El tigre de Nazar

Gustavo Castillo García
Gustavo Castillo García

Fragmento

El Tigre de Nazar

Presentación

Este libro es el resultado de un gran número de entrevistas hechas, entre febrero de 2003 y diciembre de 2011, a Miguel Nazar Haro, titular de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS) de 1978 a 1982.

La DFS fue el principal órgano de inteligencia del sistema político mexicano hasta 1985, cuando José Antonio Zorrilla Pérez, sucesor del Tigre, fue acusado de ordenar el asesinato del periodista Manuel Buendía, autor de la columna “Red Privada”. Su homicidio desembocó en la transformación de la DFS, y así nació el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), organismo que en la actualidad lleva el nombre de Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Esta obra aborda, a partir de las declaraciones de Nazar Haro, su niñez, su adolescencia, su vida como agente, su anticomunismo, su pasado poderoso y útil para los hombres que dirigieron este país, así como su caída y abandono por parte del sistema político al que sirvió.

Se trata del Tigre en diversos momentos de la historia nacional, principalmente cuando fue entrenado por Estados Unidos en tácticas antiguerrilla y trasladó sus conocimientos a casos específicos por los que fue reconocido por naciones como Inglaterra y España.

En estas páginas el lector encontrará las historias que surgieron prácticamente un año antes de su detención en febrero de 2004, durante los dos años que estuvo en prisión domiciliaria, tras su retorno a la libertad y a lo largo de cinco años más.

El Tigre de Nazar es un repaso del “hombre del sistema” que se fue develando entre tazas de café turco, siendo ya el yite (abuelo) que intentó convertirse en actor, maestro de baile y comerciante, pero cuya pasión terminó siendo la policía y los interrogatorios. Un recuento de momentos en los que aprendió de lealtad, ésa que, a decir de él, es de “los de abajo siempre con los de arriba”.

Es la historia de Nazar Haro, el personaje que integró una colección de decenas de figuras de tigres de Bengala. Al momento de ser titular de la DFS, en sus oficinas de la colonia Tabacalera, siempre temidas, tuvo como mascota a Bengala, un ejemplar de esa especie que, por lo menos en una ocasión —narrada por él—, fue usado para que un detenido le “contara” al animal lo que el opositor al sistema se negaba a revelarles a los agentes de la DFS.

El 4 de febrero de 2003 nació la idea de este libro, cuando en el primer encuentro Nazar Haro dudaba que sus declaraciones pudieran ser publicadas en La Jornada, por considerarlo un periódico de izquierda y crítico del sistema.

Ese día me concedió 45 minutos. Le dije que si aportaba detalles importantes para entender algunos acontecimientos trascendentes para el país durante su gestión como titular de la DFS, el periódico estaría abierto a su testimonio, aunque ello seguramente generaría reacciones opuestas de quienes lo acusaban de secuestrar y torturar a opositores gubernamentales.

Agregué: “Si se publican sus declaraciones, me da una nueva entrevista, una profunda, sobre su vida. Quiero saber quién es Miguel Nazar Haro”. Respondió que no confiaba en los periodistas y no creía que sus palabras fueran respetadas, y es que en esa fecha El Universal había publicado un texto en el que —consideró— se le caracterizaba como un “viejo desmemoriado y pendejo”.

Finalmente, el 5 de febrero, La Jornada publicó “Los guerrilleros, aventureros que querían el poder”.1

Meses después, a través de José Luis, su hijo, le pedí que cumpliera su palabra y me concediera la entrevista “de a deveras”. De allí devinieron los encuentros, muchos de ellos nada sencillos por sus enfermedades y esquivas respuestas a preguntas directas sobre los señalamientos de integrantes de grupos revolucionarios que lo acusaban de haberlos torturado o de haber participado u ordenado la desaparición de alguno de sus familiares.

Sin embargo, poco a poco fue haciendo revelaciones: aportó detalles y, en algunos casos, información importante sobre sucesos que, a pesar de los años, no han sido esclarecidos o a los que les faltan elementos que expliquen sus desenlaces. Entre ellos, el 2 de octubre de 1968, la muerte de Lucio Cabañas, el deceso de Genaro Vázquez Rojas; y los secuestros y rescates de personajes como Fernando Gutiérrez Barrios, uno de los hombres más poderosos del régimen priista, y José Guadalupe Zuno, suegro de Luis Echeverría, plagiado cuando su yerno estaba en la cúspide del poder y la guerrilla crecía en el país.

Se resistió muchas veces a develar secretos de los hombres que conoció en el poder; sin embargo, ofreció un panorama respecto de las órdenes y acciones emprendidas con la aprobación de las altas esferas gubernamentales, o de las que estuvo al tanto como parte de su labor de policía político.

Los hechos a los que se refirió abarcan inicialmente de 1960 a 1982. Miguel Nazar abrió algunos de sus archivos y vivencias al lado de figuras como Arturo el Negro Durazo Moreno, jefe de la policía capitalina, en una de las etapas más oscuras del gobierno de José López Portillo; y los generales Francisco Humberto Quirós Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro Escápite, piezas importantes en la guerra sucia y en la desaparición de campesinos y miembros de los grupos guerrilleros que buscaban derrocar al régimen priista por la vía armada.

Asimismo, habló de otro periodo de la historia nacional: a pesar de que el Tigre era un personaje defenestrado públicamente, en 1994, desde la Presidencia de la República —dijo— le solicitaron que interrogara a Mario Aburto, el homicida de Luis Donaldo Colosio.

El Tigre de Miguel Nazar es la estampa de un policía temido: represor político para los familiares de las víctimas del sistema y reconocido para quienes fueron rescatados de sus plagiarios. El libro constituye retratos de varias épocas de la política nacional, de un hombre del viejo régimen que vio en los grupos guerrilleros —según él— un peligro real para el sistema.


1 https://www.jornada.com.mx/2003/02/05/018n1pol.php?printver=1.

El Tigre de Nazar

Prólogo

En el proceloso laberinto nocturno de las redacciones, corren como la bruma dichos que terminan por imponerse a fuerza de repetición: que el periodismo es objetivo, que la pirámide invertida —la que dispara las preguntas esenciales de una nota— es inviolable, que no hay reportero sin suerte…

Esto último es siempre relativo y, como toda generalización, una mentira, porque, si el buen azar le toca a un incapaz, por más que se encuentre situado en el lugar exacto y en el momento preciso, el relato de los hechos estará, sin duda, marcado por los límites de su incompetencia. Forman catarata las anécdotas jocosas y algunas patéticas acerca de estas notas.

Como aquella del reportero que en los años cuarenta fue enviado a cubrir la botadura de un buque, que, ante la escasez de acero, se decidió construir de concreto. Al momento de deslizarlo al agua, el barco se fue a pique. Al no tener noticias del enviado, los de la redacción, desesperados porque estaban al borde del cierre, lo contactaron para saber qué había pasado y por qué no mandaba su nota sobre la botadura. Su respuesta se volvió leyenda: “No lo hice porque se hundió el barco”.

Poco se dice, sin embargo, de aquéllos que porfían hasta la obsesión, que traban las mandíbulas reporteriles cuando perciben el aroma de una primicia o de una historia que puede presentarse en la superficie sin mayor atractivo, pero incita la voluntad de seguir la hebra hasta el final.

Paradigmática, por ejemplo, es la historia que cayó bajo el radar del legendario periodista Egon Erwin Kisch, quien a principios del siglo XX destacó por la brillantez y originalidad de sus crónicas y reportajes, entre ellos, uno de 1913 que cimbró al Imperio austrohúngaro y cambió la historia.

Todo empezó en razón de otra de sus pasiones, el futbol, pues Kisch dirigía al equipo Sturm, el cual estaba a un partido de ascender de división. No obstante, uno de sus jugadores estrella, de apellido Wagner, faltó al juego definitorio y perdieron el encuentro. Furioso, el entrenador lo increpó para averiguar el motivo de su ausencia. Se enteró de que su jugador, quien además era un hábil cerrajero, había sido obligado por la policía a forzar una cerradura, ya que los agentes estaban tras la pista de una filtración militar estratégica.

El reportero vertiginoso que era Kisch olfateó una historia importante. Superó los obstáculos que le pusieron enfrente por tratarse de un asunto de Estado y llegó a descubrir que el espía que trabajaba para Moscú, sobre el que indagaban los servicios secretos, era nada menos que el coronel Alfred Redl, jefe del Estado Mayor del VIII Cuerpo del ejército del emperador y director de inteligencia militar, quien había defeccionado al ser chantajeado por los rusos debido a su homosexualidad.

Oportunidad, suerte sin duda, intuición reporteril, olfato periodístico y, desde luego, persistencia y ambición profesional para perseguir la huella de lo que se percibe como una buena historia.

El origen de este libro de Gustavo Castillo García es también azaroso. Una orden de trabajo para cubrir una conferencia de prensa, algo rutinario en la labor periodística, hizo que saltara al archivo memorioso del reportero el nombre de Miguel Nazar. En la sesión de preguntas, el enviado de La Jornada lo interrogó sobre su papel en la llamada guerra sucia. Una sonrisa del aludido le hizo ver que la homonimia le había jugado una mala pasada, pues se trataba del hijo del personaje, quien entonces dirigía una empresa de seguridad privada.

Habría que decir que el policía, siempre astuto y escurridizo, especialista entrenado en contrainteligencia, rehuía las fotografías y, por supuesto, las entrevistas; siempre prefirió el segundo plano que le daba holgura para actuar en la sombra. Su rostro no era habitual en las planas de la prensa. Ése no era el caso de su compañero Arturo Durazo, a quien deslumbraban los reflectores: ensoberbecido por el poder que le daba su añeja camaradería con José López Portillo —quien incluso llegó a hacerlo general, saltándose todas las trancas—, llegó a soñar en convertirse en presidente de la República; tal era el tamaño de su desmesura y la amplitud de la impunidad de que gozaba.

Cualquier otro reportero, con menos empuje, habría bajado la cabeza ante el error, pero no Gustavo Castillo, quien, por el contrario, supo que había encontrado la punta de un ovillo y ya en corto le pidió al hijo de quien fuera director de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) de 1978 a 1982 que le transmitiera la petición de entrevistarlo. Conocía su reticencia ante la prensa, por eso fue a la conferencia de prensa, para poder buscar cara a cara esa primicia. Otra sonrisa y la repetida frase de que no concedía entrevistas no arredraron al reportero.

Insistió, se comprometió a que las palabras de Nazar serían registradas sin distorsión (a diferencia de la única ocasión en que había aceptado hablar y sus dichos fueron cambiados al ser publicados), nunca cejó en el empeño, y así pasaron meses.

Quizá la curiosidad, seguro la indagación acerca de la seriedad del reportero o tal vez una pizca de vanidad en la salida de la vida le abrió las puertas a Gustavo para una larga entrevista que transcurrió, siempre con vicisitudes, entre 2003 y 2011, sin contar las escalas recurrentes para sumergirse en documentos resguardados en el Archivo General de la Nación (AGN), además de otras entrevistas a personajes cercanos, víctimas y testigos de indecibles atrocidades.

Apenas alcanzo a imaginar lo que debe ser estar frente a un monstruo, escuchar el sonido de palabras que carecen de conciencia, el relato siempre parcial en favor de un deber basado en la supuesta superioridad que da “defender a la patria”, extirpar de raíz la “perversidad del comunismo”, de los “antimexicanos”, ante quienes no debía escatimarse ningún método para exterminarlos.

Formado en contrainteligencia y contrainsurgencia en Fort Bragg, Carolina del Norte, adiestrado en los más “refinados métodos de tortura”, Nazar dice, una y otra vez, estar satisfecho con su labor patriótica, desencantado de un sistema que lo incubó para después convertirlo en chivo expiatorio.

“Qué chingados esperaban. Guerra es guerra, guerrilla es guerra, y en la guerra todo se vale”, dice Nazar sin rubor en estas páginas al referirse a las desapariciones y ejecuciones extrajudiciales de la guerra de baja intensidad a la cual se ha tildado de “sucia”. Como en espejo, Nazar también habla de uno de sus subordinados, quien disfrutaba con el sufrimiento que infligía a sus víctimas: “torturaba porque era un fanático del deber”, justifica. O su cínica autocrítica al saber que muchos de los datos que le asestaba Gustavo provenían de documentos del AGN: “Qué pendejos fuimos, no debimos tener archivos. Debimos quemarlo todo”.

Cómo no pensar en Hannah Arendt, la filósofa judía que de abril a junio de 1961 cubrió, como reportera de The New Yorker, el juicio de Adolf Eichmann, hallado por el Mossad en su escondite de Argentina, secuestrado y trasladado a Israel para ser juzgado como criminal de guerra. Sus reportes suscitaron encendidas polémicas y en 1963 publicó el libro Eichmann en Jerusalén, donde acuñó el concepto de la “banalidad del mal”, que en apretada síntesis significa la capacidad de un sistema de poder político de volver trivial el exterminio de seres humanos, justificado a partir de procedimientos burocráticos ejecutados por oficiales incapaces de reflexionar acerca de las consecuencias éticas y morales de sus actos.

Yulián Semiónov, destacado periodista de investigación soviético, quien fue también escritor de exitosas novelas policiacas y de espionaje, presidente de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos (AIEP) y perseguidor de los nazis que huyeron de Alemania después de la derrota, entrevistó en Madrid, en 1974, a uno de los oficiales favoritos de Hitler, Otto Skorzeny, general de las Waffen SS, encargado de operaciones especiales (como, por ejemplo, el rescate de Mussolini). Luego, como corresponsal de Literatúrnaya Gazeta en Alemania, entrevistó también a Albert Speer y a otro de los líderes de las SS, Karl Wolf, trabajos que luego reunió en Cara a cara, libro publicado en 1983.

En algún encuentro de la AIEP le pregunté a Semiónov cómo había sido entrevistar a estos criminales. Entrecerró los ojos como si echara marcha atrás y me dijo que había sido uno de los trabajos más difíciles de su carrera: “Eran los asesinos de mi pueblo”, los invasores que no consideraban humanos a los rusos, que arrasaron con frialdad a cuanto anciano, mujer o niño encontraron en su camino. “Era ver frente a frente los ojos de la maldad, pero era mi trabajo y tenía la obligación de hacerlo profesionalmente”, dijo.

Desde luego, no puede extrapolarse la matanza de millones de rusos o el genocidio nazi de los campos de exterminio, el Holocausto de millones de seres humanos, aunque, como lo explica Arendt, la masividad de las ejecuciones despersonalizaba el sufrimiento y el asesinato. En el caso de los represores profesionales de la “dictadura perfecta” mexicana, la personalización fue la norma: sabían a quién martirizaban, de qué familia provenía, a cuál de sus seres queridos había que torturar para obtener la información que buscaban.

La Brigada Blanca, formada por Nazar, tristemente célebre por su actuación en el movimiento estudiantil de 1968, sobre todo el 2 de octubre, arrasó también con poblados de la sierra de Guerrero para eliminar el apoyo a las guerrillas de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas, y fue artífice de los “vuelos de la muerte”, en los que se arrojaba al mar, desde aviones, a seres humanos vivos en costales con piedras.

Ése es el personaje que los lectores encontrarán en este libro de Gustavo Castillo. Algunos ya sabrán de quién se trata; para muchos será la primera vez que se acerquen a esa parte oscura de la realidad nacional. De ahí el mérito de este trabajo denodado de un periodista que no se dejó vencer por los obstáculos o la desidia. El fruto del tesón de un reportero de cepa que no dudó en ver a los ojos al mal para acercarnos al conocimiento de esa parte de nuestra historia que nunca más debe repetirse.

Bien lo escribió Hannah Arendt, es la banalidad del mal “ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”, pero ante la cual es posible levantar un muro de solidaridad, de fraternidad, de voluntad de memoria que la vuelva impensable.

Andrés Ruiz González
Periodista y escritor

El Tigre de Nazar

1

La primera vez

El 4 de febrero de 2003, luego de que su secretaria me hiciera esperar más de media hora por indicaciones de su jefe (lo que me permitió observar decenas de figuras de tigres de Bengala distribuidas en la recepción de aquel penthouse en Insurgentes Sur 1883), Nazar Haro me recibió con un rugido: “¡Puta madre, ustedes los periodistas siempre quieren que uno les diga la verdad, y cuando uno confía y se las cuenta no publican nada de lo que uno mencionó!”.

Era la primera vez que lograba una entrevista con él. Conocería al policía del que había escuchado muchas historias negras, especialmente testimonios de víctimas de tortura y de familiares de desaparecidos. Él tenía en ese entonces 79 años y yo 37.

El espacio de Nazar se componía de un escritorio, dos sillas, una bicicleta fija, un librero, muchas figurillas de tigres de Bengala y una pequeña mesa redonda, de madera, y sobre ella algunos documentos.

Al ingresar a su despacho estaba hecho una fiera. Caminaba de un lado a otro mientras concluía una llamada telefónica. En cuanto colgó, soltó el bramido. Tomó uno de los diarios que estaban en su escritorio y lo aventó sobre la mesa para decirme que no creía en los periodistas y que ya no estaba dispuesto a darme la entrevista. Su disgusto se encendió por un texto publicado en El Universal que —a decir de él— lo pintaba como un viejo desmemoriado.

El diario publicó ese día la primera de tres partes de una entrevista que había concedido en exclusiva y que —según él— se había extendido por horas a lo largo de varios días, en la cual había hablado de todos los temas sobre los que lo cuestionaron, confiando en que se publicarían. No le gustó lo que se difundió.

A Nazar le decían el Tigre. A sus 79 años seguía siendo un hombre fuerte, y le gustaba vestir de traje, corbata, reloj y lentes oscuros cuando salía a la calle. Medía alrededor de 1.63 de estatura, caminaba erguido; su rostro enrojecía y el tono de sus ojos azules se tornaba más oscuro cuando se enojaba.

Una vez que me recuperé de la sorpresa que me provocaron sus primeras expresiones, atiné a decirle que a mí no me conocía, que yo no había escrito aquello de lo que se quejaba, que únicamente le pedía una oportunidad para hacer mi trabajo.

—Pero usted es bastante joven y, además, ¡trabaja en La Jornada!

—No conoce mi trabajo.

—Pero es un periodista.

—Sí, lo soy, y por ello le pido una oportunidad.

—Usted está aquí porque mi hijo José Luis me lo pidió, pero yo ya no confío. Vea usted: un amigo, el dueño de este diario —y señaló El Universal—, me dijo que enviaría a un periodista de su confianza, que publicaría lo que yo le dijera, y vea: ¡me tratan de un pinche viejo desmemoriado!

Nazar era uno de mis objetivos profesionales por tratarse de un personaje que participó directamente en muchos acontecimientos que marcaron la historia del país. Un hombre del que había que obtener su historia, sus revelaciones en torno a un gobierno que reprimió las protestas sociales y políticas. Él fue uno de esos pilares del anticomunismo del siglo XX en México, y se movió en la cúspide del poder.

Lo que conocía de él lo había recopilado a través de las vivencias de integrantes de organizaciones civiles, de las anécdotas de luchadores sociales, de referencias bibliográficas y hemerográficas. Desde antes de la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), en el 2002, me propuse cuestionar a Nazar o al expresidente Luis Echeverría.

Un día se presentó lo que consideré una oportunidad imperdible para obtener declaraciones sobre la guerra sucia y los señalamientos respecto a las atrocidades cometidas para mantener el sistema. Era la etapa final del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000). En marzo del 2000 hubo un evento frente al Hotel Presidente en Polanco; mi orden de trabajo señalaba que algunos representantes de empresas de seguridad privada darían una conferencia de prensa, y entre ellos estaría Miguel Nazar.

Acudí y me senté frente al presídium. En los personalizadores se leía su nombre. Aparecieron los representantes de las empresas de seguridad privada. Una vez que concluyó la exposición en la que trataron los retos de las compañías del ramo, comenzó la ronda de preguntas y respuestas. Pasaron dos compañeros antes que yo, y cuando tocó mi turno, lancé preguntas relacionadas con la existencia de vuelos de la muerte en Guerrero y con las acusaciones contra la DFS y Miguel Nazar por tortura y desaparición.

Ahí estaba el hombre al que correspondía el nombre. Había visto varias imágenes de él en internet, y se parecía al que estaba sentado frente a mí.

Sonrió y respondió: “Usted se equivoca, sí, soy Miguel, Miguel Nassar,1 pero a quien usted quiere preguntarle es a mi padre, no a mí.” Soltó entonces una carcajada y sólo me quedó hundirme en el asiento.

Dos meses después acudí al Palacio de Justicia del Poder Judicial de la Federación, en San Lázaro, detrás de la Cámara de Diputados. Había revisado las listas de acuerdos de los juzgados de amparo como parte de mi asignación diaria. Regresé al módulo de registro a entregar mi gafete y a que me devolvieran mi credencial de La Jornada. En ese momento alcancé a escuchar que una empleada llamó al “licenciado Nassar, José Luis Nassar”.

Me retiré de la fila de salida y retorné a un patio cercano a la caseta de registro. Lo abordé, me presenté, y lo primero que me dijo fue “¡Aaaah! Tú eres el reportero que confundió a mi hermano con mi papá”. Al igual que su hermano Miguel, soltó una carcajada larga y sonora. Pero me atendió con amabilidad y me dijo: “Suele ocurrir, además son tan parecidos”.

Comenzamos una charla que se extendió por más de una hora. En ese entonces él defendía a Raúl Salinas de Gortari y otros personajes políticos y financieros. Le conté mi interés en entrevistar a su

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