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Dedico este libro a mis hijos
Micaël, Maïara y Gaia, y a mi nieta Fiona
Las psicoterapias en general
En algunas ciudades —como en Buenos Aires y en Nueva York— la fascinación por las terapias psicológicas tuvo un gran auge entre los años sesenta y setenta. Fue un boom de teorías freudianas, lacanianas, kleinianas, winicottianas y, en menor medida, junguianas. Con otras características y adecuadas a los tiempos modernos, todavía mantienen un halo de virtuosismo. No ha sucedido lo mismo en otras latitudes. En algunas regiones de Europa, el hecho de “ir a un psicólogo” es considerado una vergüenza o algo que compete a los “locos”, dentro de una nebulosa de prejuicios confusos. De todas maneras, muchos individuos buscamos ayuda, aunque luego sea algo que no revelamos en nuestro entorno. En los Estados Unidos han surgido sistemas de ayuda más “rápidos”, como las terapias sistémicas o cognitivas, y todo un abanico de “coachings”, centrados en distintos tipos de “asesoramiento” para las personas que buscamos solucionar problemas, del orden que sean. Quiero decir, vivimos una época en la que los apoyos espirituales y la búsqueda del bienestar circulan más entre las terapias de toda índole que en las palabras de los sacerdotes. No es mejor una cosa que la otra. Supongo que simplemente forman parte de la organización de las culturas.
Que los individuos busquemos bienestar y comprensión de nuestros estados emocionales es legítimo. El problema aparece cuando los mecanismos utilizados quedan obsoletos y, sin embargo, en el inconsciente colectivo se mantienen con un alto nivel de popularidad, como si representaran una garantía de éxito en el terreno de la lucha contra el sufrimiento humano. En Buenos Aires “ir a terapia” es algo tan común como ir a la escuela o a trabajar. Todos “vamos a terapia”. En cualquier conversación amigable, apenas rozamos un tema relacionado con la intimidad, surgirá el comentario: “Sí, eso ya lo vi en terapia”. Todos escuchamos y aprobamos gestualmente. Sin embargo, ¿qué significa eso? Nadie lo sabe. ¿Qué es lo que “ya vimos”? Misterio. Aunque suponemos que si esa persona ya lo “vio en terapia”, sus problemas se deslizarán por los cauces adecuados para arribar a soluciones estupendas. En estos diálogos en los que todos creemos que hablamos de lo mismo pero cada uno es libre de interpretar lo que se le antoje, damos por sobrentendido que “ir a terapia” es algo bueno, y que ese es un “lugar” en el que resolvemos nuestras penurias. Por otra parte, si alguien se niega a ir —sobre todo si es nuestra pareja—, suponemos que nunca podremos arribar a soluciones confiables. Definitivamente, ir a terapia parece ser algo positivo.
Las terapias tienen buena prensa
Es verdad que consultantes y terapeutas de todas las líneas teóricas tenemos buenas intenciones. Habitualmente hacemos referencia a encuentros amables: nadie nos va a tratar mal cuando vamos “a terapia”. No es lo mismo que hacer un trámite burocrático o que ir al banco. No. En general encontramos escucha. Y resulta que el hecho de que alguien nos escuche es como tocar el cielo con las manos.
Amamos a nuestro terapeuta porque nos escucha. A veces nos dice algo inteligente. Comparte nuestros secretos. Nos tiene cariño. No nos juzga. Nos da la razón. Nos da unas palmadas en la espalda y confía en nuestras aptitudes. Un placer. Eso es lo que nunca, jamás, ni mamá ni papá —cuando fuimos niños— ni ninguna pareja —durante nuestra vida adulta— ha hecho con nosotros: aceptarnos tal cual somos y poner en relieve nuestras virtudes. Por lo tanto, pagaremos —en dinero— lo que sea necesario con tal de seguir sintiéndonos bien.
¿Hay algo malo en todo esto? No, al contrario. El bienestar siempre es positivo. Pasa que hemos asumido que el concepto de “terapia” es algo que roza lo sagrado sin saber bien qué es. Es importante definir que este asunto de “ir a terapia” es un desprendimiento de las investigaciones de Freud. Desde inicios del siglo xx, la “psicología” que se estudia en las universidades está basada en Freud. Muy bien. Lamentablemente, una cosa es la teoría —que en épocas de Freud fue revolucionaria—, y otra cosa muy distinta somos las personas de carne y hueso, viviendo en un período histórico con mucha menos represión sexual que hace un siglo atrás. Hombres y mujeres circulamos hoy con un nivel de independencia y autonomía sexuales impensadas hace apenas cien años. Por supuesto, todos sabemos que los sueños son imágenes fehacientes del inconsciente y que ese dichoso inconsciente maneja los hilos de nuestro yo consciente. No hay discusión al respecto.
Ahora bien, quienes estudiamos las teorías psicológicas luego tratamos de hacerlas encajar en la realidad emocional de las personas que nos consultan. Ahí es donde —a mi criterio— hay un abismo entre hipótesis y práctica.
La tergiversación de las evidencias
Este encastre forzado siempre me pareció raro. Pero más inverosímil me resulta que tergiversemos las evidencias para que “eso” que teóricamente debería ser coincida con la realidad que se presenta ante nosotros. Atenernos a la teoría mucho más que a la realidad me sorprende. Porque entiendo que las teorías son organizaciones del pensamiento basadas en la realidad, y no al revés.
Las personas que consultamos a un terapeuta solemos quedar subyugadas por las interpretaciones psicológicas, que a mi juicio responden a teorías discutibles y, con frecuencia, prejuiciosas. Suponer que el malestar de un individuo se explica porque el padre lo abandonó cuando era niño no solo es mentira sino que además es una estupidez. Para arribar a semejante “interpretación” partimos de la “teoría” de que los niños necesitamos una buena figura paterna. Y si no la hemos tenido, zas, luego esos sufrimientos van a estar anclados en esa vivencia infantil. Sin embargo —tal como he descrito en todos mis libros ya publicados—, las cosas suelen ser más complejas. Que los padecimientos y los diversos modos de abandono emocional que hemos soportado durante nuestras infancias van a marcar a fuego nuestra organización psíquica, de eso no hay duda. Lo que discuto es que “eso” que alguien nombró como “sufriente” o “problemático” haya sido efectivamente la causa de nuestros males.
La infancia: un período muy crítico
Para ir al grano: los seres humanos somos mamíferos. Nacemos del vientre de una madre. Tenemos un primer período muy crítico que se prolonga bastante tiempo (toda la infancia), durante el cual somos totalmente dependientes de los cuidados maternos. Dependemos de la calidad de esos cuidados. Si son nutritivos, amorosos, afectuosos, abundantes, blandos, permanentes y generosos…, nuestra seguridad emocional básica estará garantizada. No influye si hay un padre, cinco padres, ningún padre, veinte tíos, ocho familias, cien tortugas o cuatro elefantes alrededor. No tiene ninguna importancia. Los niños pequeños solo necesitamos —para nuestro confort y nuestra salud afectiva y física— una madre o una mujer “maternante” suficientemente amorosa y disponible. Nada más. Absolutamente nada más.
Es verdad que si miramos el escenario completo aceptaremos que para haber vivenciado un maternaje tan fenomenal, nuestra madre hubiera precisado también una muy buena vida. Necesitaría sentir tal nivel de felicidad que le hubiera permitido ser capaz de derramar bienestar y confort sobre nosotros cuando fuimos niños. Muy bien. Pero entonces estamos admitiendo que ese es otro tema. Según la cultura, el momento histórico, la región, el entorno social o la civilización en la que nuestra madre haya vivido, determinaremos si el concepto de felicidad estará relacionado con los matrimonios monogámicos, con las tribus poligámicas, con la represión sexual o con la sexualidad libre, con la prosperidad económica, con el intercambio con la naturaleza y los ciclos vitales o con qué. Pero que quede claro que estamos hablando del confort de las madres, no del confort de los niños. Para los niños pequeños, solo existe nuestra madre. De hecho, los niños pequeños podemos estar en un palacio repleto de oro: si estamos solos, será una cárcel. En cambio, si los niños nos hallamos en medio de un }desierto bajo el sol abrasador, pero estamos cobijados por el cuerpo de nuestra madre nutriente, estaremos en nuestro propio paraíso. Quiero decir exactamente eso: el bienestar de los niños pequeños depende de la cercanía afectuosa de nuestras madres. No depende en absoluto del entorno.
Retomemos el ejemplo de la interpretación (recurrente en el seno de muchas terapias actuales) de que algunos individuos sufrimos hoy como consecuencia del abandono temprano de nuestro padre. Es obvio que quien sufrió la pérdida de la ilusión, del confort o de la seguridad fue nuestra madre. Y es altamente probable que nuestra madre haya nombrado a lo largo de toda nuestra infancia que el causante de todos los problemas (propios y ajenos) fue, es y será la condenada, horrible y desaprobada decisión de ese hombre de haberse ido. Ergo, esos niños luego tendremos problemas. Un día consultaremos con un terapeuta por el motivo que sea y asumiremos que nuestra dificultad principal reside en haber sido abandonados por nuestro padre durante nuestra niñez. Ahí todos nos deslizamos en un mar de interpretaciones basadas en la nada misma, creyendo que tenemos atrapado al causante de todos los males. Lo más grave es que no se nos ocurre revisar el abandono, la violencia, el abuso, el autoritarismo o lo que sea que nuestra madre —presente— ejerció durante toda nuestra infancia, en lugar de cobijarnos y nutrirnos. La violencia de nuestra madre —una madre exageradamente valorada por nosotros una vez devenidos adultos— queda invisible. He aquí lo que pocas terapias logran detectar.
Escuchar o no escuchar al consultante
¿Por qué es tan difícil para un terapeuta detectar los mecanismos completos? Porque nadie los enseña. En las universidades estudiamos teorías. Pero no observamos con mirada fresca ni desde fuera de ideas preestablecidas qué es lo que nos pasa. Insisto en que nos movemos entre prejuicios y teorías, que en la teoría son bonitas, pero que luego no encajan con nuestras realidades cotidianas.
¿Acaso no hay buenas teorías psicológicas? Sí, las hay a borbotones. También hay grandes pensadores, maestros iluminados y terapeutas lúcidos. Pasa que hay que encontrarlos. Lamentablemente, soy testigo de las barbaridades que muchos terapeutas afirmamos con tono grandilocuente a nuestros consultantes, y, dentro de esa relación de proyección de un supuesto saber, los consultantes nos entregamos a la fascinación y luego quedamos atrapados en las interpretaciones que tomamos como válidas.
El error más frecuente, en mi opinión, es que los terapeutas escuchamos lo que nos dice el consultante. ¿Está mal? ¿Acaso las personas no vamos a terapia para que alguien nos escuche? Ahí está el quid de la cuestión. Las personas sostenemos nuestro discurso engañado organizado a lo largo de toda la niñez a partir del discurso engañado de quien habitualmente nombró los acontecimientos (generalmente ha sido nuestra madre). Es decir, llegamos a la vida adulta con una opinión formada sobre cada cosa, con nuestro propio punto de vista. Pero ese punto de vista personal es lo que menos habría que tomar en cuenta en el seno de una indagación genuina. Porque manifiesta la vista parcial que cada uno de nosotros defiende. ¿Sirve que los terapeutas sigamos la línea de indagación a partir de lo que cada consultante defiende? No. Porque evidentemente solo arribaremos a conclusiones subjetivas, es decir, equivocadas. Y para colmo no podremos ofrecerle al consultante un punto de vista más completo, sino que seguiremos observando juntos prácticamente lo mismo que el consultante, con algunos agregados de interpretaciones que abonan las teorías de cada individuo. Es decir, no logramos introducir una mirada más global sobre nosotros mismos.
Quiero decir que escuchar al consultante es lo menos “terapéutico” que he visto. Porque no proporciona una mirada completa sobre el propio escenario. Parece fácil aceptar que lo que dice el consultante no debería importarnos; sin embargo, casi no hay psicólogos capaces de encontrar una lógica de un escenario completo, descartando casi todo lo que el consultante dice.
Entonces, ¿cómo elegir un buen profesional, alguien que comprenda, observe sin prejuicios y nos ofrezca un punto de vista novedoso sobre aquello que nos pasa y para colmo sin tomar en cuenta lo que decimos? Acepto que es extremadamente difícil. Depende en parte de cada uno de nosotros. La intuición va a ser nuestra mejor aliada. Porque es esa voz interior difusa la que nos avisa de que hay algo verdadero que está encajando con nuestras emociones, o bien hay palabras que nombran con certeza algo que sabíamos pero que no lográbamos tolerar en el pasado. O, por el contrario, a veces simplemente sentimos que no, que es por otro lado, aunque no sabemos por dónde. Llamativamente no nos hacemos caso. Vamos porque el terapeuta nos dice que es imprescindible que no abandonemos el “tratamiento”. ¿De qué “tratamiento” estamos hablando? No se trata de la ingesta de un antibiótico. Es una búsqueda espiritual. No es un tratamiento. Y, como búsqueda genuina, podemos bifurcarnos en el camino cuantas veces creamos que sea necesario. Insisto en que el “halo” de supremacía con el que cuentan todas las terapias en el inconsciente colectivo nos juega en contra. Porque no nos sentimos con el derecho a no estar de acuerdo, abandonar las entrevistas, cambiar, buscar otra cosa, elegir otros sistemas u otros profesionales. Sin embargo, en el seno de las indagaciones personales, tendríamos que conservar siempre la libertad interior y la interrogación profunda. Total, si nos equivocamos, no pasa nada.
¿Cómo saber si las interpretaciones que nos ofrece el profesional son válidas? En principio, descreo de las interpretaciones. Porque suelen ser subjetivas, es decir, teñidas de pensamientos y sentimientos valiosos para el profesional, pero que no siempre aportan claridad o encastre en la lógica de cada consultante. Sobre todo si no aportan una mirada global, compasiva y transparente hacia la totalidad del escenario. Las interpretaciones suelen estar basadas en teorías psicológicas, en lugar de tener el coraje de mirar honesta y creativamente un escenario determinado y único.
Terapias de pareja
¿Qué pasa cuando los dos miembros de una pareja quieren consultar juntos?
En principio, la afirmación “queremos ir juntos” la pongo en duda. En la mayoría de los casos, las mujeres queremos y los hombres complacemos. Lo cual no está mal. Pasa que, en el terreno emocional, las mujeres llevamos la voz cantante y estamos más acostumbradas a lograr alianzas con los profesionales “psi”. A las mujeres nos encanta la psicología. Las cuestiones del corazón encuentran un ámbito más yin, blando y susurrante, y eso nos sienta bien. Por eso consultamos con todo tipo de especialistas. Los varones, en cambio, preferimos los ámbitos más yang: concretos, deportivos, económicos o de razonamientos duros. De todas maneras, los varones, obviamente, también sufrimos. Sin embargo, no estamos tan desesperados por consultar a diestra y siniestra sobre nuestras intimidades emocionales. Por lo tanto, cuando las mujeres decimos “mi pareja y yo queremos consultar”, siempre vale la pena invitar a la mujer a que dé el primer paso. Que haga su búsqueda hasta encontrar lo que precisa para sí misma. Y que deje en paz a su partenaire.
Cuando las parejas llegamos juntos a las consultas, habitualmente terminan siendo encuentros superficiales. Los usamos para lograr acuerdos sustentables y para tener algún testigo que funcione como “tercero en discordia”. Lo cual puede ser muy interesante, pero eso no es una indagación terapéutica. En todo caso será una mediación más. Habrá conversaciones un poco más amables. Puede suceder que alguno de los dos precise un testigo, porque caso contrario tiene miedo de confrontar cuando el partenaire es violento activo o desequilibrado. En fin, los encuentros de pareja pueden servir para muchas cosas, pero dudo que en principio sirvan para abordar los mecanismos infantiles y la sombra individual que mueven los hilos de nuestras acciones en la vida de relaciones. El profesional necesitará mucha experiencia y savoir faire para abordar desde las realidades infantiles a cada uno de los sujetos y para investigar a partir de qué mecanismos históricos se han emparejado, para intentar luego abordar los posibles conflictos actuales.
Cuando las mujeres pedimos ir con nuestro partenaire a una consulta psicológica, es porque queremos encontrar una solución puntual a una dificultad de pareja global. Y eso no es posible. Otras veces arrastramos a nuestro partenaire “a terapia” porque estamos en franco desacuerdo sobre temas que supuestamente nos atañen a ambos: la crianza de los niños en común. Las mujeres esperamos que el terapeuta nos dé la razón, y así seremos dos a uno. Ganamos las mujeres. Es absurdo. Estamos pidiendo soluciones cuando aún no estamos dispuestos a observar la totalidad de nuestra trama. Si no comprendemos cabalmente cómo hemos tejido el conflicto, no sabremos cómo desarmarlo.
Esto es válido tanto para las terapias de pareja como para las terapias individuales: no es posible esperar que una terapia resuelva nuestros problemas. No. A lo sumo iniciaremos un trabajo de interrogación profunda para comprendernos más y para mirar nuestros escenarios desde una lente ampliada. Luego, quizás, usando esa lente ampliada, es probable que encontremos recursos para hacer cambios, y esos cambios quizás modifiquen o amortigüen algunos problemas. Visto así, tal vez sea lo más honesto que podamos esperar de cualquier terapia que sea digna de llamarse así.
¿Sirve mandar a los niños a terapia?
¿Y cómo elegir un buen terapeuta de niños? En mi opinión, es un despropósito mandar a los niños a terapia. Porque los niños somos dependientes de los mayores. Dependemos afectiva, económica y familiarmente. Si el niño sufre, somos los adultos que lo criamos quienes tenemos que asumir que algo estamos haciendo mal y, por lo tanto, el niño padece síntomas alarmantes. El niño, por más visitas al terapeuta que haga, no podrá modificar las cosas en casa. Mandar a un niño a terapia es “sacarse el problema de encima”. En todos los casos, si un niño se porta mal, desobedece, se enferma, es inquieto o distraído, le va mal en la escuela, sufre de terrores nocturnos, tiene fobias, no come o lo que sea que exprese, es porque está avisándonos que nos necesita. Somos los adultos quienes necesitamos ayuda para comprenderlo, siempre y cuando estemos dispuestos a observar —en primer lugar y con lente ampliada— nuestros propios escenarios infantiles, los recursos que hemos utilizado para sobrevivir y las discapacidades a la hora de amar a nuestros hijos.
De hecho, primero tendremos que comprender y compadecernos del niño desamparado y lastimado que hemos sido, porque si no estamos dispuestos a entrar en contacto con esas heridas que nos rasgaron el alma, no lograremos entrar en contacto con aquello que le pasa a nuestro hijo real hoy. Es imposible sentir el sufrimiento de los niños pequeños si no nos avenimos a sentir eso que hemos escondido desde la niñez, hartos de pena, con los recursos emocionales que ahora sí tenemos a mano. Es preciso descongelarnos. Tenemos que volver atrás y contactar con eso que nos sucedió, total ahora somos gente grande y ya nada malo nos podrá suceder. Quienes tienen urgencia para que hagamos esa revisión son nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestros nietos y los hijos de nuestros amigos. No mandemos a los niños al psicólogo, no tienen nada que hacer allí. ¡Sobre todo si los niños no quieren ir! Se aburren. No les compete. No son ellos quienes tienen que comprender lo que les pasa. Si los niños sufren por el motivo que sea, eso nos incumbe a los adultos. Y, en la medida que decidamos mantenernos ignorantes sobre las cuestiones del alma, no seremos capaces de comprender aquello que les acontece a los niños. Por eso, lo único urgente es que nosotros —adultos— nos iniciemos espiritualmente.
El abanico de ofertas psicológicas
Ahora bien, entre tanta oferta psicológica, ¿cómo hacemos las personas para elegir, sobre todo cuando no somos especialistas en el tema? Es verdad que encontrar a alguien de confianza entre tantas opciones no es tarea sencilla. Sin embargo, en principio, cualquier método sirve. El método es una herramienta —generalmente valiosa— para lograr un encuentro humano entre profesional y consultante. Pero, como en las demás áreas de la vida, hay que probar. Ahí entra en juego la intuición personal. También es indispensable saber que “hacer terapia” supone estar descubriendo nuevos puntos de vista: molestos, dolorosos pero reales. La terapia nos tiene que aportar una visión novedosa de nosotros mismos, que calce en algo interno y que nos incite a hacernos responsables de nuestras acciones. Si sentimos que “no pasa nada”, ¿por qué permanecer pagando a un profesional solo porque este nos dice que eso es lo que corresponde?
El asunto de las duraciones de las terapias creo que también es algo a tener en cuenta. Considero que permanecer muchos años con un mismo profesional no es algo beneficioso para el encuentro con la sombra, porque los profesionales somos seres humanos y nos encariñamos, obviamente, con los consultantes. En ese punto perdemos objetividad. Los tratamientos cortos y contundentes, a mi modo de ver, suelen ser los más eficaces. Por otra parte, si el profesional es idóneo, dará “en la tecla” más rápidamente. La información que necesitábamos adquirir sobre nosotros mismos no tendría que tardar mucho tiempo en aparecer, caso contrario, el “método” no es muy eficaz. O quizás el profesional no es suficientemente competente.
Justamente, las terapias no son lugares confortables. Tampoco es un lugar donde regresar una y otra vez porque nos sentimos bien. O porque el terapeuta nos comprende. No. La terapia es un instante de descubrimiento personal, que una vez abordado, comprendido, revisitado y entrenado… debería convertirse en una herramienta de contacto emocional genuino al servicio de nuestra vida cotidiana.
Algunas personas somos muy curiosas y saltamos de método en método terapéutico, porque nos encanta aprender más y más. La suma de metodologías y puntos de vista, que han nacido gracias a las personalidades y las investigaciones de diferentes profesionales y maestros, nos ofrece un abanico de opciones. Mientras todas operen a favor de la comprensión de nosotros mismos y podamos utilizar cada aprendizaje en beneficio nuestro y de nuestro prójimo, mejor. También es justo hacer notar que a algunas personas nos encanta probar la última metodología de moda. Es obvio que eso no significa que hayamos abordado nuestra sombra alguna vez. Ninguna terapia es mejor o más veloz en sí misma que otra. Ninguna es tan maravillosa como para resolver todos nuestros problemas. No. Simplemente son herramientas que dependen de la capacidad del profesional para utilizarlas bien, y de cada uno de nosotros para honrarlas.
Algunas metodologías me inspiran m
