PARTE I
EL CERDO
1
Aunque me quieran engañar, yo sé que en realidad no se trata de una fiesta de despedida organizada especialmente para mí. Lo que están haciendo es aprovechar la cena que ofrecen a los que vienen de otras partes del mundo a una reunión de trabajo en Atlanta, para poder exhibir ante los nuevos talentos que me están dando un adiós formalmente irreprochable, después de haberme tenido veinticinco años dedicado a hacer de esta empresa la ganadora del título The best place to work por ocho periodos consecutivos.
La cita es en un restaurante italiano del centro de corte posmoderno. En cuanto hago mi entrada al local se me viene encima un escándalo de voces y risas que se mezclan y muestran su teatralidad en el espejo que cuelga de la pared. Por lo visto el evento está siendo un éxito. Siempre, en recepciones de este tipo repiten la puesta en escena, reservan un privado y antes de pasar a la mesa nos ofrecen unos vinos demasiado producidos de Napa Valley que sirven en copas gigantescas de cristal irrompible. No conozco ni a la cuarta parte de la gente que está aquí porque, últimamente, han estado haciendo limpia de muchos de mis antiguos colegas de otras regiones del mundo. De vez en cuando hay que renovar la casa con sangre nueva, dicen. Es una vieja práctica de depuración que se aplica cada cinco o seis años en la compañía, como si trataran de darle una ayudadita a Darwin y la selección natural. Es una forma muy efectiva de templar el ánimo de los que se quedan, dicen. Lo he vivido muchas veces desde que estoy aquí, pero hasta ahora notaron que me llegó la fecha de caducidad. Yo, desde hace tiempo lo sabía y vivía angustiado porque después de que me caiga la guadaña no sé que voy a hacer para sobrevivir.
Veo con terror que Chuck Valley, mi jefe en Atlanta y anfitrión de la noche, se me acerca peligrosamente, me toma del brazo y lanza su sonriente boca de dientes perfectos contra mi oído. Su aliento caliente me repugna, huele a pescado combinado con vino tinto. Murmura algo que tiene que ver con que mañana a primera hora quiere hablar conmigo en su oficina, o eso es lo que alcanzo a entender, porque cuando me hablan en inglés en medio de tanto escándalo de voces y de música entiendo la mitad. Asiento con la cabeza y también sonrío como un idiota. Suelta mi codo y lo veo alejarse entusiasta entre la gente.
De tantas reuniones en inglés que he sufrido estoy acostumbrado a entender con pocas palabras. Mi nivel de dominio de esa lengua es uno de los pretextos oficiales para echarme, según me explicó mi jefe de México, aunque los dos sabemos que eso no es verdad, que existe un motivo adicional que él y yo conocemos de sobra. Cuando se quieren deshacer de alguien en nuestro mundo de empresa siempre ha sido un clásico el: ya no tienes el perfil, la barra subió y te quedaste abajo, no hay nada que hacer. Lo he oído decenas de ocasiones durante el cuarto de siglo que llevo trabajando aquí y también me ha tocado asestarlo algunas veces. Hace tiempo nos dieron un curso para estar preparados para comunicar ese tipo de noticias difíciles, porque, según aprendimos, la gente puede reaccionar de muchas maneras y tenemos que estar prevenidos para no llegar a mayores. Sin parpadear siquiera ni mover un solo dedo he presenciado escenas donde se echan a llorar los ejecutivos más seguros de sí mismos, y se vuelven fríos como el hielo o se lanzan a los golpes las mujeres más dulces y comedidas.
La verdad es que después de los años que lleva mi jefe de México haciéndome todo tipo de difamaciones con tal de que desapareciera por mi propio pie, es un milagro que todavía me levante de la cama y llegue a trabajar todos los días. Lo que parecería más raro es que yo lo haya permitido, pero cuando estuve en terapia comprendí que lo hice por varios motivos: el primero es que una de mis virtudes consiste en no rendirme ni ante la evidencia, según bromeaba mi mujer, Emilia, en los buenos tiempos, y en consecuencia conservaba la esperanza de que algo milagroso ocurriría, como que el cerdo de mi jefe de un día para otro se iba a volver comprensivo y decente, o que la justicia divina se lo iba a llevar al más allá, o sus jefes le iban a dar un puesto en otro país. El segundo es que mi madre tuvo que deslomarse trabajando para mandarme a la universidad, y me aterra la posibilidad de volver a la época en que contábamos los pesos, angustiados de que no fueran a alcanzar para llegar a fin de mes porque, además, por esos años tenía que pagar el juego de aretes y collar de esmeraldas colombianas que se le ocurrió comprarle en abonos a un agiotista, las únicas joyas de verdad que tuvo. Y el tercero, aunque suene horrible, es que como yo he sido parte de este juego siento que llegó el momento de pagar algunas culpas ahora que me toca estar del lado de los perdedores. Además, tanto tiempo de sufrir el acoso de mi jefe acabaron por mermar mi seguridad e iniciativa para buscar trabajo en otro lado. No digo esto último porque me quiera excusar ni tampoco porque me crea una víctima. Hace mucho que comprendí que la vida no es justa, como dice Bill Gates, y que a nadie le importa mi autoestima. Lo que pasa es que me molesta que se utilice mi nivel de inglés como pretexto para despedirme, como si de un día para otro las exigencias de la empresa en ese sentido hubieran cambiado. Aún cuando acepto que nunca conseguí expresarme y entender ese idioma al cien por ciento, a pesar de haber dedicado largas temporadas de mi vida a tomar clases con todo tipo de métodos, tan tan mal, no estoy. Hubiera sido mucho más honesto que el cerdo de mi jefe me llamara para decirme, mira, creo que ya llegó el momento de que te vayas, hace mucho que no te soporto, tú y yo sabemos por qué. Yo lo habría entendido de inmediato, incluso estoy seguro de que me habría sentido liberado. Pero el mundo de las corporaciones no es así, aquí adentro a nadie le gusta decir las cosas por su nombre.
—No te preocupes —me pidió el retorcido de mi jefe de México días después de que me despidió—, nadie tiene por qué enterarse de que la decisión no fue tuya. Incluso vamos a organizarte una despedida y me voy a encargar de mandar un comunicado donde quede claro que has resuelto retirarte, después de años entregado en cuerpo y alma a hacer de esta compañía la gran familia que ha llegado a ser. Tú lo sabes tan bien como yo, así lo hemos hecho siempre y, siendo realistas, lo que menos quiere la gente es saber la verdad. Al final te vamos a entregar tu dinero y te vas a sentir bien. Y te aseguro que dentro de unos años tú mismo vas a estar convencido de que te fuiste porque eso era lo que querías.
Aunque lo deteste debo reconocer que en parte tiene razón. Cada vez que he ido a una de estas reuniones de trabajo que organizan en home office me presento con la sensación de ser un intruso disfrazado de empleado modelo, y mi único objetivo mientras dura es que nadie note que no soy lo que parezco. Además, para ser sincero, desde hace tiempo que todo lo que se esperaba de mí me resultaba cada vez más absurdo e inútil, en pocas palabras una verdadera pérdida de tiempo y, eso, en el fondo, me hacía sentir un farsante.
He participado en infinidad de esas juntas a lo largo de mi carrera y muy pocas veces he sido desenmascarado. Al inicio de esos encuentros puedo defenderme bastante bien, pero conforme va avanzando el día me canso, pierdo la atención y termino inventándome historias sobre cualquier cosa para entretenerme. Así me sucedía cuando me aburría en el salón de clase desde que era niño, y por eso tuve que desarrollar estrategias para hacerme presente sin llegar a convertirme en el centro del salón. Por ejemplo, en los eventos para socializar, como éste, que buscan fomentar el trato informal entre los empleados del mundo, lo que mejor me sale es vagar por allí con una copa en la mano. Sonriente y aparentando despreocupación intento evitar el cruce de miradas con alguien ávido de aprovechar el momento para relacionarse con la mayor cantidad de gente posible. Soy experto yendo de un lado para otro del salón con pasos decididos, como si me estuviera dirigiendo hacia determinado rincón donde hay una persona que no existe, a la que necesito consultarle algo urgentemente. Luego de haber recorrido varias veces el lugar me preocupa que alguien se percate del timo, y por lo tanto aplico una táctica más sofisticada. Procuro hacerme sitio en uno de los grupos donde se está conversando animadamente, cosa que no es difícil, pues todo mundo está deseoso de demostrar que es amable y ocurrente. Cuando logro introducirme en uno de esos grupitos, después de los saludos y las presentaciones de rigor, simulo interés y me pongo a escuchar, y en cuanto capto que alguien dirige una mirada amigable hacia mí, abro los brazos, lanzó una pregunta y espero a que los demás contesten. Para eso tengo preparado un arsenal de interrogantes sobre temas de actualidad que, con la práctica, he conseguido pronunciar con un leve y estudiado acento hispano. He observado que mientras más mediático es el asunto que pongo sobre la mesa es mejor, porque así se lanzan todos a la discusión y se olvidan de mí por un rato. Al final me escabullo antes de que me toque dar mi punto de vista. Alguna vez me pasó que no pude huir a tiempo. Recuerdo mi sufrimiento al tratar de encontrar las palabras para explicar mis ideas, que suelen ser barrocas, sobre la última oleada de migrantes del África subsahariana a Europa. Conforme iba yo añadiendo trabajosamente una palabra tras otra, mi pequeño público me escuchaba cada vez más angustiado, hasta que me encontré en un callejón sin salida y mi cerebro dejó de dictarme las palabras en inglés que hacían falta para continuar con mi exposición. Para entonces tenía la frente perlada de sudor, sentía que la cara me iba a explotar y, cuando concluyeron que mi descontrol no se debía a un aneurisma, voltearon hacia otro lado y se pusieron a hablar entre ellos de otras cosas como si yo hubiera desaparecido repentinamente. No los puedo culpar por eso, es horrible presenciar el espectáculo de ver a alguien hacer el ridículo.
Pero salir airoso en las reuniones de trabajo ha sido mucho más difícil para alguien como yo. Eso me ha obligado a aplicar un arte más elaborado. En esos encuentros generalmente soy el único latinoamericano encargado de representar la voz de mi región ante un grupo formado por sudafricanos, asiáticos, estadounidenses, árabes y europeos. Les daba, como ahora, por juntarnos dos o tres veces al año en algún lugar del planeta, según ellos para discutir proyectos de impacto global que en realidad ya tenían decididos. Mis amigos envidiaban mi suerte, pero yo acudía sintiéndome el empleado más miserable del mundo. Parecía que me dirigía al cadalso. Me recuerdo arrastrando los pies y la maleta por los principales aeropuertos del globo con un hueco en el estómago que me hacía tener que cargar botellas de Melox y cajas completas de Omeprazol o Ranisen. Cuando llegaba al hotel pedía al cuarto una hamburguesa con papas para que nadie me viera hasta el día siguiente en que nos encontrábamos todos en el salón, listos para la batalla. Mi estrategia consistía en ser el primero en lanzarme al ruedo. Preparaba desde semanas antes mis argumentos, que ensayaba procurando el tono preciso para que tuvieran el apropiado toque de contundencia y desafío, pero también de humildad. De inmediato percibía la atención del grupo sobre mí, el respeto que al principio imponía mi incipiente calvicie en esos jóvenes adultos pasados por las mejores universidades del planeta, pero sin ideas propias. Yo sabía bien que mi experiencia cada vez la tenían menos en ese salón, pues en cada junta me enteraba de que ya habían sustituido a dos o tres más de las caras viejas que antes nos encontrábamos allí. En cuanto lanzaba la primera provocación, me ganaba el reconocimiento de los nuevos, pero conforme iban pasando las horas y los días, iba perdiendo interés y presencia, mientras que los nuevos se mostraban más aguerridos a cada minuto, más apasionados y participativos. Para mí eran puras necedades lo que decían y lo único que quería era largarme de allí cuanto antes. Estaba harto de los working lunch donde teníamos que comer en el salón dizque para aprovechar mejor el tiempo (puro marketing para engañar a los nuevos), sándwiches descomunales, ensaladas con trozos de tocino frío o rebanadas de huevo duro y pizzas atascadas de queso barato a las que yo les tenía que sumar una pastilla de Ranisen para poder digerir. Al final quedaba un olor asqueroso en el salón. Y más tarde venía un negro, tan obeso que para poder avanzar se balanceaba de un pie a otro como si fuera un muñeco de cuerda, a dejarnos galletas con nueces de macadamia, paletas heladas Häagen-Dazs, refrescos, jugos hechos de saborizante artificial y azúcar, café, más café y té negro, porque eso sí, se esmeraban en atendernos bien aunque fuera a su manera. El grupo ocupaba horas que se convertían en días enteros a encontrarle tres patas al gato y a nadie parecía importarle tanto desperdicio de dinero, de tiempo, para tan escasos y rebuscados resultados. Qué alivio que ya nunca más voy a volver a vivir eso, aunque sé que en estos días todavía me falta dar el último tirón. Ésa es la razón por la que estoy aquí, dispuesto a aguantar hasta el final con una sonrisa corporativa congelada en la cara.
2
Acabo de desaparecer de un grupo de animados conversadores cuando me ataja una mujer que no había visto nunca. Es alta y desgarbada como un pajarraco y lleva colgando del cuello un collar de eslabones dorados que resalta sobre su blusa opaca y negra. Me está poniendo nervioso. Tiene el gesto de la principiante que quiere ser simpática y el hambre que, supongo, dará pertenecer a la primera generación de mujeres de la familia que fue a la universidad. Es el perfil típico de las nuevas contrataciones. Se le nota entusiasmada por aprovechar el tiempo para dejar su huella en la mayor cantidad de gente posible. Qué absurdo, pienso, eso es lo que les inoculan en sus costosas escuelas: la ansiedad por volverse populares.
No puedo dejar de observar que tiene una palidez enfermiza y los ojos demasiado separados y claros cuando me está explicando que acaba de entrar a la compañía, a la oficina de Sidney desde donde controlamos, recita como una escolar, además de Australia, Nueva Zelanda, Indonesia, Vietnam, las islas Filipinas y Nueva Guinea. Pobre.
—He leído que últimamente la inmigración se ha convertido en un problema en Australia —intervengo yo para ahuyentar el tema oficina—, y que el gobierno ha hecho tratos con los países vecinos para que los detengan antes de tocar suelo australiano.
—Van muchos de Reino Unido —contesta ignorando mis palabras y mirándome con ojos de no me gusta hablar de eso—, y de Estados Unidos.
Pero yo sé que está mintiendo e insisto en las minorías que se desplazan de todas partes de Asia, me lo acaba de contar Emilia, mi mujer, que es socióloga especialista en migración.
—Bueno, sí, de la India llegan algunos —reconoce al fin—, pero no son tantos.
Se nota que no tiene ni idea de lo que está sucediendo en su país, o no quiere confesarlo.
—Y de China, de Indonesia, de Filipinas, ¿no llegan también carretadas de migrantes? —añado con saña—, incluso he oído que en tu país hay campos de refugiados.
—No, actually not…, well, Australia es un país muy despoblado…, and ¿what is doing Mexico with Central America migration?
—México hace tiempo que dejó de ser un país civilizado —contesto cortante—, así que no es extraño que ahí suceda cualquier cosa.
3
Más tarde nos encontramos todos en una larga mesa frente a nuestros platos. Chuck Valley me hizo sentar en un lugar principal, justo enfrente de él, porque, según le explicó a todos, la próxima reunión ya no vendré y por lo tanto soy el invitado de honor. La entrada que tienen preparada es espagueti con camarones o crema de espárragos, a elegir, y como plato fuerte pescado, carne o pollo, todo a la parrilla y todo acompañado con ensalada o verduras a la parrilla. La cena transcurre de manera predecible y aburrida. De vez en cuando alguien me hace una pregunta insulsa por amabilidad, ya todos saben que vincularse conmigo en este momento podría resultarles más perjudicial que beneficioso, y para qué arriesgarse.
Ya en los postres Chuck pregunta sin mayor preámbulo, barriendo la extensa mesa con la mirada brillante de quien ya bebió más de la cuenta:
—Terry Rosen, ¿la recuerdan?
Nadie se da por aludido. Parece que yo soy la única persona en esa cena que la conoció además de Chuck. Es una rubia llena de energía que contrataron hace como dos años en Atlanta para hacerse cargo del lanzamiento de ya no recuerdo que producto, en los países clave para el negocio. Si mal no recuerdo cuando llegó a la empresa corría el rumor de que se acababa de divorciar de un heroinómano, y se decía que descubrir que el amor de su vida era un vicioso de las drogas duras había sido tan fuerte para ella, que abandonó el trabajo que tenía en Phoenix, Arizona, la ciudad donde siempre había vivido. Desde la primera vez que nos expuso su proyecto se notaba a leguas que necesitaba con desesperación la aprobación del público. Había una suerte de masoquismo en su personalidad y una profunda necesidad de quedar bien. Seguro la maltrataba su padre y luego su marido. Cuando explicaba su proyecto se dirigía a nosotros con un tono condescendiente, como si fuéramos un grupo de ancianos a punto de irse de este mundo, de niños o de retrasados mentales a los que hay que felicitar por cualquier cosa que hagan. No se cansaba de repetir good point abriendo los ojos desmesuradamente y enseguida aplaudía con entusiasmo nuestras intervenciones, por muy anodinas que éstas fueran.
—Pues resulta que Terry se casó —insiste Chuck con una sonrisa maliciosa—, con Iconomopulos Raptis —explica después de una de esas pausas que sirven para fijar la atención de la audiencia—, un griego que tiene un restaurante de hamburguesas de carnero por aquí cerca, no sé si lo han visto.
—Qué asco, nunca había oído que existieran las hamburguesas de carnero —murmura un hombre rubio que está sentado junto a mí.
Nadie en la mesa parece entender muy bien de quién está hablando Chuck pero a él le da lo mismo. Por alguna razón se percibe que esté repitiendo una historia que no ha dejado de circular por los pasillos de la empresa para hacer reír.
Recuerdo que Terry y yo alguna vez coincidimos en Buenos Aires, donde había ido a explicar su proyecto a los directivos de por allá, y acabamos cenando solos en un restaurante argentino que estaba de camino a nuestro hotel luego de que ninguno de nuestros anfitriones nos pudo acompañar, tenían que atender a sus familias. Habíamos llegado esa mañana directo del aeropuerto a la oficina después de pasar toda la noche en el avión, y aunque nos sentíamos demasiado cansados estábamos dispuestos a sacarle un poco de jugo a la única noche que pasaríamos en esa ciudad que ella no había pisado nunca. El lugar no era nada lujoso y en mi experiencia era el mejor restaurante del centro. Pedimos churrasco, vino y ensalada de tomate con cebolla, como debe ser la primera vez que se visita ese país, según todo mundo afirmaba. Mientras me explicaba quién sabe que sandeces de su proyecto me asombró notar que tenía unos ojos verdes desmesuradamente grandes, lo mismo que la nariz y los pechos. Parece una muñeca inflable, pensé, e inmediatamente hice algo que no estaba planeado, me salió sin querer, yo creo que por el cansancio excesivo y por las dos botellas de vino que nos acabábamos de beber. El caso es que tenía una sensación de irrealidad que provocó que me pareciera lo más natural del mundo ponerme a acariciarle los brazos desnudos y los hombros como un autómata, mientras le compartía lo que acababa de pensar: que parecía una muñeca inflable, y luego le conté que acababa de leer en Facebook que en Corea del Sur abrieron el primer burdel del mundo de muñecas. No reaccionó. Yo creo que estaba tan afectada como yo por el vino y el agotamiento que no hizo nada para que detuviera mis caricias. De pronto me empezó a parecer que tenía la carne fofa. No es que estuviera gorda, rellenita sí y lustrosa, pero no gorda. Su silencio me estaba resultando muy extraño pues por las reuniones donde la había visto actuar, había supuesto que era de las personas que necesitan verbalizarlo todo. Otra cosa muy rara era que yo nunca antes había hecho ese tipo de cosas, y mucho menos con una mujer que trabajara en la compañía. Así nos quedamos un rato, yo acariciándole los brazos y los hombros y ella mirando para cualquier lado, hasta que el mesero retiró los platos y nos llevó una copa, como un dedal, de limoncello, cortesía de la casa, dijo, junto con la cuenta. Resultó ser una bebida fosforescente asquerosamente dulce. Después de probarla ella sacó una enorme lengua rosada y se la limpió con la servilleta que puso enfrente de mí. Me dieron ganas de meter mis dedos en su boca, pero lo único que hice fue limpiarme también la lengua con la misma servilleta con que ella lo acababa de hacer. Sonrió, aunque tampoco dijo nada. Parecía que el juego se trataba de ver quién era el primero en abrir la boca. Yo no me iba a dejar ganar. Unos minutos después caminábamos muertos de risa hacia el hotel que estaba a cuadra y media, por las estrechas banquetas del centro de Buenos Aires.
4
—¿Y saben cómo se vistió Iconomopulos Raptis para la boda? —oí que Chuck preguntaba a la audiencia a punto de carcajearse—, Iconomopulos Raptis se disfrazó del oso de las promociones de Navidad de la compañía. ¡El calor que habrá sentido ese guy allá dentro! —exclamó—, yo lo sé porque trabajé en Disney y me tocó entrenar a las botargas que se exhibían por el parque bajo el rayo del sol con dieciocho grados más que afuera —añadió con voz chillona—. Sólo soportaban estar en el exterior veinte minutos con el disfraz encima, y luego era un problema por las multitudes que querían tomarse una foto con Mickey o quien fuera para que les firmara un autógrafo. Hileras de niños agarrados de la mano de sus padres que la botarga tenía que despachar en unos cuantos minutos para no caer desmayada. Aunque lo hacía rápido —explica con voz pastosa—, cuando ya no podía casi mantenerse en pie, el Pato Donald o Mimi agitaba la mano para despedirse y dejaba plantado a todo mundo. Así que imagínense nada más a ese pobre guy, Iconomopulos Raptis, teniendo que aguantar toda la ceremonia de casamiento sin quitarse el traje de oso que hacía que su Terry Rosen estuviera tan orgullosa de él ese día.
Chuck termina su historia con una risotada. Los demás en la mesa también se ríen, por condescendencia con el jefe.
Terry Rosen y yo habíamos llegado a nuestro hotel de Buenos Aires después de beber y cenar. Recuerdo que cuando paró el elevador en el piso donde estaba mi cuarto, ella fue tras de mí sin decir nada. Dejé que se metiera en mi habitación y la vi sentarse al borde de la cama como si nada. Cada vez me sentía en un estado de relajación más raro, como si estuviera drogado. A lo mejor estaba descompuesta la carne. Ninguno de los dos hablábamos. Me puse delante de ella, me incliné y topé mi frente con la suya pero tampoco reaccionó. Luego puse la mano en su nuca y ella hizo lo mismo conmigo. Se me ocurrió que tal vez quería jugar a imitar todo lo que yo hiciera. Para comprobar si era cierto lo que pensaba me desabotoné la camisa y ella repitió lo mismo con su blusa. ¿Realmente estaba pasando lo que estaba pasando? Nos empezamos a reír como si nos acabáramos de fumar un cigarro de mariguana. Se me ocurrió ponerme en cuatro patas y me dio por ladrar. Yo estaba contentísimo viendo que Terry también en esto me copiaba y muy pronto nuestros ladridos se transformaron en aullidos que cada vez aumentaban más el volumen. Cuando sonó el teléfono ni siquiera lo oímos y tuvieron que mandar a un guardia del hotel a tocar con la mano abierta nuestra puerta. El tipo nos explicó que alguien se había quejado, que, por favor no hiciéramos tanto ruido y cuando se fue nos pusimos a retozar y a ladrar como perros afónicos. Más tarde, lo único que recuerdo es que ya no quedaba nada para beber en el servibar y estábamos completamente desnudos, y que cuando vi su pubis rasurado me dio tristeza y le dije que no me parecía justo que las mujeres tuvieran que hacer eso para complacer a los hombres. Ella se me quedó mirando como si yo fuera un marciano y me pidió que no dijera idioteces, afirmó que se sentía muy bien así y se rió divertida. Nos tiramos en el suelo abrazados y tratábamos de tener sexo como si fuéramos perros, pero no pudimos porque nuestros cuerpos actuaban de manera torpe. Estábamos demasiado borrachos. Yo no conseguía tener una erección a toda regla y cada vez que ella intentaba ponerse en cuatro patas se iba de lado y se caía sobre la alfombra con un ataque de risa. Para resolver ese asunto ella ideó que hiciéramos ciertas cosas que terminaron agotándonos y que nunca he vuelto a repetir con nadie más. Al final nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente ella ni se movió cuando sonó el despertador. Nos habíamos dormido desnudos y ni siquiera nos preocupamos por taparnos con la sábana. Vi que tenía un lunar grande en la nalga derecha, como una mancha, y me dieron ganas de besarlo. Sentí en la espalda el frío del aire acondicionado y lo apagué. Aunque me dolía la cabeza y me sentía cansado como si hubiera pasado la noche en blanco, me metí a bañar. En pocas horas tenía que tomar un avión para asistir esa tarde a una reunión de la compañía en la oficina de Río de Janeiro. Mientras me ponía el pantalón me fijé que sus muslos eran realmente hermosos aunque, viéndolo bien, demasiado pálidos. Me acerqué a su cara para verla dormida y percibí un rastro húmedo en la almohada, a un lado de su boca. Antes de salir de la habitación le cubrí el cuerpo con la sábana cuidando de que no se fuera a despertar. Thanks, you are a very special girl, escribí en una nota que dejé sobre el buró. Meses más tarde recibí un correo, que no contesté, con sus mejores deseos por las fiestas de fin de año. Nunca más la volví a ver. Ahora pienso que me entristece no haberla buscado después, aunque en el fondo sé que no lo hice por miedo a encariñarme, ya sabemos el problema en que se acaba convirtiendo ese tipo de relaciones cuando uno está casado. Tampoco volvimos a coincidir en las reuniones de trabajo. Al poco tiempo de eso me enteré de que la habían mandado a un short time assignment, me parece que a Sudáfrica, y alguien me contó que cuando regresó le dieron una posición que ya no tenía ninguna relación con América Latina.
Siento que terminé de estar en esta cena. Me le quedo viendo a Chuck que está sentado frente a mí con cara de borracho, a ver si logro que volteé a verme. Al notar que no me hace caso, le hago señas con las manos.
—Ya me voy —le susurro estirando el cuello todo lo que puedo a través de la mesa—, estoy despierto desde las cinco de la mañana.
Lo observo recomponer a medias la sonrisa que me fastidia tanto.
—Thank you for everything, and congratulations, my friend —exclama en voz alta para que todos lo oigan, y hace como que brinda con la copa tambaleante.
Levanto una mano abierta como despedida y él me responde guiñando el ojo derecho. Me pongo de pie y volteo a izquierda y derecha de la mesa al mismo tiempo que me dirijo a la concurrencia que no para de parlotear:
—Guys, guys —grito, mientras golpeo con la cuchara mi copa vacía, para llamar su atención—. Good night, and thank you so much. See you tomorrow.
La noche tiene una temperatura perfecta. Minutos más tarde manejo hacia el hotel con la ventana abierta y me imagino a Terry Rosen vestida de novia saliendo de la iglesia muy orgullosa del brazo del oso que usa la compañía para promoverse en Navidad. Qué extrañas son las cosas que suceden a veces en el mundo, me digo, tal vez Terry Rosen y yo, en algún momento, hubiéramos podido ser buenos amigos.
5
Acabo de llegar al hotel después de la cena y son cerca de las once de la noche. Al principio de nuestra relación Emilia bromeaba con que me cambiaría mi gen del sueño por lo que le pidiera, y se reía. Últimamente, cuando vengo a Atlanta me quedo en el hotel MW de la zona de Lenox pero en otras épocas nos hospedábamos en el CR, que estaba decorado con la pretenciosa decadencia de los republicanos sureños. Algunas veces, cuando mi jefe de México, también conocido como el cerdo, el puerco o el marrano, no venía con nosotros, volvíamos al hotel después del trabajo y nos metíamos al bar de la planta baja, que estaba siempre a reventar de ejecutivos y cuarentonas de cacería arregladas a todo lo que daba. Amplios cortinajes de terciopelo bordados de oro al estilo Trump, sofás estampados, cómodos sillones de cuero y enormes pinturas de señoritas decimonónicas ataviadas con ostentosos trajes de brillantes sedas que, echadas en el campo primaveral, miran con picardía al espectador. Era como un sueño irreal. Al final uno salía de allí con una sensación de desconsuelo.
No volvimos a quedarnos en el CR después del problema que hubo con el cerdo. Antes se hospedaba ahí varias veces al año y los empleados del hotel lo odiaban por sus pretensiones de rock star, pero más por el trato humillante que les daba. Cada viaje que me tocaba coincidir con él era lo mismo. Por la tarde que regresábamos luego del día de trabajo, antes de salir a cenar, nos pedía a los dos o tres de más confianza que nos reuniéramos en el salón del piso ejecutivo en el que estaba su habitación. Ahí la bebida era gratis, y como no quería que los demás clientes lo vieran emborracharse sólo inventaba que teníamos que trabajar, nos hacía redactar correos cada vez más incoherentes o diseñar presentaciones en Power Point que jamás iba a ver nadie y mientras tanto se ponía a beber un vodka con hielo tras otro como un cosaco, hasta ponerse necio y violento, o humilde e insinuante con el mesero en turno. El problema se dio cuando trató de tocarle los bíceps a un joven mesero que le estaba sirviendo otro vaso de vodka. Para ese momento llevaba por lo menos una hora molestándolo con que confesara lo que hacía para tener esos brazos musculosos, esos hombros tan cuadrados, esas piernas. El joven acabó tan molesto que fue a buscar al capitán, quien para resolver el asunto, levantando las cejas, le explicó al cerdo que ya había consumido mucho vodka y era política del hotel cuidar de sus clientes cuando estaban en sus instalaciones. El cerdo se le quedó viendo con mirada de vaca por un instante y enseguida gritó:
—No voy a permitir que me discriminen por ser latino —y se lanzó a perseguir al capitán que se puso a correr entre las mesas hasta que desapareció atrás de una puerta.
Esa noche no fuimos a cenar. Nos trasladamos al cuarto del cerdo donde, luego de reclamarnos con voz torpe que siendo latinos como él lo habíamos dejado solo, se sirvió un chorro de vodka de una botella de Absolut que sacó de la maleta, y nos hizo redactar una carta dirigida al director general del hotel donde amenazaba con hacer público que en el CR se discriminaba a los latinos si no despedían al mesero y al capitán que, según él, lo habían ofendido. Aunque al final lo consiguió, la causa por la que nos prohibió volver ahí fue enterarse de que la gerencia del hotel se había quejado con sus contactos de la compañía en Atlanta de lo incómodos que les resultaban a otros clientes los constantes escándalos del puerco.
6
Siento como si me hubiera quedado sordo y ciego en este cuarto a prueba de ruidos, donde la opacidad de la cortina impide que se cuele el más mínimo resquicio de brillo exterior. Como no soy de los que acostumbran usar pastillas para dormir, como Emilia, no sé qué voy a hacer esta noche. Apenas acabo de apagar la lámpara cuando se me vuelve a venir a la cabeza el puerco de mi jefe de México. Es increíble, aunque en todo el día no hice nada que valiera la pena, estoy tan cansado que no puedo dormir. Después de que me despidieron ya no tiene mucho caso denunciar al cerdo, pensarían que lo hago por resentimiento y nadie me tomaría en serio. En el fondo dejar la compañía me da un sentimiento de libertad. Lo único que voy a extrañar es el dinero. Estoy demasiado cansado de esta sensación de absurdo. Hubo años completos en que cada mes tenía que estar en Río de Janeiro y Buenos Aires, meses enteros de trabajos que me obligaban a trasladarme cada semana a Costa Rica, a Lima, a Bogotá. No daba tiempo más que para ir del aeropuerto al avión, de ahí al hotel y luego a la oficina. Por la noche nuestros contactos locales nos llevaban a restaurantes elegantes y a veces acabábamos bebiendo en un oscuro bar y hablando de chismes de oficina. Y todo para enseñarle a una bola de borregos a hacer lo que algún supuesto gurú de home office había decidido que le convenía a la compañía para posicionarse mejor. A eso le llaman liderazgo. Ya sé que hubo un momento en que el trabajo me parecía estimulante, lo que pasa es que se me acabó el ánimo de seguir jugando a creer que el sentido de la vida estaba ahí, o sucedió que el cerdo se empeñó en hacerme ver que ya había dejado de serles útil.
Me revuelvo en la cama. Si sigo rumiando mis obsesiones mañana voy a llegar en blanco a la junta, y al verme así todos van a concluir que qué bueno que despidieron al viejo calvo que representaba a América Latina. Pero no puedo parar. No dejo de preguntarme qué fue lo que pasó, y vuelvo a sentir un coraje contra mí que se confunde con el que me produce el cerdo. Hace más de cinco años que lo trajeron a México. Un cubano resentido, educado en Miami, que venía de desempeñar un puesto mediocre en Atlanta, y que cada dos o tres semanas se pinta el pelo de un tono rojizo y jaspeado. Está casado con una mujer inútil llamada Melisa, que disfruta sembrándole a su marido cizaña en la cabeza sobre éste u otro empleado que ella cree haber descubierto que le gusta a su marido. No me acuerdo quién le puso el apodo, pero sí sé que fue cuando advertimos que era un rastrero y que no había nada verdadero en lo que decía o actuaba.
Lo primero que hizo cuando tomó el puesto fue reunirnos en la sala de juntas del piso ejecutivo, alrededor de la gran mesa. Escogió la silla de la cabecera, como correspondía, frente al ventanal con vista al castillo de Chapultepec, que tenía en uno de sus extremos una bandera tricolor ondeando. En cuanto se sentó subió la altura de su silla lo más alto posible, de forma que su cabeza sobresalía de entre las nuestras, aunque debajo de la mesa le colgaran las piernas. Nos expuso que el mundo y la empresa estaban cambiando, que a partir de ahora entre él y Atlanta iban a decidir lo que se hiciera en México, y que lo que se esperaba de nosotros era que lo ejecutáramos con calidad y velocidad.
Semanas más tarde con el pretexto de celebrar un cumpleaños fuimos a un bar cercano donde había un grupo de música en vivo de los setenta y ochenta, Gloria Gaynor, los Bee Gees, puras cursiladas. Nadie faltó porque el marrano había convocado y ninguno quería quedarse atrás. Nos apiñamos en un rincón alrededor de cuatro o cinco periqueras. Había mucho movimiento, ruido, música. Resultó que se sabía de memoria todas las canciones, que coreaba orgulloso con voz estudiada y, como era su costumbre, no dejaba de beber vasos de vodka a tope. Trataba de obligarnos a cantar y a gritos nos contó que había conocido a Melisa, su mujer, cuando se integró en el grupo de cheerleaders del equipo de futbol americano del high school. Me paré al baño y al minuto llegó el puerco y se instaló en el mingitorio de al lado.
—Hi, man —saludó.
—Hola.
Noté que me miraba con insistencia y giré la cabeza hacia él.
—A mí me gusta divertirme de forma diferente, cuando quieras sólo dime —propuso con mirada brillante.
Me reí como si hubiera oído muchas veces propuestas de ese tipo. Me subí el cierre, di media vuelta y me escabullí del baño apresuradamente. Esa noche no volvimos a cruzar palabra. Yo percibía desde mi lugar que se esforzaba por fingir que no le importaba que lo hubiera desdeñado. A partir de ese momento daba muestras excesivas de camaradería con todo mundo menos conmigo, brindaba haciendo alharaca, los abrazaba, les hablaba al oído y los tocaba como si fueran sus grandes compinches. Estuvo a punto de besar en la boca a Claudio, uno de los compañeros, pero éste se dio cuenta a tiempo y se hizo a un lado. El cerdo no paraba de hacer lo posible por convertirse en el centro de la fiesta, así somos los cubanos, repetía insistentemente, nos damos besos entre amigos y no pasa nada…, ustedes los mexicanos son muy machos. Todos aplaudían sus ocurrencias. Para esa hora las mujeres habían terminado amontonándose alrededor de una mesa desde donde nos veían y cuchicheaban.
Al día siguiente me llamó. Sonaba muy serio cuando me pidió ver el proyecto que estaba a punto de terminar con mi equipo. Dijo que en Atlanta le habían pedido que lo presentara lo antes posible. Pusimos fecha y el jueves estábamos en la sala de juntas, él en su silla subida lo más alto posible, y nosotros nerviosos y entusiasmados de poner a prueba un trabajo sobre el que habíamos puesto tantas expectativas. A los cinco minutos nos interrumpió.
—Ya, paren —exclamó haciendo aspavientos con las manos—. No necesito seguir oyendo para saber que lo que hicieron no sirve para nada —añadió antes de azotar contra la mesa la carpeta que le habíamos preparado con el trabajo—, lo que le hace falta a esto es dirección.
Sentí que la sangre se me subía a la cabeza. Los que trabajaban conmigo me veían con cara de qué le pasa a este animal, defiéndete. Me controlé como pude y le pedí que nos dejara terminar de exponer antes de reaccionar.
—Qué suerte tienen de que haya llegado yo antes de compartirlo con Atlanta —expuso con una sonrisa de suficiencia, fingiendo que no había oído mi petición—, porque si lo hubieran hecho los habrían despedido, pero no crean que les echo la culpa a todos.
Luego de una pausa, añadió:
—Les agradezco el esfuerzo pero les pido que todos salgan de aquí, excepto tú —y me señaló con el dedo mientras me clavaba una dura mirada en medio de las cejas.
Salieron los tres en fila india con la cabeza entre los hombros y yo me quedé a presenciar cómo se bajaba de su silla y aventaba con violencia nuestro trabajo al bote de basura.
—Así no vas a durar mucho —me amenazó y preguntó con voz grave—, ¿y ahora qué le voy a decir a la gente de Atlanta? ¿Cómo te voy a defender? ¿Explícamelo tú? Si me permites darte un consejo, lo que necesitan trabajar es —y se puso a trazar en una hoja una serie de diagramas alrevesados con puras obviedades. Al terminar preguntó—: ¿entendiste?, o se lo voy a tener que pedir personalmente a tu gente.
Me sentía tan mal que sólo asentí moviendo la cabeza.
—Otra cosa —agregó—, te prohibo que hables con Chuck Valley o con cualquier otro de tus contactos de Atlanta sobre el tema. Between girls, lo mejor para todos es que finjamos que esta reunión no existió y que se apresuren a sacar las cosas lo antes posible. Yo estoy aquí para ayudarte a ser exitoso —mintió.
Me guardé la hoja de papel con sus incoherentes trazos y cuando estaba a punto de abrir la puerta para desaparecer, añadió con la voz engolada:
—Ah, por cierto, algo que ya me explicarás algún día es cómo pudiste permitir que tu gente desperdiciara tanto tiempo y energía en eso. Estoy seguro de que con tu experiencia sabías que lo que estaban haciendo no tenía pies ni cabeza.
Fue la primera vez que tuve que reprimir el impulso de golpearlo, pero con el tiempo hubo muchas más. Salí de la sala mareado, temblando de pies a cabeza como un alcohólico.
