Billy y los mimpins

Roald Dahl

Fragmento

Portarse bien

PORTARSE BIEN

La madre de Billy se pasaba la vida diciéndole exactamente qué podía y qué no podía hacer. Todas las cosas que le estaban permitidas eran una lata. Todas las cosas que no le estaban permitidas eran de lo más tentadoras.

Una de las cosas que tenía ABSOLUTAMENTE PROHIBIDAS, la más tentadora de todas, era cruzar él solo la cancela del jardín y explorar el mundo que había más allá.

Una soleada tarde de verano, Billy se había encaramado a una silla de la sala de estar y, con los brazos apoyados en el respaldo, contemplaba con mirada soñadora el maravilloso mundo que había al otro lado de la cerca. Su madre estaba en la cocina planchando y no alcanzaba a verlo pese a haber dejado la puerta abierta.

De vez en cuando, lo llamaba y le decía:

—Billy, ¿qué andas tramando?

A lo que el chico siempre contestaba:

—Nada, mamá. Me estoy portando bien.

Pero Billy estaba hasta la coronilla de portarse bien.

Por la ventana, no muy lejos de allí, se adivinaba la gran espesura negra a la que llamaban el Bosque del Pecado, un lugar prohibido que él siempre había querido explorar.

Su madre le había dicho que hasta los adultos tenían miedo de entrar allí. Solía recitarle un poemilla que todos conocían en los alrededores y que decía así:

¡Cuidado, cuidado! ¡El Bosque del Pecado!

¡Muchos logran entrar, pero ninguno ha escapado!

—¿Por qué no han escapado? —preguntaba el pequeño Billy—. ¿Qué les pasa cuando entran en el bosque?

—Ese lugar —contestaba su madre— está infestado de las bestias salvajes más sanguinarias del mundo.

—¿Te refieres a tigres y leones? —preguntaba el chico.

—Mucho peor que eso —contestaba su madre. —¿Qué puede ser peor, mamá?

—Para empezar, los destripantojos —decía su madre—, pero también están los cuernifunfuños, los trompiluznantes y las alimuñas espantorosas.

Y el peor de todos es el terrible escupilámpago, un monstruo chupasangres, arrancamuelas y chascahuesos. También hay uno de esos en el bosque.

—¿Un escupilámpago, mamá?

—Oh, sí. Y cuando el escupilámpago te persigue, echa ráfagas de humo ardiente por la boca.

—¿Y tú crees que me comería? —preguntaba Billy.

—De un solo bocado —aseguraba su madre.

El chico no se creía ni una palabra. Sospechaba que su madre se inventaba todas aquellas patrañas para meterle miedo y así asegurarse de que no se aventuraría solo más allá del jardín.

Ahora vemos a Billy encaramado a la silla delante de la ventana, contemplando con ojos soñadores el famoso Bosque del Pecado.

—Hijo mío —lo llamó su madre desde la cocina—. ¿Qué estás haciendo?

—Me estoy portando bien, mamá —contestó el chico.

Entonces ocurrió algo extraño. Billy empezó a oír una voz que le susurraba al oído. Sabía exactamente quién era: el Diablo. Siempre que se aburría, lo tentaba con sus cuchicheos.

—Es pan comido… —le susurró el Diablo—. Solo tienes que saltar por la ventana. Nadie te verá. En un periquete te plantas en el jardín, en un pispás cruzas la verja, y en un abrir y cerrar de ojos tienes el maravilloso Bosque del Pecado para ti solo. Es un lugar fantástico. No creas una sola palabra de lo que te ha dicho tu madre sobre destripantojos, cuernifunfuños, trompiluznantes, alimuñas espanto-rosas y el terrible escupilámpago, el monstruo chupasangres, arrancamuelas y chascahuesos. Nada de eso existe.

—¿Y qué hay en el bosque? —preguntó el pequeño Billy con un hilo de voz.

—Fresas silvestres —susurró el Diablo—. Todo el suelo del bosque está cubierto de fresas silvestres, a cual más roja, dulce y jugosa. Ve a verlo por ti mismo.

Estas fueron las palabras que el Diablo musitó al oído de Billy aquella soleada tarde de verano.

Instantes después, el niño abrió la ventana y salió de un salto.

Portarse bien

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