{

Amando a Pablo, odiando a Escobar

Virginia Vallejo

Fragmento

Página legal, Amando a Pablo, odiando a Escobar

SEGUNDA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, MAYO 2018

Copyright © 2007 por Virginia Vallejo

Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de
América por Vintage Español, una división de Penguin Random House LLC, Nueva York, y distribuido en Canadá por Random House of Canada, una división de Penguin Random House Canada Limited, Toronto. Originalmente publicado en México por Penguin Random House Grupo Editorial, S. A., de C.V., México, D.F., en 2009.

Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Penguin Random House LLC.

Fotografías e imágenes cortesía del archivo personal de la autora.

Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.

Vintage Español ISBN MTI en tapa blanda 9780525433422

Ebook ISBN 9780525433439

www.vintageespanol.com

Diseño de cubierta: Christopher Gale

Fotografía de cubierta: Virginia Vallejo © Hernán Díaz; Pablo Escobar © Eric Vandeville/Gamma-Rapho/Getty Images

v5.3_r1.1

a

Dedicatoria, Amando a Pablo, odiando a Escobar

A mis muertos,

a los héroes y a los villanos.

Todos somos uno,

una sola nación.

Solo un átomo

reciclándose al infinito

desde siempre y para siempre.

Índice, Amando a Pablo, odiando a Escobar

ÍNDICE

Cubierta

Acerca de la autora

Página de título

Página legal

Dedicatoria

Introducción

PRIMERA PARTE
LOS DÍAS DE LA INOCENCIA Y DEL ENSUEÑO

El reino del oro blanco

Aspiraciones presidenciales

¡Pídeme lo que tú quieras!

¡Muerte a Secuestradores!

SEGUNDA PARTE
LOS DÍAS DEL ESPLENDOR Y DEL ESPANTO

La caricia de un revólver

Dos futuros presidentes y Veinte poemas de amor

La amante del Libertador

En brazos del demonio

Un lord y un drug lord

El séptimo hombre más rico del mundo

Cocaine Blues

¡No ese cerdo más rico que yo!

Bajo el cielo de Nápoles

Aquel palacio en llamas

Tarzán versus Pancho Villa

¡Qué pronto te olvidaste de París!

Un diamante y una despedida

TERCERA PARTE
LOS DÍAS DE LA AUSENCIA Y DEL SILENCIO

La conexión cubana

El rey del terror

Hoy hay fiesta en el infierno

Ilustraciones

Introducción, Amando a Pablo, odiando a Escobar

INTRODUCCIÓN

Son las seis de la mañana del martes 18 de julio de 2006. Tres autos blindados de la embajada estadounidense me recogen en el apartamento de mi madre en Bogotá para conducirme al aeropuerto, donde un avión con destino hacia algún lugar de Estados Unidos me espera con los motores encendidos. Un vehículo con personal de seguridad armado de ametralladoras nos precede a gran velocidad y otro nos sigue. La noche anterior, el jefe de seguridad de la embajada me ha advertido que personas sospechosas se encuentran apostadas al otro lado del parque sobre el cual mira el edificio y me ha informado que su misión es protegerme; por ningún motivo debo acercarme a las ventanas ni abrir la puerta a nadie. Otro auto con mis posesiones más preciadas ha partido una hora antes; pertenece a Antonio Galán Sarmiento, presidente del Concejo de Bogotá y hermano de Luis Carlos Galán, el candidato presidencial asesinado el 18 de agosto de 1989 por orden de Pablo Escobar Gaviria, jefe del cartel de Medellín.

Escobar, mi examante, fue muerto a tiros el 2 de diciembre de 1993. Para darlo de baja tras casi un año y medio de cacería, fueron necesarios una recompensa de veinticinco millones de dólares, un comando de la policía colombiana especialmente entrenado con tal fin y unos ocho mil hombres adscritos a los organismos de seguridad del Estado, los carteles de la droga rivales y los grupos paramilitares, docenas de efectivos de la DEA (Drug Enforcement Administration o Administración para el Control de Drogas), el FBI y la CIA, los Navy Seals de la Marina y el Grupo Delta del Ejército estadounidenses, aviones de su Gobierno con radares especiales y el dinero de algunos de los hombres más ricos de Colombia.

Dos días antes, he acusado en El Nuevo Herald de Miami al exsenador, exministro de Justicia y antiguo candidato presidencial Alberto Santofimio Botero de ser el instigador del crimen de Luis Carlos Galán y de haber tendido los puentes dorados entre los grandes capos del narcotráfico y cuatro presidentes de Colombia. El diario de Florida ha dedicado a mi historia un cuarto de la primera plana dominical y una completa de las interiores.

Álvaro Uribe Vélez, quien acaba de ser reelegido presidente de Colombia con más del setenta por ciento de los votos, se prepara para posesionarse el 7 de agosto. Tras mi oferta al fiscal general de la nación de testificar en el proceso en curso contra Santofimio —que debería prolongarse otros dos meses—, el procurador general y el juez del caso lo han cerrado abruptamente. En protesta, el expresidente embajador de Colombia en Washington, Andrés Pastrana, ha renunciado. Uribe ha tenido que cancelar el nombramiento de otro expresidente, Ernesto Samper, como nuevo embajador en Francia, y ha tenido que nombrar a una nueva ministra de Relaciones Exteriores para reemplazar a la anterior, que ha pasado a ocupar la embajada en Washington.

El Gobierno de Estados Unidos sabe perfectamente que, de negarme su protección, en los días siguientes posiblemente estaré muerta —como otro de los dos únicos testigos en el caso contra Santofimio— y que conmigo lo estarán también las claves de algunos de los crímenes más horrendos en la historia reciente de Colombia, junto con valiosa información sobre la penetración del narcotráfico a todos los niveles más poderosos e intocables del poder presidencial, político, judicial, militar y mediático.

Funcionarios de la embajada estadounidense se encuentran apostados ante la escalerilla del avión; están allí para subir las maletas y cajas que pude empacar en pocas horas con ayuda de una pareja de amigos, y me miran con curiosidad, como preguntándose por qué una mujer de mediana edad y aspecto agotado despierta tanto interés de los medios de comunicación y ahora también de su Gobierno. Un special agent de la DEA de dos metros de estatura, quien se identifica como David C. y luce una camisa hawaiana, me informa que ha sido encargado de escoltarme a territorio de Estados Unidos. El avión bimotor tardará seis horas en llegar a Guantánamo —la base del Ejército estadounidense en Cuba— para cargar combustible, y dos horas más para llegar a Miami.

No quedo tranquila hasta ver en la parte trasera de la nave dos cajas que contienen la evidencia de los delitos cometidos en Colombia por los convictos Thomas y Dee Mower, propietarios de Neways International de Springville, Utah, compañía multinacional que yo enfrento en una demanda de agencia comercial valorada en treinta millones de dólares. En solo ocho días, un juez estadounidense ha encontrado a los Mower culpables de una fracción de los delitos que yo llevo ocho años tratando de probar ante la justicia colombiana. Pero todas mis ofertas de cooperación al Departamento de Justicia en Washington, y a cinco agregados del Internal Revenue Service (Servicio de Impuestos) en su embajada en Bogotá, se han estrellado contra la furiosa reacción de su oficina de prensa, cuyo subdirector me ha jurado bloquear cualquier intento de comunicación con las agencias del Gobierno de Estados Unidos.

Lo que ha estado ocurriendo no tiene nada que ver con los Mower, sino con Pablo Escobar: en la Oficina de Derechos Humanos de la embajada trabaja un excolaborador muy cercano de Francisco Santos, el vicepresidente de la República cuya familia es propietaria de la Casa Editorial El Tiempo. El conglomerado de medios impresos ocupa el veinticinco por ciento del gabinete ministerial de Álvaro Uribe, lo cual le permite acceder a una gigantesca tajada de las pautas publicitarias del Estado —el mayor anunciante colombiano— en vísperas de su venta a uno de los principales grupos editoriales de habla hispana. Otro miembro de la familia, Juan Manuel Santos, acaba de ser nombrado ministro de Defensa con el encargo de renovar la flota de la Fuerza Aérea Colombiana. Tanta generosidad estatal para con una familia mediática cumple un propósito que va mucho más allá de asegurar el apoyo incondicional del principal diario del país al Gobierno de Álvaro Uribe: garantiza su absoluto silencio sobre el pasado imperfecto del presidente de la República. Es un pasado que el Gobierno de Estados Unidos ya conoce. Yo también lo conozco, y muy bien.


Casi nueve horas después de mi partida llegamos a Miami. Empieza a preocuparme el dolor abdominal que me acompaña desde hace un mes y que parece agudizarse con cada hora que pasa. No he visto a un médico en seis años, porque los Mower de Neways me han despojado de todo mi modesto patrimonio y de ingresos vitalicios y hereditarios generados por su operación sudamericana encabezada por mí.

El hotel donde me alojo es impersonal y grande, como mi habitación. Minutos después hacen su arribo media docena de funcionarios de la DEA. Me miran con ojos inquisitivos mientras van examinando el contenido de mis siete maletas de Gucci y Vuitton cargadas de viejos trajes de Valentino, Chanel, Armani y Saint Laurent, y la pequeña colección de grabados de artistas famosos que compré a finales de los años setenta. Me informan que, en los días siguientes, me reuniré con varios de sus superiores y con Richard Gregorie, fiscal del proceso contra el general Manuel Antonio Noriega, para que yo les hable de Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, jefes máximos del cartel de Cali. El juicio contra los archienemigos de Pablo Escobar será encabezado por el mismo fiscal que logró la condena del dictador panameño y comenzará en unas semanas en una corte del estado de Florida; de ser hallados culpables, el Gobierno estadounidense podrá no solo solicitar al tribunal una sentencia de cadena perpetua o su equivalente, sino también reclamar la fortuna de los dos jefes del narcotráfico —dos mil cien millones de dólares—, que ya están congelados. En mi tono más cortés solicito a los oficiales una aspirina y un cepillo de dientes, pero responden que debo comprarlos. Cuando les explico que todo mi capital en el mundo consiste de dos monedas de veinticinco centavos de dólar, me consiguen un cepillo de dientes pequeñísimo, como los que regalan en los aviones.

—Parece que lleva usted mucho tiempo sin hospedarse en un hotel americano…

—Así es. En mis suites de The Pierre, en Nueva York, y en los bungalows del Bel Air, en Beverly Hills, siempre hubo aspirinas y cepillos de dientes. ¡Y docenas de rosas y champán rosé! —les digo suspirando con nostalgia—. Ahora, gracias a unos convictos de Utah, soy tan pobre que una simple aspirina es un artículo de lujo.

—Pues en este país los hoteles ya no tienen aspirina: como es droga, debe ser recetada por un médico; y usted seguramente sabe que una consulta médica aquí cuesta un dineral. Si le duele la cabeza, trate de soportar el dolor y duerma; verá que mañana habrá desaparecido. No olvide que acabamos de salvarle la vida. Por razones de seguridad, no puede salir de la habitación ni comunicarse con nadie, especialmente la prensa; y eso incluye a los periodistas del Miami Herald. El Gobierno de Estados Unidos todavía no puede prometerle nada, y los resultados van a depender exclusivamente de usted.

Les expreso mi gratitud, les digo que no tienen de qué preocuparse porque no tendría a donde ir, y les recuerdo que fui yo quien se ofreció a testificar en varios procesos judiciales de excepcional trascendencia, tanto en Colombia como en Estados Unidos.

David —el agente de la DEA— y los demás se retiran para deliberar sobre la agenda del día siguiente.

—Acaba de llegar, ¿y ya le está pidiendo cosas al Gobierno americano? —me reprocha Nguyen, el police chief que se ha quedado conmigo.

—Sí, porque estoy sufriendo de un terrible dolor abdominal, y porque sé que yo puedo serle de doble utilidad a su Gobierno: en aquellas dos cajas, hay evidencias de la parte colombo-mexicana de un fraude contra el Internal Revenue Service que estimo en cientos de millones de dólares. Tras la muerte de todos los testigos y el pago de veintitrés millones de dólares, la demanda colectiva de las víctimas rusas contra Neways fue retirada. ¡Imagine usted las dimensiones de la estafa en tres docenas de países contra sus distribuidores y contra el fisco!

—La evasión en ultramar no es asunto nuestro. Nosotros somos oficiales antinarcóticos.

—De tener información sobre la ubicación de diez kilos de coca, ustedes me conseguirían la aspirina ya, ¿verdad?

—Usted no parece entender que nosotros no somos el IRS o el FBI del estado de Utah, sino la DEA del estado de Florida. ¡Y no confunda a la Drug Enforcement Administration con una drugstore, Virginia!

—Lo que ya entendí, Nguyen, es que USA versus Rodríguez Orejuela es como ¡doscientas veces más grande que el actual proceso contra los Mower de Neways!

Los oficiales de la DEA regresan y me informan que todos los canales de televisión están hablando sobre mi salida de Colombia. Respondo que en los últimos cuatro días he declinado casi dos centenares de entrevistas de medios de todo el mundo, y que no me interesa lo que puedan estar diciendo. Les ruego que apaguen el televisor porque llevo once días sin dormir y dos sin comer, estoy agotada y solo quiero intentar descansar unas horas para poder ofrecerles al día siguiente toda la cooperación posible.

Cuando por fin me quedo sola con todo ese equipaje y el dolor agudo como única compañía, me preparo mentalmente para algo muchísimo más grave que una eventual apendicitis. Una y otra vez me pregunto si el Gobierno de Estados Unidos realmente ha salvado mi vida o si estos oficiales de la DEA se proponen, más bien, exprimirme como una naranja antes de regresarme a Colombia con argumentos como que la información que yo tenía sobre los Rodríguez Orejuela resultó ser anterior a 1997 o que Utah es otro país. Sé perfectamente que, de vuelta en territorio colombiano, todos aquellos que no están libres de pecado me usarán como escarmiento para cualquier informante o testigo que esté tentado de seguir mi ejemplo: miembros de los organismos de seguridad me estarán esperando en el aeropuerto con alguna «orden de captura» emitida por el Ministerio de Defensa o los organismos de seguridad del Estado. Me subirán a una camioneta con vidrios negros y, cuando todos ellos hayan terminado conmigo, los medios de comunicación de las familias presidenciales involucradas con los carteles de la droga o al servicio del presidente reelecto le echarán la culpa de mi tortura y muerte —o desaparición— a los Rodríguez Orejuela, los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) o la familia de mi examante.

Nunca me había sentido más sola, más enferma o más pobre. Soy perfectamente consciente de que, de ser devuelta a Colombia, no seré ni la primera ni la última de quienes han muerto tras ofrecer su cooperación a la embajada estadounidense en Bogotá. Pero mi salida del país en el avión de la DEA parece ser noticia en casi todo el mundo, lo cual quiere decir que soy mucho más visible que un César Villegas, alias el Bandi, o un Pedro Juan Moreno, los dos personajes que mejor conocieron el pasado del presidente Uribe. Por ello, tomo la decisión de no permitir que ningún Gobierno ni ningún criminal me conviertan en otro Carlos Aguilar, alias el Mugre, muerto tras testificar contra Santofimio, o la esposa de Guillermo Pallomari —el contador de los Rodríguez Orejuela—, que desapareció tras la huida de su marido hacia Estados Unidos para ofrecer su cooperación a la DEA.

Sé perfectamente que, al contrario de estas personas que en paz descansen todas, yo jamás he cometido un crimen, y por todos estos muertos y miles de víctimas es que tengo la obligación de sobrevivir. Y me digo a mí misma:

—No sé cómo voy a hacer. Pero, ni me voy a dejar morir, ni me voy a dejar matar.

Primera Parte: Los Días de la Inocencia y del Ensueño, Amando a Pablo, odiando a Escobar

PRIMERA PARTE

LOS DÍAS DE LA INOCENCIA Y DEL ENSUEÑO

All love is tragedy. True love suffers and is silent.

OSCAR WILDE

El reino del oro blanco, Amando a Pablo, odiando a Escobar

EL REINO DEL ORO BLANCO

A mediados de 1982 existían en Colombia varios grupos guerrilleros. Todos eran marxistas o maoístas y admiradores furibundos del modelo cubano. Vivían de las subvenciones de la Unión Soviética, del secuestro de quienes ellos consideraban ricos y del robo de ganado a los hacendados. El más importante eran las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), nacidas en la violencia de los años cincuenta, época de crueldad sin límites y tan salvaje que es imposible describirla sin sentirse avergonzado de pertenecer a la especie de los hombres. Menores en número de integrantes eran el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el EPL (Ejército Popular de Liberación), que posteriormente se desmovilizaría para convertirse en partido político. En 1984, nacería el Quintín Lame, inspirado en el valiente luchador por la causa de los resguardos indígenas del mismo nombre.

Y estaba el M-19, el movimiento de los golpes espectaculares, cinematográficos, conformado por una ecléctica combinación de universitarios y profesionales, intelectuales y artistas, hijos de burgueses y militares, y aquellos combatientes de línea dura que en el argot de los grupos armados se conocen como «troperos». Al contrario de los demás alzados en armas —que operaban en el campo y en las selvas que cubren casi la mitad del territorio colombiano—, «el Eme» era eminentemente urbano y contaba en sus cuadros directivos con mujeres notables y tan amantes de la publicidad como sus compañeros.

En los años que siguieron a la Operación Cóndor en el sur del continente, las reglas del combate en Colombia eran en blanco y negro: cuando cualquier integrante de alguna de estas agrupaciones caía en manos de los militares o de los servicios de seguridad del Estado era encarcelado y, con frecuencia, torturado hasta la muerte sin juicios ni contemplaciones. De igual manera, cuando una persona adinerada caía en manos de la guerrilla no era liberada sino hasta que la familia entregaba el rescate, muchas veces tras años de negociaciones; el que no pagaba moría, y sus restos raras veces eran encontrados, situación que con contadas excepciones sigue tan vigente hoy como entonces. Todo colombiano de profesión cuenta entre sus amigos, familiares y empleados con más de una docena de conocidos secuestrados, que se dividen entre los que regresaron sanos y salvos, y los que jamás volvieron. Estos últimos, a su vez, se subdividen entre aquellos cuyas familias no tuvieron cómo satisfacer las pretensiones de los secuestradores, aquellos por quienes se pagó la jugosa recompensa pero jamás fueron devueltos y aquellos por cuya existencia nadie quiso entregar el patrimonio acumulado a lo largo de varias generaciones, o el de solo una vida de trabajo honrado.


Me he quedado dormida con la cabeza recostada en el hombro de Aníbal y despierto por ese doble saltito que dan las aeronaves livianas al tocar tierra. Él acaricia mi mejilla y, cuando trato de ponerme de pie, hala suavemente de mi brazo como indicándome que debo permanecer sentada. Señala la ventanilla y no puedo dar crédito a lo que estoy viendo: a lado y lado de la pista de aterrizaje, dos docenas de hombres jóvenes, unos con anteojos oscuros y otros con el ceño fruncido por el sol de la tarde, rodean el pequeño avión y nos apuntan con ametralladoras, con la expresión de quienes están acostumbrados a hacer los disparos primero y las preguntas después. Otros están semiocultos entre matorrales, y dos de ellos incluso juegan con una ametralladora Mini Uzi como haría cualquiera de nosotros con las llaves del auto. Yo solo atino a pensar en lo que ocurriría si alguna de ellas cayera al piso disparando seiscientos tiros por minuto. Los muchachos, todos muy jóvenes, visten ropas cómodas y modernas, camisetas polo de colores, jeans y tenis importados. Ninguno de ellos lleva uniforme ni traje camuflado.

Mientras el pequeño avión carretea por la pista, alcanzo a calcular el valor que podríamos tener para un grupo guerrillero. Mi novio es sobrino del anterior presidente, Julio César Turbay, cuyo Gobierno (1978-1982) se caracterizó por una violenta represión militar a los grupos insurgentes, sobre todo el M-19, gran parte de cuya plana mayor ha ido a parar a la cárcel; pero Belisario Betancur, el presidente que acaba de posesionarse, ha prometido liberar y amnistiar a todos los alzados que se acojan a su proceso de paz. Miro a los niños de Aníbal, y el corazón se me encoge: Juan Pablo, de once años, y Adriana, de nueve, son ahora los hijastros del segundo hombre más rico de Colombia, Carlos Ardila Lülle, dueño de todas las embotelladoras de sodas del país. Los amigos que nos acompañan son Olguita Suárez, hija de un millonario ganadero de la Costa Atlántica, que en unas semanas contraerá nupcias con el simpático cantautor español Rafael Urraza —organizador del paseo— y cuya hermana está comprometida con Felipe Echavarría Rocha, miembro de una de las dinastías industriales más importantes de Colombia; Nano Márquez y Ethel Klenner, dos de los principales decoradores y galeristas de arte de Bogotá; Ángela Sánchez, una top model, y yo, una de las presentadoras de televisión y periodista radial más destacadas del país. Sé perfectamente que, de caer en manos de la guerrilla, todos los integrantes del avión entraríamos en su particular definición de «oligarcas» y en consecuencia de «secuestrables», adjetivo tan colombiano como el prefijo y sustantivo «narco», del cual hablaremos más adelante.

Aníbal ha enmudecido y se ve inusualmente pálido. Sin tomarme el trabajo de esperar sus respuestas, le disparo dos docenas de preguntas seguidas:

—¿Cómo supiste que este sí era el avión que habían mandado por nosotros? ¿No te das cuenta de que posiblemente nos estén secuestrando?…¿Cuántos meses estaremos retenidos cuando ellos descubran quién es la madre de tus niños?…Y estos no son guerrilleros pobres: ¡mira las armas y los tenis! Pero ¿por qué no me dijiste que trajera mis zapatos tenis? ¡Estos secuestradores me van a hacer caminar por toda la selva en sandalias italianas y sin mi sombrero de paja! ¿Por qué no me dejaste empacar mi jungle wear con calma?…¿Y por qué aceptas invitaciones de gente que no conoces? ¡Los guardaespaldas de la gente que yo conozco no le apuntan a los invitados con ametralladoras! ¡Caímos en una trampa, porque a toda hora estás chupando coca y no sabes dónde está la realidad! Si salimos vivos, no me casaré contigo ¡porque te va a dar un infarto, y no voy a quedarme viuda a los treinta y dos años!

Aníbal Turbay es grande, guapísimo y libre, amoroso hasta el cansancio y generoso con sus palabras, su tiempo y su dinero a pesar de que no es multimillonario como mis exnovios. Es igualmente adorado por su ecléctica colección de amigos —como Manolito de Arnaude, buscador de tesoros— y por centenares de mujeres cuyas vidas se dividen en «antes de Aníbal» y «después de Aníbal». Su único defecto es una irremediable adicción al polvillo nasal; yo lo abomino, pero él lo adora por encima de sus niños, de mí, del dinero, de todo. Antes de que el pobre pueda responder a mi andanada, la portezuela del avión se abre y entra aquel vaho del trópico que invita a disfrutar de lo que en mi país sin estaciones llamamos Tierra Caliente. Dos de los hombres armados suben y, tras observar nuestros rostros estupefactos, exclaman:

—¡Ay, Dios mío, pero qué es este horror! ¡Ustedes no nos van a creer: esperábamos unas jaulas con una pantera y varias tigresas, y parece que las mandaron en otro avión! ¡Mil perdones, señores! ¡Qué vergüenza con las damas y los niños! ¡Cuando el patrón se entere, nos va a fusilar!

Nos explican que la propiedad tiene un zoológico muy grande y, evidentemente, hubo un problema de coordinación entre el vuelo de los invitados y el que traía a las fieras. Y mientras los hombres armados se deshacen en excusas, los pilotos descienden del avión con la expresión indiferente de quienes no tienen que dar explicaciones a extraños, porque su responsabilidad es la de respetar un plan de vuelo y no revisar cargamentos.

Tres jeeps nos esperan para conducirnos hasta la casa de la hacienda. Me coloco las gafas de sol y el sombrero de safari, desciendo del avión y —sin saberlo, darme cuenta o imaginar sus consecuencias— pongo pie firme por primera vez en el lugar que cambiará mi vida y mi destino para siempre. Subimos a los vehículos, y cuando Aníbal me rodea los hombros con su brazo, quedo tranquila y me dispongo a disfrutar de cada minuto restante del paseo.

—¡Qué lugar más bello, y parece enorme! Creo que este viaje va a valer la pena…—le comento en voz baja, señalándole a dos garzas que levantan vuelo desde una orilla lejana.

Absortos y en completo silencio contemplamos aquel escenario magnífico de tierra, agua y cielo que parece extenderse más allá del horizonte. Siento una de esas ráfagas de felicidad que llegan de pronto, invaden el cuerpo y se envuelven en uno, y súbitamente se van sin despedirse tal y como habían llegado. Desde una cabaña en la distancia llegan las notas de Caballo viejo, de Simón Díaz, en la voz inconfundible de Roberto Torres, ese himno de la llanura venezolana que los hombres mayores han adoptado como propio en todo el continente y que cantan al oído de potras alazanas cuando quieren soltarse la rienda con la esperanza de que ellas también suelten la suya: «Cuando el amor llega así, de esta manera, uno no se da ni cuenta…», advierte el cantor mientras va narrando las proezas del viejo semental. «Cuando el amor llega así, de esta manera, uno no tiene la culpa…», se justifica el llanero para terminar conminando a la especie humana a seguir su ejemplo «porque después de esta vida no hay otra oportunidad», en tono tan pleno de sabiduría popular como de cadencias rítmicas, cómplices de algún aire tibio cargado de promesas.

Estoy demasiado feliz y embebida en aquel espectáculo como para ponerme a preguntar por el nombre, o la vida y milagros, de nuestro anfitrión.

«Así debe de ser el dueño de todo esto: uno de esos políticos zorros y viejos, llenos de plata y de potras, que se creen el rey del pueblo», me digo reclinando otra vez la cabeza en el hombro de Aníbal, aquel grandulón hedonista cuyo amor por la aventura murió con él seis semanas antes de que yo pudiera empezar a reunir las fuerzas para comenzar a narrar esta historia terrible, tejida de un millón de instantes congelados durante casi un cuarto de siglo en los más recónditos vericuetos de mi memoria, los más hondos y secretos, poblada de mitos que jamás deberían ser resucitados y monstruos que deberían ser enterrados y olvidados para siempre.


Si bien esta casona es enorme, carece de todos los refinamientos de las grandes haciendas tradicionales de Colombia: por ninguna parte se ven la capilla, el picadero o la cancha de tenis; los caballos, las botas de montar inglesas o los perros de raza; la platería antigua o las obras de arte de los siglos XVIII, XIX y XX; los óleos de vírgenes y santos o los frisos de madera dorada sobre las puertas; las columnas coloniales o las figuras esmaltadas de pesebres de antepasados; los arcones tachonados o las alfombras persas de todos los tamaños; la porcelana francesa pintada a mano o los manteles bordados por monjitas, ni las rosas u orquídeas de la orgullosa señora de casa.

Tampoco se ven por parte alguna los humildes servidores de las fincas de los ricos de mi país, casi siempre heredados con la propiedad, gentes sufridas, resignadas y de enorme dulzura que a lo largo de generaciones han elegido la seguridad por encima de la liberación. Esos campesinos de ruana —un poncho corto de lana marrón—, desdentados pero siempre sonrientes, que a cualquier petición respondían sin vacilar quitándose el sombrerito viejo con una profunda inclinación de cabeza: «¡Voy volando, su merced!», «¡Eleuterio González a la orden, para servirle a su merced en todo lo que se le ofrezca!», y que jamás se habían enterado de que en el resto del mundo existían las propinas; esos humildes campesinos que hoy están casi extintos, porque los guerrilleros les enseñaron que, cuando triunfara la revolución en un día no muy lejano, ellos también podrían tener tierra y ganado, armas y trago, y mujeres como las de los patrones, bonitas y sin várices.

Las habitaciones de la casa de la hacienda dan sobre un corredor larguísimo y están decoradas de manera espartana: dos camas, una mesa de noche con un cenicero de cerámica local, una lamparita cualquiera y fotos de la propiedad. A Dios gracias, el baño privado de la nuestra tiene agua fría y caliente y no solo fría, como casi todas las fincas de Tierra Caliente. La terraza, interminable, está sembrada de docenas de mesas con parasol y centenares de sillas blancas y resistentes. Las dimensiones de la zona social —las mismas de cualquier club campestre— no dejan la menor duda de que la casa ha sido planeada para atender en gran escala y recibir a cientos de personas; y, por el número de habitaciones de huéspedes, se deduce que en los fines de semana los invitados deben de contarse por docenas.

—¡Cómo serán las fiestas! —comentamos entre todos—. ¡Seguro que se traen al Rey Vallenato con dos docenas de acordeoneros desde Valledupar!

—No, ¡a la Sonora Matancera y a Los Melódicos juntos! —corrige alguien con ese tono de sorna que deja translucir un tantito de envidia.

El administrador de la propiedad nos informa que el dueño de la hacienda está demorado por un problema de última hora y que no llegará sino hasta el otro día. Es evidente que los trabajadores han recibido instrucciones de complacer nuestras menores necesidades para que la estadía sea cómoda y placentera; pero nos dejan saber desde el primer momento que el tour por la propiedad excluye el segundo piso, donde se encuentran las habitaciones privadas de la familia. Todos son hombres, y parecen sentir gran admiración por el patrón. Su nivel de vida, superior al de los servidores de otras familias ricas, se evidencia en su actitud segura y una total carencia de humildad. Estos campesinos parecen ser hombres de familia, y visten ropa de trabajo nueva, de buena calidad y más discreta que la de los jóvenes de la pista de aterrizaje; y, a diferencia del primer grupo, no portan armas de ningún tipo. Pasamos al comedor para la cena. La mesa principal, de madera, es enorme.

—Como para un batallón —nos decimos en voz baja.

Las servilletas son de papel blanco y la comida es servida en vajillas de la región por dos mujeres eficientes y silenciosas, las únicas que hemos podido ver desde nuestra llegada. Tal y como habíamos anticipado, el menú consiste en una deliciosa bandeja paisa, plato típico de Antioquia y el más elemental de la cocina colombiana: fríjoles, arroz, carne molida y huevo frito, acompañados de una tajada de aguacate o palta.

No parece haber en esta propiedad un solo elemento que denote preocupación por lograr un ambiente particularmente acogedor, refinado o lujoso: todo en esta hacienda de casi tres mil hectáreas ubicada entre Doradal y Puerto Triunfo, en el ardiente Magdalena Medio colombiano, parece haber sido planeado con el sentido práctico e impersonal de un enorme hotel de Tierra Caliente, y no con el estilo de una gran casa de campo.

Nada en aquella noche tropical cálida y tranquila —mi primera en la Hacienda Nápoles— podría haberme preparado para el mundo de proporciones colosales cuyo descubrimiento iniciaría yo al día siguiente, ni para las dimensiones de aquel reino distinto de todos los que yo había tenido oportunidad de conocer hasta entonces. Y nadie podría haberme advertido sobre las ambiciones descomunales del hombre que lo había construido con polvo de estrellas y con aquel espíritu del que están hechos los mitos que cambian para siempre la historia de las naciones y los destinos de sus gentes.


A la hora del desayuno nos avisan que nuestro anfitrión llegará hacia el mediodía para tener el gusto de enseñarnos su zoológico personalmente. Mientras tanto, vamos a recorrer la hacienda en buggies, esos vehículos que consisten en una carrocería muy baja, dos asientos, un timón, una palanca, un depósito de combustible y un motor que produce un ruido infernal. Parecen diseñados para jóvenes despreocupados, y van dejando una nubecilla de humo y polvo y una estela de envidia, porque el que conduce un buggy se ve radiante y bronceado, luce shorts y gafas de sol, y lleva a su lado a una chica linda y un poco asustada con el cabello flotando al viento o a un amigo medio borracho que no se cambia por nadie. El buggy es el único vehículo que se puede conducir por una playa con alto grado de embriaguez sin que le ocurra nada grave a sus ocupantes, sin que se vuelque y, sobre todo, sin que la policía encarcele al loco que va al volante, porque tiene una ventaja adicional: frena en seco.

La primera mañana de aquel fin de semana ha transcurrido dentro de la más completa normalidad; pero, luego, comenzarían a ocurrir cosas extrañas, como si un ángel guardián intentara advertirme que los placeres presentes y las aventuras inocentes son casi siempre las máscaras con que se cubren el rostro las futuras penas.

Aníbal está catalogado como uno de los seres más locos que haya pisado el planeta, etiqueta que a mi espíritu de aventura le divierte enormemente, y todas mis amigas pronostican que el noviazgo no terminará en el altar, sino en el fondo de un precipicio. Aunque él acostumbra conducir su Mercedes por esas estrechas y serpenteantes carreteras de montaña que solo tienen dos carriles, el de ida y el de vuelta, a casi doscientos kilómetros por hora con un vaso de whisky en una mano y una merienda a medio comer en la otra, la verdad es que jamás ha sufrido un accidente. Y yo voy feliz en el buggy con su hijita en mi regazo, la brisa en el rostro y el cabello al viento, disfrutando del deleite puro, el júbilo indescriptible que se siente al recorrer kilómetros y kilómetros de tierra plana y virgen a toda velocidad sin nada que nos detenga ni nos ponga límites, porque en cualquier otra hacienda colombiana aquellas extensiones inconmensurables estarían dedicadas a la ganadería cebú y llenas de puertas con trancas para guardar a miles de vacas de mirada boba y docenas de toros en eterno estado de alerta.

Durante casi tres horas recorremos kilómetros y kilómetros de llanuras en todos los tonos del verde, interrumpidos solo por una que otra laguna o un río de poco caudal, con una colina suave como terciopelo de color mostaza aquí o una leve ondulación allá, parecidas a esas praderas en las que años después vi a Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de África, pero sin los baobabs. Todo el lugar está poblado solamente por árboles y plantas, aves y pequeños animales nativos del trópico americano, imposibles de describir en detalle porque cada nueva escena se inicia mientras la anterior no ha terminado de desfilar ante nuestros ojos, en paisajes que primero se han ido sucediendo por docenas y ahora parecen hacerlo por centenares.

A la velocidad del vértigo nos dirigimos hacia una hondonada de vegetación tupida y medio selvática, como de medio kilómetro de anchura, para refrescarnos por unos minutos del sol ardiente del mediodía bajo los abanicos de plumas gigantes de un bosquecillo de guaduas. Segundos después, bandadas de pájaros de todos los colores alzan el vuelo en medio de una cacofonía estridente; el buggy da un salto sobre una depresión del suelo oculta entre la hojarasca, y un palo de dos metros y casi cinco centímetros de grosor entra como una bala por la parte delantera del vehículo, cruza rozando a cien kilómetros por hora el estrecho espacio que separa la rodilla de Adriana de la mía, y se detiene exactamente a un milímetro de mi mejilla y cinco centímetros de mi ojo. No pasa nada, porque los buggies frenan en seco; y porque, al parecer, Dios tiene reservado para mí un destino realmente singular.

A pesar de la distancia recorrida y gracias a ese invento llamado walkie talkie —que siempre había calificado como esnob, superfluo y completamente inútil—, en cuestión de veinte minutos llegan varios jeeps para rescatarnos y recobrar el cadáver del primer buggy roto e inutilizado en toda la historia desde su invención. Media hora después nos encontramos en el pequeño hospital de la hacienda, recibiendo inyecciones antitetánicas y aplicaciones de mercurocromo en las raspaduras de las rodillas y la mejilla, mientras todo el mundo suspira aliviado porque Adriana y yo estamos vivas y con los cuatro ojos completos. Aníbal, con cara de niño regañado, refunfuña sobre el costo de mandar a arreglar el bendito aparato y la eventualidad de tener que reemplazarlo por uno nuevo, para lo cual se necesita, antes que nada, averiguar cuánto cuesta traerlo por barco desde Estados Unidos.

Nos informan que el helicóptero del dueño de la hacienda ha llegado hace un rato, aunque ninguno de nosotros recuerda haberlo oído. Algo inquietos, mi novio y yo nos preparamos para presentar excusas por el daño causado y preguntar sobre las posibilidades de su reparación. Minutos después, nuestro anfitrión hace su entrada al saloncito donde nos hemos reunido con el resto de los invitados. Su rostro se ilumina al ver nuestro asombro por su juventud: creo que adivina el alivio de mi novio buguicida al comprobar que él tiene la edad promedio de los miembros de nuestro grupo, porque una especie de gran travesura recorre todo su semblante y su expresión parece luchar con una de esas carcajadas reprimidas que son precursoras de las cadenas de risas.

Unos años atrás, en el transcurso de una invitación de la Flota Mercante Grancolombiana a Hong Kong, yo le había expresado al venerable capitán Chang —el agente marítimo más poderoso en el puerto más grande del mundo— mi preocupación por su Rolls-Royce Silver Ghost con chofer de quepis, uniforme gris y botas negras, que él había puesto a mi disposición y que estaba estacionado a la puerta de mi hotel las veinticuatro horas del día. Con un elegante gesto de desdén, el magnate chino había contestado:

—¡No se preocupe, querida señora, que tenemos otros siete solamente para nuestros invitados, y ese es el suyo!

Ahora, hoy, con esa misma voz y el mismo movimiento desdeñoso de su mano, nuestro joven y sonriente anfitrión exclama:

—¡No se angustien más por ese buggy, que tenemos docenas!

De este modo elimina de un tajo todas nuestras preocupaciones y, con ellas, cualquier sombra de duda sobre sus recursos, su hospitalidad o su total disposición de compartir con nosotros, a partir de ese instante y durante cada minuto restante del fin de semana, las toneladas de diversión que aquel paraíso de su propiedad promete. Luego, con un tono que primero nos tranquiliza, luego nos desarma y por último deja seducidos a mujeres, niños y hombres por igual —acompañado de una sonrisa que hace sentir a cada uno como si hubiese sido el cómplice escogido para alguna broma cuidadosamente planeada que solo él conoce—, el orgulloso propietario de Hacienda Nápoles nos va saludando:

—Encantado de conocerla en persona, ¡finalmente! ¿Cómo van esas heridas? ¡Prometemos a los niños compensarlos con creces por el tiempo perdido: no van a aburrirse ni un minuto! Créanme que lamento no haber podido llegar antes. Mucho gusto, Pablo Escobar.

Si bien es un hombre de baja estatura —1,68 metros—, tengo la impresión de que jamás le ha importado. Su cuerpo es fornido y del tipo que, en unos años, tendrá la tendencia a engordarse. Su papada precoz y notable sobre un cuello grueso y muy corto resta juventud a su semblante, pero le imprime una cierta autoridad y un cierto aire de respetable señor mayor a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos