4
Ana, mi abuela, nació en Waranobich, un pueblo que le quedó chico desde sus primeros pasos. La visión de Ana llegaba hasta sitios tan lejanos que ni siquiera existían para los habitantes del pueblo.
Una niña de vestido al tobillo, pelo recogido, ojos azules que miran a través de las limitaciones impuestas a las mujeres. Naces, aprendes lo más elemental, te casas, traes al mundo muchos hijos. Si tienes la suerte de que sean hombres, habrás cumplido tu misión. Si no, entonces tu vida resultó vacua.
Punto.
Pero Ana estudiaba como si cada página leída, cada suma resuelta, cada nuevo conocimiento pudiera llevarla a un lugar que, por alguna extraña razón, había infiltrado sus sueños. Sus padres la veían con preocupación. Esta niña no es normal.
Terminó primaria. Entre sollozos y miradas de corderito convenció a su papá de que le permitiera seguir en el Gymnasium los estudios más elevados. Descubrió que existen profesiones que también las mujeres pueden ejercer. No ahí, pero sí en otros países, porque allá afuera hay todo un mundo que vive con pensamientos nuevos. Algún maestro con ideas progresistas siguió respondiendo sus preguntas y alimentando sus ansias. Hay mujeres abogadas, doctoras, dentistas… Eso quiero ser, dentista. El profesor se dio cuenta de que había cometido un error al sembrar en la jovencita un anhelo irrealizable. Eso no es posible en este país, le explica, y mucho menos en este pueblo. Sólo en lugares como América.
América se convirtió en el mantra de Ana.
Unos años antes, un hermano de su mamá había hecho el viaje al nuevo continente y de vez en cuando recibían cartas repletas de las narraciones de un lugar asombroso y libre, en el que todos son iguales, los judíos y los gentiles conviven en paz y si trabajas puedes tener cualquier cosa que desees.
América.
Ahora nada la puede detener, se va a ir a Nueva York, a la universidad de Columbia a estudiar odontología. En su tiempo libre aprende inglés con libros que el profesor le presta a escondidas.
Si realmente te quieres ir tendrás que aprobar los exámenes. Es casi imposible que acepten a una mujer y mucho menos rusa, pero podemos tratar. Tengo un amigo que está dispuesto a ayudarnos con los trámites. Me imagino que el profesor hizo esto para quitarse la culpa de haber metido ideas revolucionarias en la cabeza de una niña sin derecho a sueños propios.
Meses después, llega una carta. Ana está aceptada.
El profesor la abraza, llora. Quisiera ser él quien emprenda el viaje sin regreso. Para los viejos es demasiado tarde.
Ahora el problema es decirles a sus papás. Ana tiene dieciséis años, edad de encontrar marido, no una carrera universitaria.
Entra a su casa con la carta de aceptación en la mano. La cabeza inclinada. El aliento le sabe a miedo, pero no es el miedo de los pogromos, es una ansiedad de vida, de demasiada vida, de esa que casi no cabe por imposible.
Minka, su mamá, la ve entrar y se asusta, sabe que algo ha sucedido. Corre a abrazarla. Vienen a la cabeza imágenes de violaciones, de ultrajes. Ana extiende la carta. La lee sin entender, está escrita en inglés. Ana le explica lo que esas extrañas letras quieren decir.
A pesar de estar feliz con la noticia, la mujer no dice nada, no puede hablar antes de que lo haga su marido, sería ir en contra de su autoridad y eso está prohibido. Mandar a su primogénita al otro lado del mundo, sola, en una travesía desconocida, suena aterrador. Sin embargo, Minka tiene cuatro hijas. Cada noche suplica a Dios que las cuide. Cada vez que llegan soldados rusos a romper puertas con gritos y amenazas, ella esconde a las niñas en el horno del pan. Las primeras veces alguna de ellas lloraba. Después se acostumbraron a la oscuridad, a sentir el temblor de sus hermanas. Cuando pasa el peligro Minka las saca, agradeciendo haberlas salvado una vez más. Pero ¿cuántas veces tendrá esa suerte? Si Ana se va a América ya sólo serán tres nombres por los cuales exhortar al Creador. Tres cuerpos temblorosos en el horno. Tres y no cuatro.
De ninguna manera, grita Jacobo.
Cuando Ana está a punto de suplicar, de reclamar, su madre la detiene con esas pupilas que saben decirlo todo. Yo me encargo.
Sí, mi bisabuela siempre se hizo cargo de cualquier situación. Despacio, para que su marido continuara sintiéndose el hombre de la casa, el jefe de familia, creyendo ser él quien tomaba las decisiones que ella ya había resuelto. Esa noche, sorbiendo té caliente, bajo la luz de una veladora, le explicó cómo él prefiere que su hija vaya a vivir con los tíos ricos. Cómo él siempre ha sido más liberal y más inteligente que la bola de amigos del pueblo. Le recordó que para él la seguridad y felicidad de sus hijas está por encima de lo que otros puedan pensar.
A la mañana siguiente, dando un manotazo firme en la mesa de madera, Jacobo dijo, Ya lo decidí, Ana se va a América.
5
Queriendo alcanzar Nueva York, mi abuela llegó a México. Se llenaron las cuotas, explican apresurados los de la tripulación. ¿Cuotas? Nadie entiende de qué están hablando, ellos compraron un boleto para ir a América. Sí, esto es América, pero más abajo. ¿Debajo de la estatua? Asustados y confundidos, los viajeros desembarcaron entre marimbas y jarochos.
Queridos tíos:
Llegué a América, a un país que se llama México. Desviaron el barco, dicen que se llenaron las cuotas de entrada a Estados Unidos. No sé qué significa eso, la tripulación no tuvo mucha paciencia para explicarnos lo sucedido. Nos bajaron a empujones, para zarpar lo más pronto posible de las costas de este país que, al parecer, está en guerra. Por suerte aquí hay una comunidad judía que recibe a las personas que, como yo, no tienen familia. Voy camino a la capital, estaré ahí mientras encuentro la forma de viajar a Nueva York. Si ustedes pueden enviarme un poco de dinero, les aseguro que lo devolveré lo más pronto posible. Les mando la dirección en la que me estoy quedando.
Gracias por todo, queridos tíos, nos vemos muy pronto.
Los quiere mucho su sobrina,
Ana
Queridos tíos:
Imagino que no han recibido mis cartas. Me dicen que el correo de México es muy inseguro. La familia que me recibió se ha portado muy bien. Empecé a trabajar para pagar mi estancia.
Me contrató como costurera un señor muy amable. Me tiene infinita paciencia, pero yo no sé coser. Hago la mitad del trabajo en el doble del tiempo que mis compañeras. Hablé con él y le dije que me baje el sueldo. Creo que me va a despedir muy pronto.
Estoy ahorrando lo más posible para ir a Nueva York.
Si no me pueden mandar dinero no se preocupen, gano bien y casi no gasto en nada. Estoy tratando de comer poco para juntar el costo del boleto.
Los quiero mucho,
Ana
Queridos tíos:
Ha pasado un año desde que desembarqué. Me dice mi mamá que están bien gracias a Dios. No entiendo por qué no me han escrito. Les vuelvo a mandar la dirección en la que me estoy quedando.
Tuve la suerte de que me contrataran como encargada en la biblioteca de la comunidad judía de México. Soy una de las únicas mujeres que sabe leer y escribir. Ya tengo ahorrado suficiente dinero para pagar el pasaje, pero necesito que alguien en Estados Unidos me reciba. Sólo dejan entrar a aquellos que tienen familiares ya establecidos y una forma segura de mantenerse. Al parecer, cada día hay más personas huyendo de Europa.
Espero verlos pronto.
Con cariño,
Ana
Queridos tíos:
Conocí a un hombre maravilloso, se llama Moishe. Él llegó a México de Kiev y se ha hecho de un buen trabajo. Me pidió matrimonio y acepté.
Sé que siempre voy a preguntarme qué hubiera sucedido de haber llegado a Nueva York, a la universidad, a hacer una carrera. Pero estoy contenta con lo que el destino decidió para mí. Me caso en dos meses.
Espero que esta carta los encuentre con salud.
Ana
A Ana le fue muy bien. Estuvo más de sesenta años junto a un buen hombre y murió rodeada de hijas, nietos y bisnietos que la adorábamos. Hizo la vida y, sin embargo, nunca dejó de hablar de Columbia, la universidad en la que, a pesar de ser mujer, a pesar de ser rusa, a pesar de ser principios de siglo, la aceptaron para estudiar la carrera de dentista.
Cada vez que alguno de sus nietos nos graduábamos, a mi abuela le volvía el sabor de las cosas que quedan pendientes. Terminó por perdonar a los tíos que, viéndola ya demasiado cerca, optaron por ignorarla. Los entiendo, me dijo alguna vez, una boca más que alimentar en esos tiempos en los que cada mendrugo era preciado, resultaba una carga demasiado pesada. Me casé con tu abuelo y ahora te tengo a ti, me decía acariciando mi mejilla, sheine ponim, cara bonita.
Se hizo la vida…
6
De niña yo pensaba que Ana y Moishe habían nacido al mismo tiempo, pegaditos, así como andaban por el mundo. Después supe que se conocieron paseando por la calle de Jesús María. La comunidad judía se instaló en el centro de la ciudad convirtiéndola, poco a poco, en su hogar. Una casa se vuelve sinagoga; otra, escuela; un vecino ya es esposo y una amiga, la madre de los hijos. Hijos mexicanos que sabrían pronunciar las palabras que sus padres jamás pudieron articular.
Fue un noviazgo corto. Eran tiempos en los que las decisiones se tomaban rápido y para siempre. No tenían muchas opciones. Habían escapado de una guerra y llegado a otra, hablar de muerte era cotidiano, ya no alcanzaban las lágrimas ni los miedos para tantas ausencias. Además, la comunidad judía era pequeñísima, así que al momento en el que se encontraban dos seres afines que entendían el sentir del otro, que habían surcado las mismas aguas del destierro y que habían llegado por accidente al mismo entorno áspero, no quedaba más que unirse. Enamorarse implicaba estar dispuestos a dormir en la misma cama, a criar a los mismos hijos, a tratar de silenciarse las pesadillas en común. Salieron unas cuantas veces, se sentaron frente a frente a tomar té caliente y a transmitirse sus historias que, por ser tan similares, parecían pertenecerles de antemano.
Estuvieron casados sesenta y cinco años y hasta el último día discutieron por la comida que ella preparaba y que a él, aparentemente, le caía pesada. En la mesa de su comedor escuché la historia de Columbia y la de la primera compra de tubos. La de las medias de seda y de cómo a mi tía la durmieron en una caja de zapatos hasta que cumplió tres meses.
Ahí comí la mejor mermelada de fresa del mundo, hecha por mi abuela, cientos de garibaldis y té hirviendo, siempre servido en vaso de cristal, como debe ser. Cuando tomaba el líquido humeante, mi abuelo aplaudía diciendo, ¡Ésta es una verdadera rusa! Yo bebía el té con la mirada fija en la alegría del viejo, sintiendo cómo se quemaba mi muy mexicana lengua.
En esa mesa fui dilucidando la historia de mis papás. Para conocerla, tuve que escarbar entre mentirillas blancas, fechas enredadas, silencios incómodos. Cuando mi abuela metía un pedazo de garibaldi a su boca y después daba un sorbo de té, yo sabía que estaban a punto de abrirse las compuertas de aquella cueva de secretos en la que se almacenaban las historias que forman los entresijos de mi existencia. Me sentaba muy atenta a memorizar lo que se decía y, créanme, en una mesa llena de mujeres se dicen muchas cosas y todas al mismo tiempo. Tuve que ir quitando la paja de los chismes del día, el escándalo de la semana y el precio del jitomate. Siempre, en algún momento, entre miradas cómplices y disminución en el volumen de la voz, aparecían pedazos de mi vida, incluso antes de ser mía.
7
Tengo también otros abuelos. Son abuelos pero en mi caso son los otros, los que existen pero no están. De los papás de mi papá sé muy poco porque dejé de verlos a los siete años y cuando los reencontré ya eran demasiado viejos para entrar en mi vida. Su verdadera historia —si es que existe una verdadera historia— la está contando Leo, con sus propios recuerdos.
Galya y Samuel. Así se van a llamar.
Galya y Samuel eran hermanastros. Son ellos los primeros protagonistas de una incestuosa tradición familiar que ha permeado tantas generaciones, que ya parece ser algo normal.
La mamá de Samuel era una mujer ruda, frustrada por su vida junto a un hombre que peleaba más por la causa comunista que por llevar comida a su familia. Una vez al año la mujer amanecía quejándose de intensos dolores de cabeza. Con la mirada fatigada y los pies pesados, decía que necesitaba ir a hacerse “la cura”. Empacaba su ropa más refinada y se iba a uno de esos balnearios muy elegantes a los que viajaban las personas ricas para descansar de no hacer nada y beber las aguas de los borbotones que por su espantoso sabor debían de ser muy sanas. Pudo haber sido Baden-Baden, Bad Hofgastein, o cualquier otro. El lugar no es importante, lo que resulta jugoso para el relato es que, al parecer, “la cura” incluía, además del agua de borbotón y fruta fresca, los revolcones más apasionados con un elegante millonario con quien Galya coincidía cada vez que la atacaban el desgano y la migraña.
Después de varios encuentros, la mujer decidió divorciarse de su marido para casarse con el hombre de los retozos curativos que era además convenientemente viudo.
Fue así como Samuel y sus dos hermanos terminaron viviendo en Lublin con el viudo y sus seis hijos. Tres hombres y tres mujeres. La mayor era una belleza rubia de ojos claros que miraron a Samuel hasta desvanecerle la prudencia.
Él contaba que se enamoró a primera vista de su hermanastra, la hermosa niña que vivía a una habitación de distancia. En sus historias nunca queda muy claro cuánto tiempo vivieron en la misma casa. Lo cierto es que Samuel no quiso que la relación fraternal se enraizara. Sabía que quería casarse con ella y la única opción era irse lejos hasta tener edad y dinero suficientes para pedir su mano.
Como lo hubiera hecho un caballero armado y con apenas dieciséis años, decidió dejarlo todo por el amor a su doncella. Escapó a la ciudad de Turín, en Italia, para hacer la carrera de ingeniero mecánico, que le aseguraba un buen futuro. Galya se despidió con un beso en la mejilla que para él fue suficiente confirmación de que su amor era correspondido.
Cada semana, durante cinco años, Samuel le escribió una carta. Cada semana, durante cinco años, la llevó al correo. Ahí mismo preguntaba si habían recibido algo a su nombre. La primera respuesta fue seca, No, nada. Después fue tornándose compasiva, El correo anda muy mal estos días, muchas veces se extravían en el camino… Al verlo entrar a la oficina, los funcionarios se miraban entre contrariados y divertidos. Podían repetir palabra por palabra lo que el joven les diría, Por favor, mándenla con suficientes estampillas, no se vaya a perder. ¿Llegó alguna carta para mí?
El primer día del mes Samuel mandaba a su casa diez dólares con una nota explicando que le estaba yendo muy bien. Hubo veces en que sólo le alcanzó para comer una papa hervida o un pan, para ahorrar los dólares que enviaría como un mensaje para Galya, que aunque no respondía sus cartas, seguro estaría orgullosa del éxito de su enamorado.
Allá en Lublin el hombre guapo y rico, padre de Galya, perdía su fortuna como a veces se pierde la cordura. La madre de Samuel, furiosa, señalada no sólo por estar divorciada, sino también porque ya se habían vuelto chisme de mercado los retozones que hubo previos al matrimonio, estaba decidida a mantener su estatus de rica del pueblo a como diera lugar. Únicamente el dinero es capaz de callar a los liosos.
Decidió que Galya, su hijastra, sería la salvadora de la familia al casarse con el hombre más rico de Lublin. Al parecer los diez dólares que Samuel mandaba no le hicieron una gran impresión a su madre, que siguió apostando por la fortuna del joven banquero. De hecho, el prometido ya había hecho algunos préstamos a sus padres políticos para demostrar su buena fe y ellos, en un acuerdo sobrentendido, aunque no oficial, habían dado en garantía a la hermosa mujer de ojos azules y virginidad resguardada a conciencia.
Mientras tanto, a Samuel lo contrataron en la Compañía Eléctrica de Barcelona para ir a trabajar a Mallorca. Pasaba la mitad del tiempo trabajando y la otra mitad codeándose con el jet set de las islas Baleares.
Los mensajes seguían saliendo puntuales cada semana. Las respuestas seguían sin llegar. Un día, la mamá de Samuel decidió ir a buscarlo. Temía que una carta se colara de su sagaz filtro y llegara a manos de su hijastra, así que optó por ir a poner al necio de su hijo en su lugar.
Ya date por vencido, mira cuántas mujeres hermosas hay en estas playas. Galya no quiso esperarte, se casó y ya tiene dos hijos. Te ruego que la olvides.
Samuel, desesperado, fue a buscar a un primo hermano que vivía en un pueblo cercano. Le relató su historia de amor, le explicó que seguramente su madre no permitía que Galya recibiera su correspondencia y que si iba a su casa detendría el encuentro. Galya se casó y tiene dos hijos, le explicó al atento escucha, pero no voy a desistir a menos que ella me lo pida. Le dio una nota y el pasaje de tren para que entregara sus palabras directamente a su enamorada. Es difícil negarse a ser el mensajero de una novela de amor en construcción, así que el primo accedió.
No me importa que estés casada. Tus dos hijos serán como míos, te prometo amarlos siempre como te amo a ti. Te pido que te divorcies y vengas a Barcelona, aquí te estoy esperando.
Galya no entendió nada, ¿hijos?, ¿divorcio? ¿Estaría perdiendo la razón el hombre del cual seguía enamorada? Decidió que se iría a España a alcanzar a quien había sido el amor de su vida desde los dieciséis años. Por supuesto que la cosa no era tan sencilla. Después de posponerla por más de un año con excusas ridículas, finalmente la gran boda tendría lugar en tres semanas y la alta sociedad de Lublin se preparaba para bailar y brindar, celebrando a la pareja. A la joven no le importó, empacó su maleta decidida a irse con o sin el permiso de su padre.
Fue entonces cuando su madrastra buscó dar la estocada final. Tomó a Galya de los hombros y cabizbaja le dijo, Visité a Samuel hace unos meses en Barcelona. Tengo que confesarte la absoluta verdad, aunque me duela por ser mi hijo, lo encontré en la cárcel, era parte de una banda de ladrones. Entonces viviremos juntos en la cárcel, respondió Galya, maleta en mano y con el sombrero puesto.
Su padre tuvo que ceder, entendió que de no hacerlo perdería a su hija para siempre. La llevó a la estación del tren, la puso a cargo de una familia de conocidos que iba al mismo lugar.
