Ligereza

Yung Pueblo

Fragmento

Título

Mientras yacía en el suelo, llorando lágrimas de miedo y arrepentimiento, mi mente adquirió una agudeza que, por primera vez, me permitió ver hasta qué punto me había desviado de mi potencial, cómo había permitido que las drogas me impidieran afrontar mi tristeza interior.

De forma irreflexiva, sometí a mi cuerpo y a mi mente a excesos peligrosos hasta que llegué demasiado lejos. Fue durante el verano de 2011, después de otra noche en la que me enfoqué ciegamente en la búsqueda de la evasión y el placer, cuando me encontré en el suelo, pensando que mi corazón iba a explotar. Tenía veintitrés años y estaba convencido de que me estaba dando un ataque al corazón. Tenía miedo de morirme y me avergonzaba de haber llegado a ese punto.

Mi mente se remontó a mis años de adolescencia, cuando trabajaba como activista y organizador del Proyecto de Organización de la Juventud de Boston (BYOP, por sus siglas en inglés). Recordé lo enriquecedor que fue formar parte de un grupo que ayudaba a otros a reivindicar su poder y a lograr un cambio real. ¿Cómo había perdido mi camino?

Al principio, pensaba que solo me estaba divirtiendo y que tenía el control. Pero ahora podía ver que la fiesta se había convertido en una forma de evitar pasar tiempo conmigo mismo. Usé y abusé de las drogas para adormecer el dolor y esconderme. Había tristeza y ansiedad en mi interior que pedían a gritos mi atención, pero lo único que podía hacer era apartarme de ellas. Y mi afán por alejar mi atención de mis emociones se erigió como un muro que me impedía considerar el impacto a largo plazo que las drogas tendrían en mi bienestar, en mi vida.

Mi mente también se centraba en la valentía de mis padres, en lo mucho que tuvieron que sacrificar y en lo mucho que debieron trabajar para darnos a mí, a mi hermano y a mi hermana pequeña una vida mejor en Estados Unidos. Cuando tenía cuatro años, nos trasladamos a Estados Unidos desde nuestro hogar en Ecuador. Ser inmigrantes y tratar de salir adelante en nuestra nueva ciudad de Boston nos marcó a todos. A la larga, fue la decisión correcta, pero durante la primera década y media sentimos la intensa presión de la pobreza. Casi nos quebró. Mi madre limpiaba casas y mi padre trabajaba en un supermercado. Era un milagro que llegaran a fin de mes, pero a menudo era una lucha increíble que los sometía a una inmensa cantidad de estrés. Aunque llevábamos una vida sencilla, sin lujos, en un pequeño apartamento de dos habitaciones, siempre faltaba dinero. Mientras yacía en el suelo, no dejaba de pensar: “No quiero morir de esta manera. No quiero defraudar a mis padres. Han trabajado tan duro y con tanta dedicación, me han dado tanto, que esta sería una forma horrible de morir. Necesito vivir y aprovechar al máximo la oportunidad que me han dado”.

Durante un par de horas me quedé tumbado en el piso, sin poder moverme, y sentía la conmoción que sufría mi cuerpo. Rezaba y rogaba por mi vida, mientras oscilaba entre el arrepentimiento y la gratitud. Arrepentimiento por haber perdido poco a poco el impulso de servir a los demás y por no haber descubierto antes cómo manejar mi tensión interior de forma saludable. Gratitud por la fortaleza de mis padres y su capacidad para cuidar de mí y de mis hermanos en condiciones tan difíciles, por su abnegación y su amor inquebrantable. Por encima de todo, sentí un impulso enorme por aferrarme a la vida y empezar de nuevo para poder aprovechar al máximo toda la energía que mis padres habían puesto para darme la oportunidad de una vida mejor.

Este ir y venir entre el arrepentimiento y la gratitud reavivó el fuego de la vida en mi cuerpo. Al cabo de unas horas, mi corazón dejó de latir con tanta intensidad y ya no sentía que mi vida estuviera a punto de terminar. Mi cuerpo se sentía increíblemente frágil y agotado por intentar permanecer en el reino de los vivos, pero aun así me puse en pie. Tenía un objetivo claro. Tomé todos los “analgésicos” que me autoprescribía y los tiré. Ese día, resolví en lo más profundo de mi corazón dejar de embotar mis sentidos y comenzar el largo camino de vuelta a una vida mejor. No más poner en riesgo mi vida, solo por miedo a mis emociones. Sabía que tenía que dejar las drogas y empezar a ser honesto conmigo mismo de una forma radical.

Todavía no entendía lo que estaba ocurriendo en mi interior y por qué había caído en esos malos hábitos, pero sabía que parte de la razón era que me estaba mintiendo a mí mismo sobre cómo me sentía realmente por dentro. No tenía idea de cómo iba a sanarme, pero supe de modo instintivo que mi camino hacia adelante tenía que basarse en una honestidad radical, tener la firme determinación de dejar de destrozar mi salud con peligrosos intoxicantes y centrarme en crear nuevos hábitos más saludables para mi cuerpo y mi mente.

Fue un duro y largo viaje de vuelta a la salud, pero poco a poco empezaron los cambios. Sabía que no iba a ser fácil, sabía que los buenos hábitos serían como entrar en un mundo desconocido, y sabía que la única manera de recorrerlo sería dando cada paso con valentía y determinación. Pero estaba harto de esconderme.

Durante los años en que me abandoné, mi mente se sentía innegablemente pesada, y supe que necesitaba encontrar una forma clara que me ayudara a sentirme más ligero. Empecé a examinar todos los aspectos de mi vida y me centré en hacer lo contrario de aquello que me conducía a una muerte prematura, desde comer alimentos que me fortalecieran físicamente hasta hacer ejercicio y prestar verdadera atención a mis patrones de pensamiento, incluso cuando se sentían turbulentos. Comencé a examinar mis relaciones con los amigos y la familia y traté de comportarme con amabilidad y paciencia en las áreas donde antes había demasiada aspereza e irritabilidad.

Actuaba como un detective en mi mente, haciendo preguntas para investigar a profundidad y descubrir el origen de mis problemas. Cada vez que el impulso de escapar a través de sustancias tóxicas intentaba apoderarse de mí, llevaba mi conciencia hacia el interior para analizar bien la tensión. Recuerdo haber encontrado cantidades inmensas de tristeza y miedo, y un vacío que anhelaba amor de un modo doloroso. Más tarde descubriría que se trataba de un espacio que solo mi propio amor y mi compasión incondicional podían llenar. No obtuve de inmediato respuestas a todas mis preguntas, y no fue hasta que empecé a meditar que conocí la verdadera raíz de mi sufrimiento. Pero el simple hecho de no tener miedo a mirar en mi interior liberó mucha tensión en mi mente. Así como aceptar todo lo que encontraba me ayudaba a sentir una nueva sensación de tranquilidad, incluso cuando mi estado de ánimo era bajo. Huir de mí mismo me exigía mucha más energía que reunir el valor para abrazar la soledad y la quietud.

El primer año de creación de hábitos positivos supuso un gran cambio en mi vida. No me sentí increíble de inmediato, y no todos los días eran buenos. La mayoría se percibían como una gran lucha. Desde el trabajo de sentarme intencionadamente con una emoción que me asustaba hasta la simple tarea mu

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