El murmullo de las abejas

Sofía Segovia

Fragmento

Título

Prólogo

1

Intuición y conexión

Un corazón late atento y persistente en el interior de cada historia. Ese corazón no sólo insufla aliento, sino que es también la fuente de donde emana la humanidad de quienes forman parte del relato. El corazón de El murmullo de las abejas es Simonopio, uno de los personajes más conmovedores con los que me he encontrado en la literatura latinoamericana. Simonopio, el niño de labio y paladar hendido de quien todos huyen, el recién nacido a quien una mañana nana Reja encuentra abandonado bajo un puente cubierto de un manto vivo de abejas, Simonopio, el niño que crecerá para vivir en la luz y defender a los suyos de la oscuridad.

Simonopio supo que tendría tiempo de crecer y de hacerse fuerte para lo que venía […] Al día siguiente empezaría un renovado esfuerzo para acompañar a sus abejas hasta el fin de su vuelo diario, porque era importante —lo sabía— entender al fin qué buscaban y qué encontraban antes de darse la media vuelta para regresar al hogar previo al anochecer. No sabía cuándo lo lograría, pero se propuso que llegaría más lejos cada día. Guiado por sus abejas, llegaría hasta el final del camino.

Simonopio es el niño que puede oír y avistar lo oculto más allá de las colinas, que puede ver hacia atrás cuando mira hacia adelante, conectarse con la existencia y percibirla como lo que es: una esfera multifacética. Simonopio es el niño que, guiado por su intuición y sus abejas, define y enmienda el destino de quienes lo rodean. Al igual que nosotros podemos moldear a nuestro antojo las historias que imaginamos, Simonopio, narrador silencioso, puede moldear la vida.

Si con pasar a tapar un pozo borraba un desenlace triste para un caballo, lo hacía. Si dejarse enfermar unos días cambiaba el destino de muchos de sus personajes y les salvaba la vida, no dudaba en hacerlo.

Pero Simonopio no puede siempre socorrer a quienes quiere. A veces falla, y por eso teme dormirse, no estar lo suficientemente atento cuando la fatalidad irrumpa en sus vidas.

Su única certeza: algo había sucedido, ¿pero qué?

Se levantó de la cama a oscuras. […] Supo que debía salir y supo a dónde ir: hacia;el inicio de todo, por el camino de Reja. De eso estaba cierto.

Pero no sabía lo que ahí encontraría.

Esta es la expresión última de la humanidad de Simonopio, saber que hay cosas que no sabe, que puede fallar, que va a fallar, y no obstante, persistir. No hay esfuerzo vano cuando se intenta enderezar el mundo. Él entiende que el más pequeño de los gestos, el de apariencia más inútil, es el que más vale. Simonopio nos remite a los orígenes. Nos recuerda que nuestra salvación de la inhumanidad, de la apatía, del odio y el rencor, está a nuestro alcance, que sólo tenemos que detenernos y escuchar a las abejas, a los pájaros, al viento que habla cuando roza las copas de los árboles, suspendernos y mirar las nubes y sus vaivenes, el fondo del río, la nervadura de una hoja, y esperar, pacientes, que la naturaleza nos hable y nos muestre los designios de la existencia.

Simonopio es el paraíso perdido.

II

Vivir con los ojos cerrados para ver

Nana Reja lleva años —ni ella misma sabe cuántos— sentada en su mecedora a la intemperie frente a un laberinto de montes que no mira porque tiene los ojos cerrados.

No sabía cómo había nacido ni su nombre completo —si acaso alguna vez alguien se había tomado la molestia de darle alguno—. Aunque se suponía que debió tenerla, no recordaba su infancia ni a sus padres —si alguna vez los tuvo—, y si alguien le hubiera dicho que nació de la tierra como un nogal, lo habría creído.

Tantos años lleva nana Reja sentada allí, que es difícil notar dónde termina su cuerpo de madera y comienza el de la mecedora. Apenas duerme por temor a no despertarse más, y antes del amanecer camina con los ojos cerrados desde su cuarto hasta su mecedora.

Algunos niños la miraban de lejos cuando hacían el corto viaje desde el pueblo buscando a la leyenda, pero de vez en cuando alguno tenía las agallas de acercarse de más para cerciorarse de que en verdad se trataba de una mujer viva y no de una labrada en madera. Pronto se daban cuenta de que en esa corteza había vida cuando, sin necesidad de abrir los ojos siquiera, propinaba al atrevido aventurero un buen golpe con su bastón.

Cuando todos creían que no veía ni escuchaba, que su conciencia había emigrado a otras esferas de este mundo, cuando su cuerpo viejo apenas se movía, una mañana nana Reja se levantó y caminó decidida por el sendero que llevaba a los montes. Había escuchado a leguas de distancia al recién nacido llorar bajo el puente. Nadie se lo explicó ni se lo explicaría jamás. Pero fue ella, la que no ve, la que no escucha, la que no siente, quien rescató a Simonopio y lo trajo a este mundo. Nana Reja, con su clara y terca concentración, entiende que el ruido del mundo enceguece y ensordece, y que es en lo que no es visible a los ojos, donde está la verdad de las cosas. Así, nana Reja será la guardiana última de aquella esfera invisible de la existencia que permanece, que no cambia a pesar de los vaivenes de la vida y de la historia. Ni la fiebre española, ni las revoluciones, ni la muerte de los pocos seres que ha querido logran tumbarla. A nana Reja, como a Tiresias, se le ha otorgado el don de ver sin ver. Y como Tiresias, nana Reja vive eternamente.

Ella es el eslabón perdido entre lo terrenal y lo inexplicable.

III

Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie

Beatriz Cortés de Morales es la mujer que, sin que nadie lo note, pone orden al mundo. Beatriz sabe lo que los otros no saben. Es la que mira hacia el pasado y hacia el futuro intentando darle un sentido a la aventura humana de la que es parte. Ella es la única, además de su hijo menor, que ve al verdadero Simonopio tras su rostro deformado y su silencio.

A veces deseaba decirle, dime qué ves con tus ojos, Simonopio. Dime hasta dónde ven, que me desmenuzan. Hasta qué profundidad de mi cuerpo, de mi alma. Por algún motivo, porque esos ojos eran de Simonopio, no la perturbaba tal escrutinio. Que ante Simonopio no existiera su privacidad le parecía natural. En sus ojos nunca había prejuicios ni condenas. Simonopio era quien era, era como era y sólo había que aceptarlo, tal y como sabía que él la aceptaba a ella.

Beatriz, como las mujeres que la antecedieron y las que vendrán, es el sostén último de su familia. Cuando las pasiones humanas todo lo hayan arrasado, ella permanecerá. Ella sabrá acoger, dirimir, mudar, y su consentimiento, aunque nadie se lo haya pedido directamente, es la palabra última que define el destino de los suyos.

Este nuevo dinamismo de su marido, el de las decisiones intempestivas y acciones improvisadas, el que tomaba medidas que casi negaban todo lo que había sido antes: mesurado, conservador, siempre atenido a las leyes patriarcales, a veces lograba que a la nueva Beatriz la invadieran las ganas de dejar salir a la luz a la vieja, ésa que temía al cambio, por lo que no dudaría en aportar alguna objeción vociferante contra el nuevo Francisco.

Pero la nueva Beatriz se controlaba y escuchaba. Accedía y luego admitía que su marido posiblemente tenía razón.

La nueva Beatriz debe acallar a la vieja, esa que creció rodeada del verde de la caña, la que erigió su reino entre las cuatro paredes de su hogar, la que avistaba el futuro como una extensa sábana que ella misma se encargaría siempre de mantener inmaculada. Esa ya no sirve. Su marido echa abajo las cañas para plantar naranjos; sus hijas, antes carne de su carne y ahora adolescentes, le ocultan secretos que antes compartían con ella. La fiebre española, la Reforma Agraria, el mundo que rueda sin permiso de nadie, sin rumbo predecible, la matan. A la vieja. Y la nueva debe sustituirla.

La nueva Beatriz debe conservar la reciedumbre de la vieja, pero debe aprender también a doblegarse como hacen las cañas con el viento para no quebrarse. La nueva Beatriz, ante las pruebas injustas que le pone la vida, siente rabia, odio, quiere venganza, quiere sangre, le importa un comino que Dios y sus santos la miren con mala cara. La nueva Beatriz entenderá que el futuro es imparable, romperá códigos, se dejará vencer para luego resurgir con más fuerza.

En Beatriz se encarna la sabiduría ancestral de las mujeres.

IV

Las palabras de la memoria

Una mañana, Francisco Morales, hijo menor de Beatriz Cortés de Morales y Francisco Morales, coge un taxi y le pide al joven chofer que lo lleve de vuelta a su tierra. Han pasado años desde que partió. Una vida entera. Sus padres están muertos, así como la vida que tuvo junto a ellos y a su hermano, no de sangre, pero sí de vida: Simonopio. Francisco es ya tan viejo que nadie lo ve ni nadie lo necesita. En el camino habla. Y mientras reconstituye su infancia palmo a palmo para ese chico desconocido que conduce el taxi por la carretera rumbo a su casa de infancia, algo comienza a abrirse en su interior, una nueva claridad, un nuevo entendimiento.

Cuéntale esta historia a mis hijos. La saben sólo a pedazos. Ya es hora de que la conozcan completa. Diles que los quise tanto, que por ellos valieron la pena los años que pasé sin ver a mi hermano. Diles que caminen por la sombra. Que escuchen con los ojos, que vean con la piel y que sientan con los oídos, porque la vida nos habla a todos y sólo debemos saber y querer escucharla, verla, sentirla.

Francisco recuerda lo que aprendió de Simonopio, y mientras recorre esa carretera junto al chico desconocido, por fin entiende que ponerle palabras a la memoria es la forma de encontrar el camino de vuelta a lo esencial.

El murmullo de las abejas es la historia de Simonopio, de Beatriz, de nana Reja y Francisco, es también la de una familia, de un pueblo, de una tierra, pero ante todo, es una historia de profunda humanidad.

Carla Guelfenbein

Nota de la autora

Diez años de evolución

Un día, cuando me acababa de sentar a escribir una novela sobre cómo habían llegado los naranjos a Linares durante la Revolución y la subsecuente Reforma Agraria, la nana Reja oyó el llanto de un bebé que bajaba hacia ella de entre los cerros. Era un llamado dirigido que ella no pudo ignorar. Y yo tampoco. La nana regresó con el bebé en brazos, claro, pero también decidió regresar con el panal de las abejas que lo habían protegido con su calor. Volvió decidida a que la familia adoptara al niño, pero también a las abejas. Los Morales Cortés hicieron caso. Y yo también. Ellos, sin saber que el bebé y las abejas les cambiarían el destino, y yo, sin saber todo lo que llegarían a significar, pues esa decisión de un personaje que apenas estaba a punto de conocer, cambió el tenor de la historia que pensaba contar y me llenó el mundo de infinita cantidad de abejas, casi todas aladas, voladoras, murmurantes, además de una sola con forma de bebé varón humano al que bautizarían con un nombre muy extraño: Simonopio.

Recuerdo el momento en el que comprendí —¡y vaya que me di licencia!— que estaba escribiendo la historia de una familia humana en un momento turbulento, a la vez que contaba una nueva mitología de la creación de la vida en el noreste de México. La nana Reja, como la Madre Tierra, marcando en su mecedora el paso del tiempo, las abejas como las mensajeras y provocadoras de los cambios y de la vida, y Simonopio, su traductor y precursor en forma de niño. Un triángulo de creación.

Desde el principio de los tiempos y en todas las culturas, hemos atribuido cualidades mitológicas a esas diminutas gigantes que son las abejas. Para los egipcios, los griegos, los mayas, los celtas —inclusive para los franceses en la época de Napoleón—, las abejas han sido las portadoras de los mensajes de los dioses y símbolo de industriosidad y sabiduría. Será que ponían atención al murmullo de las abejas. Será que era y es necesario seguir haciéndolo. Y por eso fue que las abejas no sólo se quedaron con el título de la novela, sino que también conquistaron mi imaginación y mi admiración, hasta reclamar un lugar central en una historia sobre la Revolución.

Diez años después, leo las notas y agradecimientos que aparecen en la primera edición de El murmullo de las abejas en 2015, y pienso que se sostienen bien: “Ésta es una novela de ficción inspirada en la historia real de un pueblo de la zona citrícola del norte de México. No hay mayor libertad que escribir una historia de ficción, aun cuando ésta se inspire en hechos históricos, como la mía”. Sigue vigente y sigo defiendo la “licencia artística”. “Uno se la otorga cuando quiere, y de ahí la libertad” de crear.

Las notas originales las escribí para darme valor, pues, como novelista contando de nuevo la historia mexicana más conocida, decidí concentrarme en lo menos o en lo nunca contado: en las secuelas que deja una guerra, en los que no salen en los libros de historia, como yo, como tú, como la mayoría de nosotros, cuando viven un momento histórico catastrófico.

Ya decir que nuestra Revolución es un evento catastrófico significa dar la contra a la manera única y romantizada, idealizada, en la que se cuenta este “glorioso” episodio de la historia nacional que festejamos los mexicanos cada 20 de noviembre. Contrario a eso, creo que toda guerra, incluyendo la Revolución mexicana, se debe analizar y cuestionar completa y desde todos los puntos de vista. Inclusive —o en especial— los que resultan incómodos.

Cuando me senté a escribir la historia de la familia Morales, de Simonopio y de Espiricueta, situada en una hacienda de Linares, Nuevo León, sentí miedo porque le daría la contra de diversas maneras a la Historia Oficial en un país que es muy muy celoso con su versión de los hechos y con los romances que ha establecido para definirnos de un plumazo a todos.

Pero ¿por qué no se cuenta la historia de México de manera integral? ¿Por qué no se cuenta sobre el noreste? De igual modo, ¿no es extraño que nos relaten de manera gloriosa sobre unos cuantos “hombres héroes” en constantes conflictos, pero casi nada de mujeres? Porque te invito a esta reflexión: ¿acaso todas la mujeres de la Revolución se llamaban Adelita (las adelitas, una adelita)?

Y si Adelita se fuera con otro… la seguiría por tierra y por mar… si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar.

¿Por qué a partir de esta canción se homogeneizó a todas las mujeres de esa época bajo un solo nombre, actividad, valor o preferencia? ¿Por qué no se inscribió a la mujer como individuo ni en las listas de los ejércitos ni en la historia? Porque lo que no se nombra, no importa. Lo que no se cuenta, no cuenta, y fácil se descuenta.

No es casualidad que, en El murmullo de las abejas, Lupita rime con Adelita en más de un sentido. Lo que buscaba era sembrar esta duda a través de la ficción: ¿es verdaderamente romántica la canción de la Adelita o es la histórica ruta crítica a tanta desaparecida y muerta del pasado y del presente a manos de hombres que no aceptan un no? Si acaso hubiéramos discutido esto desde hace 115 años, ¿habríamos podido aprender y detener esa violencia para salvar a algunas? Si acaso hubiéramos contado al noreste desde siempre, ¿habríamos aprendido mejores prácticas patrono-laborales, y así evitar el conflicto armado? Imposible saberlo. Y si sólo en el contenido de una canción podemos saber que hay más verdades cuando la analizamos, ¿cuántas verdades borradas pueden coexistir dentro de toda la historia de un pueblo?

La autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie habló de “el peligro de la historia única” en una famosa charla TED. Lo que ella dice de manera tan breve pero puntual coincide con lo que yo intenté transmitir en dos novelas mexicanas (y más adelante en una tercera, Peregrinos): la historia única —los estereotipos— no sirven a nadie; ni al sujeto contado ni, a la postre, al sujeto contador, pues son una trampa y una fuente de agresiones diversas. “La historia única crea estereotipos, y el problema de los estereotipos no es que sean falsos, sino que están incompletos”.

Sabemos que el que gana cuenta la historia. “Es imposible hablar de una historia única sin hablar de poder… El poder es la capacidad no sólo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de esa persona”, dice Adichie. Y no sólo de las personas. También de géneros, de regiones y de ideas. Así, a través de una historia única, nuestro país presenta su Revolución y la subsecuente Reforma Agraria como si se trataran del Santo Grial, la solución de todo y sin claroscuros.

La narrativa mexicana resulta geocéntrica, “generocéntrica”, “ideocéntrica” y etnocéntrica. Bajo esa premisa, hay un único México, un único bueno, un único malo, un único héroe, una única versión de los hechos, una única ideología, una única región, un único y válido tono de piel, una única manera de ser noble, una única manera de ser hombre y una de ser mujer. Pero, en un país tan grande como México, de tan rica diversidad en muchos sentidos, incluida la diversidad fundacional histórica, ¿es cierto que existe “una verdad única”, una absoluta? Imposible.

México tiene muchas y muy diversas historias que contar. Por eso me decidí contar a Linares, a Monterrey y al desconocido espíritu y la diversa verdad sociohistórica del noreste durante la Revolución. Pero luego comprendí que no era suficiente, que debía agregar más piezas perdidas del rompecabezas mexicano: no sólo las verdades históricas coexistentes de norte y sur, sino también las de hombres y mujeres, las de pobres y ricos, las de ganadores y perdedores, las de viejos y niños, las de muerte y de vida, las de llantos y risas, las de tragedias y de alegrías, las de olvidos y recuerdos, las de balas… y virus.

Empecé a escribir esta novela, que tiene como marco la Revolución mexicana de 1910, en 2010. Como en 1910, en 2010 las balaceras se sentían lejanas y ajenas, pero ese año, en el otrora pacífico Monterrey, nos sorprendió la gran ola de violencia creada por los cárteles de narcotraficantes que antes ya tenían asolada la frontera norte. Y entonces llegó el miedo a esta ciudad que no recordaba haberlo sentido antes.

¿Cómo es posible que tan sólo cien años después — sólo dos generaciones— hayamos olvidado el impacto que ocasionó en esta región la otra ola de violencia, la de la Revolución que nos cambió el destino, además?

Aunque la amnesia colectiva y selectiva casi identitaria, no sólo de Monterrey sino de toda la región, tiene una legítima explicación histórica antigua, arraigada en la supervivencia, también tiene dos válidas y más modernas explicaciones. La pri-mera la describe Francisco chico, ya anciano, desterrado desde su infancia, como narrador de El murmullo de las abejas y, en el subtexto, como símbolo de los olvidos de Monterrey. Le duele recordar lo que le duele, así que confiesa que prefirió olvidar. Asimismo, no le ha contado a la siguiente generación por completo todas las dolorosas pérdidas. Amnesia selectiva garantizada y heredada.

La segunda explicación es más compleja y tiene que ver con la hegemonía de la historia única. ¿Cómo puede tener memoria histórica una enorme región que queda fuera de la narrativa de su país? ¿Qué efecto puede tener en la identidad y en el sentido de pertenencia de toda una región llegar a pensar que la historia sucede siempre en otro lado? ¿Por qué no recordar que una guerra civil nos arrancó del campo y nos cambió el destino agrícola por el urbano?

Pero “el peligro de la historia única” no sólo es para esta región. El peligro es para todo el país. Narrar la historia de todo un país en una historia única, y así borrar diversas verdades que coexisten, resulta en una amnesia colectiva nacional, en un enajenamiento garantizado y en una perpetuación de los conflictos y las divisiones. Por contarse de manera sesgada, estrecha, única, ¿cuánto desperdicia un país? ¿Cuánto progreso, cuánta comprensión, cuánta imagen ante el mundo, cuánto aprendizaje desdeñado, cuánta aportación de ambos géneros, de otras regiones, de otras visiones, sólo por empeñarse en una narrativa única con visión microscópica? Mucho.

La literatura ayuda a humanizar la historia y a hacerla más accesible, más emotiva y más vívida. Decía Rudyard Kipling que, si la historia nos la relataran en forma de cuentos, nadie la olvidaría. Es que lo que se vive, no se olvida. Y la literatura logra lo que las lecciones de memorización de la historia oficial no pueden: cuando se presenta la historia como una narrativa con personajes atractivos, tramas y emociones, ésta se vuelve más relatable y atractiva, pues proporciona una comprensión más profunda de la condición humana y establece una conexión personal.

Aun así, en un trabajo de ficción, no se pueden construir personajes fuera de la lógica. Por su pasado y presente histórico, los personajes locales de El murmullo comprenderían el llamado al “sufragio efectivo, no reelección” del también norestense Francisco Madero, pero se desconcertarían con el posterior llamado sureño de “tierra y libertad”. Pues para unos norestenses de la época del telégrafo, como Francisco y Beatriz, las realidades sociopolíticas y en particular las prácticas patrono-laborales del lejano sur, les serían desconocidas y hasta incomprensibles.

La evidencia histórica que encontré en relatos, crónicas, periódicos contemporáneos y testimonios o anécdotas, muestra que las pequeñas haciendas en el noreste nunca se manejaron con el poderío absoluto de las enormes del sur. Para 1910, en el noreste, la muy escasa población había sobrevivido en tierra inhóspita, con base en la solidaridad, el cuidado en comunidad y el trabajo. En esta región era práctica común (muy poco común no sólo en México, sino en el mundo de esa época) que los patrones vieran por el bienestar integral del empleado y de su familia.

Salvador Novo, en su Crónica regiomontana: breve historia de un gran esfuerzo (1965), narra que, para 1906, de la muy nueva Cervecería de Monterrey surge un manifiesto que refleja el espíritu patrono-laboral de la región: “Todo trabajador es un colaborador esencial de la empresa que lo emplea y un productor digno de respeto: con derechos, obligaciones y prerrogativas. De ningún modo un instrumento infrahumano de las empresas o una mercancía más”. Luego continúa: la empresa debe “otorgar beneficios sociales a la familia del trabajador, auspiciando su desarrollo individual y la superación intelectual”.

En la novela, Francisco Morales ofrece a Espiricueta, además de trabajo remunerado, prestaciones que no obligaba ninguna ley. No es ficción, sino evidencia de una costumbre regional histórica que, en la novela, la encarnan Beatriz y su grupo de amigas cuando recaudan fondos (entre los maridos hacendados) y dedican su tiempo a construir y a mantener la clínica y la escuela en un México en el que más del 90% de la población era analfabeta. Ahí había tierra y había libertad para el que la deseara, trabajara y ahorrara por ella. Por eso, en el noreste, la palabra trabajo y su ejercicio siempre tuvieron connotaciones ancestrales positivas de supervivencia, además de progreso, orgullo, respeto y honra.

Al desear plasmar la verdad histórica propia del noreste, me propuse cuidar de no caer, a mi vez, en el vicio de la historia única. No quería ni borrar ni subestimar otras verdades relevantes. En ese sentido, El murmullo de las abejas es una novela que aborda todas las perspectivas posibles, inclusive las mutuamente incómodas. Por eso el lector encontrará puntos de vista que se contraponen, pero que importan mucho, porque se afectan unos a otros. Ignorarlos resulta —de hecho— perjudicial para la salud y para el futuro, como al final comprobaría Francisco Morales.

Con una perspectiva diversa, Espiricueta viene huyendo de otra verdad histórica; de un sometimiento ancestral en el sur, de la injusticia de las tiendas de raya y de los malos tratos y los trabajos forzados en la enorme hacienda. Es de entender que, para él, la palabra trabajo tenga connotaciones negativas como humillación y subyugación. En su primer encuentro, Francisco Morales ofrece lo mejor que tiene para dar: trabajo. Una misma palabra, pero de diversa semántica. Dos verdades coexistentes, aunque contrarias, y una tormenta de plomo y alas por venir.

Investigar y luego “novelizar” la verdad que simboliza Espiricueta fue un ejercicio doloroso. Comprendí que, aunque lejanos para mí, el reclamo y la lucha por tierra y libertad surgieron del sur porque, por justicia, urgía hacer algo por los campesinos de esa región.

Sin embargo, rompamos más romances: si la Reforma Agraria en verdad es una auténtica y absoluta maravilla, ¿por qué fue detonadora del éxodo del campo a la ciudad? ¿Por qué sigue siendo verdad que el campo sigue expulsando a su gente hasta el día de hoy?

¿Los agraristas eran víctimas de un sistema injusto? Sí. La Reforma Agraria se escribió en la Constitución en 1917, pero tardó en implementarse. Fue entonces que algunos agraristas ansiosos pasaron de víctimas a victimarios asesinos por libre albedrío. No todos, sólo algunos, no generalicemos. Pero sólo en Linares, los periódicos locales de la época narraron sobre ocho hacendados emboscados y asesinados por agraristas. Como Homo fictus, a Espiricueta le toca el peso completo de esa situación y, en esta historia de perspectiva norestense, le toca pasar de clara y reconocida víctima a un victimario que la narrativa oficial esconde, por incómodo.

En una novela contada desde la perspectiva de los Morales Cortés, hacendados norestenses y, a la postre, grandes perdedores desterrados por esta guerra, y luego borrados de la narrativa, fue natural mostrar que el antagonismo lo percibieran de la amenaza que representaban la Reforma Agraria y los agraristas. En sus últimos momentos, Francisco Morales se lamenta no haber “visto” el peligro en casa. Él mismo sólo había sido consciente de su propia perspectiva limitada hasta que fue demasiado tarde.

Pero si algo me ha confirmado el paso de estos diez años y las lecciones de la vida, es que la historia ni se deja cambiar, ni se deja parcializar, ni se deja ignorar, ni borrar. Y ay de aquél que lo intente, porque la historia encuentra la manera de cobrar muy caros los artificios. Dicho de otro modo: la historia se repite, regresa y sorprende por la espalda a quien sólo mira para adelante, para asestarle una buena patada en el trasero. Si bien le va.

Es un hecho histórico que, con las guerras, siempre llegan las infecciones. La época de la Revolución no quedó exenta, pero en su narrativa se omite este hecho. Aunque incomode, que quede claro que no hay nada más universal y más democrático que un buen bicho. Al escribir la novela pensando en todas las piezas incómodas y borradas, decidí fijar la atención en la influenza llamada gripe española o gripe de 1918, por ser global. Como soy novelista, no historiadora, la extensa investigación me sirvió mucho, pero para contestar, en la ficción, esta pregunta de manera vívida: ¿qué se sintió vivir algo así?

Hoy, tras haber vivido una pandemia en tiempo y vida real en 2020, los lectores me preguntan que si soy vidente, adivina o pitonisa —que si soy un poquito como Simonopio—, porque describí, cinco años antes, los eventos del covid-19 a pie juntillas. ¿Cómo puede ser posible?

Estoy convencida de que no hay mejor predictora del futuro que la historia. Y que es de necios y arrogantes —¡y muy peligroso!— no hacer caso de ello o subestimar las lecciones que nos deja el pasado, porque podrán cambiar los bichos, pero lo que nunca cambia es la condición humana: “El milagro habría sido que aquellos arrogantes con el destino del país en sus manos hubieran escuchado a tiempo las voces de los expertos. Ahora era demasiado tarde”, piensa el doctor Cantú en plena crisis viral en El murmullo de las abejas.

Y, a pesar de ser una creyente absoluta del efecto de la historia en el presente y en el futuro, en estas páginas no busqué ser fiel al dato histórico: busqué ser fiel sólo a mi imaginación. Tampoco quise cambiar la historia; mi imaginación me llevó a entender el efecto y el resultado del todo, como si tuviera ojos de abeja. Creo que todos deberíamos mirar igual que ellas: ver hacia todos lados al mismo tiempo. Hacia el pasado y al futuro a la vez. Hacia arriba y hacia abajo, y hacia los lados en un ejercicio de empatía que reconoce la validez de otras verdades, aunque incomoden. Simonopio lo percibe así: “Sin las abejas a su alrededor, revoloteándole, yendo y viniendo, la información que recibía del mundo era lineal, en tanto que éstas lo habían acostumbrado, desde la primera sensación de vida, a percibirlo como lo que era: una esfera”. Luego Francisco chico, ya viejo, por fin de regreso, no sólo a Linares, sino a sus recuerdos, confiesa: “Todas las versiones de esta historia, que por años me tuvieron sitiado dentro de las murallas del olvido que erigí, hoy me tomaron por asalto. Son de otros, son mías y juntas son una esfera: veo el todo y ya no puedo ignorarlo ni quedarme a medias”.

Es gracias a la licencia artística que en estas páginas me permití escribir algo que concibo como una mitología de la creación de la vida en el noreste, que tiene a su cargo Simonopio en comunión con las abejas y con la nana Reja. Por eso es que propongo que todo lo que es hoy una importante zona citrícola existe gracias al viaje de un niño y a la visión de unas abejas, más que a un cambio en la ley. Es por eso que en El murmullo de las abejas conviven personajes que se leen en los libros de historia oficial con otros que sólo salían en los periódicos contemporáneos de Linares o Monterrey. Ésos, a su vez, conviven con personajes ficticios, nacidos de mi imaginación, y con otros que existen o existieron, aunque no en el contexto donde y como exis-ten en esta novela, como mi nana convertida en cuentacuentos, Soledad Betancourt, o la cantante e historiadora de música norestense, Marilú Treviño.

Como en el proceso de escritura de esta novela, en 2010, la violencia del narco nos tenía paralizados, no pude ir a Linares a hacer mi investigación. Pero recurrí a las simpáticas anécdotas que contó mi abuelo en mi niñez y al testimonio anecdótico de otros familiares que entrevisté para este propósito. Agradezco que las contara, y también haberlas escuchado con atención y a tiempo, porque la vida me hablaba a través de su voz y de sus válidas verdades. Esas anécdotas, y me atrevo a decir que igual que las tuyas, no aparecen en los libros de la historia oficial, pero sucedieron, coexistieron con la tuya y con la oficial, esa que declaran única. Merecían contarse porque, si algo he aprendido en esta aventura de escribir, es que de anécdotas se construye la historia completa. La real y la imaginaria.

Y no se llega fácil ni en soledad a un décimo aniversario literario. Por eso tengo mucho que agradecer y lo haré por orden de aparición. Agradezco, primero, a mi familia por creer conmigo que valía la pena contar la historia de cómo llegaron las naranjas a nuestras tierras. Mi marido y nuestros hijos, mis padres, hermanos y demás familiares se emocionan conmigo y agradezco su apoyo en estos diez años que me han llevado, a veces, lejos de ellos. Lo bueno es que los tengo para ser la brújula que me indica el buen camino para allá, pero también para acá.

En 2013 tuve la fortuna de dar con Wendolín Perla, que buscaba algo cuando yo ofrecía… abejas. Para siempre le estaré agradecida que abriera, leyera y se dejara conquistar por una novela escrita por “una mujer que escribe trepada en los cerros de Monterrey”, como decía entre broma y broma. Agradezco también a todo el equipo de Penguin Random House, entre ellos a Roberto Banchik, a Andrés Ramírez y a Pilar Gordoa, que se emocionaran con la historia de Simonopio, y que después nombraran a la novela “el descubrimiento literario del año”. Cuando llegó la hora de que Wendolín buscara otro camino, le agradecí que me heredara con mi nueva editora, Eloísa Nava. Cambiar de editoras no fue fácil, pero le agradezco a Eloísa aceptarme como autora y como amiga y, con esa serena y tenaz profesionalidad que la distingue, hacérmela muy emocionante. De su mano, El murmullo de las abejas ha logrado algo que parecía imposible años atrás: las 21 traducciones (y contando), 28 reimpresiones (y contando) y demás ediciones.

Recuerdo que, de niña, deseaba quedarme a vivir en una librería. Hoy, cada vez que visito librerías, y me encuentro a mis libros, me doy cuenta de que ese sueño es realidad. Gracias a los li-breros que por diez años le han dado posada y por recomendarla tanto. Por ellos es que esta historia ha llegado a tantos lectores del mundo. Me gusta pensar que es por ellos que hoy esta narrativa suma a la historia y a la imagen mexicanas que el mundo conoce de manera tan limitada.

Me siento feliz por esta hermosa edición especial de aniversario. Una edición así requiere de trabajo en equipo. De nuevo, gracias a Eloísa y a todo el equipo de Penguin por hacerla posible. Las ilustraciones de Gabriel Pacheco son tan evocadoras que me llevaron a redescubrir, a través de su mirada y de sus trazos, la historia que conté con palabras. A él, gracias por aceptar contar unos murmullos con su arte. Y al equipo de diseño, Amalia Ángeles y Maru Lucero, gracias por su pasión y su coordinación.

El mundo —y cómo se comunica— ha cambiado mucho en diez años. La manera de hacer llegar la literatura a los ojos lectores también. Hoy hay personas muy valiosas que se dedican a invitar a otros a leer y que nos invitan a los autores a charlar de manera virtual o presencial con lectores que están, simultáneamente, en diversas latitudes y husos horarios (y, si la pandemia nos dejó algo bueno, fue esta posibilidad real). Gracias a ellas y a ellos por crear estos espacios. Qué gozo ha sido estar con cada grupo lector, qué aventura ha sido responder sus preguntas, recibir las palabras de aprecio de los lectores. Gracias a su válida y libre perspectiva, he llegado a descubrir más verdades en El murmullo de las abejas y en mis otras novelas. Gracias a ellos, me doy cuenta de que, si bien se escribe en la más profunda soledad, se puede gozar en comunidad.

Y a ti, lector, que lees en la más profunda soledad y que sabes gozar de la lectura así o en comunidad, entonces y ahora y siempre, gracias por tu compañía, por prendarte de Simonopio y de sus abejas, por suspender la incredulidad, por compartir la buena noticia que es una historia conmovedora, por estar dispuesto a leer con el corazón y a aceptar que hay verdades que coexisten sin negarse unas a otras, por multiplicar lectores de uno en uno o de libroclub en libroclub, por hacer de la lectura un bicho que pica y contagia más que el propio covid.

Sigamos reuniéndonos, conociéndonos y aceptándonos entre las páginas de ésta y muchas historias más.

Sofía Segovia,

Monterrey, N. L.

1

Niño azul, niño blanco

En esa madrugada de octubre el llanto del bebé se mezclaba con el ruido del viento fresco circulando entre los árboles, el canto de los pájaros y la despedida de los insectos de la noche. Salía flotando de la espesura del monte, pero se apagaba a unos cuantos metros de su origen, como impedido por una brujería a salir en busca de cualquier oído humano.

Se comentaría por años cómo don Teodosio, rumbo a su trabajo en una hacienda vecina, seguramente debió pasar al lado del pobre bebé abandonado sin haber oído ni pío, y cómo Lupita, la lavandera de los Morales, cruzó el puente que la llevaría a La Petaca en busca de una poción de amor sin haber notado algo extraño: y si yo lo hubiera oído, lo habría levantado siquiera, porque por más horrible, no sé quién pudo haber abandonado a un bebé recién nacido así nomás, a morir solito, diría por la tarde a quien la quisiera escuchar.

Ése era el misterio. ¿Quién de los alrededores había mostrado un embarazo indiscreto recientemente? ¿A quién pertenecía ese bebé desafortunado? En el pueblo las noticias de indiscreciones de ese tipo se esparcían más rápido que el sarampión, así que de saberlo uno, lo sabrían todos.

Sin embargo, en este caso nadie sabía nada.

Había teorías de todo tipo, pero la que más seducía la imaginación colectiva era la de que el bebé pertenecía a alguna de las brujas de La Petaca, que como todos sabían eran libres con sus favores de la carne y que, al resultarle un crío tan deforme y extraño —castigo del Altísimo o del diablo, ¿quién sabe?—, lo había ido a tirar bajo el puente para abandonarlo a la buena de Dios.

Nadie supo cuántas horas estuvo así aquel bebé, abandonado bajo el puente, desnudo y hambriento. Nadie se explicaba cómo sobrevivió a la intemperie sin desangrarse por el cordón umbilical sin anudar o sin ser devorado por ratas, aves de rapiña, osos o pumas que abundaban en esos cerros.

Y todos se preguntaban cómo la vieja nana Reja lo encontró cubierto por un manto vivo de abejas.

Reja había escogido pasar su tiempo eterno en el mismo lugar, afuera de uno de los cobertizos que se usaban como bodega en la hacienda La Amistad, el cual era de construcción sencilla y sin ventanas, idéntico a varios otros de servicio erigidos a espaldas de la casa principal para no ser vistos por el visitante social. Lo único que distinguía a este cobertizo de los otros era su techo volado, que le permitía a la vieja permanecer a la intemperie ya fuera en invierno o en verano. Que lo tuviera no era más que una buena casualidad. Reja no había elegido ese lugar para protegerse de los elementos sino por la vista que desde ahí apreciaba y por el viento que, atravesando entre el laberinto de montes, descendía hasta ella, para ella.

Habían transcurrido muchos años desde que la vieja escogió su puesto, por lo que además de Reja ya no quedaba entre los vivos ningún testigo del día en que su mecedora llegó hasta ahí o que recordara el momento en que la nana la había ocupado para siempre.

Ahora casi todos creían que ella nunca se levantaba de ese lugar y suponían que era porque a su edad, que nadie era capaz de precisar, sus huesos ya no la sostendrían y sus músculos ya no le responderían. Porque al salir el sol la veían sentada ya, meciéndose con suavidad, impulsada más por el viento que por sus pies. Después, por la noche, nadie notaba su desaparición, porque ya todos estaban ocupados con su descanso.

Tantos años en la mecedora propiciaron que la gente del pueblo se olvidara de su historia y de su humanidad: se había convertido en parte del paisaje y echado raíces en la tierra sobre la que se mecía. Su carne se había transformado en madera y su piel en una dura, oscura y surcada corteza.

Al pasar frente a ella nadie le ofrecía un saludo, como tampoco se saludaría a un viejo y moribundo árbol. Algunos niños la miraban de lejos cuando hacían el corto viaje desde el pueblo buscando a la leyenda, pero de vez en cuando alguno tenía las agallas de acercarse de más para cerciorarse de que en verdad se trataba de una mujer viva y no de una labrada en madera. Pronto se daban cuenta de que en esa corteza había vida cuando, sin necesidad de abrir los ojos siquiera, propinaba al atrevido aventurero un buen golpe con su bastón.

Reja no consentía ser la curiosidad de nadie; prefería fingir que era de palo. Prefería que la ignoraran. Sentía que a sus años, con las cosas que sus ojos habían visto, sus oídos escuchado, su boca hablado, su piel sentido y su corazón sufrido, había tenido suficiente para hastiar a cualquiera. No se explicaba por qué seguía viva ni qué esperaba para irse, si ya no le servía a nadie, si su cuerpo se le había secado, y por lo tanto prefería no ver ni ser vista, no oír, no hablar y sentir lo menos posible.

Aunque ese aspecto de sus sentidos aún no lo dominaba del todo.

Existían ciertas personas que Reja toleraba a su alrededor; entre ellas la otra nana, Pola, que de igual manera había visto pasar sus mejores días hacía mucho. Toleraba también al niño Francisco porque algún día, cuando aún se permitía sentir, lo había querido con intensidad, pero apenas soportaba a su esposa Beatriz o a sus hijas. A la primera porque no tenía ganas de dejar que alguien nuevo entrara a su vida, y a las segundas porque le parecían insoportables.

No había nada que necesitaran de ella y nada que ella quisiera ofrecerles, porque la vejez la había eximido poco a poco de sus tareas como sirvienta. Llevaba años de no participar en el mantenimiento de la casa, y así se fue convirtiendo en parte de su mecedora. Tanto así, que poco se notaba ya dónde terminaba la madera de una y empezaba la de la otra.

Antes del amanecer caminaba desde su cuarto hacia el cobertizo, donde la esperaba su silla móvil bajo el techo volado, y cerraba los ojos para no ver y los oídos para no oír. Pola le llevaba el desayuno, la comida y la cena, que casi no probaba porque su cuerpo ya no necesitaba demasiado alimento. Se levantaba mucho más tarde, sólo cuando detrás de sus párpados cerrados las luces de las luciérnagas le recordaban la noche, y cuando en su cadera empezaba a sentir los empujones y los pellizcos que le daba su mecedora de madera, la cual se cansaba mucho antes que ella de tan constante cercanía.

A veces abría los ojos en el camino de regreso a su cama. No necesitaba abrirlos para ver. Luego se acostaba en fondo sobre las cobijas, sin sentir frío, porque su piel ya ni eso dejaba pasar. Pero no dormía. La necesidad de sueño era algo que su cuerpo había dejado atrás. Si era porque había dormido cuanto debe dormir un ser a lo largo de una vida o porque se negaba a dormir para no caer en el gran sueño, ella no lo sabía. Tenía mucho de no pensar en eso. Tras unas horas en la suavidad de la cama, empezaba a sentir los empujones y los pellizcos que ésta le daba para recordarle que era hora de ir a visitar a su amiga fiel, la mecedora.

Nana Reja no sabía con precisión cuántos años llevaba en esa vida. No sabía cómo había nacido ni su nombre completo —si acaso alguna vez alguien se había tomado la molestia de darle alguno—. Aunque se suponía que debió tenerla, no recordaba su infancia ni a sus padres —si alguna vez los tuvo—, y si alguien le hubiera dicho que nació de la tierra como un nogal, lo habría creído. Tampoco se acordaba de la cara del hombre que le hizo aquel crío, pero sí recordaba haberle visto la espalda mientras se alejaba para dejarla en una choza de palos y lodo, abandonada a su suerte en un mundo desconocido.

Como sea, no olvidaba los movimientos fuertes en la barriga, las punzadas en los pechos y el líquido amarillento y dulzón que brotaba de ellos aun antes de que le naciera el único hijo que tendría. No sabía si recordaba la cara de ese niño, porque quizá su imaginación le gastaba algunas bromas al juntar los rasgos de todos los bebés, blancos o prietos, a los que amamantó en la juventud.

Recordaba con claridad el día en que entró por primera vez a Linares, medio muerta de hambre y de frío, y sentía aún a su bebé en brazos, acurrucado con fuerza contra su pecho para protegerlo del aire helado de ese enero. Nunca había bajado de la sierra, por lo que era natural que nunca hubiera visto tantas casas juntas ni caminado por una calle o atravesado una plaza; tampoco se había sentado jamás en una banca pública, y eso fue lo que hizo cuando la debilidad le aflojó las rodillas.

Sabía que debía pedir ayuda aunque no supiera cómo, aunque por sí misma no lo hiciera. Pediría ayuda por el bebé que traía en brazos porque llevaba dos días sin querer mamar ni llorar.

Nada más eso la impulsó a bajar a este pueblo que a veces contemplaba a lo lejos, desde su choza en la sierra.

Jamás había sentido tanto frío, de eso estaba segura. Y quizá los pobladores del lugar también lo percibían, porque no veía a nadie caminando por ahí, enfrentándose al aire helado como ella. Todas las casas le parecían inaccesibles. Las ventanas y las puertas tenían barrotes, y detrás de éstos, postigos cerrados. Así que siguió sentada en esa banca de la plaza, indecisa, cada vez más helada y temerosa por su bebé.

Ignoraba cuánto tiempo había permanecido así, y quizá ahí habría seguido, convertida en estatua de la plaza, de no haber sido porque el médico del pueblo, que era un buen hombre, se alarmó al ver a una mujer tan desgarrada.

El doctor Doria salió de su casa bajo esas condiciones porque la señora Morales moriría pronto. Hacía dos días que la mujer había dado a luz a su primer bebé, atendida por una comadrona. Ahora el marido lo había mandado llamar en la madrugada, alarmado por la fiebre de su esposa. Hubo que convencerla para que dijera dónde sentía el malestar: los pechos. La infección se manifestó con un fuerte dolor al amamantar.

Mastitis.

—¿Por qué no me lo dijo antes, señora?

—Porque me dio vergüenza, doctor.

Ahora la afección estaba muy avanzada. El bebé no dejaba de llorar porque llevaba más de doce horas sin alimento, pues su madre no soportaba darle pecho. Él nunca había visto ni sabido que mujer alguna muriera de mastitis y estaba claro que la señora Morales se moría. La piel cenicienta y ese brillo enfermizo en los ojos le indicaban al doctor que la nueva madre pronto entregaría el alma. Consternado, sacó al señor Morales al pasillo.

—Necesita dejarme examinar a su señora.

—No, doctor. Dele una medicina nada más.

—¿Cuál medicina? La señora está muriendo, señor Morales, y tiene que dejarme averiguar de qué.

—Será de la leche.

—Será de otra cosa.

Era necesario convencerlo: prometerle tocar, pero no ver; o ver, pero no tocar. Al final el marido accedió y convenció a la moribunda de dejarse palpar los pechos, y peor: dejarse ver o tocar el vientre bajo y la entrepierna. No hubo necesidad de tocar nada: el intenso dolor en la pelvis y los loquios purulentos que brotaban del cuerpo enfermo auguraban el deceso.

Algún día se descubrirían las causas de la muerte de parto y la manera de prevenirla, aunque para la señora Morales ese día llegaría demasiado tarde.

No había nada que hacer: sólo mantener a la enferma lo más cómoda posible hasta cuando Dios dijera basta.

Para salvar al bebé, el médico mandó al mozo de los Morales a buscar una cabra lechera. Mientras tanto, el doctor Doria intentó alimentarlo con una mamila improvisada llena de un suero hecho de agua y azúcar. El recién nacido no toleró la leche de cabra, por lo que de seguro moriría en una agonía lenta y terrible.

Doria seguía preocupado durante el camino a su casa. Se había despedido del esposo y padre tras decirle que él no podía hacer más.

—Sea fuerte, señor Morales. Dios sabe por qué hace las cosas.

—Gracias, doctor.

Entonces vio a la mujer de hielo negro mientras caminaba de regreso a su casa, lo cual en sí le pareció al doctor Doria un pequeño milagro, porque estaba exhausto y porque el frío lo hacía caminar cabizbajo. La vio en la plaza, sentada justo en la placa de bronce que anunciaba que esa banca había sido donada al pueblo por la familia Morales. La compasión atravesó su cansancio lo suficiente para animarlo a acercarse y preguntarle ¿qué hace aquí? ¿Necesita ayuda?

El hombre hablaba demasiado rápido para que Reja lo entendiera, pero comprendió la mirada de esos ojos y confió lo suficiente para seguirlo hasta su casa. Ya en el calor del interior, Reja se animó a descubrir un poco la cara del bebé. Estaba azul e inerte. No logró suprimir un gemido. El hombre, como doctor del pueblo, hizo cuanto pudo para revivirlo. De haber podido hablar, pese a lo entumida que estaba por el frío, Reja le habría dicho pa’ qué le hace. Pero sólo era capaz de gemir y gemir más, asediada por la imagen de su hijo azul.

No supo cuándo la desvistió el doctor ni se detuvo a pensar que era ésa la primera vez que un hombre lo hacía sin echársele encima. Como muñeca de trapo se dejó tocar y revisar; sólo reaccionaba cuando el médico le rozaba los pechos calientes, enormes, tiesos y dolorosos por la leche acumulada. Luego se dejó vestir con ropas más gruesas y limpias sin siquiera preguntarse a quién pertenecían.

Cuando el doctor la sacó a la calle, pensó que al menos ya no sentiría tanto frío una vez que la dejara de nuevo en la misma banca, y se sorprendió cuando pasaron de largo la plaza por un camino que los condujo hasta la puerta de la casa más imponente de todas.

Por dentro el inmueble era oscuro. Igual a como ella se sentía. Reja nunca había visto a gente tan blanca como la que la recibió, aunque algo tenía ella en la mirada que la ensombrecía: una tristeza. La sentaron en la cocina, donde mantuvo la mirada baja. No quería ver caras ni miradas. Quería estar a solas, de nuevo en su choza de palos y lodo, pese a que muriera de frío, sola con su tristeza, porque no soportaba la de otros.

Oyó el llanto de un recién nacido, primero con sus pezones de madre nueva y luego con los oídos. De esa manera reaccionaba su cuerpo cada vez que su crío lloraba de hambre, aunque no estuviera cerca para oírlo. Sin embargo, su bebé ya estaba azul, ¿no? ¿O acaso el médico lo habría salvado?

Los pechos le punzaban cada vez más. Necesitaba alivio. Necesitaba al bebé.

—Me manca mi niño —dijo quedo y nadie de los que se encontraban con ella en la cocina pareció oírla, así que se atrevió a repetir más alto—: Me manca mi niño.

—¿Qué está diciendo?

—Que le manca su niño.

—¿Qué es eso de que le manca?

—Que le hace falta su hijo —el doctor llegó con un bulto en brazos y se lo pasó—. Está muy débil. Quizá no pueda comer bien.

—¿Es mi crío?

—No, pero igual la necesita.

Se necesitaban mutuamente.

Se abrió la blusa, le ofreció el pecho y el niño dejó de llorar. En el alivio que sentía al vaciar sus senos poco a poco, Reja observó al bebé: no era su niño. Lo supo de inmediato, porque los ruidos que producía al llorar, al mamar o al suspirar mientras lo hacía eran diferentes. También olía distinto. Para Reja el resultado era igual de atrayente: deseaba bajar su rostro para olfatearlo profundamente en el hueco del cuello, aunque pensó que tal vez no se lo permitirían, ya que por encima de otros, el mayor indicador de que sostenía en brazos a un bebé ajeno era el color. Si el suyo había pasado de un tono oscuro a uno azul profundo, éste se tornaba en forma paulatina desde un color rojo vivo hasta el blanco.

Todos la observaban en silencio. El único ruido en la cocina era el que hacía el bebé al succionar y tragar.

Alberto Morales se había quedado dormido, velando a su esposa en agonía. Tras varios días de gemidos de su mujer y del llanto incesante del recién nacido, se había hecho a la idea de que mientras hicieran ruido era un indicador de que seguían con vida. Por eso lo despertó aquel silencio ensordecedor: ni su esposa se quejaba ni el niño lloraba. Angustiado y sin atreverse a tocar a su mujer, corrió en busca de su hijo.

En la cocina encontró a la servidumbre y al doctor Doria alrededor del que supuso era el cadáver de su hijo. Al notar su presencia, todos se hicieron a un lado para permitirle el paso.

Miró a su bebé mamando del pecho más oscuro que hubiera visto.

—Encontramos una nodriza para su hijo.

—Está muy negra.

—Pero la leche es blanca, como debe ser.

—Sí. ¿Estará bien el niño?

—El niño estará bien. Sólo tenía hambre. Mírelo ahora.

—Doctor, mi mujer no hacía ruido cuando desperté —dijo Morales.

Ése había sido el final de la señora Morales.

Reja se mantuvo ajena al proceso del duelo, el velorio, el entierro y los llantos. Para ella era como si la señora jamás hubiera existido, y a veces, en los momentos que el niño le daba tiempo, cuando ella se permitía escuchar el llamado silencioso de los cerros, llegaba a creer que ese bebé que no había salido de su cuerpo había brotado de la tierra. Como ella, que no poseía más recuerdo que los montes.

Algo más fuerte que el instinto materno se apoderó de ella, y durante los siguientes años lo único que existió en el mundo de Reja fue el bebé. Imaginaba que lo mantenía vivo para la tierra, madre imposibilitada, así que nunca se le ocurrió dejar de ofrecerle el pecho tras el primer diente ni con la dentadura completa. Simplemente le decía: no muerda, niño. Su leche era alimento, consuelo, arrullo. Si el niño lloraba: al pecho; si el niño estaba enojado, ruidoso, chípil, triste, muino, mocoso o insomne: al pecho.

Seis años del pecho de nana Reja gozó el niño Guillermo Morales. A nadie se le había quitado de la cabeza la idea de que el pobre niño había estado a punto de morir de hambre, por lo que nadie se atrevía a negarle nada. Pero un día las tías Benítez llegaron a visitar al pobre viudo, que, escandalizadas al ver a un niño casi en edad escolar prendido del negro pecho de la sirvienta, exigieron al señor Morales el destete del huerco.

—Ni que se fuera a morir de hambre, hombre —dijo una.

—Es un escándalo, una peladez, Alberto —dijo la otra.

Al final de su visita, como favor al confundido padre, el par de solteronas se llevó a Guillermo una temporada a Monterrey, pues se dieron cuenta de que no existía otro modo de que el niño entendiera razones o conciliara el sueño, pues nunca lo había hecho lejos del pecho de su nana Reja.

A Reja la dejaron con los brazos vacíos, y tan rebosante que por donde pasaba dejaba un reguero de leche.

—¿Qué vamos a hacer, Reja? —le preguntaban las otras sirvientes, hartas de ir tras ella limpiando el goterío que dejaba al caminar.

Ella no sabía qué contestar. Sólo sabía que le mancaba su niño.

—Ay, Reja: si va a estar así, mejor no la desperdicie.

Y de ese modo le trajeron bebés malnutridos o huérfanos para amamantar y botellas de vidrio para llenar, porque entre más amamantaba, más leche tenía para regalar. Luego el viudo Morales se casó en segundas nupcias con María, la hermana menor de su difunta esposa, y juntos le dieron a nana Reja veintidós críos más que alimentar.

En los años siguientes a Reja nunca se le vería sin un niño en pecho, aunque recordaba con especial cariño a Guillermo Morales: el primer niño del que fue nodriza, el que la salvó de la soledad absoluta, el que la encaminó en un propósito que la mantendría satisfecha por años.

Por supuesto, Guillermo regresó aún niño. Se hizo hombre y formó su propia familia. Al heredar la hacienda tras la muerte de su padre —víctima de nada, sino del paso de los años—, heredó también a su nana Reja, que todavía se encargó de amamantar a sus hijos cuando llegaron.

Extraño caso el de un padre que se había alimentado del mismo pecho que sus hijos. Sin embargo, al plantear una alternativa —buscar a otra nodriza y darle descanso a Reja—, su mujer se había negado con firmeza: ¿qué mejor leche que la de la nana? Ninguna. Entonces Guillermo había desistido, aunque evitara pensar mucho en el caso, aunque tratara de fingir que no recordaba su prolongado turno al pecho.

Cansado de vivir en el bullicio del centro de Linares, Guillermo había tomado la decisión extravagante de abandonar la casona familiar en la plaza para irse a vivir a la hacienda La Amistad, la cual se situaba a un kilómetro de la plaza principal y de la zona edificada del pueblo. Allí había envejecido Reja, y también él, cuya nana lo vio morir de un contagio. Y como antes, al heredar la hacienda a Francisco, el único hijo sobreviviente de una epidemia de disentería y de otra de fiebre amarilla, también le heredó a la vieja nana Reja, junto con su mecedora.

Ya no amamantó a las hijas de Francisco y de su esposa, Beatriz. El tiempo se había encargado de secar a Reja, que ya ni se acordaba cuántos niños de los alrededores habían vivido gracias a su abundancia. Ni siquiera recordaba la última gota blanca que había brotado al exprimir sus pechos ni la sensación de éstos al comprimirse aun antes de oír el llanto de un bebé hambriento.

Esa mañana de octubre de 1910 los habitantes de la hacienda amanecieron, como todos los días del año, dispuestos a emprender su rutina.

Pola abrió los ojos sin siquiera voltear a ver la cama de su compañera de cuarto. Tras décadas de dormir a un lado, ella sabía que nana Reja iba y venía en silencio sin avisarle a nadie. Ésa era su rutina. Ya los ruidos de la hacienda comenzaban: los peones llegaban por sus herramientas para irse a los campos de caña de azúcar y la servidumbre de la casa se disponía a desterrar el sueño. Se aseó y se vistió. Había que ir a la cocina para tomar café antes de salir al pueblo a comprar el pan recién horneado de la panadería de la plaza. Después de terminar su café con leche, tomó el dinero que siempre dejaba la señora Beatriz en una caja de hojalata en la cocina.

Prometía ser un día soleado, aunque necesitaba su rebozo porque a esas horas, en esa época del año, perduraba el aire frío de la noche. Caminó por el sendero más corto, como hacía todos los días para salir de la hacienda rumbo al pueblo.

—¿Ya se va, doña Pola? —le preguntó Martín, el jardinero, como también hacía todos los días.

—Sí, Martín. No me tardo.

A Pola le gustaba esa rutina. Le agradaba ir por el pan todos los días. De esa manera se enteraba de las novedades de Linares y veía de lejos a aquel muchacho, convertido ya en abuelo, que tanto le gustaba cuando era joven. Caminaba al ritmo de los crujidos constantes de la mecedora de Reja. Disfrutaba andar por el camino flanqueado por enormes árboles que conectaba la hacienda con el centro del pueblo.

Cuando todavía hablaba, nana Reja le contó cómo el viudo Alberto Morales los había plantado cuando apenas eran unas ramas.

Al regresar le llevaría el desayuno a Reja, como de costumbre.

Nana Pola se detuvo de repente, tratando de hacer memoria. ¿Y Reja? Como todos los días, Pola había pasado frente a la mecedora negra. Muchos años atrás había desistido de entablar conversaciones con la vieja, pero le consolaba pensar que, así como esos antiguos árboles, nana Reja permanecía, y que acaso permanecería para siempre.

¿Y hoy? ¿La vi al pasar? Se dio la media vuelta.

—¿Qué se le olvidó, doña Pola?

—¿Vio a nana Reja, Martín?

—Pos claro, en su mecedora.

—¿Seguro?

—¿Pos dónde más podría estar? —dijo Martín, siguiendo los pasos apresurados de nana Pola.

Al llegar a la mecedora vieron que nana Reja no estaba, a pesar de que aquélla se mecía. Alarmados, regresaron al cuarto que compartían las nanas.

Tampoco la encontraron allí.

—Martín: corra a preguntarle a los trabajadores que si vieron a nana Reja. Búsquela en el camino. Yo le aviso a la señora Beatriz.

La rutina de Beatriz no consistía en despertar tan temprano. Comenzaba con la certeza de que todo lo necesario para empezar el día estaba listo: el pan y el café en la mesa, los jardines regándose y la ropa limpia planchándose. Le gustaba iniciar sus días oyendo a su marido en sus abluciones, entre sueños y a lo lejos, y luego espabilarse, todavía envuelta entre sus sábanas, rezando un rosario en paz.

Pero, ese día, en casa de los Morales Cortés no hubo abluciones, rosario ni paz.

2

Ecos de miel

Nací entre ese montón de ladrillos de sillar, enjarres y pintura hace mucho tiempo, no importa cuánto. Lo que sí importa es que mi primer contacto fuera del vientre de mi mamá fue con las sábanas limpias de su cama, porque tuve la fortuna de nacer un martes por la noche y no un lunes, y desde tiempo inmemorial las mujeres de su familia habían cambiado las sábanas los martes, como hace la gente decente. Ese martes las sábanas olían a lavanda y sol. ¿Que si lo recuerdo? No, pero lo imagino. En todos los años que conviví con mi mamá nunca supe que variara su rutina, sus costumbres, el modo de hacer las cosas como Dios mandaba: los martes se cambiaban las sábanas de lino lavadas un día antes con lejía, se rociaban con agua de lavanda, luego se ponían a secar al sol y finalmente se planchaban.

Todos los martes de su vida, con una sola y dolorosa excepción que todavía estaba por venir.

Habrá sido el día de mi nacimiento, pero el mío fue un martes como cualquier otro, así que sé a qué olían esas sábanas aquella noche y sé cómo se sentían al contacto con la piel.

Aunque no lo recuerdo, el día en que nací la casa ya olía a lo que olería siempre. Sus ladrillos porosos habían absorbido como esponjas los buenos aromas de tres generaciones de hombres trabajadores y mujeres quisquillosas para la limpieza con sus aceites y jabones; se habían impregnado de las recetas familiares y de la ropa hirviendo con jabón blanco. Siempre flotaban en el aire los perfumes de los dulces de leche y nuez que hacía mi abuela, los de sus conservas y mermeladas, los del tomillo y el epazote que crecían en macetas en el jardín, y más recientemente los de naranjas, azahares y miel.

Como parte de su esencia, la casa también conservaba las risas y los juegos infantiles, los regaños y los portazos del presente y del pasado. El mismo mosaico de barro suelto que pisaron descalzos mi abuelo y sus veintidós hermanos, y luego mi papá en su infancia, lo pisé yo en la mía. Era un mosaico delator de travesuras nocturnas, pues con su inevitable clunc alertaba a la madre del momento del plan que fraguábamos sus vástagos. Las vigas de la casa crujían sin razón aparente, las puertas rechinaban, los postigos golpeaban rítmicamente contra la pared aun sin viento. Afuera, las abejas zumbaban y las chicharras nos rodeaban con su incesante canción de locura cada tarde del verano, justo antes del anochecer, mientras yo vivía mis últimas aventuras de la jornada. Al bajar el sol empezaba una y la seguían las demás, hasta que todas decidían callarse de tajo, asustadas por la inminente oscuridad, sospecho.

Era una casa viva la que me vio nacer. Si a veces despedía perfume de azahares en invierno o se oían algunas risillas sin dueño en medio de la noche, nadie se espantaba: eran parte de su personalidad, de su esencia. En esta casa no hay fantasmas, me decía mi papá: lo que oyes son los ecos que ha guardado para que recordemos a cuantos han pasado por aquí. Yo lo entendía. Me imaginaba a los veintidós hermanos de mi abuelo y el ruido que deben de haber creado, y me parecía lógico que todavía, años después, se oyeran evocaciones de sus risas reverberando en algunos rincones.

Y así como supongo que mis años en esa casa le dejaron algunos ecos míos, pues no en balde me decía mi mamá ya cállate niño, pareces chicharra, la casa dejó en mí sus propios ecos. Aún los llevo en mí. Estoy seguro de que en mis células llevo a mi mamá y a mi papá, pero también porto la lavanda, los azahares, las sábanas maternas, los pasos calculados de mi abuela, las nueces tostadas, el clunc del mosaico traidor, el azúcar a punto de caramelo, la leche quemada, las locas chicharras, los olores a madera antigua y los pisos de barro encerado. También estoy hecho de naranjas verdes, dulces o podridas; de miel de azahar y jalea real. Estoy hecho de cuanto en esa época tocó mis sentidos y la parte de mi cerebro donde guardo mis recuerdos.

Si hoy pudiera llegar solo hasta allá para ver la casa y sentirla de nuevo, lo haría.

Pero soy viejo. Los hijos que me quedan —y ahora hasta mis nietos— toman las decisiones por mí. Hace años que no me dejan manejar un auto ni llenar un cheque. Me hablan como si no los oyera o no los entendiera. La verdad, aquí lo confieso, es que oigo, pero no escucho. Será que no quiero. Es cierto —admito— que mis ojos no funcionan tan bien como antes, que mis manos me tiemblan, que mis piernas se cansan y que la paciencia se me agota cuando me visitan nietos y bisnietos, pero aunque estoy viejo no soy incompetente. Conozco el día en que vivo y el desorbitante precio de las cosas: no me gusta, mas no lo ignoro.

Sé a la perfección cuánto me costará este viaje.

Tampoco por viejo hablo solo ni veo cosas que no están. Aún no. Distingo entre un recuerdo y la realidad, si bien cada vez me encuentro más atraído por los recuerdos que por la realidad. Repaso en la privacidad de mi mente quién dijo qué, quién se casó con quién, qué sucedió antes y qué después. Revivo la dulce sensación de estar escondido entre las ramas altas de un nogal, estirar la mano, arrancar una nuez y partirla con el mejor cascanueces que he tenido: mis propios dientes. Oigo, huelo y siento cosas que son tan parte de mí hoy como ayer, y que brotan desde dentro. Alguien puede partir una naranja a mi lado, y al llegarme el aroma la mente me transporta a la cocina de mi mamá o a la huerta de mi papá. Los botes comerciales de leche quemada me recuerdan las manos incansables de mi abuela, que pasaba horas meneando la leche con azúcar sobre el fuego para que se quemara sin tatemarse.

El sonido de las chicharras y las abejas, que ahora se oye poco en la ciudad, me obliga a viajar a mi niñez, aunque ya no pueda correr. Todavía busco con el olfato algún indicio de lavanda y lo capto aun cuando sé que no es real. Al cerrar los ojos por la noche oigo el clunc del mosaico, las vigas de madera que truenan y los postigos que golpean, pese a que en mi casa de ciudad ya no tenga mosaicos sueltos ni vigas ni postigos. Me siento en mi casa, la que dejé en la infancia. La que dejé demasiado pronto. Me siento acompañado, y me gusta.

3

La mecedora vacía

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