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Los Baldrich

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

I. Cosmopolitismo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

II. Clase media

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

III. Familia bien

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

IV. Flor de ceniza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

V. Razón de quimera

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Agradecimientos

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A Teresa Rozas, Mamma mia!

Cita

Tu écriras un roman sur moi.

ANDRÉ BRETON
Nadja

I. Cosmopolitismo

I. Cosmopolitismo

Capítulo 1

1.

Jenaro Baldrich se asomó a la vida en 1920, en Tarragona, en la casa que luego vendería para comprar la de Valldoreix, por no seguir habitando el lugar donde murió su padre, don Eustaqui Baldrich, y donde enfermó su madre, Cinta Campà. Cursó en los Maristas los estudios primarios, mostrándose listo con los curas, trivial en los deberes y en las fotografías aguerrido y complaciente, ya ancho de hombros y de cabeza. Pasó por la infancia copiando lo mínimo de su hermano mayor, Gonzalo Baldrich, mucho más aplicado que él en los estudios. Jenaro aprendió enseguida a tirar piedras contra el muro de las lamentaciones de los gandules, jugando a policías y ladrones, escapando al río a pescar barbos, y faltando en más de una ocasión a la escuela, sin que ello implicara recibir castigo alguno.

Ya desde pequeño su padre le consintió que acompañara a Quimet, el cobrador de la casa, en sus abundantes itinerarios para recaudar los importes de los recibos de la electricidad, negocio controlado por su familia en toda la comarca. El mismo Quimet tenía también una pastelería enfrente de la casa de los Baldrich, donde el pequeño Jenaro ayudaba a elaborar brazos de gitano y bizcochos, panellets y tortells, en mayor medida antes de Navidad y Semana Santa, y allí fue donde aprendió más matemática que en la escuela.

En la oficina habilitada en la trastienda de la pastelería que regentaba Quimet, sobre una mesa recubierta con restos de harina, Jenaro ayudaba a llevar las cuentas a mano, con lápiz y papel, y de vez en cuando se imaginaba pasando calor bajo las faldas estampadas de Petra, la mujer de Quimet, que atendía a los clientes con un catalán lozano, y que movía su peso con maneras rudimentarias, pero que a ojos de un niño sin contacto con mujeres eran lascivas, y suficientes para aprender el arte de la autosatisfacción correspondiente.

Aquella Cataluña que empezaba a abrirse al exterior era, sin duda, un marco próspero para emprender negocios familiares. Tanto esfuerzo había traído como recompensa la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, de la que Jenaro Baldrich oyó hablar a su padre y a algunos clientes de la pastelería. Desde niño estuvo en contacto con el mundo de los negocios, así aprendió el valor del dinero: cuando su abuelo le repetía que cuarenta y nueve céntimos jamás llegarían a valer dos reales y su padre, los domingos, le asignaba una perra chica de propina que debía administrar con el fin de comprar pipas para él y para dos amigos que no tenían un padre en situación de dar cinco céntimos a nadie.

También pasó la guerra. Las ideas militantes derechistas del padre protegieron a Jenaro de grandes problemas. Siendo todavía adolescente vivió de cerca el turbulento registro de la casa por un grupo de anarquistas, unas cuantas amenazas y la detención de su padre, resuelta al mes gracias al desembolso de cinco mil pesetas pagadas en plata, y poco más, pues tan pronto abandonó las rejas, don Eustaqui Baldrich decidió pasar al territorio que controlaban los alzados contra la República.

No obstante, su hermano Gonzalo sí estuvo preso y por edad le tocó participar casi de lleno; fue detenido por una tropa de milicianos y también se tuvo que pagar su salida de la cárcel. Cuando salió tenía diecinueve años. Decidió unirse al bando azul. Gonzalo Baldrich traspasó la frontera por Figueras, en el camino de La Junquera, hasta llegar a San Julián. Bordeó los aledaños, pasó frío en los Pirineos y apareció en la otra España por Hendaya. Se unió al ejército rebelde, el de tierra, en una brigada de infantería ligera. Fue destinado a la segunda división de Navarra, en el cuarto batallón del regimiento de San Quintín. Con él atravesó cerros y valles de trinchera en trinchera, matando rojos y afeitando la cabeza de sus mujeres, dejando pueblos enteros sin hombres. Recibió instrucción de sargento y al acabar pidió ser designado con los Tiradores de Ifni, la fuerza que combatía más cerca de Tarragona, por los pueblos de Lérida. No logró pasar de sargento. Hacia el final de la guerra, mientras estudiaba para alférez, se enteró de la caída de Barcelona, que a buen seguro habría salpicado Tarragona, y pidió permiso para ir a buscar a sus familiares. Le fue denegado, pero igualmente llegó a casa y le contó todo eso a su hermano pequeño Jenaro. Después, el mayor de los Baldrich se lió la manta a la cabeza y escapó por su cuenta y riesgo. Cuando regresó fue expulsado de la Academia. De tantos tiros pegados, volvió a casa con la cabeza perturbada. Al acabar la contienda la familia empezó a bregar unida, con un sentimiento revanchista para levantar los negocios: algunos arrendamientos de tierras fértiles y, sobre todo, los de la electricidad. Lo cierto es que dicho patrimonio había resistido bien, pues enseguida tuvo resguardo y amparo por la recién nacida Ley de Protección de Industrias Nacionales.

Luego del bachillerato, el cuarto y la reválida, que para Jenaro Baldrich nunca fue algo esencial, llegó Barcelona, y llegó la universidad y la carrera de ingeniero industrial con la que satisfacer los deseos de un padre menos autoritario que él pero igual de emprendedor. Tan decidido era Jenaro Baldrich que, a pesar de la decepción del padre, dispuesto a financiar lo que hiciera falta, optó por la carrera de Peritaje, de tres años, en lugar de la especialidad técnica superior, de seis o más cursos.

Cuando el todavía adolescente Jenaro Baldrich llegó a Barcelona para estudiar Industriales tenía bien aprendidas las reglas de la multiplicación, pero aún no era señor. De esta manera, y a pesar de la potestad financiera de la que gozaba su familia, la vida aún tenía el privilegio de poder ofrecerle situaciones con capacidad de conmoverlo. Pasó la primera noche y los primeros años en el piso de unos familiares de Quimet y de Petra que alquilaban habitaciones. Había llegado en tren y, al bajar del vagón en el apeadero del paseo de Gracia y después de subir las escaleras con las dos maletas, lo primero que vio de Barcelona fue un cielo encapotado y, debajo, ante él, enormes edificios dispuestos a ambos lados de la travesía, tamizados por un resplandor polvoriento. Escuchó el traqueteo del ferrocarril que rechinaba por la zanja con vías abierta en la calle Aragón. El otoño empezaba a sacudir ramas y pisó hojas extendidas por la acera. En el primer café que apareció a su encuentro preguntó cómo llegar hasta la calle Gerona esquina Valencia, y un camarero le indicó moviendo el brazo: «Estás aquí al lado, chaval».

Comparado con la inmensidad del caserón de Tarragona, aquel espacio le resultó minúsculo y lóbrego. El estrecho pasillo sin bombillas dejaba claro el deber de ahorrar en luz. Eran tiempos de estraperlo, se percibía en los detalles. La sordidez de la habitación, equipada con una cama de madera con un colchón de lana y un armario cuyas puertas tenían las bisagras oxidadas y por tanto chirriantes, le hizo tomar contacto con la gente humilde. Un mundo que no había conocido antes.

Allí vivían de pensión varios inquilinos. En su mayoría obreros foráneos que no hablaban una pizca de catalán, y que a ojos de Jenaro Baldrich gastaban un acento raro al que acabó habituándose. Hombres recios, de campo, sin la posibilidad de tener ni un solo pájaro en la cabeza y ni una sola idea política. No eran mucho más mayores que él, pero sí más curtidos, hombres a quienes les bastaban cuatro palabras para expresar sus sentimientos y que en las noches de los meses de frío, una vez tomado el caldo de gallina servido por la patrona, se retiraban a sus habitaciones a roncar con intensidad hasta que al día siguiente, con los primeros rayos, después de pasar brevemente por el lavabo, salían en busca de un apaño que les permitiera seguir pagando a la dueña una semana más.

En aquel piso de pasillos angostos, crujía el techo cuando los vecinos de arriba caminaban. Las ventanas no cerraban bien. No había despensa saturada de víveres. El viento silbaba entre las juntas como asma de invierno. Jenaro Baldrich tuvo que alquilar una mesa para estudiar y su hermano Gonzalo, en una de sus visitas, probablemente antes de casarse y enloquecer definitivamente, le trajo una lámpara y una bolsa llena de bombillas. En realidad, todo aquel mundo le era ajeno, y por más que los señores de la casa lo mimaran y le dieran preferencia sobre el resto de inquilinos, nunca llegó a habituarse a aquel universo de caldos y pan duro, de olores pesados, de sábanas de lija, y a los resuellos de aquellos hombres de piel morena y brazos como toneles. Pero fue allí donde el joven Jenaro Baldrich conoció a José Antonio Montoya Luengo, un gallego que la segunda noche le habló en medio de la cena:

—Tú, rapaz, ¿te vas a dejar ese pan o te lo vas a comer?

—No. Tome —debió de añadir Jenaro Baldrich con voz temblorosa. Se lo acercó con la mano para ver cómo el gallego partía el trozo en dos y lo echaba sobre el plato donde todavía quedaban unas cucharadas de sopa. Y quien sólo le volvió a hablar una vez masticado el primer bocado.

—Así que tú eres señorito… Pues estudia, estudia, tú que puedes… Que muy bien me parece. Cuando seas rico y tengas tu propia empresa acuérdate de mí, chaval, a ver si alguien me hace fijo.

A pesar de su juventud, Jenaro Baldrich entendió el mensaje e incluso llegó a sonreír. Se acordó de todos los trabajadores que su padre empleaba en Tarragona, y de las cuentas que hacía con Quimet en la trastienda de la pastelería, y por primera vez le miró a la cara, para descubrir lo que era un perfil agrietado, con nariz inflada y arrugas en la frente, y unas manos que liaban Ideales como churros, y una boca que fumaba como un carretero. Y cuando el gallego se levantó arrastrando la silla, dejando sobre la mesa un trazo de humo, y el plato y el vaso de vino limpios como una patena, le dijo buenas noches y le dio una colleja que le resultó cariñosa.

Capítulo 2

2.

Tras la guerra el país había quedado falto de divisas. Aunque escondida bajo los estertores de la contienda y de los últimos bombardeos que había sufrido la ciudad, flotaba en el ambiente una necesidad de industrializarse, para intentar recuperar el esplendor que cien años antes se había puesto en marcha, cuando fue proclamada la libertad de industria, que sentó las bases de la revolución industrial, y Barcelona se reveló como un enclave óptimo para albergar vaivenes migratorios y para que la burguesía desarrollara sus anhelos a pesar de las muchas revueltas que trastocaron el ritmo vital del siglo. De pronto, todo se ponía del lado de las pretensiones de aquel universitario con fondos. Jenaro Baldrich pasó por una universidad diezmada, reducida a unos cuantos privilegiados. Probablemente fue por eso, sentirse presionado ante una oportunidad auténtica, por lo que le entraron prisas y se empeñó en acabar la carrera a curso por año.

La Escuela de Peritaje se ubicaba en la avenida del Generalísimo, a la que se seguía llamando Diagonal, a las afueras de la ciudad, por lo que cada mañana Jenaro Baldrich se veía obligado a tomar un tranvía que hacía casi la totalidad de la ruta por esa avenida carente de tráfico, repleta de aspereza. Desayunaba la leche aguada y el pan con una porción de chocolate que servía la patrona, y abandonaba la casa cuando ya todos los demás inquilinos habían salido. Acudía a las clases impecablemente vestido. Se mojaba el pelo antes de peinarlo. Él mismo se limpiaba los zapatos. Tomaba café en un bar cercano a la facultad y se hizo amigo de estudiantes de Derecho y de Ingeniería, algunos con ínfulas de poetas y otros, más haraganes, con todo hecho antes de empezar a estudiar. Era 1940. La guerra había pasado por Barcelona dejando la universidad desplumada, y bajo la jurisdicción del espíritu nacional. El autogobierno había sido abolido. Ni una clase era impartida en catalán. Una España única, grande y libre iniciaba una posguerra que poco le importaba a Jenaro Baldrich.

La ausencia de mujeres en las aulas era una evidencia notable, pero tampoco suficiente para que Baldrich se preguntara por ello. Un fin de semana en que Jenaro volvió a Tarragona para reunirse con los suyos, el padre le hizo saber que los Iborra, la familia que le acogía en Barcelona, tenían una sobrina que sería bueno que conociera.

El padre de Jenaro se había enterado de ello por medio de Quimet. Habían hablado de todo un poco hasta que Eustaqui Baldrich le sacó el tema. La chica vivía con sus padres, hermana y cuñado de Petra, en Torredembarra, pero el sábado siguiente visitaría a su tía, la patrona de Jenaro, por su cumpleaños. Ante la pregunta de si la moza festejaba con alguien, Quimet dijo que no sabía nada y que todo se arregla. Igualmente, Eustaqui Baldrich le hizo saber a su hijo que la chica, antes de ir a Barcelona, haría un alto en Tarragona, y pasaría por la pastelería de Quimet para recoger un pastel. Luego sugirió que no estaría de más que se lo llevara él y que la acompañara en el trayecto.

Aquella semana Jenaro Baldrich la pasó dibujando en su mente un esquema visual y detallado de cómo sería esa muchacha. Esos días, que en realidad no dejaron de transcurrir mansamente, el joven estudiante los aprovechó para observar con más detenimiento las facciones de su patrona, la tía de la chica con quien iría en tren el sábado siguiente, para tratar de obtener una imagen más precisa. No descubrió en sus patrones rasgos que animaran su corazón. El viernes, al acabar las clases, de vuelta a Tarragona para regresar al día siguiente, es probable que se diera cuenta del despropósito de la situación, pero se dijo a sí mismo que el tema de la mujer cuanto antes se solventara mejor, porque así sería un problema menos y podría dedicarse de lleno a lo suyo.

Sin embargo don Eustaqui Baldrich, contra todo pronóstico, no habló a su hijo, a su llegada a casa, de la muchacha del día siguiente, sino de su primo Ignacio Párbole, hijo de Dolores Baldrich, la hermana de don Eustaqui, y de su inmediata marcha a la Argentina. El motivo del viaje de los sobrinos de Eustaqui Baldrich, según él, no era otro que el de instalar un negocio en el Río de la Plata, probablemente en Buenos Aires. Jenaro Baldrich vio venir la pregunta y escurrió el bulto.

—Yo no me quiero mover de Barcelona.

—¿Tienes proyectos?

—Sí.

—Pues no hay más que hablar. Un hombre sin proyectos es un hombre muerto. Me quedo tranquilo.

Ésa fue la primera vez que Jenaro Baldrich habló a su padre de sus aspiraciones. Fue todo lo conciso que pudo y lo dejó caer después del postre. La madre, Cinta Campà, se había levantado y debía de andar por la cocina. El servicio empezaba a retirar migas de pan y restos de fruta del mantel. Padre e hijo estaban cara a cara.

—No sé de qué, pero yo voy a ser jefe. Me voy a casar, y después de casarme, montaré el negocio. Mira, padre, en Barcelona vivo con obreros que se levantan a las cinco de la mañana todos los días. Son capaces de hacer cualquier cosa por un trozo de pan, para mojarlo en la sopa. Si yo les doy dos trozos, ellos trabajarán el doble. Lo tengo aquí… en la cabeza… La guerra ha abierto el atajo que quería, ya me he dado cuenta de que todo tiene un precio, así que no me lo repitas. Pero ¿a qué hora viene la sobrina de Quimet?

—A las nueve, que el tren sale de Torredembarra a las siete. Me gusta que veas que los que mueven todo son ésos, los que se levantan a las cinco, por eso te he mandado allí, para que aprendas y veas, pero ojo, que tú también tienes que madrugar y estar al quite. Haz lo que quieras, pero que tus primos ni en América ni en ninguna parte se rían de ti jamás. Ya me entiendes…, ya se han reído bastante de tu hermano.

—¿Los primos son rojos?

—Los primos son malos. Aunque saben hacer dinero.

—¿Y la tía Dolores también va?

—Mi hermana Dolores se está muriendo y no va a llegar ni a la semana que viene. No pasa nada. Es la vida. Así que ya lo sabes.

A la mañana siguiente, avisó Quimet a don Eustaqui de que su sobrina se hallaba en la tienda. El padre de Jenaro Baldrich encontró a su hijo pasándose el peine por el pelo mojado delante del espejo de uno de los baños. Allí mismo le ayudó a ajustar el nudo de la corbata.

—Venga, hijo, que te espera. Si te gusta, bien, y si no también.

—¿Cómo se llama?

—No me acuerdo. Pregúntaselo tú.

Se llamaba Sagrario. Era menuda y con la cara chata. El pelo moreno, rizado y con la raya a un lado otorgaba a su apariencia un reflejo de bondad que podría parecer desmedido. Le cubría el cuerpo un abrigo de paño que le llegaba hasta los tobillos. Cuando sonreía bajaba la cara y su barbilla cincelada se perdía bajo las sombras de su cuello. Caminaron hasta la estación. Soplaba raso el viento de octubre y se podían respirar indicios de salitre, aura del mar que la brisa acercaba hasta los bancos del andén. Para evitar el frío, los viajeros esperaban en los pasillos de la estación, donde olía a indigencia. Jenaro Baldrich no se acordó de llevarle el pastel hasta que llegó el tren, y la vio subir con las dos manos ocupadas, en el dulce y en el bolso, sin tener donde apoyarse. Entonces Baldrich le dijo:

—Espera, mujer, dame el paquete.

—Gracias, muchas gracias.

En el trayecto hasta Barcelona, aquella mañana de sábado, Jenaro Baldrich inició un monólogo que no encontró ninguna negativa. La incidencia del sol a través de la ventana dibujaba rayos de polvo que calentaban el compartimento y separaban a ambos. Pronto pasó el revisor y Jenaro Baldrich le entregó los dos billetes. Sagrario dejó su bolso encima de las piernas. Al otro lado del cristal, arrugando los ojos, podía distinguir las olas del mar y la espuma. Luego, ya más cómoda, con el vagón traqueteando, dejó el bolso en el asiento de al lado. Se desabrochó el abrigo y mostró la falda. Jenaro Baldrich hizo lo propio con el suyo y colocó el paquete con el pastel sobre una estantería. Después de un cuarto de hora de silencio y breves carraspeos, que aprovechó para escrutarla y habituarse a su estatura, le habló de la necesidad que él entreveía de crear un negocio, para empujar la economía de un país cuya prosperidad los rojos habían tirado por la borda. De las asignaturas que cursaba en la carrera de Peritaje, que era una especie de Ingeniería Técnica; de las máquinas que debían crearse para construir carreteras y puentes; de empotramientos; de motores; de la velocidad que podrían adquirir los vehículos en un futuro próximo; de la generosidad que caracterizaba a su familia, conocida en toda la comarca; del comportamiento aerodinámico de las cilindradas; de las invenciones de máquinas que harían posible la reactivación económica de España; de propulsores; de la importancia del dinero, necesario para todo, para comer, para viajar, para dormir, para vestirse, y ahí se le iluminaron los ojos, porque la ropa es muy necesaria y hay muy poca, dijo, y también era importante el dinero para pagar; para pagar la luz, la leña, los médicos, el pastel que le llevaba a su tía por su aniversario o el café que tomarían esa misma tarde por las Ramblas, en una de las granjas de la calle del Pino o Petrichol.

—A mí el café no me gusta —se atrevió a decir Sagrario.

—Ya verá como el chocolate en la Dulcinea sí que le gusta, con nata y azúcar, y la ensaimada mojada, ya verá, Sagrario, se le hará la boca agua. A mí no me diga que no…

Y ésa fue la primera y la única vez que le habló de usted. Para cuando llegaron a Barcelona parecía que a Jenaro Baldrich se le había parado la cuerda de la lengua, y eso fue algo que incomodó a los dos. Antes de descender Sagrario tosió un par de veces, su acompañante la miró con recelo y ella confesó que era asmática, sobre todo en primavera, a lo que Baldrich agregó «Eso se pasa, mujer». Jenaro, en esta ocasión, después de bajar del tren en el apeadero del paseo de Gracia, ayudó a la chica a cargar con los bultos, y le mostró lo que él había descubierto escasas semanas antes: los altos edificios, la vía férrea de la calle Aragón y la cercanía de la casa de su tía, a la que fueron caminando.

Era la hora de comer. Jenaro Baldrich tenía copia de las llaves de la puerta, por lo que no fue necesario llamar a gritos a la patrona o dar unas palmadas para que desde el balcón lanzara la llave. Al entrar por la puerta del piso, Jenaro y Sagrario recibieron como un golpe en la nariz el olor a caldo que emanaba de la cocina y que describía aquella casa. Para no mezclar a la familia con los inquilinos, la tía de Sagrario había preparado para ellos la mesa en la cocina. Se sentaron a dar cuenta de la escudella mientras la patrona abría entusiasmada el pastel que le enviaban su hermana y su cuñado Quimet por el cumpleaños. Era de chocolate y nata, y abultado hojaldre dorado de caramelo. Enseguida propuso probarlo, y ahí fue cuando Jenaro Baldrich le guiñó un ojo a Sagrario y en voz baja, con la cuchara humeante al borde de la boca, le susurró «No comas mucho, que luego no te cabrá la ensaimada», lo que arrancó a la joven una breve risa.

A las seis de la tarde el sol ya empezaba a ponerse en aquel octubre frío de Barcelona. Tenía el día una extraña prisa por anochecer. Pesaba en el cielo el tiempo cuarteado. El viento desplazaba las hojas desde las aceras al asfalto de las vías. La ciudad, vacía de paseantes salvo escasos gabanes presurosos que se perdían de vista a las primeras de cambio, dejó libre a Jenaro Baldrich y a Sagrario el paseo de Gracia para que él le mostrara tres fachadas modernistas, que él llamó modernas, y descendieran juntos hasta la plaza de Cataluña, en cuyas inmediaciones se juntaban carruajes y algunos coches con olor a gasógeno. En ese punto, y aprovechando un golpe de viento, Jenaro Baldrich ofreció su brazo izquierdo para que Sagrario lo cogiera. Ella aceptó sin cavilaciones, como hace un animal manso, y atendió a las indicaciones que sobre el paseo y los distintos vehículos le contaba Jenaro. Desde allí, tomaron las Ramblas hasta internarse por el barrio Gótico, lo justo para dar con la penumbra de la calle Petrichol, estrecha y húmeda, al inicio de la cual seguían intactos un par de calcos de alquitrán con proclamas de José Antonio.

La ensaimada mojada en el chocolate se deshizo en la boca de Sagrario. Jenaro Baldrich observó su mueca de asombro y placer, y se permitió agregar que estaba seguro de que su tía Petra no había probado en su vida algo semejante, y que más le valdría copiar las recetas. Luego le dijo que le gustaba cómo comía porque se le inflaba la cara, y parecía que fuera a soplar la leña del hogar, y a la vez pensó, algo sorprendido, que esa costumbre de comer con la boca cerrada era señal de que estaba bien educada. Las palabras de Jenaro Baldrich hicieron subir los colores a Sagrario, que se llevó una servilleta a la boca para limpiarse, la arrugó y la dejó sobre el plato sin atreverse a levantar la vista. Para cuando Sagrario terminó de masticar, Jenaro Baldrich ya sabía que se casaría con ella. No había oído un no en toda la jornada. Le pareció absurdo desperdiciar la oportunidad, y dejar para más adelante algo que podía finiquitarse de un plumazo. No había mucho más donde escoger. Lo vio claro y se reafirmó en lo que la noche anterior había confesado a su padre. Se casaría y empezaría a pensar el modo de articular su negocio. Le pondría un nombre diferente, quizás extranjero, para desvincular la imagen de su empresa de la España gris que les esperaba fuera de la cafetería, y que cargaba el cielo de aquella ciudad agotada y renqueante, y llamar así la atención de la clase humilde, esa que al fin y al cabo, se dijo, es la que trabaja, y hará que yo sea rico.

—¿Vamos?

—Sí, que mi tía se enfadará si no estoy con ella.

Jenaro Baldrich pagó la cuenta y dejó unos céntimos de propina ante la mirada de Sagrario, que pareció, mientras él se ponía la chaqueta, querer contar las monedas que quedaron sobre el plato. De camino a casa, no serían más de las ocho, en las calles ya no se veía prácticamente a nadie. Pese al frío y la neblina, en algunas esquinas aún quedaban mujeres vestidas de negro, serían viudas, que vendían picadura a precio regalado. Una Vía Layetana huérfana de tránsito los llevó hasta Urquinaona. Allí, en mitad de la plaza y ante las escaleras que descendían al metro trémulamente iluminado, pensó Baldrich si no habrían caminado demasiado, y si no sería conveniente tomar un taxi para que no se cansara Sagrario, pero desde aquel lugar enseguida encontraron la calle Gerona, y la remontaron cogidos del brazo. Así subieron calle arriba, sin hablar, quizás pensando en ese periodo que les aguardaba y que ya no aceptaría conjeturas. A Sagrario debían de dolerle los talones. No obstante, antes de llegar al portal, Jenaro Baldrich detuvo el paso y preguntó:

—Pero, mujer, ¿y cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Diecisiete, me gusta, justo los que aparentas, ni más ni menos.

Una mala noticia alteró el humor de la familia Baldrich. Dolores falleció ese mismo día. Jenaro se enteró nada más entrar en casa. Se lo comunicó la tía de Sagrario. Había llamado Quimet desde Tarragona al teléfono de la cafetería de dos calles más abajo, el café del Centro, cuyo dueño se apresuró a avisar a la señora, que bajó escopetada y escuchó la noticia por voz de Eustaqui Baldrich. Los oficios se celebraban en el transcurso de esa semana en su pueblo natal, Comarruga. Así pues, Jenaro tendría tiempo de ver a su primo Ignacio Párbole antes de que partiera hacia América.

La difunta hermana de Eustaqui Baldrich había tenido una vida estática. No fue a la escuela, ayudó en la casa desde que nació, se casó, se fue con su marido y le dio dos hijos. Desde que abandonó el hogar y hasta que nació su primer hijo no había hablado ni un solo día con su hermano, de modo que Eustaqui Baldrich no tenía una conciencia educada para con su hermana. Una infección en los ovarios se la llevó al otro mundo de un mes para otro. Sus hijos Ignacio y Carlos Párbole, unos meses menores que Jenaro y Gonzalo Baldrich, emprendieron, de forma premeditada, camino a América junto a su padre, Constantino Párbole, empresario hostelero de Lérida, la semana siguiente al funeral. Sin embargo, antes de partir Ignacio quiso hablar a solas con su primo Jenaro. Se acercó hasta él después del funeral y, a continuación de estrecharle la mano y de recibir el pésame, le dijo:

—Primo, ya me han dicho que festejas con una de Torredembarra.

—Más o menos.

—Felicidades.

—Gracias, parece buena moza.

—Lo es.

—¿La conoces?

—Comarruga y Torredembarra casi se tocan. Te digo que es buena, primo, nada más que eso… He hablado con tu padre y me ha contado algo…

—Sobre qué…

—Sobre tus planes, que vas a piñón fijo. Yo me marcho a Buenos Aires, allí hay libertad para montar cosas.

—Aquí también hay libertad y posibilidades, más que nunca.

—No te creas, primo, si necesitas algo, ya sabes. Te dejo este número, por si acaso, es el de unos familiares por parte de mi padre, exiliados…

—Rojos.

—Refugiados, diría yo.

—Yo los llamo rojos, y no creo que necesite nada, buen viaje.

Se dieron la mano nuevamente, obligados por la inercia, y no volvieron a verse hasta muchos años después.

Capítulo 3

3.

En la iglesia de la Inmaculada Concepción de la calle Aragón, el Domingo de Ramos de 1944, se casaron Jenaro Baldrich y Sagrario Losada, después de tres años y medio de noviazgo en los que no durmieron ni un solo día juntos. Don Eustaqui Baldrich aconsejó a su hijo casarse en Barcelona para ir forjando una personalidad nueva, que lo desvinculara sin preámbulos de la vida de hogar de Tarragona. De ese modo también asistirían menos invitados. Sagrario no opuso resistencia, tampoco su familia, ya que los gastos del festín corrían a cargo de los Baldrich. El cura que ofició la misa advirtió a los dos jóvenes de los tiempos duros que corrían, y de la necesidad de quererse sin trampas. Ellos asumieron su compromiso con Dios y con una patria finalmente liberada de demonios, asintiendo, ratificando su responsabilidad. Se colocaron los anillos de plata que había comprado don Eustaqui Baldrich. Jenaro reconoció el color de sus ojos bajo el pelo rizado, y se besaron en la cara por dos veces en lo que resultó una fría manera de empezar el matrimonio. Luego, el rostro de Jenaro Baldrich, al girarse y poner rumbo al horizonte y escrutar la puerta inmensa de la iglesia y el chorro de luz que se colaba a través de las vidrieras, exhibió una mueca de contento, pero más que placer era alivio lo que se veía en su gesto, el alivio de abandonar por fin la casa de los familiares de su novia.

Los recién casados y los escasos asistentes a la ceremonia acudieron a comer a El Jabalí. El ambiente festivo del día se vio desmerecido por un encapotamiento del cielo a medida que pasaban las horas. Gonzalo Baldrich se emborrachó en el aperitivo y en el primer brindis se le desparramó una copa. Eustaqui Baldrich esbozó fastidio, antes de clavarle el puñal de una mirada más compasiva que otra cosa. La mujer que acompañaba a Gonzalo se fijó en los ojos del padre y sintió lástima por ambos. Hubo comida abundante y varios brindis por los novios. Enseguida notó Sagrario que los zapatos nuevos le abrían una llaga en los dedos y que le costaría bailar. Algunas burbujas de champán se le subieron a la cabeza antes del postre. Eso la hacía sonreír cuando su madre y su tía, muy atentas a ella, la miraban. El vestido blanco le venía largo pero nadie comentó nada, no obstante, una marca negra quedó para siempre grabada en el último pliegue. Jenaro Baldrich no se mostró radiante ni aburrido. Dejó pasar el día como un trámite, y puso buena cara ante todos.

Quimet, Petra, los Iborra, algunos trabajadores de la electricidad, varios estudiantes y el gallego José Antonio Montoya Luengo, a quien Jenaro Baldrich había invitado en un acto visto por todos como de extrema generosidad, bailaron pasodobles al compás de un gramófono a continuación de la tarta, y después de haber dado buena cuenta de todas las botellas de vino tinto que Eustaqui Baldrich había ordenado descorchar durante la comida. A la salida del convite, aquella Semana Santa que empezaba había dejado restos de palmas por el suelo y una lluvia lacónica que ni siquiera llegó a formar charcos. Los invitados se pusieron sus abrigos y empezaron a despedirse de aquel día que se iba deshilachando, entre manchas de vino y sombras.

El gallego Montoya quiso abrazar a Jenaro Baldrich pero le acabó tomando del brazo y le cuchicheó algo al oído. El alcohol le había enrojecido el rostro, le había hinchado el cuello y le borraba la timidez. Luego tiró el cigarro al suelo, lo pisó mientras expelía el humo y en el borde de la calle se dirigió a Sagrario con modales gozosos. Tras el paso fugaz y atronador de un Fiat Balilla, le tendió la mano y le comentó:

—Qué suerte la suya, señora.

Una frase a la que Sagrario accedió sin llegar a abrir la boca, más preocupada por el dolor de pies que por el cumplido. Los padres de la novia anunciaron que volvían a Torredembarra a la mañana siguiente, y que se retiraban a casa de sus familiares, unas calles más abajo del restaurante. Gonzalo Baldrich se fue del brazo de su acompañante haciendo un gesto a su hermano que quería decir «ya hablaremos», o «ya te llamaré». Eustaqui Baldrich y su mujer llevaron en coche al matrimonio hasta su nuevo hogar.

La luna de miel quedó postergada hasta que llegara el buen tiempo, pero terminó arrugándose como una promesa bajo un chaparrón, por lo que la noche de bodas la pasaron en la calle Muntaner, en el corazón del Ensanche, el barrio proyectado por Ildefonso Cerdá hacía noventa años, equidistante y bruñido igual que un folio cuadriculado. Era el piso que el matrimonio Baldrich había recibido como regalo por parte de los padres del novio, por lo que el único que había visto hasta ese día el suelo de esa casa había sido don Eustaqui.

Una vez en la habitación, con su primera noche para dormir juntos y casi toda una vida por delante, antes de meterse en faena, Jenaro Baldrich le preguntó a su mujer si había oído hablar alguna vez de Ignacio Párbole. Al escuchar aquel nombre, después de tanto tiempo, es probable que Sagrario sintiera sobrevenir un aguacero en su ánimo. No obstante salió del paso con serenidad y no le tembló la voz:

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

—Mejor. ¿Y?

—¿Y qué?

—¿Que qué hacemos? ¿Tú sabes cómo se hace?

—¿El qué?

—El qué va a ser, mujer, los niños… La gente, cuando se casa…

—No.

Sagrario, encorvada por el dolor de los pies, volvió a mentir mientras se palpaba las enaguas.

Capítulo 4

4.

Dos semanas después de la boda llegó a casa la Menca. Era la criada de los Baldrich en Tarragona. La enviaba su padre. Tenía sesenta y cinco años y le retemblaban las piernas al andar. Le quedaban unos meses de trabajo antes de retirarse al pueblo que la vio nacer. Se quedaría con ellos hasta que consiguieran otra mujer que les llevara la casa. Jenaro Baldrich no le había comentado nada a su esposa, quien recibió con extrañeza enmudecida aquella presencia femenina entrada en años que a ratos hablaba con desparpajo y a ratos no abría la boca. Se llamaba así por un mote que le habían puesto en su pueblo de Murcia, cuyo nombre Sagrario jamás fue capaz de memorizar.

La Menca había visto nacer a los dos hijos de Baldrich. Conocía los gustos del señor, por lo que no le fue difícil ponerse manos a la obra. Tenía aprendidas las pautas de su tarea. Los límites que se debían respetar con los señores, los momentos de entrar en el salón, las cantidades de sal de todas las comidas y el modo de planchar la raya de los pantalones o de sacar lustre a los zapatos. Limpió de arriba abajo el piso y la terraza. Aquel quehacer dejó un penetrante olor a lejía que a punto estuvo de obligar a Sagrario a dar su primer paseo sola por el barrio. Luego, amedrentada por no se sabe qué prudencia, desistió. Sin duda el piso de la calle Muntaner, ubicado unos pocos metros por encima de la Diagonal, se diferenciaba bastante del piso de huéspedes que Jenaro Baldrich había habitado los años de la carrera y de noviazgo y, a juzgar por sus dimensiones, requería de una servidora. La enormidad de las habitaciones y la complejidad laberíntica de los pasillos hacían de aquel ático un escenario propicio para llenarlo de familia. Resultaba cálido cuando la luz que inundaba la terraza entraba por los balcones, y se dilataba como un resplandor progresivo por el interior y buscaba los rincones y achicaba los techos, pero de noche se enfriaba, y así, todavía sin muchos muebles, la casa parecía ensancharse. No obstante don Eustaqui Baldrich había tenido buen ojo. Lejos de adquirir un principal con claraboya, como solían hacer las familias distinguidas, se adelantó a la costumbre y le dio a Jenaro el piso más alto y con más metros de terraza, como si al comprarlo hubiera medido en metros cuadrados la felicidad de su hijo. Por su parte, Sagrario tuvo que perderse varias veces en aquella extensión embaldosada hasta tomarle la mesura, demasiado grande para su condición humilde, más habituada a plantas bajas, gallineros en las galerías y acalorados cobertizos.

Por aquellas fechas el señor Baldrich empezó a trabajar como ingeniero industrial en los Talleres Mateu del barrio de Las Cortes. Aun siendo su titulación de perito, decidió comenzar desde abajo. Enseguida se familiarizó con los planos de las piezas que posteriormente se mecanizaban en dichos talleres. La falta de titulados técnicos en el sector industrial hacía de encontrar trabajo una tarea fácil. Aquella Barcelona dejaba al descubierto su penuria, sus edades avanzadas, sus viudas, y su necesidad de progresar con nuevas inquietudes. Su padre le aconsejó asimilar el mundo laboral y Jenaro Baldrich quiso asumir esa escuela. En dos semanas sus ideas empezaron a catalizarse de manera natural, y a los tres meses era considerado como persona de referencia en la empresa. Prepararon ferias para toda la comarca. Eso le obligó a ausentarse de casa durante días. Sugería con buena mano el trabajo que debían llevar a cabo sus operarios, pero él era el primero en trabajar y en dar ejemplo.

Fue allí, en los Talleres Mateu, donde se aficionó al fútbol. La cercanía de los talleres con el estadio de Les Corts hizo que simpatizara con el Barcelona y que se preocupara por su historia. Gracias a ello escuchó por primera vez la palabra «cosmopolitismo». Un chaval avispado que hacía recados dijo que aquel club era cosmopolita, y otro obrero mucho más mayor añadió que lo había fundado un suizo, además protestante, llamado Hans Gamper, junto con otros jóvenes catalanes y extranjeros, muy receptivo a las combinaciones culturales, a la miscelánea mediterránea. Aquello gustó a Jenaro Baldrich y quiso también él ser cosmopolita, y abrirse al mundo, y generar hazañas. Desde el interior de los talleres se oía a la muchedumbre gritar en las gradas del campo. El Barça acabó ganando aquella Liga de 1945 y Jenaro Baldrich se aficionó a ese deporte que empezaba a crear aglomeraciones y discusiones en los bares por las mañanas. Y aunque también le dijeron, en voz baja, que su penúltimo presidente, Jos

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