INTRODUCCIÓN
La historia del México antiguo es, sin duda, uno de los pilares de nuestra identidad mestiza. Sin embargo, la falta de conocimiento y los diversos factores político-sociales han confeccionado en muchos una identidad deforme que reclama un edén que nunca existió, una identidad que idealiza una cultura que no comprende y que coloniza su memoria, pero denigra y rechaza a sus genuinos herederos: los indígenas. En este sentido, esto se puede interpretar como una segunda colonización. Esa misma identidad desfigurada forjó, por un lado, el desprecio a Hernán Cortés y, por el otro, la veneración a la virgen de Guadalupe, ambos originarios de Extremadura, España.
La historia del México antiguo también ha sido manipulada desde las altas esferas del poder con propósitos electorales y de adoctrinamiento social, y a partir de una visión edénica. En consecuencia, se han modificado fechas a capricho, se han deformado varios sucesos históricos y se han creado fábulas, como las falsas ideas de que los pueblos mesoamericanos eran totalmente pacifistas, que no creían en dioses, que no realizaban sacrificios humanos, que Nezahualcóyotl era un filósofo —a la altura de Platón, Aristóteles o Sócrates— que escribía poemas con pluma y papel y que hizo de Texcoco «la Atenas del mundo prehispánico». Nada más alejado de la realidad. O bien, se ha aseverado que los mexicas veían a los españoles como dioses —en particular a Hernán Cortés como Quetzalcóatl— y se ha puesto mucho énfasis en la supuesta cobardía de Motecuzoma Xocoyotzin, quien ha sido injustamente menospreciado por historiadores y novelistas. Peor aún, se ha asegurado que antes de la llegada de los españoles al continente americano todo era miel sobre hojuelas.
Comencé a estudiar la historia de México Tenochtitlan en el año 2001, y, al igual que mucha gente, lo hice idealizando la cultura azteca. Lo primero que lamenté fue no haber llegado a esas lecturas desde la infancia o la adolescencia; lo segundo, que no hubiera suficiente material disponible para el público en general. Me parece que la omisión y negligencia de los gobiernos han privado a una gran mayoría de mexicanos de este conocimiento, al no destinar suficientes recursos a la creación de libros de historia accesibles, objetivos, completos y actualizados, para lectores en general.
Cabe aclarar que instituciones como el INAH (Arqueología, Anales del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Cuicuilco. Revista de Ciencias Antropológicas, Ventana Arqueológica), el Instituto de Investigaciones Históricas (Estudios de Cultura Náhuatl), el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (Estudios de Cultura Maya), la Secretaría de Cultura, a través del INAH (Arqueología Mexicana), y el Fondo de Cultura Económica (FCE) han publicado miles de artículos y cientos de libros sobre las culturas de los pueblos mesoamericanos. No obstante, en su mayoría —excepto los de la revista Arqueología Mexicana— son textos académicos hechos para académicos y de difícil acceso, a pesar de que algunos se encuentran gratis en internet, sobre todo los incluidos en las revistas del INAH y del Instituto de Investigaciones Históricas.
Las obras del siglo XVI, XVII, XVIII y XIX, enfocadas en la Conquista de México y las culturas prehispánicas, son difíciles para los lectores comunes debido a su complejidad y al estilo literario de esas épocas. En las últimas tres décadas el sector privado ha publicado decenas de libros sobre la Independencia, la Guerra de Reforma, la Revolución, la Guerra Cristera y otros periodos de nuestra historia nacional, sin embargo poco es lo que se ha divulgado sobre la historia y cultura de los pueblos prehispánicos. Los textos más accesibles han sido los del maestro Miguel León-Portilla, Alfredo López Austin, Eduardo Matos Moctezuma, Hugh Thomas, Christian Duverger, José Luis Martínez y Jaime Montell. Asimismo, para desventura de las y los lectores, en años recientes se han editado algunos libros escritos por mercenarios de la historia chatarra, quienes vandalizan y banalizan la historia reduciéndola a buenos y malos.
En el año 2007 germinó en mí la idea de escribir un libro de consulta que abarcara desde el inicio de la cultura olmeca hasta la caída de México Tenochtitlan. Una obra titánica que, desde su concepción, ha requerido un estado de convicción inquebrantable, muchísima disciplina, perseverancia, tiempo, estudio y algo de locura. Fue así como nació el proyecto más ambicioso de mi vida.
Tengo muy claro que es y será imposible escribir la historia completa y en toda su extensión, ya que nos faltan miles de documentos y millones de datos y testimonios que fueron extraviados, destruidos, robados o jamás escritos.
En un principio, pensé en titular este libro como Historia antigua de México, sin embargo, la idea no es única ni mucho menos innovadora, pues ya existen obras maestras con el mismo nombre y objetivo: Historia antigua de México, de Francisco Javier Clavijero (1731-1787), publicada en 1780; Historia antigua de México, de Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1718-1780), publicada en 1836; e Historia antigua de México, de Manuel Orozco y Berra (1816-1881), publicada en 1880 y última en su género. Esto significa que desde hace 142 años no se había divulgado ninguna obra con el mismo propósito y de igual magnitud. Con esto no pretendo menospreciar el trabajo de los grandes arqueólogos, investigadores y académicos que han concebido obras monumentales —como Miguel León-Portilla, Eduardo Matos Moctezuma, Alfredo López Austin, Leonardo López Luján, entre otros autores— y que han aportado invaluables datos, además de haber actualizado, corregido o desmentido información al respecto. Sin sus contribuciones a la historia, yo no estaría escribiendo estas páginas.
Ahora bien, las obras de Francisco Javier Clavijero, Mariano Fernández de Echeverría y Veytia y Manuel Orozco y Berra, tituladas Historia antigua de México, se enfocaban en su mayoría en México Tenochtitlan. Es decir, no orientaron su investigación hacia las culturas maya, zapoteca, otomí, totonaca, por mencionar algunas, algo que sí han hecho ampliamente maestros como Miguel León-Portilla, Eduardo Matos Moctezuma, Alfredo López Austin, Román Piña Chan, Leonardo López Luján, entre otros.
En 1884, las editoriales Espasa y Compañía y J. Ballescá y Compañía publicaron —bajo la dirección editorial de Vicente Riva Palacio (1832-1896) y la participación de Alfredo Chavero (1841-1906), Juan de Dios Arias (1828-1886), Enrique de Olavarría y Ferrari (1844-1919), José María Vigil (1829-1909) y Julio Zárate (1844-1917)— la enciclopedia mexicana más famosa hasta el día de hoy, México a través de los siglos, la cual facilitó a las y los lectores una historia general de México, desde sus inicios hasta mediados del porfiriato (época en la que se elaboró dicha obra).
Tuvieron que transcurrir 91 años para que el maestro Miguel León-Portilla (1926-2019) publicara, en 1971, su antología de fuentes e interpretaciones históricas: De Teotihuacan a los aztecas. Sin embargo, esta obra no aborda de manera completa ni específica las vidas de los gobernantes del Anáhuac, la evolución de sus gobiernos y la historia de la Conquista.
En 1976, Daniel Cosío Villegas (1898-1976) reunió a varios historiadores de diferentes generaciones, estilos literarios y tradiciones intelectuales, como Carlos Monsiváis (1938-2010), Lorenzo Meyer (1942), José Luis Martínez (1918-2007), entre muchos más, para crear la magnífica Historia general de México (actualizada en el 2000 y 2010), la cual se ha convertido en un texto de referencia para miles de estudiantes y profesores de bachillerato y de universidades, así como para quien su nota introductoria llama «un lector maduro, pero de ninguna manera culto o ilustrado».
Tanto México a través de los siglos, de Vicente Riva Palacio, como la Historia general de México, de Daniel Cosío Villegas, son obras que estudian de manera general la historia de México, lo cual no les quita ningún mérito, pero no se especializan en un periodo, cultura o etnia en específico.
En 1995, Linda Manzanilla y Leonardo López Luján coordinaron la colección titulada Historia antigua de México, con un enfoque antropológico y arqueológico y publicada por la editorial Miguel Ángel Porrúa: El México antiguo, sus áreas culturales, los orígenes y el horizonte preclásico (vol. I); El horizonte clásico (vol. II); El horizonte posclásico (vol. III); a la cual en la segunda edición (2001) se le aumentaría un volumen más: Aspectos fundamentales de la tradición cultural mesoamericana (vol. IV).
Por otro lado, se han publicado obras especializadas únicamente en la Conquista de México Tenochtitlan o en las vidas de Hernán Cortés y Moctezuma Xocoyotzin, como La Conquista
de México (1993) de Hugh Thomas (1931-2017); La Conquista de México Tenochtitlan (2001) de Jaime Montell (1950); Hernán Cortés (1990) de José Luis Martínez (1918-2007); Cortés (2005) de Christian Duverger (1948); Hernán Cortés, inventor de México (2001) de Juan Miralles (1930-2011); y Moctezuma, apogeo y caída del imperio azteca (1994) de Michel Graulich (1944), por mencionar algunas. En conclusión, en los últimos 142 años —desde que se publicó en 1880 Historia antigua de México, del maestro Manuel Orozco y Berra— no se ha realizado una obra completa que actualice y concentre la mayor información posible sobre los pueblos del Altiplano Central de México (los de la lengua náhuatl) y la Conquista.
Así pues, resolví titular esta obra Historia de México Tenochtitlan y publicarla en tres tomos, pero no como una interpretación personal de la historia ni como una síntesis, sino como una antología, estudio, comparación, interpretación y simplificación de la historia de México Tenochtitlan. No obstante, las crónicas de Hernando de Alvarado Tezozómoc, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Domingo Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Diego Muñoz Camargo, los textos anónimos Anales de Cuauhtitlán, Anales de Tlatelolco, Anales de Tula, me hicieron repensar el título de este trabajo. ¿Historia de México Tenochtitlan? No todo gira alrededor de México Tenochtitlan en estas crónicas. Chimalpahin nos contó sobre Chalco; Ixtlilxóchitl sobre Texcoco; Muñoz Camargo sobre Tlaxcala, Tezozómoc sobre Tenochtitlan; y así los anales de Tlatelolco, Cuauhtitlán y Tula. Todos nos contaron la historia desde sus trincheras, a su modo, para legitimar y enaltecer a sus antepasados. Paradójicamente, todas las crónicas llegan a un mismo punto: Tenochtitlan. Fue así que decidí titular a esta obra con el nombre de: Todos los caminos llevan a Tenochtitlan.
Para comprender el surgimiento de la cultura nahua es imprescindible regresar hasta la cultura olmeca y analizar las principales civilizaciones mesoamericanas.
En la primera parte de este tomo, el lector encontrará una síntesis de los estudios arqueológicos de las principales culturas mesoamericanas y sus urbes, como San Lorenzo, Veracruz; La Venta, Tabasco; Tres Zapotes, Tabasco; Monte Albán, Oaxaca; Palenque, Chiapas; Chichén Itzá, Yucatán; Cuicuilco, Ciudad de México; Cholula, Puebla; Teotihuacan, Estado de México; Xochicalco, Morelos; Tajín, Veracruz; Tzintzuntzan, Michoacán; Tula, Hidalgo; entre otras más pequeñas.
En la segunda parte, el lector hallará una antología, estudio, comparación, interpretación y simplificación de las obras de Hernando de Alvarado Tezozómoc, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, los textos anónimos intitulados Anales de Cuauhtitlán, Anales de Tlatelolco y Códice Ramírez, así como los textos de otros cronistas.
Al respecto cabe aclarar que podrán leerse largos fragmentos extraídos (y editados) de fuentes primarias. Sin embargo, esta obra no es una antología en el más riguroso sentido de la palabra, ya que de ser así los extractos tendrían que transcribirse con exactitud, lo cual dificultaría en exceso la lectura, puesto que muchas de las fuentes fueron escritas en el siglo XVI, y, por ello, su sintaxis y coherencia se tornan complicadas. Es decir, hay «faltas de ortografía» y suelen ser redundantes en palabras, oraciones e ideas, aspectos que a largo plazo hacen la lectura tediosa y de difícil comprensión.
A continuación, citaré un párrafo de Crónica mexicana, de Hernando de Alvarado Tezozómoc:
En este comedio de tiempo falleció el rey de los mexicanos Acó mapichtli, y fué en este el comienzo de sujetarse los mexicanos a tributo por extraños, y así luego todos los mexicanos hicieron junta y cabildo entre ellos, diciendo: mexicanos antiguos, valerosos chichimecas, ya es fallecido nuestro rey Acamapichtli; ¿a quién pondremos en su lugar, que rija y gobierne este pueblo mexicano? Pobres de los viejos, niños y mujeres viejas que hay, ¿qué será de nosotros?
El lector hallará los textos corregidos, editados, simplificados y, cuando lo amerite, explicados, como en este ejemplo:
En este periodo falleció el tlatoani mexica Acamapichtli y los mexicas comenzaron a pagar tributo a extraños. Los mexicas se reunieron:
—Mexicas antiguos, ha fallecido nuestro tecutli Acamapichtli. ¿A quién pondremos en su lugar, que rija este pueblo mexica? Pobres de nuestros viejos, niños y mujeres. ¿Qué será de nosotros?
Citaré otro ejemplo de mayor complejidad:
El comienço de esta enemistad tre los mexicas de Tenochtítlan, fue que después de aber hecho rresçibimiento los mexicas a los señores de Tescuco, Neçahualcoyotl, y Totoquihuaz, señor de Tlacopan, como presidente y oydor Neçahualcoyotl, y tener en su tierra audiençia y Tlacopan como oydor, que en otra nenguna parte ni lugar otra audiencia no abía, llamauan teuctlatoloyan, rreconosçido y jurado al rrey a Axayaca, se boluieron a sus tierras.
El lector encontrará lo siguiente:
La enemistad entre Tenochtitlan y Tlatelolco ocurrió después de que los mexicas recibieron a Nezahualcóyotl (como presidente) y a Totoquihuatzin (como oidor), quienes tenían audiencias en Texcoco y Tlacopan, a la cual llamaban Teuctlatoloyan. (Cabe aclarar que en ningún otro lugar había otra audiencia.)
Asimismo, cabe tener en cuenta que los autores emplean diversos términos para referirse a un mismo concepto, como se muestra enseguida.
Alvarado Tezozómoc escribe teuctlatoloyan para referirse a la Triple Alianza. Molina traduce tecutlatoloyan como «lugar donde juzga o sentencia el juez» o «audiencia real». Chimalpáhin Cuauhtlehuanitzin utiliza cuatro nombres: excan tlahtoloyan, excan tlahtóloc, yexcan tlahtoloyan y excan tzontecómatl. Excan, «en tres partes»; tlahtoloyan y tlahtóloc derivan el verbo tlatoa, cuyos significados son «hablar», «cantar» o «gobernar». Por consiguiente, tlahtoloyan y tlahtóloc son «lugar de mando», «lugar de gobierno», con dos funciones específicas de poder: las decisiones conjuntas de acciones militares y, con insistencia, la judicatura. El Códice Osuna lo consigna de la siguiente manera: Étetl tzontecómatl in altépetl, «las tres ciudades cabeceras» o «las tres ciudades capitales»; y étetl tzontecómatl, «las tres cabeceras» o las «tres capitales». Alva Ixtlilxóchitl se refiere a la Triple Alianza como «las tres cabezas» y «las tres cabezas del imperio», aunque también, al repetir la letra de un antiguo canto, dice que es in ipetlícpal in téotl a Ipalnemoani. La expresión in ipetlícpal es una contracción del difrasismo in ípetl in iícpal, o sea, «su estera, su silla», cuyo significado sería «su gobierno, su poder». De esta manera, la designación completa indicaría que los tres tlatoque de Meshíco Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan eran los guardianes terrenales «del poder de Dios, de aquel por quien se vive» (Herrera, López Austin, Martínez Baracs, 2013: 7-35).
Lo más cómodo habría sido transcribir los párrafos y dejar que el lector entienda lo que quiera o, peor aún, que se salte los párrafos incomprensibles y continúe con la lectura. En este sentido, mi mayor preocupación es que el lector se canse, cierre el libro y lo deje en el olvido. No hay peor castigo para un manuscrito que ser abandonado en el librero, sin jamás haber alcanzado su objetivo: ser leído. También sería fácil hacer una síntesis, pero el propósito de esta obra es facilitar el acceso a estas fuentes primarias que muy pocas personas concluyen debido a su complejidad. Asimismo, se pretende estudiar, comparar y cotejar la información de las fuentes aquí citadas.
Para poder comprender la llegada de las tribus nahuatlacas al Valle del Anáhuac, la fundación de Meshíco Tenochtitlan, el surgimiento del huei mexica tlatocáyotl, «gran imperio mexica» y su caída en 1521, considero que es indispensable conocer y entender de manera clara sus antecedentes.
Por ello, la primera parte de este tomo abarca desde los olmecas, analiza brevemente la historia y arqueología de los zapotecas en Monte Albán, Oaxaca; los mayas en Chiapas, Campeche, Yucatán, Quintana Roo; El Tajín; Teotihuacan; Tula; Cholula; Xochicalco y Tenayuca.
Así pues, enfoqué mi estudio en las obras de los arqueólogos contemporáneos, como Alfonso Caso, Manuel Gamio, Eduardo Matos Moctezuma, Leonardo López Luján, Robert H. Cobean, Elizabeth Jiménez García, Alba Guadalupe Mastache, Carlos Brokmann, Guillermo Bernal Romero, Ann Cyphers, Martha Cuevas García, Mercedes de la Garza, María de los Ángeles Flores Jiménez, Manuel Gándara, Almudena Gómez Ortiz, Arnoldo González Cruz, Nikolai Grube, Howard Cobean, Hirokazu Kotegawa, Sara Ladrón de Guevara, Rodrigo Liendo Stuardo, Laura Filloy Nadal, Roberto López Bravo, Benito J. Venegas Durán, Fanny López Jiménez, Joyce Marcus, Alejandro Martínez Muriel, Mónica Moguel, Denia Sandoval, Alejandro Pastrana, Román Piña Chan, Patricia Castillo Peña, Mario Pérez Campa, Felipe Ramírez, Daniel Schávelzon, Eric Taladoire, Jane MacLaren Walsh, Vera Tiesler, Andrea Cucina, Enrique Vela, y muchos más.
Para la segunda parte, utilicé como principal referencia las fuentes primarias, es decir, los códices y los textos redactados por los indígenas que ya habían aprendido a hablar y escribir la lengua castellana, como son Hernando de Alvarado Tezozómoc (1530?-1610), Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1568?-1648), Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin (1579-1645?), los anónimos Anales de Cuauhtitlán y Anales de Tlatelolco, el Códice Ramírez y el Códice Florentino, redactado por fray Bernardino de Sahagún (1495?-1584) y basado en testimonios de indígenas que él personalmente entrevistó.
Cabe aclarar que los cronistas mencionados no fueron testigos de la Conquista de México y mucho menos vivieron en la época de Nezahualcóyotl, Tezozómoc y Tlacaélel, cien años antes de la llegada de Hernán Cortés a México Tenochtitlan.
Los nahuas tenían un sistema de escritura que usaban para componer nombres propios y topónimos, pero para la preservación de sus historias, filosofía, cantos y poesía parecen haber preferido la transmisión oral. El aprendizaje de los alumnos nahuas consistía en ver cientos de veces los tlacuilolli (manuscritos pictóricos, conocidos como códices) y memorizar las crónicas que sus maestros repetían todos los días.
Por otra parte, algunos libros pintados eran destruidos por los mismos gobernantes para borrar de la historia sus fracasos o penurias, pues su interés era mostrar a sus descendientes una historia plagada de triunfos. Los cronistas indígenas y los informantes de Sahagún aparecen a finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII. De esta manera, la memoria, como un teléfono descompuesto, tiene muchas imprecisiones, las cuales, al momento de escribir un libro como éste, deben ser comprobadas, cotejadas, comparadas con otros testimonios y corregidas de ser necesario.
Lo que se sabe de la mayoría de estos personajes es ambiguo, ya que gran parte se basa en mitos, leyendas y deformación histórica. Aunado a ello, abundaban la subjetividad del cronista y los designios del gobernante. Un ejemplo es el caso en el que el cihuacóatl Tlacaélel mandó quemar los libros pintados para reinventar la historia de los mexicas. O, como decía su versión: ocultar sus fracasos para que sus descendientes no se sintieran avergonzados de su historia.
Otros ejemplos muy claros son la Historia de la nación chichimeca y Relación histórica de la nación tulteca, escritas entre 1610 y 1640 por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, descendiente de la nobleza acolhua y quien se ocupó de enaltecer las virtudes de Nezahualcóyotl. Esto no significa que sea bueno o malo, sino que era la forma en que funcionaban los gobiernos y el manejo de su historia. Para ellos la historia no era una herramienta de memoria o de conocimiento, sino, como bien lo expresó el maestro Miguel León-Portilla, «un instrumento de exaltación de la propia grandeza y de la dominación sobre otros pueblos».
Para enriquecer esta obra y entregarle al lector una crónica más precisa, consulté con el mismo esmero las fuentes españolas escritas por Hernán Cortés (1485?-1547), Bernal Díaz del Castillo (1495?-1584), Francisco López de Gómara (1511-1566), Bernardino de Sahagún (1499-1590), Andrés de Tapia (1498?-1561), Andrés de Olmos (1485-1571), Toribio Paredes de Benavente, «Motolinía» (1482-1569), Gerónimo de Mendieta (1525-1604), Juan de Torquemada (1557-1624), Bartolomé de las Casas (1474?-1566), Antonio de Solís (1610-1686); y las publicaciones de los siglos XVII, XVIII y XIX de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), Lorenzo Boturini (1698-1755), William Prescott (1796-1859), Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1718-1780), Francisco Javier Clavijero (1731-1787), Manuel Orozco y Berra (1816-1881), Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), Francisco Paso y Troncoso (1842-1916), Eduard Seler (1849-1922), Walter Lehmann (1878-1939), Manuel Gamio (1883-1960), Ángel María Garibay (1892-1967), Alfonso Caso (1896-1970); y de académicos connotados como José Luis Martínez (1918-2007), Miguel León-Portilla (1926-2019), Eduardo Matos Moctezuma (1940), Alfredo López Austin (1936-2021) y Leonardo López Luján (1964). Al final de estas páginas, el lector encontrará la bibliografía completa.
El número de gobernantes que hubo en todo el Anáhuac se desconoce hasta el día de hoy y sobre muchos de quienes se tiene conocimiento son pocos los datos disponibles. Aunque resulta imposible recabar toda esa información en la actualidad, se conservan suficientes testimonios sobre los gobernantes de las ciudades más importantes, como México Tenochtitlan, Tlatelolco, Texcoco, Azcapotzalco, Tlacopan, entre otras.
En las páginas siguientes, el lector encontrará las biografías de los gobernantes chichimecas, tepanecas y mexicas, quienes son los protagonistas de lo que se conoce como el imperio azteca. De igual manera, se incluyen varios árboles genealógicos, para que el lector vea la extraordinaria relación que había entre estos pueblos.
En el tomo II de esta Historia de México Tenochtitlan se presenta información sobre las deidades, el estilo de vida de los nahuas (leyes, guerras, esclavitud, alimentos, bebidas embriagantes, tabaco, animales, fauna, religión, nahuales, fiestas, funerales, nacimientos, escuelas, educación en casa, danzas, música, comercio, mercaderes, moneda, medicina, curanderos, vestido, calzado, poesía, cantos), el proceso de la Triple Alianza, el esplendor de México Tenochtitlan y las biografías de Tlacaélel, Izcóatl, Moctezuma Ilhuicamina, Atotoztli, Axayácatl, Tízoc y Ahuízotl.
En el tomo III se aborda el descubrimiento de América, la colonización de las islas del Caribe, la vida de Cristóbal Colón, la fundación de La Española, la llegada de Hernán Cortés al continente americano, la vida y gobierno de Moctezuma Xocoyotzin, las tres expediciones a Yucatán, las vidas de Gonzalo Guerrero y Gerónimo de Aguilar, la llegada de Hernán Cortés a Veracruz, la vida de Malintzin, el arribo de Hernán Cortés a Tenochtitlan, el encierro de Moctezuma Xocoyotzin, la llegada de Pánfilo de Narváez, la matanza del Templo Mayor, el regreso de Hernán Cortés a Tenochtitlan, la liberación de Cuitláhuac, la muerte de Moctezuma Xocoyotzin, la noche de huida de los españoles (la Noche Triste), el gobierno de Cuitláhuac, la viruela, el gobierno de Cuauhtémoc, la guerra contra Tenochtitlan, la caída de México Tenochtitlan, la fundación de la Nueva España, el retorno de Hernán Cortés a España, el viaje de Cortés a California y a las Hibueras, las muertes de Cuauhtémoc y de Hernán Cortés.
Este texto, de ninguna manera, pretende absolver o condenar a los protagonistas de la historia. Es decir, no pretendo creer —ni mucho menos que el lector crea— que tengo el dominio de la verdad absoluta, pues hacerlo resultaría relativo, parcial e ingenuo. La misión de esta obra es antologar, en lo posible, los testimonios originales, los documentos, las interpretaciones históricas y los trabajos académicos, además de ofrecer un estudio serio y responsable, un análisis profundo, una reflexión objetiva y una lectura crítica sobre el desarrollo y la organización social, cultural, religiosa, política, militar, artística, filosófica y científica de México Tenochtitlan y de los pueblos que la rodearon y precedieron.
Para concluir, debo, necesito y quiero expresar mi admiración, respeto y gratitud hacia todos los cronistas, historiadores y académicos que, a lo largo de quinientos años, nos han ayudado a preservar nuestra historia. Sin ellos no tendríamos identidad.
DE LOS OLMECAS A LOS MEXICAS

En la transición del antiguo Meshíco —como los nahuas solían pronunciarlo— al México actual, tuvieron lugar una serie de choques culturales —y es justo decirlo—, para bien y para mal. De igual forma, para que México Tenochtitlan alcanzara el esplendor que Hernán Cortés conoció a su llegada, tuvieron que ocurrir muchas fusiones culturales en el Altiplano Central.
Se estima que la primera migración al continente americano sucedió hace 70 000 o 60 000 años. La segunda hace 15 000 o 10 000 años de Asia a América. La Etapa Lítica (un largo periodo de nomadismo) se dio aproximadamente 33 000 y 5 000 años a. C. Diversos arqueólogos han encontrado evidencia de ocupación humana en Chalco, Iztapalapa y Tehuacán, fechada por radiocarbono en 22000, 17000 y 4000 a. C.
El periodo arcaico se dio entre 7000 y 2000 a. C., con grupos nómadas que, dedicados a la cacería, gradualmente aprendieron a cultivar y a recolectar plantas y granos, como maíz, jitomate, frijol, aguacate, entre otras especies. Asimismo, inició la crianza de perros y guajolotes.
El periodo Formativo o Preclásico (por ser anterior a la era cristiana) surgió alrededor de 2500 y 2300 a. C., y con ello comenzó el sedentarismo, la creación de aldeas, la agricultura y la producción de cerámica. No obstante, las piezas más antiguas de cerámica halladas por arqueólogos datan de 3200 a. C. Poco a poco, surgió la producción de textiles; el cultivo de maíz, tomate, chile, chayote, amaranto y calabaza; la arquitectura en madera y piedra; las redes de comercio; la escultura en piedra; la elaboración de papel amate y la escritura a base de glifos; y la religión y construcción de centros ceremoniales.
Para 1850 a. C. surgió la cultura mokaya, de lengua protomixe-zoque, en el Istmo de Tehuantepec, Chiapas, Guatemala y El Salvador. De la lengua protomixe-zoque derivaron dos lenguas: el protomixe y el protozoque, las cuales se relacionaron con otras familias lingüísticas, como la mayance y la de los olmecas.
En 1200 a. C. —Preclásico Medio—, en el sur de Veracruz y oeste de Tabasco, comenzó lo que Alfonso Caso llamó inicialmente La Mesopotamia de las Américas o La Cultura Madre, como Miguel Covarrubias y éste bautizaron, poco después, a la cultura olmeca, que alcanzó su mayor desarrollo entre 1000 y 600 a. C. en San Lorenzo y Tres Zapotes, Veracruz, y en La Venta, Tabasco.
Se desconoce el tipo de organización social y la lengua que hablaban los olmecas (aunque se cree que debió ser una de la rama mixe-zoque), incluso cómo se designaban a sí mismos. Se les denomina olmecas, porque los mexicas llamaban olmécatl a los habitantes de aquella zona, donde proliferaba el árbol de hule en el siglo XVI. Olmécatl quiere decir «habitante de la región del hule o del caucho». (Olli es «hule», olman, «lugar de hule», y -catl es un sufijo que se utiliza para identificar la afiliación, título, cargo público o identidad asociada a un lugar.)
Se sabe que los olmecas «tenían un territorio geográfico, extensas redes de intercambio, estratificación social. Un estilo artístico imponente, sistemas políticos centralizados con gobernantes legitimados por la región y respaldados por la fuerza armada y un sistema regional de comunicación y transporte» (Cyphers, 2018: 13), gracias a sus zonas arqueológicas y sus esculturas.
Asimismo, sabemos que trasladaron gigantescas piedras de origen volcánico y de hasta 35 toneladas en promedio, principalmente de la Sierra de los Tuxtlas a San Lorenzo, a La Venta y a Tres Zapotes. De acuerdo con Google Maps, del volcán San Martín Tuxtla a San Lorenzo Tenochtitlán son 147 kilómetros, los cuales se recorren, a pie, en 32 horas. Y seguramente serían muchas horas más al ir empujando una piedra de 35 toneladas. Estas enormes piedras se utilizaron para esculpir tronos de forma prismática, lápidas, bloques, discos, sarcófagos, estelas (lozas labradas con grabados), fuentes, esculturas de figuras de bulto tipo humano con rasgos fantásticos, figuras zoomorfas de tamaño mediano (de felinos, monos, serpientes, mamíferos marinos, peces y aves) y las cabezas colosales, que en sí eran retratos de gobernantes olmecas. El arte monumental pétreo era escenificación de hechos históricos y una representación del prestigio y poderío del soberano en turno. Las cabezas de La Venta pesan más que las de San Lorenzo, lo que indica mayor poderío.
Es posible que el traslado de las piedras se haya realizado como un intercambio comercial o tributo de los pueblos que rendían vasallaje a las capitales, ya que San Lorenzo y La Venta no tenían mano de obra suficiente. Existe evidencia que demuestra que los olmecas intercambiaron productos con pueblos distantes, pese a que los olmecas no tenían élites comerciantes como los pochtecas mexicas.
Hasta el momento se han descubierto diecisiete ejemplares: diez en San Lorenzo, Veracruz; cuatro en La Venta, Tabasco; y tres en Tres Zapotes, Veracruz.
Siete cabezas colosales procedentes de San Lorenzo se exhiben en el Museo de Antropología de Xalapa, en Veracruz; dos en la Sala del Golfo en el Museo Nacional de Antropología; una (y última en descubrirse y bautizada como Tiburcio) en el Museo Comunitario de Tenochtitlan; tres en el Parque-Museo, en La Venta; la cabeza colosal 2 está en el Museo Regional de Antropología Carlos Pellicer, en Villahermosa, Tabasco; la cabeza colosal de Cobata se exhibe en el Museo Tuxteco, ubicado en Santiago Tuxtla; y la primera cabeza en ser descubierta se encuentra en el Museo de Sitio Tres Zapotes, en Veracruz.
La primera cabeza colosal
En 1862, José María Melgar y Serrano encontró la primera escultura pétrea, la cabeza colosal de Hueyapan, en la planicie del río Papaloapan, en Santiago Tuxtla, Veracruz.
Al respecto, Eric Taladoire y Jane MacLaren Walsh escribieron:
Los autores califican indistintamente a Melgar de viajero, periodista, explorador, aventurero, buscador de antigüedades, mercenario y hasta de arqueólogo. Esta última precisión corresponde a lo que escribe Eugène A. Boban en su obra Musée Archéologique (París, 1875). El coronel Louis T. S. Doutrelaine, miembro de la Comisión Científica franco-mexicana, en su correspondencia (1867) precisa, con más prudencia, que era, si no un arqueólogo, por lo menos un aficionado a la arqueología. [Michael D.] Coe (1968) afirma que Melgar se encontraba paseando en la región de San Andrés Tuxtla, lo que resulta extraño en el contexto del principio de la guerra de Intervención (1862-1867). El médico militar francés Fuzier, director del Hospital de Veracruz (Taladoire, 2010), escribe que era ingeniero, originario de Veracruz, y que se dedicaba a la búsqueda sistemática de antigüedades prehispánicas. En su cuaderno inédito de dibujos de piezas prehispánicas, Fuzier añade a las imágenes de la cabeza monumental un comentario ambiguo:
Dibujo hecho a partir de una reproducción de madera de una enorme cabeza de 2 metros de diámetro. El señor Melgar, de Vera Cruz, que cree que esta cabeza representa a Moctezuma, la habría comprado…
¿Qué quería comprar Melgar? De acuerdo con su propia narración, en su artículo del Semanario Ilustrado (1869), a fines de la década de 1850, un campesino que trabajaba su milpa en la hacienda Hueyapan, cerca de Tres Zapotes, tropezó con un objeto enterrado, la parte superior de la cabeza, que descubrió parcialmente. Enterado de la existencia del monumento mientras estaba viajando en la zona de San Andrés Tuxtla, Melgar decidió visitar el lugar en 1862 para liberar completamente el monumento. Eso implica que la maqueta no podía existir previamente a su excavación. Melgar mandó hacer la maqueta después. No tenía entonces que comprarla, si se hizo a su pedido. La única pieza que habría comprado sería el monumento mismo. Pero ¿por qué quería adquirirlo?
Considerando tales imprecisiones, vale la pena recopilar los pocos datos disponibles sobre ese personaje, que dejó en la arqueología de México una huella de gran importancia […]. Los datos proporcionados por el mismo Melgar sobre las circunstancias de su descubrimiento son bastante imprecisos. Según él, decidió por casualidad visitar el lugar para contemplar la escultura, después de enterarse de su existencia. Melgar la interpreta estilísticamente como una prueba de influencias africanas en Mesoamérica:
En tanto que obra de arte es, sin exageración, una escultura magnífica. Pero lo que más me ha asombrado es el tipo etíope que representa. He pensado que sin duda ha habido negros en este país. Y ello en las primeras edades del mundo.
Recordemos que, según Fuzier, antes de presentar su hipótesis africana, Melgar consideraba la cabeza un retrato del tlatoani mexica Moctezuma. Es imposible saber cómo Melgar llegó a tales hipótesis, pero es evidente que propuso distintas interpretaciones, basándose en sus conocimientos. Era obviamente un hombre culto, con conocimientos amplios, característicos de las élites intelectuales de la época. Las publicaciones de Melgar comprueban que se interesaba desde mucho tiempo atrás en el pasado prehispánico de México. Había leído los textos fundamentales, como las obras de León y Gama, Kingsborough, Orozco y Berra, Dupaix y Humboldt, que cita profusamente. Se refiere además en sus escritos a los sitios de Palenque y Chichén Itzá […]. Aunque resulta posible que unos ejemplares del libro hubieran llegado a México rápidamente, ¿dónde lo habría conseguido Melgar?
Cuando se refiere a las obras de León y Gama u Orozco y Berra, precisa que las compró en México, lo que no ocurre a propósito del libro de Charnay. Es mucho más probable que supiera del libro y de las fotos en Francia, lo que implicaría que Melgar estaba en París a principios de 1862. Regresó a México el mismo año, y se quedó sin duda hasta 1869, fecha de la publicación, en México, de su artículo sobre la cabeza de Tres Zapotes. Siguió mandando a Boban cartas y piezas desde Veracruz, en los años 1872-75, y se encontraba allí todavía en 1879 (Walsh, comunicación personal, 2012). Una breve nota de Hamy, publicada en la Revue d’Ethnographie de Paris (1885), señala que radicaba en Veracruz en 1885, donde era posible visitar su museo. Sus últimas andanzas documentadas fuera de México ocurren en España en 1873.
¿Qué nos dice eso sobre su origen? Su apellido es obviamente hispánico, y Boban, Fuzier y Doutrelaine afirman que era mexicano. Pero su castellano es a veces poco usual (Walsh, 2012). ¿Sería posible que Melgar hubiera radicado un tiempo en Europa, y en París, antes de 1862, como tantos mexicanos que huyeron de los conflictos políticos? (Taladoire, 2014: 81)
El descubrimiento de la primera cabeza colosal por José María Melgar y Serrano en 1862 no necesariamente implica que Tres Zapotes haya sido la primera capital olmeca. De acuerdo con Ann Cyphers, «San Lorenzo, Veracruz, fue la primera capital olmeca y cuando ésta cayó en decadencia, se inició el auge de La Venta, Tabasco».
La historia de Tiburcio
Por muchos años se creyó, como bien lo planteó José María Melgar y Serrano —descubridor de la primera escultura pétrea de Hueyapan—, que las cabezas colosales representaban a personas de ascendencia etíope, sin embargo, esto ha sido descartado. El 23 de enero de 2020, en el ciclo La arqueología hoy, impartidos y coordinados por El Colegio Nacional, en la conferencia “Las cabezas colosales olmecas”, la doctora e investigadora de la UNAM y descubridora, en 1994, de la última cabeza colosal olmeca, Ann Cyphers, ratificó los análisis científicos que descartan la teoría inicial de orígenes africanos de las esculturas, así como que éstas fueran utilizadas como tronos. Reveló que más bien eran retratos de gobernantes ancestrales. «El origen de los olmecas está en América, pues comparten al más abundante de los cinco haplogrupos mitocondriales característicos de las poblaciones autóctonas de nuestro continente: A, B, C, D y X», explicó Cyphers.
Igualmente, narró cómo descubrieron la más reciente cabeza colosal olmeca en 1994, a la que decidieron nombrar Tiburcio. A continuación, se comparte la transcripción de esa anécdota:
En 1994, un señor que vive en el pueblo llegó y me dijo:
—Doña Ana —así me dicen allá—. Doña Ana, bajé a la barranca del [ojochi], buscando achiote para el popo —la bebida de chocolate de ellos—, pero en eso que estaba buscando el achiote vi una piedra.
Tienen que entender que San Lorenzo es pura tierra. No es como Teotihuacan. No es como Chichén Itzá. No tiene cimientos. No tiene […] de piedra. No tiene mamposterías. Pura tierra. De arriba hasta abajo. Entonces, cuando los habitantes dicen «hay una piedra», están hablando de una escultura, porque es una roca dura que no se ve normalmente en la tierra. Entonces me dijo:
—Ve a ver. Lleva a los muchachos y vayan a buscar.
Bueno. A lo largo de los años, siempre hemos consentido a los habitantes, porque hay muchos relatos en el pueblo: Mi abuelo encontró una figura de una mujer moliendo cerca de un platanal. Bueno, ese platanal, hace sesenta años ya no existe. Pero para que vieran que [teníamos] interés en la información que ellos nos dan, siempre íbamos a revisar. Cuando este señor me dijo: Ve a la barranca, a ver si encuentras lo que yo vi. No sé qué es, pero es una piedra.
[…] Fuimos a la barranca. Nunca encontramos esa piedra. Pero encontramos ésta, que fue mucho mejor […]. Eso fue en el fondo de la barranca, donde había ido a buscar su achiote. Se fue excavando, aunque, obviamente, esta pieza está caída en la barranca. No está en un contexto original de la cultura olmeca.
Cuando íbamos excavando, los muchachos del lugar, mis trabajadores, empezaban a ver la cabeza y se ponían en gran conferencia.
Digo:
—¿De qué hablan? Cuéntame. ¿Qué le ven?
—Es que se parece a un señor que conocemos.
Me encantó. Porque estaban reconociendo que es un retrato de una persona. Digo:
—¿Y ese señor cómo se llama?
—Le decimos el Gorigote.
—¿Qué? ¿Qué tipo de nombre es ése?
—Es un apodo, doña Ana. Es su apodo.
—¿Y cómo se llama el señor?
—Se llama Tiburcio Santos.
—¿Y de veras se parece a Tiburcio Santos?
—Sí, sí, sí, idéntico.
Dije: Yo tengo que buscar a don Tiburcio para ver si es cierto que se parece.
Y busqué y pregunté. Y no vivía en el pueblo. Y nadie sabía dónde estaba. Entonces excavamos la cabeza colosal […]. Tuvimos que pedirle ayuda a Pemex para que vinieran con maquinaria porque nosotros no somos olmecas, para transportar esto […]. Llegó Pemex. No sé si alcanzan a ver que esto es el cable de la grúa que está aquí. Y aquí va la cabeza colosal toda envuelta, porque fue de una tecnología de hace treinta años en Pemex. Ahora usan unas bandas así de este tamaño y [es] mucho más fácil. Fue una maniobra muy limpia. Muy cuidadosa y se montó la pieza sobre un loboide [transporte de maquinaria pesada], y se llevó al pueblo. Ahí había paredes de un museo comunitario que habían empezado […]. Se instaló la cabeza aquí.
No aparecía don Tiburcio Santos. Todo eso le hicimos. Don Tiburcio no llegó. Lo busqué. No saben cuánto tiempo lo busqué. Preguntaba por él y quería verlo. Todavía con la ayuda del doctor [José] Sarukhán, terminamos este museo, en donde está la cabeza. Aquí. Todo el mundo ahí le dice Tiburcio a la cabeza colosal, Tiburcio. Es su nombre. Un día estábamos en campo […]. Fui al pueblo a traer unos materiales. Y de regreso, sobre la calle principal, vi a […] una amiga mía, [que] estaba cargando una cubeta con pescado. Ella vendía pescado. Le digo:
—Súbete. Súbete a la camioneta. Yo te llevo.
Ahí vamos en la camioneta. Y vamos pasando el museo. Y dice Olga.
—Ahí está Tiburcio.
—Sí, ya sé que ahí está. No se mueve. Ahí está fijo.
Y me vio, así como: Qué gran tonta eres, porque no estoy hablando de la piedra.
—Ahí está Tiburcio Santos. Dentro del museo […].
[Di] un frenón muy grande. Levanté una nube de polvo. Me eché para atrás. Todo un desastre de manejo y llegué al museo. Y sí estaba don Tiburcio Santos. Le digo:
—¡Don Tiburcio! ¡Siempre he querido conocerlo!
Se veía igual que la cabeza […]. Le digo:
—¿Por qué no había venido?
Dijo:
—Bueno… Es que no me gustó que hayan puesto mi nombre a esa cosa. Esa cosa indígena. No me gusta. Porque yo no soy indígena.
Le digo:
—Siéntese, don Tiburcio. Tenemos que platicar […].
Nos sentamos aquí, en el soporte de la cabeza. Le digo:
—¿Usted sabe qué es esta piedra? Es el retrato de un rey olmeca. Un gran personaje. Un personaje tan importante y tan poderoso, que dirigía esa sociedad de San Lorenzo. Ésa es su imagen. Y usted se parece a él. De los personajes colosales, titánicos, de la civilización olmeca. Debe usted estar orgulloso.
Me di cuenta [de] que mientras le platicaba todo esto, [él] se veía así todo […] como que molesto. Se empezaba a sentar… sentar más derechito y levantaba la cabeza.
—Bueno. Entonces debo estar orgulloso que me parezco a ese gran rey de los olmecas.
—Definitivamente. Es un honor que tú [le des] tu nombre a él y que él porte tu nombre, porque ésos son los gobernantes que forjaron esta civilización olmeca..
Entonces estaba ya contento el hombre. Es que nadie le había explicado. Porque no se presentaba, obviamente. Entonces le digo:
—Siéntese junto a la cabeza. Porque hay que constatar el parecido.
Y me contaron después que él regresó a su pueblo […] que creo que le pagaban, este, para que le sacaran fotos como imagen de un gobernante olmeca.

Tronos olmecas
Entre los primeros descubrimientos olmecas se encuentran las esculturas de forma prismática (mesas monolíticas rectangulares) que los arqueólogos llamaron altares.

Estas mesas monolíticas están compuestas por un cuadro levantado, una cubierta que hace referencia al Monstruo de la Tierra y que sobresale por tres lados (frontal y laterales), un cuerpo inferior, un nicho en la cara frontal y una figura humana emergiendo de éste. Esta figura masculina «ha sido interpretada como el ancestro divino, el gobernante, una fusión simbólica de las identidades del jerarca, su antecesor inmediato y el ancestro sagrado» (Cyphers, 2018: 45).
En las décadas de 1960 y 1970, el antropólogo, arqueólogo y académico estadounidense David C. Grove estudió los murales policromos 1 y 2 (en una extensión de 200 metros cuadrados) de la cueva de Oxtotitlán, en el cerro de Quiotepec, a un kilómetro de la población de Acatlán, Guerrero. Se calcula que estos murales fueron creados entre 900 y 500 a. C. El mural uno plasma a un personaje con los brazos extendidos (el izquierdo de forma vertical y el derecho en posición diagonal) y sentado sobre una base horizontal, que Grove interpretó como una serpiente mitológica y una máscara de búho. Como esta base horizontal era muy parecida a los altares en Veracruz y Tabasco, Grove propuso que los altares olmecas eran tronos de los gobernantes.
La estructura de los tronos olmecas se compone de un cuadro levantado, una cubierta, un cuerpo inferior, un nicho y una figura humana.

La estructura de los tronos olmecas reflejaba una geografía sagrada y elementos cósmicos, ya que el gobernante era dirigente político y religioso y, por ende, dominaba el cosmos y el espacio terrenal.

Hasta el momento se han descubierto:
• 8 tronos en La Venta, Tabasco.
• 5 en Laguna de los Cerros, Veracruz, en las colinas al sur de la Sierra de los Tuxtlas.
• 4 en San Lorenzo, Veracruz.
• 1 en Loma del Zapote, Veracruz.
• 1 en Estero Rabón, ejido de San Isidro, municipio de Sayula de Alemán, Veracruz.
• 1 en El Marquesillo, también llamado Cerro de Moctezuma, ubicado hacia el sur del estado de Veracruz.
Los tronos 3 y 5 de La Venta y el monumento 20 de San Lorenzo representan a un adulto masculino sentado que emerge de un nicho con un bebé inerte en su regazo. Esta escena fue interpretada por especialistas como una ofrenda para sacrificar niños y, así, propiciar las lluvias. «No obstante, dada la naturaleza genealógica y política del trono, la representación del infante más bien podría tener una relación con la sucesión en el cargo, siendo, por ejemplo, el heredero oficial» (Cyphers, 2018: 42).
Anteriormente, se mencionó que los tronos olmecas estaban compuestos por un cuadro levantado, una cubierta, un cuerpo inferior, un nicho y una figura humana. No obstante, en Estero Rabón, Veracruz, se descubrió el fragmento de un trono olmeca que no muestra evidencia de nicho ni una figura humana emergiendo. Más bien presenta una cubierta parecida a la del trono de Loma del Zapote, Veracruz, pero carece de huella cúbico-rectangular. A diferencia de los otros tronos, en el de Estero Rabón «hay huellas de cuatro columnas cilíndricas que debían sostener la cubierta del trono, a manera de una mesa y se observan cuatro manos humanas en forma de puño en cada esquina de la parte inferior de la pieza. Cada mano tiene el pulgar hacia adentro y presenta una fractura a la altura de la muñeca» (Kotegawa, 2018: 56-57).
Se infiere que el trono estaba conformado por cuatro figuras humanas que cargaban la base superior donde se sentaba el gobernante. Igualmente, coinciden en que cada figura tenía los brazos extendidos hacia arriba de manera que sostenían la base, lo cual ayudó a los arqueólogos a comprender que las piezas perdidas tenían una semejanza con el trono localizado en Loma del Zapote, que tiene un relieve en la parte superior con nubes y dos enanos con brazaletes, tocados y taparrabos que cargan el techo. Los arqueólogos han descrito a estos personajes como chaneques o duendes. De acuerdo con los mitos locales, los duendes son ayudantes de Tláloc y viven en cuevas, selvas, mares y ríos. «Ahora sabemos que las aperturas como las cuevas, los cráteres, las hendiduras y los manantiales se consideraban entradas al inframundo, razón por la cual se elegían para las actividades rituales» [Grove, 1970, 1973, 1999; Reilly, 1994a, 1999 Schele, 1995; Taube, 2004] (Cyphers, 2018: 100). Asimismo, los olmecas consideraban a las montañas y cerros como seres vivos, por lo que sus deidades estaban relacionadas con el cielo, la tierra, la lluvia y el maíz.

El trono hallado en Estero Rabón estaba prácticamente destruido, a excepción del fragmento de una cubierta parecida a la del trono de Loma del Zapote, aunque sin el cuerpo inferior, un nicho y una figura humana. En un principio se creyó que las cuatro manos representaban las de un par de enanos, como en el trono de Loma del Zapote. Existen otras hipótesis sobre la posición de los enanos, pero ninguna ha sido comprobada. Asimismo, se han descubierto bastones de mando, lo que indica que desde entonces ya existía este ornato como símbolo de poder.
San Lorenzo, Veracruz
(1400-600 a. C.)
En el periodo Preclásico, aproximadamente en el 1400 a. C., en el sureste del estado de Veracruz, entre el río Coatzacoalcos y el río Chiquito, surgió la capital olmeca en lo que hoy conocemos como San Lorenzo Tenochtitlán. Se desconoce su nombre original. Se llama Tenochtitlán porque se encuentra justo dentro del ejido que lleva el mismo nombre. Cabe aclarar que no se trata de la antigua Tenochtitlan ni tiene relación con los mexicas. El nombre del ejido es reciente.
Entre 14 00 y 850 a. C., San Lorenzo tuvo una población de aproximadamente 13 000 personas. De acuerdo con la mayoría de los investigadores, San Lorenzo y La Venta fueron las primeras capitales olmecas y ambas dominaban la zona geográfica de su entorno.
Entre 1945 y 1946, el etnólogo y arqueólogo estadounidense Matthew Williams Stirling (1896-1975), bajo el patrocinio del Instituto Smithsoniano y la National Geographic Society, llevó a cabo excavaciones arqueológicas en San Lorenzo, donde descubrió 24 piezas de origen olmeca: cabezas colosales, la cópula entre jaguar y humano (nombrada así por Stirling) y otras esculturas en piedra volcánica, que actualmente se encuentran en el Museo de Antropología de Xalapa. Con el paso de los años, otros arqueólogos han encontrado más piezas. De igual manera, se identificaron montículos de baja estatura, correspondientes a la ocupación olmeca tardía y que podrían ser viviendas.
En general, la región olmeca produjo una gran variedad de recursos económicos de índole perecedera como el cacao, el algodón, las plumas de ave, el hule, las conchas, la miel y los animales vivos, como aves tropicales y monos, así como plantas, frutas y especies, entre las cuales podemos mencionar el chicozapote, el acuyo, el achiote y las orquídeas (e. g. la vainilla). Hay muchos recursos no perecederos: el pigmento rojo, el chapopote, la arcilla blanca caolín, la sal, el azufre, la caliza, la bentonita, la arenisca y el basalto (Cyphers, 2018: 32).
Como se mencionó, para los olmecas, las montañas y los cerros eran seres vivos y, por ende, sitios sagrados. Fue así como surgió el deseo de construir réplicas de montañas, a las que llamaban montes sagrados, término que fue utilizado hasta la época de los mexicas.
En San Lorenzo se llevó a cabo una construcción artificial en forma de meseta de más de siete millones de metros cúbicos, que incluía terrazas, ostentosos edificios, monumentos pétreos y zonas habitacionales. Esta montaña sagrada —construida antes de que fuese edificado el basamento de La Venta— es la obra más grande del periodo Preclásico y es el equivalente a siete Pirámides del Sol en Teotihuacan. Expertos calculan que se necesitaron alrededor de dieciocho millones de horas-hombre de trabajo para transportar aproximadamente ocho millones cúbicos de relleno hasta la isla de San Lorenzo, con tan sólo cien días de trabajo disponibles y en tiempo de sequias, ya que el resto del año era lluvioso. Por tanto, la construcción demoró muchos años.
Esta montaña sagrada o meseta se dividía en tres niveles. La parte más alta estaba habitada por sus gobernantes; la parte intermedia, es decir, la terraza, era ocupada por la nobleza; y la periferia era para la gente común.
El abandono de la región comenzó entre 900 y 850 a. C.; aunque no se saben los motivos, pudieron deberse a los cambios ambientales, enfermedades o conflictos políticos. Se estima que para el 600 a. C. la población local no rebasaba las 500 personas.
El Monstruo de la Tierra
Con ojos ovalados, nariz mofletuda, boca muy grande, dos hileras de dientes, barba y orejeras trapezoidales, el Monstruo de la Tierra se asociaba con los orígenes olmecas en las cuevas (para ellos el inframundo) y era un símbolo de descendencia divina que legitimaba a sus soberanos.

El Palacio Rojo
En la década de 1960, Michael Coe y Richard Diehl descubrieron doscientos montículos bajos de aproximadamente un metro de altura, a los que posteriormente denominaron como plataformas de las casas olmecas; sin embargo, «las investigaciones más recientes indican más bien que dichos montículos carecen de elementos constructivos de viviendas y que son posteriores a la ocupación olmeca» (Cyphers, 2018: 119). También se encontraron fogones, enseres domésticos y entierros en los edificios públicos y las viviendas de paredes de tierra y techos de palma, construidos entre 1800 y 1600 a. C.
A partir de 1600 a. C., las viviendas de los soberanos y de los miembros de la nobleza eran construidas con grava, arena, muros de tierra compactada, rocas impermeables importadas de las llanuras costeras y pisos hechos con pigmentos rojos extraídos de minas. Las construcciones hechas desde 1200 a. C. consisten en rocas basálticas, losas calizas y arcosas.
De estas construcciones, destaca el Palacio Rojo de 2 000 metros cuadrados, donde habitaba el gobernante. Su estructura consistía en gruesos muros de tierra compactada, una sala de recepción, un aula ceremonial, una gran columna basáltica de tres metros de altura, un almacén de esculturas, un muro de rocas calizas, un dintel y un drenaje que circulaba debajo del piso. «Cuando se iniciaron las excavaciones por parte del Proyecto Arqueológico San Lorenzo Tenochtitlán, inmediatamente se observó la presencia de desechos de basalto, lo cual dio indicios sobre la posibilidad de haber encontrado un lugar de trabajo detallado» (Cyphers, 2018: 111).
El almacén de esculturas guardaba piezas de tamaño medio y, en su mayoría, rotas. Diversos arqueólogos han llegado a la conclusión que los olmecas reciclaban las esculturas. Entre los ejemplos más significativos destacan las cabezas 2 y 7 de San Lorenzo —estudiadas, en 1989, por James Porter—, que muestran evidencias de haber fungido como altares antes de ser talladas como cabezas colosales.
En cuanto San Lorenzo alcanzó su máximo esplendor, se formaron grietas en su estructura y funcionamiento, que contribuirían a su decadencia. Sus magníficas obras artísticas y arquitectónicas no podían disimular los profundos problemas de sus habitantes.
El ocaso de la primera capital a fines del Preclásico inferior tuvo sus raíces en un entorno de creciente tensión social, competencia y cambios ambientales. Incluso hubo conflictos sobre la sucesión al trono que se añadieron a la incertidumbre y descontento de la población. Otros problemas en el funcionamiento de la sociedad fueron el poco desarrollo de su área de sustento, con una distribución dispersa de la población en puntos localizados, y el crecimiento desmedido de la población en la isla de San Lorenzo que provocó el desabasto de alimentos.
La competencia de la capital emergente de La Venta pudo desempeñar un papel significativo para socavar su organización. El inicio de un periodo mayor de sequía puso tensión en las actividades de subsistencia, siendo un factor crucial que impulsó a los habitantes a buscar otras opciones. Quedó poca gente en el sitio cuando se despobló la región inmediata y los habitantes se reubicaron en otras regiones costeras. San Lorenzo se disolvió paulatinamente y jamás pudo recuperar su esplendor, aunque sus logros sentaron las bases para el desarrollo posterior. Fue la primera de una célebre serie de grandes capitales mesoamericanas (Cyphers, 2018: 136-137).
La Venta, Tabasco
(1400-400 a. C.)
El nombre original de esta zona arqueológica olmeca, ubicada en la cuenca baja del río Tonalá, en el estado de Tabasco, no es La Venta. Según la tradición oral, el nombre de La Venta proviene de la venta de maderas finas en los siglos XIX y XX.
Como se mencionó, San Lorenzo fue la primera capital olmeca. La Venta fue el segundo trazo planificado de una ciudad prehispánica. Con edificios a base de tierra, arcilla y arena y avenidas, plazas ceremoniales y zonas residenciales alineadas en ejes de norte a sur, La Venta es uno de los centros más grandes de la cultura olmeca, que tuvo su apogeo entre 1000 y 400 a. C. y fue el sitio más grande entre 800 y 400 a. C. Algunos especialistas creen que, debido a lo pequeño de la isla, La Venta fungía como un centro ceremonial vacante y que únicamente era habitado por sacerdotes, ya que hay pocas evidencias de gente común. Su basamento principal, construido con barro acumulado, mide 30 metros de alto.
En 1940, Matthew W. Stirling emprendió sus primeras excavaciones en La Venta y encontró tres cabezas colosales. Publicó su descubrimiento en la revista National Geographic y la cultura olmeca se dio a conocer por todo el mundo. «Covarrubias y Caso estaban tan seguros de la gran antigüedad de la cultura olmeca que la propusieron como La Cultura Madre, incorporándola de esta manera a la vida e identidad nacional» (Cyphers, 2018: 22).
En la década de 1950, el arqueólogo Robert F. Heizer comenzó un nuevo ciclo de investigaciones en el núcleo cívico-ceremonial de La Venta, con lo que se avanzó en el descubrimiento de la élite olmeca.
En un principio, algunos investigadores —como Michael D. Coe— plantearon la hipótesis de que las familias olmecas legitimaron sus dinastías asociándose con un dios felino, que posiblemente era una versión temprana de los dioses Tláloc y Tezcatlipoca. También se cuestionaron la relación de seres sobrenaturales con rasgos de caimanes, cocodrilos y tiburones en sus esculturas.
En la zona arqueológica de La Venta se han descubierto los complejos A, B, C, D, E, F G, y H; cuatro cabezas colosales (M1, M2, M3 y M4); dos tronos (A4 y A5); y ocho esculturas monolíticas mayores con figuras antropomorfas, entre ellas el Altar 1, con una representación del Monstruo de la Tierra, hallada al sur de la Gran Pirámide.
La Gran Pirámide de La Venta, actualmente enterrada bajo la maleza y ubicada en el Complejo C, tiene forma de pirámide escalonada, esquinas remetidas, escalinatas, una planta de forma circular, con un diámetro de ciento veintiocho metros y una altura de treinta metros y 99 100 metros cúbicos.
En el Complejo A se encontró un recinto funerario privado, donde se hallaron las tumbas de sus gobernantes y sus retratos, así como ofrendas de bulto.
Los arqueólogos, historiadores y etnólogos coinciden en que los olmecas pudieron haber sido bajos de estatura, de cabezas redondas, ojos sesgados, narices chatas y labios gruesos. No obstante, las evidencias arqueológicas demuestran que los olmecas realizaban modificaciones craneofaciales a los recién nacidos mediante la colocación de dos tablas, una en la frente y la otra en la parte posterior de la cabeza, con las cuales aplanaban la frente y la parte occipital.
Por otra parte, se considera que los olmecas ya practicaban el juego de pelota. «La confluencia de las imágenes de los jugadores de pelota en San Lorenzo y las pelotas de goma en un sitio ceremonial en su reino han implicado a los olmecas en el origen del juego de pelota mesoamericano, a pesar de la ausencia de un juego de pelota formal» (Blomster y Salazar, 2020: 1-9). De igual forma, se presume que, a mediados del Preclásico, la Serpiente Emplumada ya había alcanzado el estatus de deidad en La Venta.
El fin de La Venta ha sido tan poco comprendido como su comienzo. Seguramente la sociedad tenía problemas sociales y políticos. Cuando dejó de ser una gran capital, surgieron varios centros menores en la región inmediata (Rust, 2008). Además, su decadencia ocurrió cuando las sociedades vecinas, incluidos las mayas, tuvieron un desarrollo acelerado, así como cambios potencialmente adversos en el medio ambiente, tales como la migración de los ríos y la transgresión marina (Von Nagy, 2003). Las investigaciones recientes que se han llevado a cabo en las tierras bajas mayas indican que esta área participó en el intercambio con La Venta e incluso pudo ser un competidor suyo.
Cuando decayó La Venta, desapareció la cultura olmeca, pero dejó un legado de creencias y prácticas culturales milenarias que perduraron en los pueblos posteriores de Mesoamérica (Cyphers, 2018: 136-137).
Tres Zapotes, Tabasco
(1200-500 a. C.)
En 1932, Albert Weyerstall descubrió varios monolitos en lo que hoy conocemos como Tres Zapotes. Estos monumentos ahora están catalogados como C, F y G. Las primeras excavaciones se llevaron a cabo bajo la dirección de Matthew W. Stirling; y, en 1939, se descubrió la Estela C, que está tallada en basalto y que contiene, en un lado, la pintura de un ser-jaguar abstracto y, en el otro, la numeración maya 7.16.6.16.18, correspondiente en el calendario gregoriano al 3 de septiembre de 32 a. C.
Algunos arqueólogos estiman que Tres Zapotes tuvo cuatro colinas artificiales de 18 metros de alto, en plazas de 2 kilómetros cuadrados. Asimismo, se cree que en la zona habitaron dos grupos de la lengua variante del mixe-zoque, que evolucionó a la escritura maya.
El Museo de Sitio de Tres Zapotes, ubicado en Santiago Tuxtla, Veracruz, fue inaugurado en 1975.
MONTE ALBÁN, OAXACA
(500 a. C.-850 d. C.)
A la par que desaparecía la civilización olmeca en el centro del actual estado de Oaxaca, a ocho kilómetros de la capital, surgió la majestuosa ciudad zapoteca que hoy nombramos como Monte Albán, pues se desconoce su nombre original.
Monte Albán está formada por cinco cerros, cuatro de ellos integrados a partir del Periodo II (200 a. C.-200 d. C.):
1. Monte Albán, ubicado en la cima del Cerro Jaguar (a 1 500 metros sobre el nivel del mar), donde se encuentra la Plaza principal, de 300 metros de largo por 100 de ancho, y las vecindades Siete Venado, El Pitahayo y El Plumaje.
2. Monte Albán el chico.
3. Mogotillo.
4. El Gallo.
5. Cerro Atzompa.
En 1806, Guillermo Dupaix, acompañado por el ilustrador Luciano Castañeda, realizó la primera descripción de la plaza central de Monte Albán, llevó a cabo las primeras excavaciones y descubrió cinco lápidas, hoy conocidas como los danzantes.
A partir de 1931, Alfonso Caso dirigió las excavaciones de Monte Albán a lo largo dieciocho años. Sus colaboradores más cercanos fueron Ignacio Bernal, Jorge R. Acosta y Martín Bazán. El 6 de enero de 1932 Caso descubrió la Tumba 7.
En la década de 1950, el doctor Ignacio Bernal llevó a cabo exploraciones en este sitio arqueológico y descubrió 39 sitios de la época I. En 1966, arqueólogos de la Universidad de Michigan encontraron en San José Mogote, municipio de Guadalupe Etla, evidencia de cinco épocas cronológicas. En la década de 1970, los arqueólogos Richard Blanton, Linda Nicholas, Gary Feinman, Stephen Kowalewski y Laura Finsten hallaron 2 700 sitios arqueológicos, lápidas de danzantes, lápidas de conquista y estelas de gobernantes. Fue hasta entonces que pudieron trazar el mapa completo de Monte Albán.
A la fase previa a la fundación de Monte Albán se le conoce como Fase Rosario y data de 700 a. C. a 500 a. C. Los fundadores provenían de aldeas cercanas, que eran entre 75 y 85 y con una población aproximada de 4 000 personas, tres unidades políticas o sociedades de jefatura, generalmente de élites hereditarias. Abandonaron las partes bajas de norte y centro del valle para fundar Monte Albán en una cima fortificada en la cúspide del Cerro Jaguar.
El primer trabajo de construcción de Monte Albán (hecho por miles de albañiles, cargadores, cortadores de piedra, fabricantes de adobe y artesanos) fue el aplanamiento del Cerro Jaguar para edificar la Plaza Principal (300 metros de norte a sur y 200 metros de este a oeste), recubierta con estuco, y para la creación de drenajes, desagües y cisternas con superficies estucadas para almacenar agua durante la temporada de lluvias y utilizarla durante las sequías, ya que su principal fuente de agua estaba en el río Atoyac, en las faldas de las montañas, rodeado de un bosque de pinos, robles, sabinos, sauces y alisos muy altos.
Otra de las principales construcciones fue la Gran Muralla, para defender la ciudad y contener alrededor de 67 500 metros cúbicos de agua. En su primera época I-a, Monte Albán tuvo una población de máximo 15 000 habitantes, de los cuales un tercio vivía en la cima y los otros dos tercios en las zonas bajas, donde se establecieron 155 aldeas satelitales. «La población estaba dividida en clases sociales, según un sistema jerárquico muy rígido» (Longhena, 2005: 28).
Monte Albán está secuenciado cronológicamente en las siguientes épocas:
• Época I (500-300 a. C.).
• Época II (100 a. C.-200 d. C.).
• Época III (200-750 d. C.).
• Época IV (700-1000 d. C.).
• Época V (1000-1521 d. C.).
Ignacio Bernal dividió la época I en I-a, I-b y I-c (300-100 a.C.). Actualmente, la mayoría de las construcciones de la época I se encuentran sepultadas por edificios posteriores, que eran mucho más grandes. La ciudad tuvo su apogeo entre 500 y 700 d. C. Su zona arqueológica abarcó alrededor de veinte kilómetros cuadrados y sus superficies habitacionales alcanzaron entre seis y siete kilómetros cuadrados con 2 073 terrazas.
Al igual que San Lorenzo y La Venta, en Monte Albán las residencias de las élites y los edificios religiosos y de gobierno se ubicaban en la parte central de la ciudad, y las unidades habitacionales para las familias de bajo nivel en las laderas. Las casas de los nobles tenían una base cuadrada, un patio central, habitaciones jerárquicas y enterramientos que, de acuerdo con su arquitectura y ofrendas (cerámica, maíz, frijol y calabaza, entre otros), reflejan su jerarquía.
Si ha de hablarse de una teocracia, Monte Albán sería un buen ejemplo. Toda su cultura está impregnada de una religión que se liga a un increíble espíritu necrofílico. De aquí la cantidad de tumbas, verdaderos edificios subterráneos, cuya usanza en todo el valle contrasta claramente con Teotihuacan, donde jamás hubo construcciones sepulcrales (Bernal, 2000: 139).
Los arqueólogos han encontrado 160 esqueletos, 300 entierros y 172 tumbas con osamentas de personas importantes, adornos, vasijas, joyería, murales y urnas con la representación de Cocijo, dios del rayo y de la lluvia. «En el contexto de las ofrendas funerarias se han hallado objetos peculiares de la cultura zapoteca: se trata de las llamadas urnas funerarias, cuya misión era en realidad servir de guardianes divinos de las tumbas y objetos de culto» (Longhena, 2005: 28).
Otros grandes hallazgos son la cerámica, los molcajetes y comales que utilizaban los zapotecas para cocinar tortillas, en náhuatl tlaxcalli (pronúnciese tlashcali). Sin embargo, los arqueólogos sugieren que el comal fue inventado en el altiplano mexicano y adoptado, posteriormente, por los zapotecas.
Los zapotecas comían venado de cola, jabalí, conejos, liebres, tuzas, mapaches, tlacuaches, palomas, huilotas, torcazas, guajolote y perro domesticado. Capturaban «codornices para hacer sacrificios rituales porque las consideraban animales puros, que sólo bebían gotas de rocío y se negaban a beber agua sucia» (Marcus, 2008: 22). Aunque no los cazaban, en la región también habitaban el león puma, el jaguar y diversos reptiles.
Monte Albán y Teotihuacan
Monte Albán y Teotihuacan tuvieron una relación diplomática de rivalidad pacífica, es decir, había un pacto implícito de no invadirse. No obstante, en Teotihuacan «abundan las evidencias que atestiguan la importancia de la guerra y el sacrificio en esta sociedad» (López Luján, 2005: 76-83). Entre el año 200 y 500 d. C. hubo un barrio zapoteco en Teotihuacan. «Se han localizado figurillas con atuendos teotihuacanos en monumentos zapotecos y mayas» (Taube, 2001: 58-63). De igual forma, en Monte Albán quedaron grabadas en monumentos las visitas de los teotihuacanos:
Una de las estelas de la Plataforma Sur de Monte Albán representa a cuatro embajadores de Teotihuacan. En la estela de embajadores se reúnen con un señor zapoteco en un lugar llamado El Cerro de 1 Jaguar. ¿Es el nombre una simple coincidencia? ¿O será que Monte Albán propio —el cerro principal de la ciudad— fue nombrado así en honor del legendario y semidivino señor 1 jaguar? (Marcus, 2008: 107).
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