Agios Nikolaos, Creta

«El Polydorus es un hotel con encanto regentado por una familia, situado a un corto paseo a pie de la animada ciudad de Agios Nikolaos, a una hora de Heraclión. Las habitaciones, todas con wifi y aire acondicionado, se limpian a diario, y algunas tienen vistas al mar. En nuestras bonitas terrazas se sirve café y comida casera. Visite nuestra página o búsquenos en booking.com».
No tenéis ni idea de cuánto rato me llevó escribir eso. Me preocupaba tener que colocar tanto adjetivo junto. ¿«Animada» era el término apropiado para describir Agios Nikolaos? Al principio puse «concurrida», pero luego pensé que remitía al tráfico constante y al ruido que, en gran medida, también formaban parte del lugar. De hecho, nos encontrábamos a quince minutos del centro de la ciudad. ¿Era eso «un corto paseo a pie»? ¿Debería haber mencionado la playa de Ammoudi, que estaba justo al lado?
Lo más curioso es que había dedicado prácticamente toda mi vida activa al trabajo de editora y nunca tuve problemas con los manuscritos de los autores, pero para escribir un anuncio de cuatro líneas en el dorso de una postal sudé tinta con cada sílaba. Al final se la entregué a Andreas, quien la leyó en apenas cinco segundos y se limitó a dar su aprobación con un gruñido y una inclinación de cabeza, lo cual, tras todas las molestias que me había tomado, me complació tanto como me enfureció. Es algo que he observado en los griegos. Son personas increíblemente emotivas. Su teatro, su poesía y su música van directos al corazón. Pero en las cuestiones del día a día, en los pequeños detalles, prefieren expresarse con un siga-siga, que más o menos significa «me importa un comino». Era una frase que oía todos los días.
Al examinar lo que había escrito en compañía de un cigarrillo y una taza de café solo bien fuerte, me asaltaron dos ideas. Teníamos pensado colocar las postales en una estantería junto al mostrador de recepción, pero, puesto que los clientes ya estarían en el hotel cuando las cogieran, ¿qué sentido tenía? Y lo más relevante: ¿qué narices pintaba yo allí? ¿Cómo había permitido que mi vida se convirtiera en eso?
A tan solo dos años del día que cumpliría los cincuenta, en una época en la que me había imaginado disfrutando de todas las comodidades que aportan unos ingresos razonables, un pequeño piso en Londres y una vida social intensa, me encontraba desempeñando las funciones de copropietaria y directora de un hotel que, de hecho, rezumaba un encanto mucho mayor del que me sentía capaz de describir con palabras. El Polydorus estaba situado en la orilla misma del mar y tenía dos terrazas resguardadas del sol gracias a sombrillas y cipreses. Contaba con tan solo doce habitaciones, una plantilla joven de procedencia local que siempre se mostraba alegre incluso en mitad del peor caos y una clientela fiel. Ofrecíamos comida sencilla, cerveza Mythos, música en directo en el propio hotel y unas vistas perfectas. El tipo de turistas a quienes animábamos a visitarnos no soñaban con llegar en uno de esos autocares gigantes que a duras penas avanzaban por carreteras que nunca se construyeron para acogerlos, con destino a las monstruosidades de seis plantas del otro lado de la bahía.
Lo que también teníamos, por desgracia, era una instalación eléctrica chapucera, un sistema de cañerías y desagües inconcebible y una señal de wifi que iba y venía. No quiero caer en los estereotipos sobre la desidia de los griegos, y puede que fuera solo cuestión de mala suerte, pero la fiabilidad no era precisamente el punto fuerte de las personas a las que dábamos empleo. Panos era un chef excelente, pero, si se enfadaba con su esposa, sus hijos o su motocicleta, directamente no venía a trabajar y Andreas tenía que sustituirlo en la cocina, con lo cual yo debía ocuparme del bar y el restaurante, donde tan pronto abundaban los clientes y no había ningún camarero como sobraba la mitad del espacio y había demasiados. Por algún motivo, jamás se producía un feliz equilibrio. Siempre cabía la remota posibilidad de que algún proveedor llegara a la hora convenida, pero entonces no traía los productos que habíamos encargado. Si algo se estropeaba —y se estropeaba todo— nos pasábamos horas con los nervios a flor de piel esperando a que apareciera el mecánico o el técnico de turno.
En general los clientes parecían contentos, pero nosotros andábamos de un lado a otro como los actores de una de esas descabelladas comedias francesas que intentan cubrir los desperfectos para que todo se vea impecable, y cuando por fin me dejaba caer en la cama, con frecuencia a la una o las dos de la madrugada, me sentía tan agotada que me quedaba allí tumbada con la sensación de estar prácticamente disecada, como una momia en su sarcófago. Era entonces cuando sufría mis momentos más bajos, y me dormía con la sensación de que en cuanto abriera los ojos todo empezaría de nuevo.
Bueno, lo estoy pintando demasiado dramático. Por supuesto, también era una vida maravillosa. La puesta de sol en el mar Egeo no puede compararse con nada de lo que se ve en otras partes del mundo, y yo la contemplaba todas las tardes, embelesada. No es extraño que los griegos creyeran en los dioses: Helios en su carroza de oro atravesando resplandeciente aquel cielo enorme; los montes de Lasithi transformados en tiras de la más fina gasa, primero rosa, luego malva, oscureciéndose y difuminándose al mismo tiempo. Todas las mañanas a las siete en punto iba a nadar y dejaba que el mar cristalino borrara las marcas del exceso de vino y cigarrillos de la noche anterior. Se celebraban cenas en tabernas diminutas de Fourni y Limnes con el olor del jazmín, el titilar de las estrellas, las risas estridentes y el tintineo de las copas de raki. Incluso empecé a aprender griego; recibía tres horas de clase a la semana de una chica lo bastante joven para ser mi hija, la cual conseguía presentar las sílabas tónicas y los verbos que no solo eran irregulares sino directamente imposibles de tal modo que parecían divertidos.
Sin embargo, aquello no eran para mí unas vacaciones. Había acudido a Grecia tras la catástrofe que supuso Un asesinato brillante. Era el último libro en el que había trabajado y había conducido a la muerte del autor, el derrumbamiento de mi editorial y el final de mi carrera, por ese orden. Se habían publicado nueve novelas sobre Atticus Pünd, todas ellas superventas, y yo había creído que habría muchas más. Pero ahora todo aquello había terminado, y en su lugar me encontraba comenzando una nueva vida, la mayor parte de la cual, para ser franca, implicaba trabajo en exceso.
Inevitablemente, eso había tenido repercusiones en mi relación con Andreas. Ninguno de los dos discutía con el otro —no éramos personas que solieran discutir—, pero nos habíamos acostumbrado a comunicarnos de una forma que cada vez era más lacónica y cautelosa, y nos medíamos avanzando en círculos como dos boxeadores profesionales sin ninguna intención de entablar la lucha. De hecho, a ambos nos habría venido de perlas un buen combate. Habíamos logrado instalarnos en ese horrible terreno, tan familiar para muchas parejas casadas desde hace años, donde es más peligroso aquello que se calla que aquello que se dice. Aunque nosotros no estábamos casados, por cierto. Andreas me lo había pedido, arrodillado con un anillo de diamantes y toda la parafernalia, pero los dos habíamos estado demasiado ocupados para seguir adelante con los planes de boda; y, de todos modos, yo aún no sabía suficiente griego para entender la misa. Así que decidimos esperar.
El paso del tiempo no nos había hecho ningún favor. En Londres, Andreas siempre fue mi mejor amigo. Tal vez mis invariables ganas de encontrarme con él se debieran al hecho de que por entonces no vivíamos juntos. Leíamos los mismos libros. Adorábamos la comida casera, sobre todo cuando cocinaba él. El sexo era espectacular. Pero Creta nos había atrapado en una rutina completamente distinta, y, aunque hacía solo un par de años que nos habíamos marchado del Reino Unido, yo ya estaba pensando en alguna escapatoria, aunque no la estuviera buscando de forma activa.
No me hizo falta. La oportunidad llegó un lunes a primera hora por medio de una pareja de aspecto elegante, sin duda ingleses, que avanzaban cogidos del brazo por la pendiente desde la carretera principal. De inmediato supe que eran ricos y que no habían venido de vacaciones. Él llevaba una chaqueta y unos pantalones largos —que con aquel calor resultaban ridículos—, un polo y un sombrero Panamá. Ella iba ataviada con un vestido más apropiado para la gala de un club de tenis que para la playa, acompañado de un buen collar y un pulcro bolsito de mano. Los dos lucían gafas de sol caras. Deduje que su edad rondaba los sesenta.
El hombre entró en el bar y se soltó del brazo de su esposa. Lo vi examinándome.
—Disculpe —dijo con tono cultivado—, ¿habla inglés?
—Sí.
—Supongo que no... ¿Por casualidad no será Susan Ryeland?
—Soy yo, sí.
—Me preguntaba si podría hablar un momento con usted, señorita Ryeland. Me llamo Lawrence Treherne. Esta es mi mujer, Pauline.
—¿Qué tal?
Pauline Treherne me sonrió, pero no con gesto amigable. Desconfiaba de mí, y eso que todavía no nos habíamos casi ni presentado.
—¿Les sirvo un café?
Formulé la pregunta con cuidado; no estaba proponiéndoles una invitación. No quiero dar la impresión de ser una tacaña, pero había una cuestión que me tenía preocupada. Había vendido mi piso del norte de Londres y había invertido casi todos mis ahorros en el Polydorus; sin embargo, de momento no había obtenido ningún beneficio. Más bien al contrario: aunque no tengo claro que Andreas y yo estuviéramos haciendo las cosas mal, habíamos conseguido acumular una deuda de casi diez mil euros. Nuestros ahorros se esfumaban, y a veces tenía la sensación de que la distancia que me separaba de la bancarrota era tan sutil como la espuma de un capuchino gratis.
—No, estamos bien, gracias.
Los guie hacia una de las mesas del bar. La terraza ya estaba llena, pero Vangelis, que trabajaba como camarero cuando no tocaba la guitarra, se apañaba bien, y la temperatura era más agradable lejos del calor.
—Así pues, ¿en qué puedo ayudarles, señor Treherne?
—Llámeme Lawrence, por favor. —Se quitó el sombrero y dejó al descubierto su ralo pelo plateado y un cuero cabelludo que ya había empezado a tostarse con el sol. Colocó el sombrero delante de él—. Espero que nos perdone por haber investigado hasta dar con usted. Tenemos un amigo común, Sajid Khan. Le manda saludos, por cierto.
¿Sajid Khan? Tardé un momento en recordar que se trataba de un abogado, vivía en un pueblo de Suffolk llamado Framlingham. Había sido amigo de Alan Conway, el autor de Un asesinato brillante. Cuando Alan murió, Sahid Khan fue quien descubrió el cadáver. Pero yo solo lo había visto un par de veces; no lo consideraba un amigo, ni común ni de ninguna otra clase.
—¿Ustedes viven en Suffolk? —pregunté.
—Sí. Somos dueños de un hotel cerca de Woodbridge. El señor Khan nos ha ayudado en una o dos ocasiones. —Lawrence vaciló, súbitamente incómodo—. La semana pasada estuve comentándole una cuestión algo compleja y me sugirió que habláramos con usted.
Me preguntaba cómo había averiguado Khan que yo estaba en Creta. Alguien debía de habérselo contado porque desde luego yo no había sido.
—¿Han hecho el viaje expresamente para hablar conmigo? —le pregunté.
—No está tan lejos, y además solemos viajar bastante. Nos alojamos en el Minos Beach. —Señaló en dirección a su hotel, que quedaba detrás de una pista de tenis, justo al lado del mío. Eso me confirmó la sospecha de que los Treherne eran ricos. El Minos Beach era un hotel boutique con villas privadas y un jardín lleno de esculturas. Costaba unas trescientas libras la noche—. Primero pensé en llamarla —prosiguió—, pero no es algo que me apetezca comentar por teléfono.
Aquello se estaba volviendo más misterioso por momentos; y, francamente, también más cargante. Cuatro horas de vuelo desde Stansted y una hora en coche desde Heraclión. No podía decirse que llegar hasta allí fuera precisamente un paseíto.
—¿De qué va esto? —pregunté.
—Es sobre un asesinato.
La última palabra quedó suspendida en el aire unos instantes. Al otro lado de la terraza se veía brillar el sol. Un grupo de niños del lugar reían y chillaban mientras chapoteaban en las aguas del mar Egeo. Las familias se apiñaban alrededor de las mesas. Observé a Vangelis pasar sosteniendo una bandeja con zumo de naranja y café con hielo.
—¿Qué asesinato? —quise saber.
—El de un hombre llamado Frank Parris. Puede que no haya oído hablar de él, pero tal vez conozca el hotel donde se cometió el crimen. Se llama Branlow Hall.
—Y ustedes son los propietarios.
—Sí, en efecto.
Fue Pauline Treherne quien contestó, y así intervino por primera vez en la conversación. Hablaba con las ínfulas de la realeza; pronunciaba cada palabra tan lentamente como si la estuviera recortando con unas tijeras antes de dejarla salir. Y, sin embargo, me daba la impresión de que pertenecía a la clase media igual que yo.
—Había reservado tres noches en el hotel —dijo Lawrence—. Lo mataron la segunda.
Por mi mente pasaban un montón de preguntas distintas. ¿Quién era Frank Parris? ¿Quién lo mató? ¿Por qué tendría que importarme? Pero no pronuncié ninguna de ellas.
—¿Cuándo ocurrió? —pregunté en cambio.
—Hace aproximadamente ocho años —respondió Lawrence Treherne.
Pauline Treherne depositó su bolso de mano encima de la mesa, junto al sombrero Panamá, como si se tratara de una señal acordada para indicar su turno. Había algo en ella —en su forma de emplear los silencios, en su falta de emoción— que me llevó a pensar que siempre era quien tomaba las decisiones importantes. Llevaba unas gafas de sol tan oscuras que, mientras me hablaba, me descubrí casi hipnotizada por las dos imágenes de mí misma escuchándola.
—Tal vez ayude si le cuento toda la historia —dijo con su peculiar voz chillona—. De esa forma comprenderá por qué estamos aquí. ¿Doy por sentado que no tiene una prisa excesiva?
Había unas cincuenta cosas que debería estar haciendo.
—Para nada —contesté.
—Gracias. —La mujer adoptó un tono circunspecto—. Frank Parris se dedicaba a la publicidad —empezó a decir—. Acababa de llegar a Inglaterra desde Australia, donde había vivido durante varios años. Fue brutalmente asesinado en su habitación del hotel la noche del 15 de junio de 2008. Nunca olvidaré la fecha porque coincidió con el fin de semana de la boda de nuestra hija, Cecily.
—¿Era uno de los invitados?
—No. No lo conocíamos de nada. Para la boda ocupamos más o menos una decena de habitaciones. Acogimos a los familiares y amigos más cercanos. El hotel tiene treinta y dos habitaciones en total y, a pesar de mi recelo puesto que mi marido era de otra opinión, decidimos seguir abiertos al público. El señor Parris se encontraba en Suffolk para visitar a unos familiares. Había reservado tres noches en el hotel. Lo mataron el viernes por la noche, aunque el cadáver no se descubrió hasta el sábado por la tarde.
—Después de la boda —musitó Lawrence Treherne.
—¿Cómo lo mataron?
—Le golpearon varias veces con un martillo. Tenía la cara muy desfigurada, y, de no ser por la cartera y el pasaporte que encontramos en su caja fuerte, la policía habría sido incapaz de identificarlo.
—Cecily estaba tremendamente consternada —la atajó Lawrence—. Bueno, todos lo estábamos. Había sido un día precioso. Se celebró la ceremonia de la boda en el jardín, y luego hubo una comida para cien invitados. La temperatura no podría haber sido más agradable. Pero ignorábamos que, mientras tanto, en una de las habitaciones orientadas hacia la misma carpa, aquel hombre yacía en medio de un charco de su propia sangre.
—Cecily y Aiden tuvieron que retrasar la luna de miel —añadió Pauline con un temblor de indignación todavía perceptible en su voz a pesar de los años transcurridos—. La policía no les permitió que se marcharan. Dijeron que no podía ser de ninguna de las maneras a pesar de que a todas luces no tenían nada que ver con el asesinato.
—¿Aiden es el marido de Cecily?
—Aiden MacNeil, sí, nuestro yerno. Iban a salir de viaje el domingo por la mañana hacia Antigua, pero al final pasaron dos semanas hasta que les permitieron marcharse y para entonces la policía ya había detenido al asesino, así que no habría hecho falta que los retuvieran tanto tiempo.
—O sea que se supo quién fue —comenté.
—Ah, sí. Todo fue muy rápido —explicó Lawrence—. Lo mató un empleado nuestro, un rumano llamado Stefan Codrescu. Se ocupaba del mantenimiento general y vivía en el hotel. De hecho, tenía antecedentes delictivos, nosotros ya lo sabíamos cuando le dimos el trabajo. Precisamente se lo dimos por eso, debo decir. —Bajó la vista al suelo—. Antes mi mujer y yo participábamos en un programa de integración social en el hotel. Empleábamos a jóvenes delincuentes cuando salían de la cárcel; en la cocina, en la limpieza, en el jardín... Somos grandes partidarios de la reinserción y de dar una segunda oportunidad a los hombres y mujeres jóvenes tras una condena. Seguro que sabe que la tasa de reincidencia es enorme. La causa es que esa gente no tiene forma de volver a integrarse en la sociedad. Nosotros estuvimos trabajando codo con codo con el servicio de libertad vigilada y nos aseguraron que Stefan era adecuado para nuestro programa. —Dio un hondo suspiro—. Pero se equivocaban.
—Cecily creía en él —dijo Pauline.
—¿Lo conocía?
—Tenemos dos hijas y las dos trabajan con nosotros en el hotel. Cecily era la directora general cuando pasó aquello. De hecho, fue quien entrevistó a Stefan y le dio el trabajo.
—¿Se casó en el mismo hotel donde trabajaba?
—Por supuesto. Es un negocio familiar. Los empleados son como de la familia. No se le habría ocurrido celebrar la boda en ningún otro sitio —explicó Pauline.
—Y ella creía que Stefan era inocente.
—Al principio sí; insistió mucho en ello. Ese es el problema con Cecily. Siempre ha sido demasiado bondadosa, demasiado confiada, de las que creen que todas las personas tienen un lado bueno. Pero las pruebas contra Stefan eran abrumadoras. No sé por dónde empezar. El martillo no tenía huellas, las habían borrado. Pero había restos de sangre en su ropa, y en el dinero que guardaba debajo del colchón; se lo había robado al pobre hombre. Lo vieron entrar en la habitación de Frank Parris. Y, además, confesó el crimen. Entonces incluso Cecily tuvo que admitir que estaba equivocada y que ese era el punto final de la historia. Se marchó de viaje con Aiden a Antigua. El hotel recuperó poco a poco la normalidad, aunque nos llevó mucho, mucho tiempo y nadie más ha vuelto a alojarse nunca en la habitación 12. Ahora la utilizamos como almacén. Como le he dicho, todo eso ocurrió hace muchos años y creíamos que era agua pasada, pero se ve que no.
—¿Qué más ha ocurrido? —pregunté. A mi pesar, estaba intrigada.
Fue Lawrence quien respondió.
—A Stefan lo condenaron a cadena perpetua y sigue entre rejas. Cecily le escribió un par de veces, pero él nunca le contestó y yo creía que nuestra hija lo había olvidado. Parecía del todo feliz dirigiendo el hotel, y también al lado de Aiden, por supuesto. Cecily tenía veintiséis años cuando se casó, dos más que su marido. El próximo mes cumplirá treinta y cuatro.
—¿Tienen hijos?
—Sí, una niña pequeña. Bueno, ya cuenta siete años. Se llama Roxana.
—Nuestra primera nieta. —A Pauline se le quebró la voz—. Es una niña preciosa, todo lo que podríamos desear.
—Pauline y yo estamos medio retirados —prosiguió Lawrence—. Tenemos una casa cerca de Hyères, en el sur de Francia, y pasamos bastante tiempo allí. Bueno, pues hace unos días Cecily nos llamó. Yo mismo contesté al teléfono. Debió de ser sobre las dos, hora francesa. De inmediato noté que Cecily estaba muy alterada. Más que eso; noté que estaba nerviosa. No sé desde dónde llamaba pero era martes, así que es probable que estuviera en el hotel. Al principio, cuando nos llamamos, siempre solemos charlar un poco, pero esa vez fue directa al grano. Dijo que había estado pensando en lo que pasó...
—En el asesinato.
—Exacto. Afirmó que ella tenía razón desde el principio y que Stefan Codrescu no era el culpable. Le pregunté de qué estaba hablando y me contó que había encontrado algo en un libro que le habían regalado. «Estaba allí mismo, lo tenía delante de las narices». Esas fueron sus palabras exactas. La cuestión es que me avisó de que me había enviado el libro, y efectivamente, al día siguiente llegó.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un ejemplar de tapa blanda. Lo reconocí al instante: la imagen de la cubierta, la tipografía, el título... Y, en ese mismo momento, todo aquel encuentro empezó a cobrar sentido.
El libro era Atticus Pünd acepta el caso, el número tres de la serie escrita por Alan Conway que yo misma había editado y publicado. De inmediato recordé que la mayor parte de la trama tenía lugar en un hotel, pero en el condado de Devon, no en Suffolk, y en 1953, no en la actualidad. Recordé la fiesta de lanzamiento en la embajada alemana de Londres. Alan había bebido demasiado y acabó insultando al embajador.
—¿Alan sabía lo del asesinato? —pregunté.
—Ah, sí. Seis semanas después, vino al hotel y se hospedó unas cuantas noches. Tanto mi mujer como yo tuvimos ocasión de conocerlo. Nos explicó que era amigo de la víctima, Frank Parris, y nos bombardeó a preguntas sobre el asesinato. También habló con el personal del hotel. No teníamos ni idea de que pensaba convertir el caso en un objeto de entretenimiento. Si hubiera sido sincero con nosotros, seguramente nos habríamos mantenido más callados.
«Y por eso precisamente no fue sincero», pensé.
—¿No llegaron a leer el libro? —quise saber.
—Nos olvidamos por completo —reconoció Lawrence—. Y desde luego el señor Conway no nos envió ningún ejemplar. —Hizo una pausa—. Pero Cecily sí que lo leyó, y encontró algo que arroja nueva luz sobre lo sucedido en Branlow Hall; por lo menos, eso creyó ella. —Miró a su esposa como si buscara su aprobación—. Después, tanto Pauline como yo hemos leído el libro, pero no vemos ninguna relación.
—Hay similitudes —dijo Pauline—. En primer lugar, casi todos los personajes son reconocibles; es evidente que están basados en personas que el señor Conway conoció en Woodbridge. Incluso tienen los mismos nombres... o muy parecidos. Lo que no comprendo es que da la impresión de disfrutar deformando la realidad para mostrar a las personas como horrendas caricaturas de sí mismas. Los propietarios del Moonflower, que es el nombre del hotel en el libro, están claramente inspirados en Lawrence y en mí, por ejemplo, pero los dos son unos inmorales. ¿Por qué nos retrató así? Nosotros nunca hemos hecho nada deshonesto.
Parecía más indignada que molesta. Por la forma en que me miraba, casi se diría que me echaba la culpa a mí.
—En respuesta a su pregunta, no teníamos ni idea de que el libro se había publicado —continuó—. No suelo leer novelas de misterio. Ni Lawrence ni yo lo tenemos por costumbre. Sajid Khan nos explicó que el señor Conway murió. Tal vez sea mejor así, porque, si viviera, estaríamos muy tentados de emprender acciones legales.
—A ver si lo he entendido bien. —Tenía la sensación de que había un cúmulo de cosas por resolver, y, sin embargo, sabía que se estaban callando algo—. Ustedes creen que tal vez, a pesar de todas las pruebas en su contra, por no hablar de su confesión, Stefan Codrescu no mató a Frank Parris y que Alan Conway llegó al hotel y descubrió, en cuestión de unos pocos días, quién fue el verdadero asesino. Y entonces reveló la identidad de la persona en Atticus Pünd acepta el caso.
—Exacto.
—Pero eso no tiene ningún sentido, Pauline. De haber sabido Alan quién era el asesino y que había un hombre inocente en prisión... ¡seguro que habría ido directo a la policía! ¿Por qué iba a convertirlo en una obra de ficción?
—Por eso precisamente estamos aquí, Susan. Por lo que nos dijo Sajid Khan, usted conocía a Alan Conway mejor que nadie. Usted editó el libro. Si dentro oculta algo, no se me ocurre una persona más capaz de descubrirlo.
—Espere un momento. —De pronto, di con la pieza que faltaba—. Todo esto empezó cuando su hija vio algo en Atticus Pünd acepta el caso. ¿Fue la única persona que leyó el libro antes de enviárselo a ustedes?
—No lo sé.
—Pero ¿qué vio? ¿Por qué no la han llamado y le han preguntado a qué se refería?
Fue Lawrence Treherne quien respondió a mi pregunta.
—Claro que la hemos llamado —dijo—. Los dos leímos el libro y luego la llamamos varias veces desde Francia. Por fin pudimos hablar con Aiden y él nos explicó lo que había pasado. —Hizo una pausa—. Parece que nuestra hija ha desaparecido.
El viaje

Esa noche, perdí los nervios con Andreas. No era mi intención en absoluto, pero el día había conllevado tantos contratiempos, uno detrás de otro, que o bien me ponía a dar gritos sin ton ni son de puro agotamiento o le gritaba a él; y, sencillamente, era más cómodo gritarle a él.
La jornada había empezado con aquella simpática pareja, Bruce y Brenda, de Macclesfield, que al final resultaron no ser tan simpáticos puesto que exigieron una rebaja del 50 por ciento en su factura a cambio de renunciar a llenar la página de TripAdvisor con una lista de quejas que habían ido acumulando desde el día de su llegada y que, según aseguraban, impediría que nadie volviera a acercarse ni por asomo a nuestro hotel. ¿Y cuáles habían sido sus graves problemas? Una hora sin wifi, la guitarra tocando de noche y haberse topado con una cucaracha solitaria. Lo que más me molestó fue que todas las mañanas habían acudido a quejarse, siempre con una sonrisita falsa, y todo el tiempo supe que se traían algo entre manos. Había desarrollado un sexto sentido para detectar a los turistas que llegaban con la extorsión incluida en sus planes de vacaciones. Os sorprendería saber la cantidad que hay.
Panos no apareció. Vangelis llegó tarde. El ordenador de Andreas tenía algún pequeño problema —que ya le había pedido que revisara— y había enviado automáticamente dos peticiones de reserva a la bandeja de spam. Cuando nos dimos cuenta, los clientes habían hecho su reserva en otro hotel. Antes de acostarnos nos tomamos una copa de Metaxa, el brandy griego que solo sabe bien en Grecia, pero yo seguía de mal humor, y, cuando Andreas me preguntó qué me pasaba, salté.
—¿Qué coño crees que me pasa, Andreas? ¡Pues todo!
Yo no solía decir palabrotas; por lo menos, no a las personas que aprecio. Tumbada en la cama, observando cómo Andreas se desvestía, me enfadé conmigo misma. Una parte de mí quería culparlo de todo lo que había ocurrido desde que llegué a Creta, mientras que otra parte se culpaba a sí misma por defraudarlo. Pero lo peor de todo era la sensación de impotencia, la certeza de que las cosas escapaban a mi control y me llevaban por donde querían en lugar de dominarlas yo. ¿De verdad había elegido una vida en que completos desconocidos podían humillarme por cuatro duros y todo mi equilibrio dependía de una reserva anulada?
Justo en ese momento supe que tenía que volver a Inglaterra, y que, de hecho, hacía tiempo que lo sabía, aunque intentara disimularlo.
Andreas se lavó los dientes y salió del cuarto de baño desnudo, que era como dormía, y cada centímetro de él se parecía a una de esas figuras —tal vez un efebo o un sátiro— que pueden verse en la decoración de un jarrón antiguo. Me pareció que se había vuelto más griego en el último par de años. Su pelo negro estaba un poco más enmarañado, sus ojos eran un poco más oscuros, y caminaba con un contoneo que seguro que no exhibía cuando trabajaba de profesor en la Westminster School. También había ganado algo de peso; o quizá fuera que se le notaba más la barriga desde que no llevaba traje. Seguía siendo un hombre guapo. Seguía encontrándolo atractivo. Pero, de repente, sentía la necesidad de alejarme de él.
Esperé hasta que se metió en la cama. Dormíamos tapados solo con una sábana, con la ventana abierta. Apenas había mosquitos cerca del mar, y yo prefería el fresco de la noche al frío artificial del aire acondicionado.
—Andreas... —empecé a decir.
—¿Qué?
Se habría quedado dormido en cuestión de segundos si lo hubiera dejado. Su voz sonaba ya adormilada.
—Quiero volver a Londres.
—¿Qué? —Dio media vuelta y se incorporó apoyándose sobre el codo—. ¿Qué quieres decir?
—Tengo que hacer una cosa.
—¿En Londres?
—No. Debo ir a Suffolk. —Él me miraba con una expresión de gran preocupación—. No estaré fuera mucho tiempo —añadí—, solo un par de semanas.
—Te necesitamos aquí, Susan.
—Y también necesitamos dinero, Andreas. No podremos pagar las facturas si no conseguimos algún ingreso extra. Y me han ofrecido mucho dinero por un trabajo. Diez mil libras. ¡En metálico!
Era cierto.
Después de contarme lo del asesinato en su hotel, los Treherne prosiguieron con una explicación sobre cómo había desaparecido su hija.
—Es muy poco propio de ella marcharse por ahí sin decirle nada a nadie —había afirmado Lawrence—. Y, desde luego, lo de dejar a su hija...
—¿Quién cuida de la niña?
—Aiden está con ella. Y tienen a una niñera.
—No es que sea «poco propio de ella». —Pauline obsequió a su marido con la más fulminante de las miradas—. No ha hecho una cosa así en toda su vida, y, por supuesto, nunca dejaría a Roxana. —Se volvió hacia mí—. Lo cierto es que estamos preocupadísimos, Susan. Y tal vez Lawrence no esté de acuerdo, pero yo estoy convencida de que todo tiene que ver con ese libro.
—¡Sí que estoy de acuerdo! —masculló Lawrence.
—¿Estaba alguien más al tanto de sus inquietudes? —pregunté.
—Ya le he dicho que nos telefoneó desde Branlow Hall, así que pudieron oírla muchas personas.
—Me refiero a si comentó sus sospechas con alguien más.
Pauline Treherne negó con la cabeza.
—Intentamos telefonearle desde Francia varias veces, y al ver que no nos contestaba llamamos a Aiden. Él no nos había avisado porque no quería preocuparnos, pero resultó que se había puesto en contacto con la policía el mismo día de su desaparición. Por desgracia, no se lo tomaron muy en serio; por lo menos al principio. Le dieron a entender que debían de estar atravesando una crisis matrimonial.
—¿Y es cierto?
—Para nada —repuso Lawrence—. Siempre han sido muy felices juntos. La policía habló con Eloise, la niñera, y ella les dijo lo mismo. Nunca había oído ninguna pelea.
—Aiden es un yerno perfecto. Es inteligente y muy trabajador. Ojalá Lisa encontrara a alguien como él. ¡Y está preocupadísimo, igual que nosotros!
Durante todo el tiempo que Pauline estuvo hablando conmigo, tuve la impresión de que luchaba contra algo. De repente, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Fumaba de la forma en que lo hace alguien que acaba de retomar el hábito después de una larga temporada de abstinencia. Aspiró el humo y prosiguió.
—Cuando llegamos a Inglaterra, la policía había decidido por fin interesarse por el caso, aunque no es que fueran de mucha ayuda. Cecily había sacado al perro a pasear. Tiene un golden retriever greñudo que se llama Bear. En casa siempre hemos tenido perros. Salió del hotel sobre las tres de la tarde y aparcó el coche en la estación de Woodbridge. Solía ir por el camino del río; el río Deben. Hay un paseo circular que recorre la orilla, y al principio siempre te cruzas con mucha gente, pero luego se vuelve más agreste y retirado hasta que llegas a un bosque, y al otro lado hay una carretera que te trae de vuelta por Martlesham.
—O sea que si alguien la atacó...
—En Suffolk no suelen pasar cosas así. Pero es cierto que hay muchos sitios en los que pudo haberse quedado sola sin que nadie la viera. —Pauline tomó aire y prosiguió—. Aiden se preocupó al ver que no estaba en casa a la hora de cenar y llamó a la policía de inmediato. Dos agentes de uniforme se acercaron a la casa y le hicieron unas cuantas preguntas, pero no dieron la voz de alarma hasta la mañana siguiente, y por supuesto ya era demasiado tarde. Para entonces Bear había aparecido, solo, en la estación, y a partir de ahí empezaron a tomarse las cosas más en serio. Enviaron agentes y perros para registrar toda la zona desde Martlesham hasta Melton. Pero no sirvió de gran cosa. Hay campos, bosques, ciénagas... Mucho terreno que recorrer. No encontraron nada.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida? —pregunté.
—La última vez que la vieron fue el pasado miércoles.
Noté cómo se hacía el silencio. Cinco días. Era mucho tiempo, un abismo en el que Cecily había caído.
—Y han venido hasta aquí para hablar conmigo —articulé por fin—. ¿Qué quieren que haga exactamente?
Pauline miró a su marido.
—La respuesta está en este libro —explicó él—. Atticus Pünd acepta el caso. Seguro que usted lo conoce mejor que nadie.
—En realidad hace unos cuantos años que lo leí —admití.
—Pero usted trabajó con el autor, con ese hombre, Alan Conway. Sabe cómo funcionaba su mente. Si le pedimos que lo relea, estoy seguro de que se le ocurrirán cosas que a nosotros nos han pasado desapercibidas. Y si viene a Branlow Hall y lee el libro in situ, por así decir, tal vez encuentre lo que vio nuestra hija y el motivo por el que tuvo el impulso de llamarnos. Y eso, a su vez, podría revelarnos dónde está o qué le ha ocurrido.
Su voz se quebró al pronunciar las últimas palabras, «qué le ha ocurrido». Tal vez hubiera una sencilla razón que explicara por qué había desaparecido, pero era improbable. Cecily sabía algo. Representaba un peligro para alguien. Preferí no decir lo que estaba pensando.
—¿Me da uno? —pregunté, y cogí uno de los cigarrillos de Pauline Treherne. Mi propio paquete estaba detrás de la barra. Todo el ritual, sacar el cigarrillo, encenderlo y dar la primera calada, me concedió tiempo para pensar—. No puedo irme a Inglaterra con ustedes —dije al fin—. Tengo demasiadas cosas que atender aquí. Pero leeré el libro si no les importa prestármelo, aunque no puedo prometerles que se me ocurra nada. Lo digo porque recuerdo la historia y no se corresponde mucho con lo que me han contado, pero puedo enviarles un e-mail...
—No, no es suficiente. —Pauline ya había tomado una decisión—. Tiene que hablar con Aiden y Lisa, y también con Eloise, claro. Y debería conocer a Derek, el encargado del turno de noche. Estaba trabajando en el hotel cuando mataron a Frank Parris, y habló con el detective encargado del caso. También sale en el libro de Alan Conway, aunque allí se llama Eric. —Se inclinó hacia mí con actitud suplicante—. No le pedimos que nos dedique mucho tiempo.
—Y le pagaremos —añadió Lawrence—. Tenemos mucho dinero y no vamos a guardárnoslo si con él podemos recuperar a nuestra hija. —Hizo una pausa—. ¿Diez mil libras?
Eso le valió una mirada incisiva de su esposa, y se me ocurrió que, sin pensárselo, debía de haber aumentado, o tal vez doblado, la cantidad de dinero que tenía previsto ofrecerme. Mi reticencia había servido de algo. Por un momento pensé que ella iba a protestar, pero se relajó y asintió.
Diez mil libras. Pensé en renovar el revestimiento del balcón. En un nuevo ordenador para Andreas. En el congelador de los helados, que no funcionaba demasiado bien. En Panos y Vangelis, que habían dejado caer algo sobre un aumento de sueldo.
—¿Cómo iba a negarme? —Eso le dije a Andreas en nuestro dormitorio aquella noche, ya tarde—. Necesitamos el dinero, y, sea como sea, a lo mejor puedo ayudarles a encontrar a su hija.
—¿Crees que está viva?
—Cabe la posibilidad. Pero, si no lo está, tal vez logre descubrir quién la ha matado.
Andreas se incorporó en la cama. Ahora estaba muy despierto y preocupado por mí. Sentí haberle hablado tan mal.
—La última vez que fuiste en busca de un asesino, no saliste muy bien parada —me recordó.
—Esto es distinto. No se trata de nada personal. No tiene nada que ver conmigo.
—Lo cual me parece un buen argumento para dejarlo correr.
—Puede que tengas razón. Pero... —Yo ya había tomado una decisión, y Andreas lo sabía—. De todos modos, necesito un paréntesis —le dije—. Han transcurrido dos años, Andreas, y, más allá del fin de semana que pasamos en Santorini, no hemos ido a ninguna parte. Estoy completamente agotada, no hay día que no ande luchando a contracorriente, intentando que las cosas funcionen. Creía que lo entenderías.
—¿Necesitas un paréntesis del hotel o de mí? —me preguntó. Yo no tenía claro que fuera preciso contestar a esa pregunta—. ¿Dónde te alojarás?
—Con Katie. Estaré bien. —Posé una mano en su brazo y noté el contacto de su piel cálida y la curva de su musculatura—. Puedes apañártelas la mar de bien sin mí. Le pediré a Nell que venga y os eche una mano. Y tú y yo hablaremos todos los días.
—No quiero que te vayas, Susan.
—Pero no vas a impedírmelo, Andreas.
Hizo una pausa, y en ese instante reparé en su lucha interna. Mi Andreas contra Andreas el Griego.
—No —dijo por fin—. Haz lo que tengas que hacer.
Dos días después, me acompañó al aeropuerto de Heraclión. Parte del trayecto desde Agios Nikolaos, cuando la carretera pasa junto a Neápolis y Latsida, es un verdadero regalo para la vista. El paisaje es salvaje y desierto, con las montañas que se extienden en la distancia y la sensación de que prácticamente nadie ha puesto los pies allí en un millón de años. Incluso la nueva autopista a partir de Malia está rodeada de bella campiña, y, a medida que te acercas, el camino desciende y te encuentras junto a una amplia playa de arena blanca. Tal vez fue eso lo que me conectó con la tristeza, con la conciencia de lo que estaba dejando atrás. De repente, ya no pensaba en los problemas y las pesadas tareas que conllevaba estar al frente del Polydorus. Pensaba en la medianoche, en las olas y la pansélinos, la luna llena. En el vino. En las risas. En mi vida en el campo.
Cuando me preparaba para marcharme, elegí expresamente la bolsa de viaje más pequeña. Creía que tanto a Andreas como a mí nos serviría como garantía de que aquello no era más que un breve desplazamiento por trabajo y de que muy pronto volvería a estar en casa. Sin embargo, al revisar mi armario y ver todo lo que no me había puesto en dos años, me descubrí apilando un montón de ropa sobre la cama. Tenía que volver a pensar en el verano de Inglaterra, que podía ser cálido y frío, lluvioso y soleado, todo en un mismo día. Me alojaría en un elegante hotelito rural, donde seguramente la gente vestía bien a la hora de la cena. Y además recibiría diez mil libras. No podía permitirme no tener un aspecto profesional.
De modo que, cuando llegué al aeropuerto de Heraclión, arrastraba tras de mí la vieja maleta de ruedas, que chirriaban con malevolencia al rodar sobre el suelo de hormigón. Andreas y yo permanecimos un momento bajo el inhóspito aire acondicionado y la luz, más inhóspita aún, del vestíbulo de salidas.
Me cogió de los brazos.
—Prométeme que te cuidarás. Y telefonéame cuando llegues. Podemos llamarnos por FaceTime.
—¡Eso será si funciona el wifi!
—Prométemelo, Susan.
—Te lo prometo.
Sin dejar de sujetarme por los brazos, me besó. Yo le sonreí, y luego avancé con mi maleta hasta la fornida joven griega con cara de pocos amigos y uniforme azul que comprobó mi pasaporte y mi tarjeta de embarque antes de permitirme pasar al control de seguridad. Me volví y agité la mano en señal de despedida.
Pero Andreas ya se había marchado.
Recortes

Supuso un impacto considerable volver a encontrarme en Londres. Después de tanto tiempo en Agios Nikolaos, un simple pueblo pesquero superpoblado, descubrí que la ciudad me asfixiaba, y no me sentía preparada para la intensidad de la vida allí, ni el ruido, ni la gente que llenaba las calles. Todo era más gris de como yo lo recordaba y me resultaba difícil soportar el polvo y el olor de gasolina del ambiente. La gran cantidad de construcciones nuevas también me tenía mareada. El panorama que conocí durante toda mi vida laboral había desaparecido en cuestión de dos años. Los diferentes alcaldes de Londres, con su gusto por los edificios altos, habían permitido que diversos arquitectos grabaran sus iniciales en el perfil de la ciudad con el resultado de que todo era a la vez familiar y desconocido. Sentada en la parte trasera de un taxi negro, donde efectuaba el trayecto desde el aeropuerto junto al río Támesis, la amalgama de nuevos bloques de pisos y oficinas que rodeaban la central eléctrica de Battersea me recordaron a un campo de batalla. Era como si se hubiera producido una invasión y todas aquellas grúas con sus luces rojas intermitentes fueran aves monstruosas a la caza de cadáveres de animales que yacían ocultos bajo tierra.
Había decidido pasar la primera noche en un hotel, cosa que, francamente, se me hacía rara. Yo, una londinense de toda la vida, por algún motivo había descendido a la categoría de turista; y el hotel, un Premier Inn de Farringdon, me pareció abominable, no porque en sí tuviera nada de malo —era muy cómodo y estaba limpio— sino porque me veía obligada a alojarme allí. Sentada en la cama con los cojines de color malva y el logo de una luna durmiente, me sentía de lo más desgraciada. Ya echaba de menos a Andreas. Le había enviado un mensaje de texto desde el aeropuerto, pero sabía que, si lo llamaba por FaceTime, era muy probable que acabara llorando, y eso demostraría que él tenía razón y que no debería haberme marchado. Cuanto antes llegara a Suffolk, mejor. Pero todavía no estaba preparada para emprender el viaje. Antes tenía que solucionar un par de cosas.
Tras un sueño intermitente y un desayuno a base de huevo, salchicha, beicon y alubias, idéntico a todos los desayunos que servían en las cadenas hoteleras de bajo coste, fui paseando hasta King’s Cross y me dirigí a uno de los garajes construidos en los arcos bajo las vías del ferrocarril. Cuando me trasladé a Creta, vendí mi piso de Crouch End y casi todo lo que contenía, pero a última hora decidí conservar el coche, un MGB Roadster de un rojo vivo adquirido en un momento de locura que coincidió con mi cuarenta cumpleaños. Nunca pensé que volvería a conducirlo, y guardarlo en un garaje era una excentricidad; la broma me costaba ciento cincuenta libras al mes. Pero no había conseguido desprenderme de él, y ahora, mientras dos jóvenes lo sacaban y lo ponían en marcha, tenía la sensación de haberme reunido con un viejo amigo. Más que eso; con él había recuperado una parte de mi vida anterior. Nada más acomodarme en el asiento de piel cuarteada del conductor, con el volante de madera y un aparato de radio absurdamente antiguo sobre las rodillas, me sentí mucho mejor conmigo misma. Decidí que, si regresaba a Creta, viajaría en mi coche, ¡y a la mierda el registro en el sistema griego y la conducción por la izquierda! Hice girar la llave y arrancó a la primera. Pisé el acelerador unas cuantas veces y disfruté del rugido de bienvenida que emitía el motor. A continuación me puse en marcha, rumbo a Euston Road.
Era media mañana y no había un tráfico excesivo, lo que significaba que por lo menos me movía. No quería regresar de inmediato al hotel, de modo que di una vuelta por Londres y disfruté de algunas vistas típicas por simple placer. La estación de Euston estaba en obras. Gower Street seguía siendo el desastre de siempre. Imagino que no fue una coincidencia lo que me llevó hasta Bloomsbury, la zona situada detrás del Museo Británico, pero sin darme cuenta me encontré en la puerta de Cloverleaf Books, la editorial independiente donde trabajé durante once años. O más bien de lo que quedaba de ella. La visión del edificio era horrorosa, ventanas tapiadas y paredes con los ladrillos quemados rodeadas de andamios, y se me ocurrió pensar que tal vez la aseguradora se hubiera negado a sufragar los gastos. Quizá la póliza no cubría el incendio provocado y el intento de asesinato.
Pensé en dirigirme a Crouch End y darle así un poco de tute al MG, pero me habría desanimado mucho. Además, tenía trabajo. Estacioné el coche en un aparcamiento NCP en Farringdon y regresé caminando al hotel. No tenía que dejar la habitación hasta mediodía, lo cual me concedió una hora de tiempo a solas con la cafetera, dos paquetes de galletas de cortesía y la conexión a internet. Encendí el ordenador e inicié una serie de búsquedas: Branlow Hall, Stefan Codrescu, Frank Parris, asesinato.
Estas son las entradas que encontré: una novela de misterio despojada de toda intriga y relatada en tan solo cuatro capítulos mediocres.
East Anglian Daily Times: 18 de junio de 2008
UN HOMBRE APARECE ASESINADO EN UN HOTEL DE FAMOSOS
La policía investiga el asesinato de un hombre de cincuenta y tres años después de que hallaran su cadáver en el hotel de cinco estrellas donde se alojaba. Branlow Hall, situado cerca de Woodbridge, en Suffolk, cobra trescientas libras por una noche en una suite ejecutiva, y es un establecimiento muy solicitado por los famosos para celebraciones de bodas y fiestas. También ha sido escenario de muchas series de televisión, entre las que se incluyen Endeavour, Top Gear y Antiques Roadshow, de la cadena ITV.
La identidad de la víctima corresponde a Frank Parris, muy conocido en el mundo de la industria publicitaria y premiado por su trabajo con Barclays Bank y la organización Stonewall en favor de los derechos LGTB. Llegó a ser director creativo de McCann Erickson en Londres antes de trasladarse a Australia para fundar su propia agencia. No estaba casado.
El superintendente Richard Locke, que dirige la investigación, ha dicho: «Se trata de un asesinato especialmente brutal que parece haber sido llevado a cabo por un solo individuo y cuyo móvil parece el robo. El dinero perteneciente al señor Parris ha sido recuperado y esperamos dar captura al asesino muy pronto».
El asesinato tuvo lugar la noche anterior a la boda de Aiden McNeil y Cecily Treherne, hija de los dueños del hotel, Lawrence y Pauline Treherne. El cadáver fue descubierto poco después de la ceremonia, que tuvo lugar en el jardín del propio hotel. Ninguna de las dos parejas ha podido prestar declaración.
East Anglian Daily Times: 20 de junio de 2008
ARRESTAN A UN HOMBRE POR EL ASESINATO DE WOODBRIDGE
La policía ha arrestado a un hombre de veintidós años en relación con el brutal asesinato de un ejecutivo del mundo publicitario, ya retirado, en Branlow Hall, el conocido hotel de Suffolk. El superintendente Richard Locke, que está al cargo de la investigación, ha dicho: «Se trata de un crimen terrible, cometido sin el más mínimo escrúpulo. Mi equipo ha actuado con rapidez y de forma minuciosa y me alegra decir que han conseguido realizar una detención. Compadezco mucho a la joven pareja cuyo día especial se vio arruinado por este suceso».
El sospechoso permanece en prisión preventiva y está citado a declarar en el juzgado de Ipswich Crown la próxima semana.
Daily Mail: 22 de octubre de 2008
CADENA PERPETUA PARA «EL TERROR DEL MARTILLO», EL ASESINO DE SUFFOLK
Un emigrante rumano, Stefan Codrescu, ha sido sentenciado a cadena perpetua por el juzgado de Ipswich Crown en relación con el asesinato de Frank Parris, de cincuenta y tres años, en Branlow Hall, un hotel de trescientas libras la noche cercano a Woodbridge, en Suffolk. Parris, a quien se atribuye «una mente creativa brillante», había regresado recientemente de Australia y estaba planeando jubilarse.
Codrescu, que se declaró culpable, llegó al Reino Unido con doce años de edad y enseguida se colocó en el punto de mira de la policía de Londres, que investigaba a unas bandas del crimen organizado de Rumanía implicadas en la clonación de tarjetas de crédito, pasaportes británicos robados y documentos de identidad falsos. A los diecinueve años lo detuvieron por robo con allanamiento y agresión. Lo condenaron a dos años de cárcel.
Lawrence Treherne, el propietario de Branlow Hall, estaba presente en el juzgado cuando se dictó la sentencia. Le había proporcionado empleo a Codrescu, quien trabajó en el hotel durante cinco meses formando parte de un programa comunitario de ayuda para delincuentes juveniles. El señor Treherne dijo que no lo lamentaba. «Mi esposa y yo quedamos consternados por la muerte del señor Parris —afirmó en unas declaraciones a la salida del juzgado—, pero aun así creo que es lo correcto ofrecer a los jóvenes una segunda oportunidad y colaborar para que se integren en la sociedad».
Sin embargo, al sentenciar a Codrescu a un mínimo de veinticinco años de prisión, la jueza Azra Rashid afirmó lo siguiente: «A pesar de sus antecedentes, le ofrecieron una oportunidad única para cambiar de vida. Pero, en vez de aprovecharla, traicionó la confianza y la buena voluntad de sus empleadores y cometió un crimen brutal a cambio de un beneficio económico».
El tribunal supo que Codrescu, que ahora tiene veintidós años, había acumulado deudas jugando al póquer online y a máquinas tragaperras. El abogado defensor, Jonathan Clarke, dijo que Codrescu había perdido la noción de la realidad. «Vivía en un mundo virtual, con deudas que aumentaban vertiginosamente y sin control. Lo que ocurrió esa noche fue una especie de enajenación..., un colapso mental».
Parris fue atacado con un martillo y golpeado tan brutalmente que resultaba irreconocible. El superintendente Richard Locke, quien realizó la detención, confesó: «Es el caso más nauseabundo al que me he enfrentado en la vida».
Un portavoz de Screen Counselling, una organización benéfica con sede en Norwich, ha hecho un llamamiento a la Comisión del Juego para que prohíba las apuestas por internet con tarjetas de crédito.
Esa era la historia: introducción, nudo y desenlace. Pero, mientras seguía rastreando en internet, di con algo que podría considerarse un epílogo a todo aquel asunto de no ser porque estaba fechado con anterioridad a lo ocurrido.
Campaign: 12 de mayo de 2008
PUNTO DE INFLEXIÓN PARA SUNDOWNER, LA AGENCIA DE SÍDNEY
Sundowner, la agencia publicitaria con sede en Sídney fundada por el antiguo máximo dirigente de McCann Erickson, Frank Parris, ha cerrado sus puertas. La Comisión Australiana de Valores e Inversiones, el organismo de vigilancia financiera oficial del país, confirmó que tras solo tres años la agencia ha dejado de operar.
Parris, que inició su carrera como redactor publicitario, fue una figura muy conocida en la escena publicitaria londinense durante más de dos décadas, y obtuvo galardones por su trabajo en relación con Barclays Bank y Domino’s Pizza. En 1997 creó la polémica campaña Action Fag para Stonewall en defensa de los derechos de la comunidad gay en las fuerzas armadas.
Era una persona totalmente transparente en relación con su sexualidad y se le conocía por sus fiestas extravagantes y llamativas. Se dice que tal vez su traslado a Australia tuviera que ver con una decisión de suavizar su imagen pública.
Durante su primer mes de funcionamiento, Sundowner captó varias firmas importantes, entre las que se incluyen Von Zipper, de gafas de sol, Wagon Wheels y Kustom, de calzado. Con todo, su temprano éxito tuvo lugar en contra de un mercado en atonía, lo cual condujo a una reducción significativa de los gastos relacionados con la publicidad y los consumidores. Los anuncios de internet y los vídeos online son las áreas que están creciendo con mayor rapidez en Australia, y es evidente que Sundowner, cuya actividad sigue centrada en los medios tradicionales y no en los digitales, ha alcanzado temprano su punto de inflexión.
¿Qué se suponía que tenía que hacer yo con toda esa información?
Bueno, imagino que fue la editora que llevaba dentro quien notó que todos los artículos tachaban el asesinato de brutal, como si alguien pudiera ser asesinado suavemente o con cariño. Los periodistas habían conseguido añadir detalles a la descripción de Frank Parris a partir de la poca información que tenían: premiado, gay, extrovertido y, por fin, fracasado. Sin embargo, eso no había impedido que el Daily Mail le atribuyera «una mente creativa brillante», lo cual implicaba que estaban dispuestos a perdonárselo casi todo. A fin de cuentas, lo había asesinado un rumano. ¿De veras Stefan Codrescu había pertenecido a una banda que clonaba pasaportes, tarjetas de crédito y demás? No existía ninguna prueba de ello, y el hecho de que la policía hubiera estado investigando a bandas procedentes de Rumanía podía ser una mera coincidencia. Lo habían detenido por robo con allanamiento.
En cuanto al brillante Frank Parris, había algo casi insólito en el hecho de que acudiera a un hotel de Suffolk, sobre todo la noche en que se celebraba una boda a la cual no había sido invitado. Pauline Treherne me dijo que estaba allí para visitar a unos familiares, por lo tanto, ¿qué sentido tenía que se alojara en el hotel y no con ellos?
La mención del superintendente Richard Locke me preocupaba. Nos habíamos conocido a raíz de la muerte de Alan Conway, y me parece bastante acertado decir que no congeniamos. Lo recuerdo bien: un policía grandote con malas pulgas que entró arrasando en una cafetería de las afueras de Ipswich, me estuvo gritando durante quince minutos y luego se marchó. Alan había creado a un personaje inspirándose en él y Locke decidió echarme a mí la culpa. Tardó menos de una semana en identificar a Stefan como el asesino, detenerlo y presentar un informe acusatorio. ¿Podría tratarse de un error? Según los artículos del periódico y por lo que me habían contado los Treherne, la cosa no podría haber sido más simple y directa.
Sin embargo, ocho años más tarde Cecily Treherne llegó a otra conclusión. Y desapareció.
No había mucho más que yo pudiera hacer en Londres. Me pareció obvio que tendría que hablar con Stefan Codrescu y para ello debería hacerle una visita en prisión, pero ni siquiera sabía dónde cumplía condena y los Treherne no habían logrado ayudarme en ese sentido. ¿Cómo se suponía que iba a averiguarlo? Volví a recurrir a internet, pero no encontré nada de nada. Entonces me acordé de un autor al que conocía: Craig Andrews. Había empezado a escribir de forma tardía y yo publiqué su primera novela, un thriller ambientado en el sistema penitenciario. Tras una primera lectura me impactó la violencia del texto además de su verosimilitud. Había llevado a cabo una buena labor de investigación.
Claro que ahora contaba con otro editor. Cloverleaf Books le había fallado un pelín al bajar la persiana y ser pasto de las llamas, pero por otra parte el libro había sido un éxito, y vi que el Mail on Sunday había publicado una buena crítica de su último trabajo. No tenía nada que perder, de modo que le envié un e-mail explicándole que había regresado a Inglaterra y preguntándole si podría ayudarme a dar con Stefan. No confiaba en que respondiera.
Después, guardé el portátil, cogí la maleta y fui a sacar el MG del aparcamiento, donde me cobraron una suma astronómica por el rincón lúgubre y polvoriento donde había estado estacionado. Aun así, me alegré de verlo. Subí, y al cabo de unos instantes descendía a toda pastilla por la rampa de salida para incorporarme a Farringdon Road camino de Suffolk.
Branlow Hall

Podría haberme hospedado en casa de mi hermana mientras estaba en Suffolk, pero los Treherne me habían ofrecido alojamiento gratis en su hotel y decidí aceptarlo. En realidad me incomodaba pasar mucho tiempo al lado de Katie. Era dos años más joven que yo, y con sus dos hijos adorables, su hogar encantador, su próspero marido y su círculo de amigos íntimos, lograba que me sintiera dolorosamente inadecuada, en particular cuando pensaba en mi caótica vida. Tras todo lo ocurrido en Cloverleaf Books, estuvo encantada de que me marchara a Creta para acogerme a lo que para ella significaba cierta normalidad doméstica, y no deseaba explicarle el motivo por el cual había vuelto. No era porque fuera a juzgarme. Más bien era porque yo me habría sentido juzgada.
Fuera como fuese, para mí tenía más sentido establecerme en el escenario del crimen, que aún reunía a muchos de los testigos. De modo que evité entrar en Ipswich y me dirigí al norte por la A12, pasando de largo el desvío a la derecha que me habría llevado directa a Woodbridge. En vez de eso, proseguí la marcha durante ocho kilómetros, tras los cuales me hallé frente a un rótulo de aspecto caro (letras doradas sobre un fondo pintado de negro) y un camino estrecho que me condujo entre setos y amapolas silvestres de color rojo vivo esparcidas aquí y allá hasta una entrada de piedra y, al otro lado, la antigua casa de la familia Branlow, erigida sobre un buen pedazo de la vieja campiña de Suffolk.
Puesto que gran parte de lo que quiero explicar había sucedido o sucedería allí, me siento en la obligación de describirlo con detalle.
Era un bello lugar, a caballo entre una casa de campo, un castillo y un palacio francés, de forma cuadrada y regular, rodeado de extensiones de césped salpicadas por árboles ornamentales y, a lo lejos, un bosque más frondoso. En algún momento de su historia debieron de orientar la casa en sentido opuesto al original, ya que el camino de grava procedía de la dirección equivocada y avanzaba de forma un tanto confusa hasta un flanco elevado, con varias ventanas pero sin puerta, mientras que la verdadera entrada se hallaba al doblar la esquina, mirando al otro lado.
Estando allí de pie, delante de aquella construcción, se apreciaba su magnificencia: la puerta principal con su pórtico en arco, las torres y las almenas góticas, los escudos de armas y las chimeneas de piedra que debían de estar conectadas a múltiples hogares. Las ventanas tenían doble altura y un relieve de yeso en forma de cabezas de damas y caballeros que, olvidados desde mucho tiempo atrás, asomaban por las esquinas. Varias aves de piedra se posaban muy arriba, en el remate mismo del tejado, con un águila en cada extremo, y encima de la puerta principal había una lechuza de lo más elegante con las alas extendidas. Ahora que lo pensaba, había visto una lechuza pintada en el rótulo de la entrada. Se trataba del logotipo del hotel, y también aparecía impreso en las cartas del restaurante y en el papel de notas.
Un muro bajo rodeaba el edificio, con una hondonada al otro lado, y le concedía una sensación de imperturbabilidad, como si él mismo hubiera elegido aislarse del mundo real. A la izquierda, lo que equivale a decir en el lado opuesto al camino de entrada, un conjunto de puertas discretas, más modernas, se abrían desde el bar del hotel hacia una extensión de césped muy llana y bien cuidada, y allí era donde, ocho años atrás, había tenido lugar el convite de la boda. A la derecha, un poco apartadas, había dos versiones en miniatura del pabellón principal. Una era una capilla y la otra un granero convertido en spa y que limitaba con un jardín de invierno y una piscina cubierta.
Mientras aparcaba el MG sobre la grava se me ocurrió pensar que cualquier escritor que quisiera situar la escena de un crimen en una clásica casa de campo encontraría allí todo el material necesario. Y que cualquier asesino que quisiera deshacerse de un cadáver disponía de cientos de hectáreas donde conseguirlo. Me preguntaba si la policía habría buscado a Cecily Treherne en aquel terreno. Ella había dicho que iba a dar un paseo y encontraron su coche en la estación de Woodbridge, pero ¿cómo podían saber con seguridad que era ella quien lo conducía?
Sin siquiera darme tiempo a apagar el motor, apareció un joven que sacó mi equipaje del maletero. Me guio hasta el vestíbulo de la entrada, que era cuadrado pero daba la impresión de ser circular gracias a una mesa redonda, una alfombra redonda y un corro de pilares de mármol que sostenían el techo decorado con un círculo de estuco muy ornamentado. Cinco puertas —una de las cuales correspondía a un moderno ascensor— conducían en distintas direcciones, pero el joven me acompañó hasta un segundo vestíbulo donde había un mostrador de recepción resguardado bajo una impresionante escalera de piedra.
La escalera ascendía curvándose sobre sí misma y me permitía ver todo el recorrido hasta el techo abovedado, tres plantas más arriba. Era casi como hallarse dentro de una catedral. Un ventanal enorme se alzaba frente a mí, y algunas de sus lunas eran vidrieras de colores, aunque no tenía nada de religioso. Más bien era como el que podría encontrarse en una vieja escuela o incluso en una estación de tren. En el lado opuesto, algo parecido a un rellano se extendía de un extremo al otro, separado en parte por una pared pero con una abertura semicircular recortada en ella de modo que si un huésped pasaba por allí casi seguro que podían verlo desde abajo. El rellano conectaba dos pasillos que recorrían toda la longitud del hotel; podría decirse que formaba la barra horizontal de una gran letra «H».
Una mujer con un vestido negro de corte impecable se hallaba sentada tras el mostrador de recepción, hecho de algún tipo de madera oscura y bien pulimentada con un bisel de espejo. Parecía fuera de lugar. Sabía que la mayor parte de Branlow Hall había sido construida a principios del siglo XVIII y para el resto del mobiliario habían elegido expresamente piezas tradicionales y pasadas de moda. Apoyado contra la pared opuesta había un caballo balancín con la pintura desconchada y los ojos saltones. Me recordó a la famosa historia de terror de D. H. Lawrence. Tras el mostrador de recepción había dos pequeños despachos, uno a cada lado. Más tarde supe que Lisa Treherne ocupaba uno, y Cecily, su hermana, el otro. Las puertas estaban abiertas y pude ver dos escritorios idénticos con sendos teléfonos. Me pregunté si Cecily habría efectuado la llamada a Francia desde allí.
—¿Señora Ryeland?
La recepcionista me estaba esperando. Cuando Pauline Treherne me ofreció alojamiento gratis dijo que le explicaría al personal que la estaba ayudando con un asunto pero no cuál. La joven tenía más o menos la misma edad que el hombre que había salido a recibirme; de hecho podrían ser hermanos. Los dos tenían el pelo rubio, cierto aspecto de autómatas y posiblemente eran escandinavos.
—¡Hola! —Situé mi bolso entre ambas, a punto para sacar una tarjeta de crédito si me la pedía.
—Espero que haya tenido un buen viaje desde Londres.
—Sí, gracias.
—La señora Treherne la ha alojado en el ala Moonflower. Estará muy cómoda allí. —Moonflower. Era el nombre que Alan Conway le había puesto al hotel en su libro—. Tiene que subir un tramo de escaleras, o puede coger el ascensor.
—Por la escalera está bien, gracias.
—Lars le llevará la maleta y le mostrará la habitación.
Escandinavos, sin duda. Seguí a Lars por la escalera hasta el rellano del primer piso. Había óleos colgados en las paredes; miembros de la familia a lo largo de los siglos, ninguno sonriente. Lars giró a la derecha y seguimos avanzando por detrás de la abertura que había visto desde abajo. Reparé en una mesa apoyada contra la pared, sobre la que reposaban dos candelabros de cristal y, entre ambos, un soporte con un gran broche de plata. Tenía la forma de un círculo con una aguja, y había una tarjeta escrita a máquina, doblada por la mitad, que lo describía como una fíbula del siglo XVIII, lo cual me encantó puesto que era una palabra con la que no me había topado jamás. Bajo la mesa había un capazo de perro con una mantita de cuadros escoceses, y me acordé de Bear, el golden retriever de Cecily Treherne.
—¿Dónde está el perro? —pregunté.
—Ha salido a dar un paseo —respondió Lars con vaguedad, como si le sorprendiera que lo hubiese preguntado.
Todo lo descrito hasta el momento era antiguo, pero cuando llegamos al pasillo reparé en los mecanismos para tarjetas electrónicas de apertura que se habían añadido a las puertas y en la cámara de videovigilancia que nos observaba desde lo alto de una esquina. Debieron de instalarla mucho después del asesinato y tal vez por su causa; si no, el asesino habría aparecido en las imágenes. La primera puerta con la que nos encontramos era la número 10. La 11 venía a continuación. Pero donde debería haber estado la 12 no había número, y tampoco existía ninguna habitación número 13, probablemente por superstición. ¿Eran imaginaciones mías o Lars había echado a andar más deprisa? Oí las tablas del suelo crujir bajo su paso, y las ruedas de mi maleta seguían chirriando al chocar contra las juntas de la madera.
Después de la habitación 14, llegamos junto a una puerta antiincendios que se abría hacia un pasillo a todas luces nuevo, parte de una extensión que sobresalía por la parte trasera del edificio. Era como si hubieran añadido un segundo hotel, más moderno, al original, y me pregunté si existía de la misma manera ocho años atrás, cuando Frank Parris llegó al hotel... y se marchó para siempre. La moqueta de la parte nueva tenía uno de esos horrendos estampados que la gente jamás pone en su casa. Las puertas eran de una madera más nueva y ligera, y también estaban más juntas, lo que hacía pensar que allí las habitaciones eran más pequeñas. La iluminación la aportaban unos focos empotrados. ¿Aquello era el ala Moonflower? Obvié preguntárselo a Lars, que iba muy por delante, arrastrando mi chirriante maleta.
No me habían asignado una habitación normal sino una suite al final del pasillo. Lars deslizó la tarjeta por la ranura para que pudiéramos entrar y me encontré en medio de un espacio luminoso y confortable decorado en diversas tonalidades de crema y beis con un televisor de pantalla panorámica colgado en la pared. El juego de cama era de los caros. Sobre una mesa me aguardaban una botella de vino y un frutero de cortesía. Me acerqué a la ventana. Al asomarme vi el patio trasero del hotel y, a lo lejos, una hilera de lo que debían de ser establos reformados. El spa con la piscina se encontraba situado a la derecha. Un camino conducía a una casa grande y moderna construida detrás del hotel. Vi el nombre, BRANLOW COTTAGE, junto a la puerta.
Lars depositó mi maleta en una de esas rejillas plegables que nunca hemos instalado en el Polydorus porque ocupan demasiado espacio y, además, son ridículas.
—Nevera, aire acondicionado, minibar, cafetera... —Me guio por la habitación, no fuera a ser que sola me perdiera, aunque actuaba más por amabilidad que por pasión—. El código del wifi está encima de la mesa, y, si desea cualquier
