a los cíclopes mayores y a los centimanos, lo cual hizo feliz a Gea. Además, aquellos tipos tan monstruosos resultaron ser útiles. Se habían pasado toda la vida en el abismo aprendiendo a forjar el metal y a construir con piedra (supongo que no había nada mejor que hacer), así que, en agradecimiento por su liberación, construyeron un enorme palacio para Cronos en la cima del monte Otris, que entonces era la montaña más alta de Grecia.

El palacio estaba hecho de mármol negro como el carbón. Unas columnas altísimas y unos salones gigantescos resplandecían a la luz de antorchas mágicas. El trono de Cronos estaba tallado en un bloque macizo de obsidiana, con incrustaciones de oro y diamantes, lo cual debía de ser impresionante, aunque seguro que no demasiado cómodo. A Cronos le daba igual: podía pasarse el día entero allí sentado, supervisando el mundo que yacía a sus pies mientras exclamaba entre carcajadas malévolas: «¡Mío! ¡Todo mío!»

Sus cinco hermanos titanes y seis hermanas titánides no discutían con él. Total, ya se habían asegurado sus respectivos territorios favoritos y, además, después de ver a Cronos blandir la guadaña, no querían ponerse a malas con él.

Aparte de ser el rey del cosmos, Cronos se convirtió en el titán del tiempo. No podía viajar en el tiempo, como el Doctor Who, pero de vez en cuando sí que podía ralentizarlo o acelerarlo. Cuando estés en una clase aburridísima de esas que parecen no acabarse nunca, culpa a Cronos. Y si el fin de semana parece demasiado corto, también es culpa de Cronos.

Sobre todo, estaba muy interesado en el poder destructivo del tiempo. Al ser inmortal, le resultaba increíble lo que unos pocos años le hacían a una vida mortal. Sólo por divertirse, viajaba por el mundo y aceleraba la vida de los árboles, las plantas y los animales para verlos marchitarse y morir. No se cansaba de hacerlo.

En cuanto a sus hermanos, los cuatro que lo ayudaron a asesinar a Urano recibieron las cuatro esquinas del mundo… cosa rara, por otro lado, ya que los griegos creían que el mundo era un gran círculo plano, como un escudo, así que, en realidad, no tenía esquinas. Pero en fin…

Crío era el titán del sur. Adoptó el carnero como símbolo, ya que la constelación del carnero, Aries, era la que iluminaba el cielo del sur. Su armadura azul marino estaba cuajada de estrellas. De su casco sobresalían cuernos de carnero. Crío era un tipo oscuro y silencioso que no se movía del borde meridional del mundo, donde observaba las constelaciones y pensaba en cosas profundas… O puede que sólo pensara en que debería haber pedido un trabajo más emocionante.

Ceo, el titán del norte, vivía en el extremo opuesto del mundo (obviamente). A veces lo llamaban Polo porque controlaba el Polo Norte. Esto fue mucho antes de que Santa Claus se mudara a la zona. Ceo fue también el primer titán que recibió el don de la profecía. De hecho, Ceo viene de Koios, que en griego significa literalmente «pregunta». Para saberlo todo, le hacía preguntas al cielo y, a veces, el cielo le susurraba las respuestas. ¿Espeluznante? Sí. No sé si conversaría con el espíritu de Urano o qué, pero sus vistazos al futuro resultaban tan útiles que los demás titanes empezaron a hacerle preguntas de vital importancia como: «¿Qué tiempo tendremos el sábado?», «¿Me va a matar Cronos hoy?», «¿Qué me pongo para el baile de Rea?». Ese tipo de cosas. Llegado el momento, Ceo legó el don de la profecía a sus hijos.

Hiperión, el titán del este, era el más ostentoso de los cuatro. Dado que la luz del día llegaba del este todas las mañanas, se hacía llamar el Señor de la Luz. Sin embargo, a sus espaldas todos lo llamaban la Linterna de Cronos, ya que hacía todo lo que Cronos le pedía y, básicamente, era como Cronos pero con la mitad de luces. En fin, que llevaba una armadura dorada cegadora y era famoso por entrar en combustión en los momentos más insospechados, lo que lo convertía en el alma de la fiesta.

Su equivalente del oeste, el titán Jápeto, era más tranquilo. Una buena puesta de sol siempre invita a relajarse y disfrutar. Pese a ello, tampoco era buena idea tocarle las narices, puesto que era un excelente guerrero que sabía usar la lanza. El nombre de Jápeto en griego significa «el perforador», y estoy seguro de que no se ganó tal sobrenombre perforando orejas en el estudio de piercings de un centro comercial.

En cuanto al último hermano, Océano, se hizo cargo de las aguas exteriores que rodeaban el mundo. Por eso las grandes extensiones acuáticas que bordean la tierra acabaron llamándose océanos. Podría haber sido peor. Si Jápeto se hubiera adueñado de las aguas, hoy hablaríamos del jápeto Atlántico o diríamos que navegamos por el jápeto azul, y, la verdad, no suena igual de bien.

Ahora, antes de pasar a las seis titánides, vamos a quitarnos de encima un asuntillo desagradable.

Veréis, al final, los chicos titanes empezaron a pensar: «Oye, papá tomó a Gea por esposa. ¿Con quién vamos a casarnos nosotros?» Entonces miraron a sus hermanas, las titánides, y siguieron pensando: «Hummm…»

Lo sé, estáis gritando: «¡¡Qué asco!! ¿Querían casar­se con sus hermanas?»

Sí, a mí también me parece asqueroso, pero el caso es que los titanes no veían las relaciones familiares igual que nosotros.

En primer lugar, como he dicho antes, las reglas de comportamiento eran bastante más relajadas por aquel entonces. Además, no había muchas opciones a la hora de buscar pareja. No podían entrar en la web titanesmeetic.com para encontrar a su alma gemela.

Más importante todavía: los inmortales no son como los humanos. Viven para siempre, más o menos. Tienen poderes molones y, en vez de sangre y ADN, icor, así que no les parece mal mezclar la misma sangre. Por eso no ven el tema de hermano-hermana igual que nosotros. Para ellos, aunque la chica que te guste y tú hayáis nacido de la misma madre, tras crecer y haceros mayores quizá ya no pienses en ella como en tu hermana.

Es mi teoría. También puede ser que los titanes fueran todos unos frikis. Vosotros decidís.

En cualquier caso, no todos los hermanos se casaron con sus hermanas, pero a continuación os hago un resumen.

La mayor de las hermanas era Tea. Para llamar su atención bastaba con agitar algo brillante delante de ella. Adoraba las cosas resplandecientes y las vistas deslumbrantes. Todas las mañanas bailaba de felicidad cuando regresaba la luz. Escalaba montañas con tal de poder ver el paisaje a varios kilómetros a la redonda. Incluso hurgaba bajo tierra para desenterrar piedras preciosas y después utilizaba sus poderes mágicos para dejarlas brillantes y relucientes. Tea es la que dio al oro su lustre y a los diamantes su resplandor.

Se convirtió en la titánide de la vista. Como lo suyo era todo lo que brillaba, acabó casándose con Hiperión, el señor de la luz. Obviamente, se llevaban genial, aunque no sé cómo pegaban ojo por las noches, con Hi­perión resplandeciente a todas horas y Tea gritando entre risitas histéricas: «¡Brilla, brilla!»

¿Y su hermana Temis? Era completamente distinta. Era tranquila, considerada y nunca intentaba llamar la atención; todo lo contrario: siempre se cubría el pelo con un sencillo chal blanco. Desde muy pequeña se dio cuenta de que, por naturaleza, tenía muy clara la diferencia entre el bien y el mal. Comprendía lo que era justo y lo que no. Siempre que tenía alguna duda, afirmaba poder extraer la sabiduría directamente de la tierra, aunque no creo que se refiriese a Gea, porque Gea no es que tuviera muy claro lo que era el bien y lo que era el mal.

En fin, que Temis disfrutaba de una buena reputación entre sus hermanos. Era capaz de mediar en las peores peleas, así que se convirtió en la titánide de la ley natural y la justicia. No se casó con ninguno de sus seis hermanos, lo que demuestra lo sabia que era.

La tercera hermana: Tetis (y os prometo que es la última titánide que empieza por te, porque hasta yo me estoy liando). Le encantaban los ríos, los arroyos y las corrientes de agua de cualquier tipo. Era muy amable y siempre ofrecía algo de beber a sus hermanos, aunque los demás se cansaron de oír que el titán medio tiene que beber veinticuatro vasos grandes de agua al día para estar bien hidratado. En cualquier caso, Tetis se consideraba la niñera de todo el mundo, ya que todos los seres vivos tienen que beber. Acabó casándose con Océano; estaba cantado. «Oye, ¿te gusta el agua? ¡A mí también! ¡Tenemos que salir juntos sí o sí!»

Febe, la cuarta hermana, vivía en el centro geográfico del mundo, que para los griegos era el Oráculo de Delfos: una fuente sagrada en la que a veces se oían los susurros del futuro, si sabías escuchar. Los griegos llamaban a aquel lugar el ónfalo, omphalos, literalmente, el ombligo del mundo, aunque sin especificar si era de los que están hacia dentro o hacia fuera.

Febe fue una de las primeras personas en descubrir el modo de oír las voces de Delfos, pero no era una de esas adivinas sombrías y misteriosas. Su nombre significaba «brillante», y siempre veía el lado positivo de las cosas. Sus profecías eran como las de las galletas chinas de la suerte: sólo hablaban de lo bueno. Supongo que estaba bien, siempre que sólo quisieras oír cosas agradables, aunque no era tan útil si tenías un problema gordo. Por ejemplo, si ibas a morir al día siguiente, Febe podía decirte: «Oh, estooo, ¡veo que no vas a tener que preocuparte por el examen de mates de la semana que viene!»

Febe acabó casándose con Ceo, el tipo del norte, porque él también había recibido el don de la profecía. Por desgracia, sólo se veían de vez en cuando, ya que vivían muy lejos el uno del otro. Un dato de regalo: mucho más adelante, el nieto de Febe, un tío llamado Apolo, se quedó a cargo del Oráculo. Como había heredado sus poderes, a Apolo también lo conocían como Apolo Febo.

La titánide número cinco era Mnemósine… Jo, con mi dislexia he tenido que comprobar ese nombre unas veinte veces, y es probable que siga estando mal. Ni siquiera sé muy bien cómo se pronuncia. En fin, que Mnemósine nació con memoria fotográfica mucho antes de que nadie supiera lo que era la fotografía. En serio, lo recordaba todo: los cumpleaños de sus hermanas, los deberes, sacar la basura, dar de comer a los gatos… Esto tenía su parte positiva: llevaba el registro de la historia familiar y nunca se le olvidaba nada. Sin embargo, tenerla cerca era un rollo porque nunca te permitía olvidar nada.

¿Con ocho años hiciste algo como para morirse de vergüenza? Sí, se acordaba. ¿Hace tres años prometiste devolverle aquel préstamo? Se acordaba.

Peor todavía: Mnemósine esperaba que todo el mundo tuviera tan buena memoria como ella. Por ayudar, inventó las letras y la escritura para que los demás, pobres idiotas desmemoriados, pudiéramos llevar un registro permanente de todo. Se convirtió en la titánide de la memoria, sobre todo de la memorización. La próxima vez que tengáis que estudiar para un examen de lengua o memorizar las capitales del mundo sin ningún motivo aparente, agradecédselo a Mnemósine. Ese tipo de deberes fueron idea suya y nada más que suya. Ninguno de sus hermanos titanes quería casarse con ella. ¡Qué raro!

Y, por último, la hermana número seis, Rea. La pobre Rea. Era la más dulce y la más bella de las titánides, así que, obviamente, sufrió peor suerte que ninguna y tuvo la vida más difícil. Su nombre significa «flujo» o «facilidad». Ambas definiciones encajan. Siempre se dejaba llevar y, sin duda, era de trato fácil. Vagaba por los valles de la tierra para visitar a sus hermanos y hermanas, y por el camino hablaba con las ninfas y los sátiros que habían brotado de la sangre de Urano. También adoraba a los animales. Su favorito era el león. Si veis imágenes de Rea, casi siempre la acompañan un par de leones, lo cual le resultaba bastante útil para ir por ahí sin temer por su seguridad, incluso en los peores barrios.

Rea se convirtió en la titánide de la maternidad. Le encantaban los bebés y siempre ayudaba a sus hermanas en los partos. Al final se ganó el título de la Gran Madre cuando dio a luz a sus propios hijos. Por desgracia, antes de que eso pasara tuvo que casarse, y así empezaron todos los problemas…

¡Ah, pero todo era genial! ¿Qué podía salir mal?

Eso era lo que pensaba la Madre Tierra, Gea. Estaba tan contenta de ver a sus hijos dirigir el mundo que decidió volver a las profundidades de sí misma por un tiempo y ser sólo… bueno, la tierra. Había pasado muchas penurias. Había tenido dieciocho hijos. Se merecía un descanso.

Estaba segura de que Cronos se encargaría de todo y sería un buen rey para siempre jamás (sí, claro). Así que se echó una siestecita, lo que en términos geológicos equivalía a unos cuantos milenios.

Mientras tanto, los titanes empezaron a engendrar a sus propios hijos, los titanes de segunda generación. Océano y Tetis, el señor y la señora Agua, tuvieron una hija llamada Clímene, que se convirtió en la diosa titánide de la fama. Supongo que le iba lo de la fama porque creció en el fondo del mar, donde nunca pasaba nada. Se volvía loca por los cotilleos, leía la prensa del corazón y siempre estaba a la última con las noticias de Hollywood… O eso habría hecho de haber existido Hollywood por aquel entonces. Como mucha gente obsesionada con la fama, se dirigió al oeste, como las actrices que van a California. Acabó enamorándose del titán del oeste, Jápeto.

Lo sé, técnicamente era su tío. Asqueroso. Pero, como he dicho antes, los titanes eran diferentes. Mi consejo es que no le deis demasiadas vueltas al asunto.

Total, que Jápeto y Clímene tuvieron un hijo al que llamaron Atlas y que resultó ser un excelente guerrero y también un poco imbécil. Cuando creció se convirtió en la mano derecha de Cronos y en su principal sicario.

Después, Jápeto y Clímene tuvieron un hijo llamado Prometeo, que era casi tan listo como Cronos. Según algunas leyendas, Prometeo inventó una forma de vida menor de la que quizá hayáis oído hablar: los humanos. Un día estaba matando el tiempo a la orilla de un río, construyendo cosas con arcilla húmeda, cuando se le ocurrió esculpir un par de figuras curiosas que se parecían a los titanes, salvo que eran mucho más pequeñas y fáciles de aplastar. Puede que una pizca de sangre de Urano se mezclara con la arcilla o puede que Prometeo insuflara vida a las figuras aposta; ni idea. El caso es que las criaturas de arcilla cobraron vida y se convirtieron en los primeros humanos.

¿Le dieron una medalla a Prometeo por la hazaña? Qué va. Para los titanes, los humanos eran como los hámsteres para nosotros. Algunos titanes pensaban que los humanos eran muy monos, aunque se morían demasiado deprisa y no servían para nada. Otros opinaban que eran roedores repulsivos, y otros no les prestaban la menor atención. En cuanto a los humanos, por lo general se escondían en sus cuevas y correteaban de un lado a otro procurando que no los pisara nadie.

Los titanes siguieron teniendo más bebés titanes. No los mencionaré a todos, porque si no estaríamos aquí tanto tiempo como el que duró la siesta de Gea, pero Ceo y Febe, la pareja profética, tuvieron a una hija llamada Leto, que decidió que quería ser la titánide protectora de los niños pequeños. Fue la primera niñera de la historia. Todos los papás y mamás titanes se alegraban siempre de verla.

Hiperión y Tea, el señor y la señora Brillante, tuvieron unos gemelos llamados Helios y Selene, que estaban a cargo del sol y de la luna. Tiene sentido, ¿no? No hay muchas cosas más brillantes que el sol y la luna.

Helios conducía el carro del sol por el cielo todos los días, aunque consumía una barbaridad de combustible. Helios se creía irresistible y tenía la desagradable costumbre de decir que el sol era su «imán para las nenas».

Selene, la luna, no era tan ostentosa. Conducía su carro de plata por el cielo nocturno y era bastante reservada, aunque cuando por fin se enamoró fue la historia más triste del mundo. Pero ya os la contaré después.

En fin, que sólo había un titán en concreto que ni se casaba ni tenía hijos: Cronos, el señor del universo. No hacía más que sentarse en su trono del palacio del monte Otris y gruñir mucho, pero mucho, al ver que todo el mundo se lo pasaba estupendamente.

¿Recordáis la maldición de Urano? ¿Que algún día los hijos de Cronos lo derrocarían? Cronos no se lo sacaba de la cabeza.

Al principio se decía: «Bueno, no es para tanto. ¡Con no casarme ni tener hijos…!»

Pero se sufre mucho estando solo y viendo que todos los que te rodean sientan la cabeza y empiezan a formar sus familias. Cronos se había ganado el trono con todas las de la ley, pero aquella maldición le amargaba el placer de haber descuartizado a su padre. Ahora tenía que preocuparse de que no le quitaran el trono, mientras los demás se dedicaban a disfrutar de la buena vida. Mal rollo.

Sus parientes no lo visitaban tanto como antes. Una vez que Gea volvió al interior de la tierra, dejaron de pasarse por el palacio para la cena de los domingos. Decían que estaban ocupados, pero Cronos sospechaba que sus hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas simplemente le tenían miedo. Era cierto que había heredado el genio y la crueldad de su padre. Su guadaña intimidaba. Además, su tendencia a gritar «¡Os mataré a todos!» cada vez que alguien lo irritaba resultaba bastante molesta. Pero ¿qué culpa tenía él?

Una mañana ya no pudo aguantarlo más. Se despertó por culpa de un cíclope que estaba golpeando un trozo de bronce justo delante de la ventana de su dormitorio. A las siete de la mañana, ¡un fin de semana!

Cronos le había prometido a su madre que liberaría a los cíclopes mayores y a los centimanos del Tártaro, pero empezaba a cansarse de verdad de sus feos parientes. Cuanto más crecían, más desagradables se volvían. Olían a letrina. Su higiene personal era inexistente y no dejaban de hacer ruido: fabricaban cosas, martilleaban metal, cortaban piedra… Le habían resultado útiles para construir el palacio, pero eran un fastidio.

Cronos llamó a Atlas, a Hiperión y a algunos más de sus matones. Rodearon a los cíclopes y a los centimanos, y les dijeron que se los llevaban de paseo para que vieran las florecillas del campo. Después saltaron sobre los pobres muchachos, los cargaron de nuevo de cadenas y los lanzaron otra vez al Tártaro.

Si Gea se despertaba, no estaría contenta, pero ¿qué más daba? Cronos era el rey. Su madre tendría que aguantarse.

Después de aquello, en el palacio se respiraba tranquilidad, pero Cronos seguía gruñendo: no era justo que no pudiera tener novia.

De hecho, tenía en mente a una chica en concreto.

En secreto, estaba enamorado de Rea.

La titánide era preciosa. Cada vez que la familia de los titanes se reunía, Cronos la miraba a hurtadillas. Si se percataba de que alguno de los otros chicos coqueteaba con ella, se lo llevaba para hablar con él en privado, guadaña en mano, y advertirle que no volviera a hacerlo.

Le encantaba la risa de Rea. Su sonrisa era más deslumbrante que el imán para las nenas de Helios, quiero decir, que el sol… Adoraba el modo en que su oscura melena rizada le acariciaba los hombros. Sus ojos eran verdes como prados, y sus labios… bueno, Cronos soñaba con besarlos.

Además, Rea era dulce, amable y todos la querían. Cronos pensaba: «Si tuviera una esposa como ésa, mi familia no me temería tanto. Vendrían más a menudo a palacio. Rea me enseñaría a ser un titán mejor. ¡La vida sería increíble!»

Sin embargo, otra parte de él pensaba: «¡No! ¡No puedo casarme por culpa de esa estúpida maldición!»

Cronos gruñía de frustración. ¡Era el rey del puñetero universo! ¡Podía hacer lo que quisiera! Quizá Urano le hubiera tomado el pelo y no existiera tal maldición. O quizá tuviera suerte y no engendrara hijos.

Nota mental: si no quieres tener hijos, no te cases con la titánide de la maternidad.

Cronos intentó contenerse, pero al final no pudo aguantarlo más: invitó a Rea a una cena romántica y le

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