¿Por qué Fer no quiere crecer?

Francisca Mendez

Fragmento

Título

¿POR QUÉ FER
NO QUIERE CRECER
?

Yo tenía un año y tres meses cuando nació mi hermano Fernando. Vivíamos en Milán y él nació el Día de la Liberación Italiana.

Según me cuenta mi madre, el embarazo fue totalmente normal, salvo que ella se sentía demasiado sensible, lloraba por todo y a todas horas. No necesitaba ningún pretexto. La fecha en que nació mi hermano, un 25 de abril, era día festivo y ella tenía ocho meses de embarazo. El médico que la atendía consideró que el bebé aún no iba a llegar y la envió dos veces a casa, a pesar de las contundentes contracciones que tenían a mi madre en vilo. Finalmente, a las 23:50, nació, 10 minutos antes de que mi madre llegara al emblemático hospital La Madonina, nombrado en honor a la Virgen María. Nació pequeño, así que tuvieron que ponerlo en la incubadora por dos días.

En los primeros años de nuestra vida, ambos crecimos como gemelos. Compartíamos todo y jugábamos a las mismas cosas. Mi madre nos enseñó a nadar cuando yo tenía tres años y Fer dos. Éramos unos auténticos peces y las piscinas, el mar y los lagos nos acompañarían en toda nuestra infancia como grandes aliados.

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Un día, mi madre llevó a Fer a un primer control a los seis meses de vida. Era un auténtico muñeco, con sus grandes ojos y pestañas, y una expresión angelical. Ese día la doctora que los atendió notó que mi hermano parecía no escuchar. Le hizo varias veces la prueba y concluyó que podía ser algo normal y harían otro control a los nueve meses. Esta vez todo salió como se esperaba. Fer respondió a todos los estímulos visuales y auditivos de manera totalmente normal.

Seguimos nuestra vida de juego y ocio mientras nos preparábamos para mudarnos a Bucarest. Recuerdo nuestro último verano en Milán, en el parque Giardini Pubblici Indro Montanelli cerca de Corso Venezia. Había columpios y un carrusel, donde pasamos largas tardes jugando, caminando y disfrutando los lagos y pájaros que nos acompañaban. En ese parque también pasamos las distintas estaciones del año que transcurrieron mientras vivimos en Milán.

Cuando llegamos a Bucarest, empezamos de nuevo todo. Para mi hermano y para mí sería la primera de tantas mudanzas que haríamos a lo largo de nuestra vida. Cada ciudad nueva, sin duda, fue marcando nuestro destino, pero Bucarest y Rumania, con su extraordinaria belleza y particularidad, nos dejaron dos realidades permanentes: el primer diagnóstico de mi hermano y la ausencia de mi padre.

Llegamos a una casa inmensa en el Cartierul Armenesc, que se caracterizaba por enormes y bellas casas afrancesadas. Recuerdo muy bien la dirección, Popa Soare 29. Nuestros vecinos eran los dueños de ese inmenso complejo y tenían un hijo que se llamaba Mark, quien se convertiría en mi inseparable amigo durante nuestra estancia en Rumania. Uno de mis mejores recuerdos era el árbol de cerezas que, durante los tres veranos que gozamos en Bucarest, nos dio kilos y kilos de esta fruta que mi madre bajaba con gran entusiasmo. Comíamos cerezas todo el día y, hasta la fecha, son mi fruta favorita. Y ni hablar de los inviernos, íbamos con mi madre al parque Parcul Plumbuita y ahí hacíamos toda clase de juegos en la nieve. También durante el invierno, en esa casa señorial, mi hermano y yo paseábamos en círculos con nuestros triciclos en un hall decorado con un gran espejo de pared.

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Una mañana de invierno crudo, estaríamos a 15 grados centígrados bajo cero, mi padre decidió abandonar a la familia. Fer tenía dos años y yo estaba por cumplir tres. A la soledad de lo que sería un futuro diagnóstico de mi hermano se unió la soledad de criar una familia cuyo único sostén fue mi madre durante varios años.

Evidentemente no sabía lo que estaba pasando, pero mi padre desapareció de la escena familiar y de ahí en adelante sólo recuerdo a mi madre con nosotros en cada alegría, batalla, juego, viaje, comida y vida cotidiana… hasta que apareció Jilles, quien se convertiría en su esposo, nuestro padre y mucho más que eso, pero de él ya les iré contando más adelante.

Pues bien, ya que la familia de cuatro se redujo a tres, mi madre decidió tomar, como se dice vulgarmente, “al toro por los cuernos”. Primero aprendió a manejar. Sí, no sabía manejar, nunca había tenido un coche propio para hacerlo. Motivada por su entonces jefe, tomó un curso en rumano en un coche Dacia. Yo la acompañé la primera vez que ya pudo manejar sola y recuerdo que le dije: “Mamá, yo confío en ti, lo vas a hacer muy bien”.

Otra cosa que mi mamá se propuso fue enseñarnos a nadar. Íbamos todos los días religiosamente. Como dije, teníamos dos y tres años y mi madre hacía malabares con los dos para cambiarnos, acomodar toda la ropa en los lockers y salir victoriosa de los vestidores para la alberca. Ahí, entrábamos los tres y mi mamá nos iba dejando solos para que nos fuéramos soltando y flotáramos. La alberca estaba techada y rodeada de vidrio, de tal manera que podíamos presenciar las cuatro estaciones del año en ese país maravilloso que las mostraba de manera muy intensa.

Esta escena de mi madre con los dos enseñándonos a nadar fue la primera de tantas donde rompimos la norma. Sin saber todavía el diagnóstico de mi hermano, éramos la excepción allá donde íbamos. Mi madre era la única usuaria en ese precioso club que se metía con sus dos hijos pequeños a una alberca a enseñarles a nadar de manera muy intuitiva. Como mi hermano era muy hiperactivo, un día salió corriendo de los vestidores antes de que mi madre pudiera guardar en los lockers toda nuestra abultada y cuantiosa ropa de invierno. Bajó las escaleras y se echó un clavado en la parte más honda de la alberca. Ni mi madre ni yo pudimos alcanzarlo, pero Fer ya sabía nadar solo y, para sorpresa de los que estaban ahí, logró salir a flote y disfrutar plenamente su travesura.

Desde que él tenía dos años, mi madre sospechaba fuertemente que algo no andaba bien. No hablaba ni una sola palabra y apenas tenía contacto visual. Para mi madre era muy difícil hacer una comparación conmigo, porque yo había dicho mi primera palabra a los siete meses. Ella pensaba que sus hijos tenían diferentes personalidades y probablemente a eso atribuía que Fer no hablara. Me ha contado que es una especie de mecanismo de defensa al no querer afrontar una cruda sospecha.

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Siempre me ha recordado mi primera reflexión sobre la condición de mi hermano. Ella estaba preocupada, no sabía qué tenía Fer, no había ninguna pista ni a quién preguntar o consultar. Había hecho lo propio con el neurólogo que atendió a Fer desde que nació hasta el último día que estuvimos en Milán,

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