Una nota inicial acorde…
…con estos hermosos Cuadernos de Julieta Campos es sobre ese viaje mágico que hizo posibles todos los que se cuentan en este libro. Ocurre que, una vez que Julieta y yo hubimos terminado con nuestras obligaciones universitarias a mediados del lejano 1954 en París, decidimos irnos de vacaciones a Italia, antes de regresar ella a Cuba y yo a México. Aquella estadía de un mes abarcó buena parte de la bota itálica. Recuerdo especialmente Milán, Boloña, Venecia, Florencia, Roma y, naturalmente, Nápoles y Capri. Fue un trayecto en ferrocarril (y en vaporetto) sin prisas, en pleno verano, viendo pintura de todas las épocas y cine italiano contemporáneo, oyendo música y caminando incansablemente, auxiliados de guías concisas y de pequeños diccionarios que nos servían para encontrar las palabras necesarias con rapidez, cuando el español y el francés no podían ayudarnos con esa lengua tan semejante (aparentemente) a la nuestra. Entonces tuvimos el tiempo que las clases y los deberes parisinos nos escatimaban y pudimos hablar sobre nosotros, sobre nuestro futuro: ¿qué íbamos a hacer cuando llegara el tiempo del regreso y terminara aquel paréntesis maravilloso y tuviéramos que enfrentar nuevamente la realidad?
No fue en Nápoles, ni en Capri, sino en Roma, cuando empezamos a darle vueltas a la idea de consolidar nuestra relación de regreso a la Ciudad Lux, para así sólo separarnos temporalmente mientras Julieta escribía su tesis de grado y presentaba su examen profesional en la Universidad de la Habana, y yo encontraba un trabajo más cercano a mis intereses intelectuales y un domicilio en la ciudad de México acorde con la nueva circunstancia.
Una vez tomada la decisión había que llevarla a cabo y a nuestro regreso a la Casa de México pusimos manos a la obra. Nos casamos el 23 de agosto de 1954 en la Alcaldía del quatorzième arrondissement —donde está situada la Cité Universitaire—, cerca de la casa donde vivió Lenin en París. Invitamos como testigos al director de la casa, el doctor Manuel Cabrera, y a su esposa la escritora Ramona Rey. Sin embargo, como el doctor Cabrera tuvo que asistir a un congreso o a alguna conferencia en Viena, nuestros testigos fueron Ricardo Guerra y su mujer, la pintora Lilia Carrillo. Pero antes de partir Manuel Cabrera, con quien hice buenas migas pues había seguido junto con otros residentes, bajo su dirección, un seminario sobre El capital, y me había orientado en mis primeras lecturas sobre La Fenomenología del Espíritu, me dio para el regreso varias cartas de presentación: para Pepe Iturriaga, entonces subdirector de Nacional Financiera; para Manuel Marcué Pardiñas, que a la sazón dirigía Problemas Agrícolas e Industriales de México, una espléndida revista; y para Horacio Labastida, quien era director de Servicios Escolares o de Difusión Cultural de la UNAM; pues la verdad es que yo no tenía interés en volver a mi empleo en la Secretaría de Hacienda, en la que prestaba mis servicios cuando partí becado a París. Mis perspectivas eran otras.
Una de esas cartas, la dirigida a Horacio Labastida, me abrió las puertas del Fondo de Cultura Económica, pues Horacio me presentó con el gerente de la Institución, Joaquín Diez Canedo, quien, al poco tiempo de haber llegado Julieta a México (con su título y con Emiliano, que había nacido días después), me invitó para ser secretario de El Trimestre Económico, que dirigían Víctor L. Urquidi y Javier Márquez, y para integrarme como miembro del Consejo Técnico de la editorial, del que formaban parte, entre otros, don Sindulfo de la Fuente, Alí Chumacero, Elsa Cecilia Frost, Joaquín Gutiérrez Heras y José C. Vázquez. Horacio me introdujo también a la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, que dirigía Pablo González Casanova, donde fui su adjunto en la cátedra de Sociología de la Religión.
En el Fondo de Cultura, Julieta tradujo una cantidad impresionante de libros antes de publicar los suyos, y en la Universidad, en la que pronto comenzó a dar clases y a escribir, tratamos a los intelectuales más notables del país y pudimos desarrollarnos profesionalmente en las mejores condiciones posibles, trabajando en lo que más nos interesaba en la vida y, justamente, hacia donde la vocación nos había llevado. Aquel viaje a Italia nos ayudó a tomar una buena decisión. Desde entonces sé que la belleza y la verdad van juntas.
Años más tarde, un amigo de toda la vida, Arturo González Cosío, me dijo algo que en su concisión lo expresa todo: “El que acierta en el casar ya no tiene que acertar”. En recuerdo de todo esto he escrito estas líneas, no sin melancolía, para introducir al lector a los bellos Cuadernos que Julieta escribió veinte años después de aquel viaje mágico que hizo posible lo que aquí he contado y lo que siguió…
Enrique González Pedrero
1975
México,
lunes 5 de mayo
Carta de Anaïs [Nin], el sábado: I was deeply touched by your essay. It is one thing to feel intuitively that you understand every word I wrote, but it is quite another to read such a deep and beautiful expression of it. You said all I want to hear… Dice que es extraño que a mí me hubieran operado, hace un año, de cáncer, como a ella ahora. Y que el saberlo aumenta la cercanía inmediata que sintió conmigo. Leo El coloso de Marusi y pretendo, sin lograrlo, visualizar Grecia, a donde llegaremos en dos o tres semanas.
París,
domingo 18
Ayer, todavía en México, separando un cuarto de hospital para Delia, comiendo en casa de Natasha [Henríquez Lombardo], yendo a la librería Papiro a buscar un ejemplar de Sabina, preocupada porque Emiliano [González Campos] se quedaría en México. El viaje, no demasiado cansado, salvo la bajada en Ámsterdam para cambiar avión y estar en París cuarenta minutos después. Es feo Le Bourget y lo mismo la entrada a la ciudad por la Porte de la Chapelle. El Relais Bisson había cambiado de dirección —pero afortunadamente para mejorar—; ahora está en rue Christine, entre la rue des Grands Augustins y la rue Dauphine, en un antiguo edificio reconstruido, con espacioso patio de entrada. Me gustaron los muebles de época, las vigas, los baños. Sensación de volver a casa al salir a caminar por los quaies. Luego al hotel, para dormir hasta las cuatro de la tarde. A esa hora, las calles repletas de gente, muchachos tocando guitarra y cantando en las esquinas, un gran movimiento. Extraño mucho a Emiliano. Cenamos en un restaurante alsaciano una buena choucroute, con ese vinillo dulzón de Alsacia, Gewürztraminer, que tanto me gusta. Luego al cine: Retrato de familia en interior, con Burt Lancaster en un personaje viscontiano que tiene algo de Von Aschenbach.
Martes 20
Ayer La dame de la licorne, en Cluny, sedante y bellísima. Por suerte, era la Pentecôte y no había tiendas abiertas. Pudimos flâner le quartier sin tentaciones de consumo, salvo al descubrir Shakespeare & Co. cerca de Nôtre Dame, de este lado del río. Una edición de Trópico de Capricornio costaba mil dólares. ¡Qué hubiera dicho Miller en 1939! No caímos en la tentación. Una pequeña librería de literatura iniciática, en rue St. Jacques, cerrada. Enrique [González Pedrero] me llevó a comer escalopas a su viejo restaurante yugoslavo, cerca de Saint Julien le Pauvre. Subimos, por primera vez, a la torre de Nôtre Dame para descubrir que no valía la pena. Caminamos la Île St. Louis, un sitio donde me gustaría vivir. A las ocho de la noche es de día y los marroniers están llenos de hojas tiernas. Sería muy agradable pasar un mes aquí. Y yo pensaba que no tenía ganas de estar en París.
Miércoles 21
Espléndidos Bellmer ayer por la tarde. Desconcierta su sabiduría para expresar, con tan elegante distanciamiento y tanta economía de medios, la perturbadora voluptuosidad de su dibujo finísimo. Estábamos cerca y quisimos conocer el Hôtel de l’Abbaye que me recomendó Anaïs. Parecido a éste, pero más hecho, por más viejo. Me gusta más la ubicación del Relais. Volvimos a rue St. Jacques por la librería de hermetismo: conseguí un diccionario y dos libritos que serán útiles para la novela sobre la Isla. A la vuelta del hotel, en rue Dauphine, tres dijes art déco: un gato negro, un número 13 con un hombrecito sentado en el número 3 y otro pequeño personaje en medio de los cuatro puntos cardinales. Una visita deslumbrante a la Sainte Chapelle. Hemos comprado muchos libros y nada de ropa. Con viento frío, después de dos días muy calientes, caminamos esta noche hasta la rue St. Guillaume: nostalgia de Enrique por su Institut d’Études Politiques. No he llamado a nadie. Ni a Toño Peláez, ni a Flora [Diamant], ni a Severo Sarduy. Pero tampoco he estado a solas conmigo misma: no he sabido abrir un paréntesis de dos horas en la banca de un parque.
Ginebra,
jueves 22
Cierto desgarramiento al dejar París. Cierta tristeza. A Ginebra le hace falta, en mayo, el color cobrizo de las hojas y ese viento helado que viene del Mont Blanc en otoño —la bise noire—. No es una ciudad de primavera ni de verano, como sabe serlo París. Cuando hace viento, es estimulante pasear junto al lago. Hay oleaje y uno se acuerda del mar: los cisnes son entonces más improbables y, por lo mismo, más bellos. Viniendo de París, esto parece efectivamente la cuna de Calvino. Y hay prostitutas en las calles —el doble rostro del puritanismo—. Empiezo a leer El mono gramático y me identifico tanto con el texto que lo siento como propio, como si yo hubiera podido escribirlo.
En Montreux,
el sábado
La montaña se encuentra con el lago y en el jardín hay rosales y glicinas. Estamos en el Montreux Palace, un típico gran hotel de la Belle Époque donde habita, o ha habitado, Nabokov. Me pregunto por qué escogió un lugar como éste, con una hipersensibilidad como la suya. Es curioso cómo, con la influencia de tres pueblos tan provistos de carácter como son el alemán, el francés y el italiano, se ha podido hacer este país sin carácter o cuyo carácter consiste en no tenerlo definido, en la opacidad, la discreción, la falta de imaginación. Quizá la dedicación suiza a fabricar relojes para medir el tiempo tenga alguna explicación trascendente, pero nadie, creo yo, la ha descubierto. Supongo que hay más color en la Suiza alemana, sobre todo en los winter resorts, donde tanta gente joven va a esquiar. La metodicidad suiza es bastante irritante. Ayer terminábamos de comer en un restaurante que servía hasta las dos y media. Un poco antes de las tres pedí un vaso de agua. El camarero se escandalizó: “¿Ahora quiere el vaso de agua? Pero es que ya cerramos”. Me reconcilio con el hotel recorriendo sus larguísimos corredores, propios más de Visconti que de Fellini. Y aquí cerca está Chillon, donde Byron imaginó a su Prometeo, robándole el fuego al cielo. Y su estancia en Ginebra tuvo que ver, sin duda, con la afinidad electiva que le profesó a Rousseau. Todo lo cual invita a seguir buscándole los tres pies al gato suizo.
Nauplia,
el martes
Por fin en Grecia. Antier, Byron en el lago Leman. Ayer, Atenas, que al llegar parece una pequeña ciudad provinciana del trópico americano, ruidosa y desordenada. A primera vista, no impresiona la Acrópolis. Ya en lo alto empecé a sentir algo, más que en el Partenón, frente al Erecteion y el pequeño y exquisito templo de Atenea Niké. Sobre todo cuando el sol, sin decidirse a esconderse, impregna al mármol con un destello inquietante. Hoy, en Corinto, me dijeron más las cuatro columnas dóricas del único templo que allí queda que el Partenón entero. Hay que despejar los espacios del alma para que las ruinas liberen su mensaje. Micenas, esa fortaleza inexpugnable sobre un peñón de águilas, sobrecogedora, aunque Schliemann se complaciera en describir el paisaje de platanes, cipreses, eucaliptos y árboles frutales que se recorre antes de contemplarla. Una vez allí uno descubre otra cosa: un paisaje grandioso, inventado por los dioses para la tragedia, en el que se confunden el color de la ciudadela y el color de la naturaleza.
Hombres que eran dioses, dioses que eran hombres levantaron estas murallas. Los atridas no han abandonado nunca este lugar, pero en la tumba de Agamenón crecen amapolas. En Nauplia empiezo a interiorizar el mar de Grecia. Este azul no es el del Caribe turquesa. Recuerda, quizás, al Caribe encrespado de ciertas islas al este, como Curaçao. Aquí brotan montañas del mar, en el horizonte, en el vaho de una bruma azulada, islas imaginarias saliendo de las olas, islas radiantes de los bienaventurados. ¿Y Epidauro? ¿Qué ha quedado del Epidauro que todavía alcanzó Henry Miller? Sigue ahí, obstinado, pero su aura sagrada vuelve a ser vapuleada cada día por la gritería de griegos y de alemanes, de niños y de guías. Subí hasta lo más alto, pero la acústica es tan perfecta que hasta allí subían también los gritos, las risas, la vulgaridad. El sitio es singular: un bosque, una floresta densa en medio de esta Grecia tan severa, y muy cerca de esa roca sedienta que es Argos. Se va acercando uno y un aroma se desprende de los árboles, muy levemente perfumado. Si ya arriba uno logra abarcar con la mirada todo el entorno, y sentirse parte, y luego cierra los ojos, casi puede tocarse esa serenidad, esa paz de espíritu, esa armonía que Henry Miller sí encontró aquí.
En Olympia,
miércoles
Olympia me ha deparado algo semejante a lo que a Miller le comunicó Epidauro. Un valle rodeado de lomas suaves, vivientes, vibrantes, habitadas por cipreses y por pinos: uno de los paisajes más sugerentes de concordia que he visto en Grecia. El hotel, rústico, está metido en el bosque y los pájaros no dejan de cantar. Intensidad radiante de la noche salpicada de estrellas. Me siento, por un momento, en Palenque.
Entre Delfos y Atenas
A unos minutos de Arachova, hemos dejado atrás la encrucijada de Edipo, el punto donde se unen los tres caminos, el lugar donde encontró a Laios y cumplió su destino. Áridas pendientes y apenas un poco de verdor. Decepcionante Delfos, al mediodía, entre turistas y escolares ruidosos. Y, sin embargo, he tocado la piedra donde la primera sibila pronunció el primer oráculo y he masticado hojas de laurel y me he lavado los brazos, la cara, las manos, en el agua helada que brota de la fuente de Castalia (donde se purificaban antes de consultar al oráculo) y he oído el grito de los cuervos y, en ese instante, sentí que me introducía a la atmósfera del santuario, justamente cuando la sibila subía al trípode de oro, después de haber respirado los vapores que emanaban de la tierra. Aquí Apolo purificó a Orestes de la muerte de su madre. Lo dice Esquilo. Pero nadie ha dicho que haya purificado a Edipo de la muerte de Laios. Sitio de augurios y de expiaciones. Sitio donde se rendía culto a las almas de los muertos. He dicho que fue decepcionante Delfos, pero he sido injusta si me ha evocado todo esto.
Hagios Lukas, monasterio bizantino que, después de Delfos, resulta apenas curioso. Me siento en un pequeño parque con adelfas y plátanos, que reposa sobre una ladera, más arriba de un valle de olivos. Los pájaros que aquí cantan sin parar no son los cuervos de Delfos: son los jubilosos cantores de Olympia.
Bajo el templo de Apolo la esfinge de Naxos, con su ambigua sonrisa de arrobamiento, casi de éxtasis, cerraba los ojos al exterior y los abría hacia “lo otro”, hacia el misterio. Ahora la hemos visto fuera de ese contexto, fuera del museo. Es la otra cara de la Grecia que se pretende apolínea y diáfana pero busca sin cesar la proximidad de las tinieblas, el descenso a lo secreto, la aproximación a Dionisos. Delfos es santuario de Apolo pero, en invierno, Apolo se ausenta y Dionisos se posesiona del ámbito sagrado. Todo el universo helénico oscila entre Apolo y Dionisos, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre el Día y la Noche. Delfos es una transacción, un compromiso. Ha sido mediante un acto nocturno —la muerte de Python— que Apolo se ha apoderado del Oráculo. Apolo ha derrotado al Python y encarna la cordura, la prudencia, la razón, las virtudes diurnas. Pero ese santuario es la sede del Oráculo, el sitio adonde se puede acudir a buscar, en un acto de revelación mágica, el conocimiento. Omfalos, ombligo del mundo, hondonada en medio de una encrucijada de montañas, Delfos fue el punto atravesado por un eje imaginario que unía lo de arriba con lo de abajo, lo celeste con lo subterráneo: espacio sagrado donde se concilian los opuestos.
Ha terminado el viaje por la Grecia clásica. Yo, que siempre pido algo más de lo que se me da, hubiera querido un largo viaje sin guías, sin franceses, ni alemanes, ni sudafricanos, un viaje al encuentro de mí misma: “Conócete a ti mismo” era la leyenda sobre el umbral del santuario de Apolo. Pero pronto se habrá borrado todo lo accesorio y quedará lo luminoso: el impacto de Micenas, el risco abrupto dispuesto para la tragedia; la Arcadia, el paraíso perdido y soñado por todos los que hemos heredado la nostalgia de una Edad de Oro, de un idilio pastoril, de Pan tocando la flautilla entre las ninfas: la Arcadia de orégano y tomillo, de la atmósfera de cadencias melodiosas; Olympia y el monte Kronion, quizás el más generoso de los escenarios del Peloponeso, donde nada fue escatimado y la tierra se ondula con un dulce movimiento, acariciada por la brisa, ricamente vestida de verdor y frescura, propicia para recibir la sandalia de la Niké alada que coronará a los jóvenes atletas diestros y bellos, como el Hermes de Praxiteles. Nos aproximamos a Atenas atravesando la Beocia, una llanura sembrada de trigo, la región de los ricos agricultores envidiados por los atenienses que habitaban, ellos, sobre áridas colinas desoladas. En la memoria, ya solamente en la memoria, el mar de Nauplia; el mar Jónico visto al llegar a Patras; el golfo de Corinto, de un azul intensísimo, que atravesamos pasando en medio de dos fortalezas venecianas y bordeando Naupacte, donde Cervantes perdió el brazo y, siguiendo hasta Itea, la bahía de Delfos, viendo al pasar islitas perfectas, de todos tamaños, como si fueran de juguete, una sobre todo, con una casa, una sola casa en medio. Y los emparrados, los rosales trepadores, los geranios increíblemente proliferantes, los prados cubiertos de amapolas, y de flores lilas, y de flores amarillas, y las colinas que despliegan la apolínea simetría de los cipreses. Acabamos de dejar atrás Tebas. Se aproxima Atenas.
A bordo del Stella Solaris, entre el Pireo y Alejandría
Ayer por la tarde, al embarcar, una sorpresa: no iríamos a Efeso ni a Estambul sino a Alejandría y El Cairo. No veríamos Santa Sofía ni el Cuerno de Oro sino las pirámides y la Esfinge y el Nilo, donde Antínoo se suicidó y donde Moisés, mucho antes, había sido encontrado por la hija del faraón, en una canasta providencial, protegida por un haz de juncos. Después del primer desconcierto, la perspectiva me emocionó y la posibilidad inmediata de pisar Egipto —aunque sólo sea eso— me llena de entusiasmo. Viajamos en un hotel flotante. La travesía en crucero es todo lo contrario a la expedición por el Peloponeso: en cubierta, a pleno sol, la dolce vita. En el horizonte surgen tres islas, esfumadas entre cielo y mar, habitadas por las almas de los muertos. Tres gaviotas han seguido desde hace rato al barco y se les han unido otras dos: todas vuelan, hipnotizadas, alrededor de la popa.
En Creta, a punto de zarpar hacia Santorini,
el sábado 7
Egipto, en medio de un calor infernal y una miseria inenarrable, me ha dejado una sensación deprimente, aplastante, triste. Imposible recorrer el camino entre Alejandría y El Cairo sin ver, más allá del paisaje natural y de lo que le añadieron los faraones y sus siervos, a los herederos de aquellos siervos, los egipcios de este aquí y este ahora: la suciedad, el desbordamiento de la población, las callejuelas inmundas, la brusquedad salvaje de la gente. Las pirámides se empequeñecen en el acoso de los camelleros de túnicas astrosas, que gritan sin cesar. Una visión demasiado superficial, pero que va a tardar en borrarse. Al fondo de una de esas callejuelas lastimosas del Cairo, unos niños harapientos se mecen en columpios en forma de barcas, soñando quizá que los acunan las aguas del Nilo. Alejandría, no comprendo por qué, me trae alguna reminiscencia de La Habana, pero hoy no emana de ella nada del encantamiento del cuarteto de Lawrence Durrell. Y mucho menos de la legendaria biblioteca que guardó, alguna vez, 500 mil rollos de papiro, porque el primer Ptolomeo quiso hacer honor al dictum de Aristóteles: había que preservar, en un recinto privilegiado, la suma de todo el conocimiento humano.
Por la tarde
El barco se mueve otra vez mucho, como ocurrió entre Alejandría y Rodas, el miércoles por la tarde. Ese día soporté muy bien como seis horas, hasta la cena, pero ya en el comedor empecé a sentirme mal y tuve que venir a acostarme. Ahora he vuelto a sentir el mareo inminente, de modo que he bajado prudentemente de la cubierta al camarote y escribo acostada. Dormí como tres horas, hasta las 4, y desperté cuando nos acercábamos a Santorini: un enorme acantilado escarpadísimo, de muchos kilómetros de extensión, rodeado por otras islitas, surgidas todas de la erupción volcánica que se produjo 1,500 años antes de Cristo. En lo alto del acantilado, un pueblito blanco con algunas cúpulas: Thera. Un lugar salvajemente hermoso que sólo hemos divisado de lejos, porque el mar estaba agitadísimo —así sigue— y fue imposible el desembarco. Un sitio ganado de milagro por los hombres a la furia de la naturaleza. Yo imaginaba que el Mar Egeo era dulce y tranquilo y es, al contrario, un mar violento, que vomita espuma blanca en señal de su ira. Hoy bajamos en Creta. Apenas lo indispensable para visitar el palacio de Minos y el museo de Heraklion. La llegada no es bella como en Rodas y hay que recorrer la isla en quince minutos para llegar en autobús a Cnossos. El laberinto, Ariadna y Teseo, Dédalo e Ícaro recurren en la memoria, mientras uno sube y baja escaleras construidas a su gusto por Sir Arthur Evans y lamenta las columnas rojas que el viejo inglés mandó a hacer de cemento armado. El paisaje es amable, pero no hermoso en demasía como el de Olympia o Epidauro. Con un poco de fantasía va uno llenando los muros de frescos, con temas que cantan a la vida: muchachas de busto desnudo, las famosas parisienses de ojos maquillados a la egipcia; voluptuosos delfines; olivos y palmeras. Todo en rojos y azules y terracotas brillantes. Todo en la imaginación.
Ayer Rodas. Desde el barco, al amanecer, vi el acantilado de Lindos y anticipé la hermosa acrópolis que conocía por la familiaridad con la Grecia antigua que me regaló, para fortuna mía, la clase de historia del arte de mi vieja Facultad de Filosofía en La Habana. Por la tarde hicimos una hora de camino desde Rodas y trepamos a lo alto atravesando el pueblito blanco, empinado y sinuoso. La calle principal es una escalera de amplias gradas en la que desembocan callecitas pequeñas que dejan ver patios con emparrados y geranios. La acrópolis dórica tiene un emplazamiento impresionante, en la cima del acantilado, y un poco más abajo hay murallas y construcciones bizantinas y medievales levantadas por los caballeros de San Juan. Algo así como Cabo Sounion en la península, aunque quizás aun más impresionante. Si Byron hubiera llegado a Lindos, de seguro habría marcado con su nombre, como en Sounion, una de estas columnas dóricas de piedra entre rosada y anaranjada, vigías igualmente imperturbables sobre el mar. Los emplazamientos de templos y santuarios son excepcionales. Los griegos antiguos —o más bien los helenos para siempre jóvenes— tenían un talento notable para descubrir escenografías espectaculares y, para su fortuna, un territorio abundante en tales escenarios. ¿Talento excepcional o sensibilidad proclive a comunicarse, en ciertos espacios, con algo de la índole de lo sagrado?
La ciudad medieval de Rodas, a pesar de sus implicaciones religiosas, mucho más doméstica, más profana si pensamos en los términos de Mircea Eliade. Una pequeña urbe pintoresca, para reponerse del deslumbramiento de Lindos. Desde el mar se podían medir las dimensiones modestas del recinto amurallado que protegió a la ciudad de los caballeros. Entramos, con lluvia y frío, por un portón protegido por dos torreones que rematan en coronas de piedra. En el hospital-museo descubrimos un romántico patio habitado por glicinas, jazmines y cipreses, torsos sin rostro, capiteles truncos, mosaicos romanos y buganvílias, todo reviviendo bajo la lluvia, como si la humedad les despertara el alma dormida. Después de recorrer en un rato las calles que siguen la traza de las que abrieron los cruzados, hicimos una aceptable comida de doradas y camarones, aunque no tan espléndida como la del domingo en Tourcolimano, en El Pireo, porque no logramos convencerlos de las bondades de la parrilla y nos dieron el pescado frito y los camarones impregnados en aceite de olivo. Hemos descubierto dos vinos blancos bastante ricos —Minos y Domestica— mientras que el Santa Helena, más caro, nos gusta menos. Parece que el mar se calma un poco. Lástima que, con tanto movimiento, haya sido imposible disfrutar más la cubierta. El primer día de crucero sí fue una magnífica jornada marina, resplandeciente, el mar azulísimo y liso como una enorme alberca. Antier, de Alejandría a Rodas, el vértigo total: me pasé la tarde en una silla de cubierta, metida en mi gabardina y vapuleada por el viento y las salpicaduras gélidas del mar. Ahora, por el mareo, he despreciado el privilegio de contemplar, desde un mirador bastante protegido, esta todavía tímida cólera marina que sólo es un anticipo de lo que podría ser una auténtica furia, compartida con la ira del viento. Inclinada sobre la borda, siento la llovizna y una dicha dilatada, hecha de asombro, sacudimiento y serenidad y algo más que ahora no puedo definir: los sentimientos en diapasón alto que me deja esta brevísima travesía griega.
En San Angel, volviendo de La Habana,
22 de agosto
En mi estudio, rodeada de mis cosas, de mis libros, después de diez días en Cuba. Extremadamente fatigada. Confusa. Diez días vertiginosos, sin el más mínimo ensimismamiento. Como director de Canal 13, Enrique tenía que ir a Cuba para firmar un convenio, coincidiendo con la visita del presidente. Quise acompañarlo, aun sabiendo lo extraño que sería estar allí sin la presencia de papá y mamá. Hace diez años, un poco más, que murieron. Quedan tío y tía. La Habana, para mí, está llena de ambivalencias. El país, de sensaciones contradictorias. A veces admiración frente a ciertos seres excepcionales, simples, profundamente entregados a la construcción material del socialismo, honestos, sin complicaciones. Otras, irritación por el esquematismo, por la simplificación, por la reducción del universo a unas cuantas fórmulas buenas para explicarlo todo, por la tensión opresiva de un ambiente que tiende a borrar las identidades individuales y a homogeneizarlo todo. Una sociedad donde la única garantía de sobrevivencia es la capacidad de mimetismo, de parecerse lo más posible a la imagen que el establishment socialista ofrece y postula como la única buena, válida y vigente: en la medida en que alguien desborde los límites de esa imagen, por defecto o por exceso, la sociedad tenderá a marginarlo, a rechazarlo y aun a aplastarlo. Y, sin embargo, se publican 30 mil ejemplares de los libros de Eliseo Diego. Alguien, probablemente, tiene la buena intención de diseminar la cultura y no sólo los manuales de marxismo, quizá con la esperanza de que si a la gente se le despierta la sensibilidad poética se vacune contra el virus del reduccionismo y el dogmatismo. Pero, me pregunto ¿quién encontraría tiempo para leer esos libros en el vértigo de activismo y exteriorización que está viviendo Cuba? Me temo que, a los capaces de amar la poesía, de rascar un poco la corteza del pensamiento único, se les ubique entre los parásitos, los incapaces de integrarse a la corriente todopoderosa de lo que allí se tiene por políticamente correcto, los que pueden ir a dar a las UMAP, esos vergonzosos campos de readaptación para forjar al “hombre nuevo”. El fracaso de la Revolución Cubana se ha debido, sobre todo, a la pretensión de borrar del mapa a la libertad de opción. Para el más de un millón de cubanos que escogieron, por eso, el exilio, no bastaban los logros de salud y educación: vivir en una sociedad cerrada, dentro de un régimen totalitario, resultaba agobiante e intolerable.
Cuernavaca,
15 de septiembre
Para no perder la continuidad de los viajes, he pasado este fin de semana en una apasionante travesía proustiana. Andaba en busca de uno o dos textos para ilustrar el ensayo sobre el arte y ya no pude desprenderme de este libro fascinante, el que definitivamente me acompañaría en la isla desierta. Pensaba haber descubierto ciertas cosas y ahora pienso que las descubrí en Proust y las hice mías. Nada se le escapa. Su manía de analizar no le impide escribir, después de una de esas inmersiones en la música que hace a cada rato: “Esa vuelta a lo inanalizado es tan embriagadora que a la salida de aquel paraíso el contacto con seres más o menos inteligentes me parecía de una insignificancia extraordinaria”. El hombre que hace la disección de las emociones más notable que se haya logrado jamás parece optar por lo más profundo, y a la vez lo más elemental, por el conocimiento apasionado.
Después de la travesía griega y del episodio cubano, el repaso de Proust me confirma en mis propias ambivalencias, en los vaivenes de mi propio viaje interior, a la merced de un péndulo que oscila entre razones y pasiones. Entonces inciden, traviesamente, imágenes ligeras de París: el parquecito cerca de Shakespeare & Co. por la mañana; una casa frente a la placita que queda a espaldas de Cluny; los árboles medievales cargados de copas rojas, árboles de granates como en las tapicerías; la rue Bonaparte esa tarde; las calles que rodean el carrefour de Buci, con sus fruterías, carnicerías, florerías, panaderías, restaurantes, a las siete de la noche, cuando la gente empieza a sentarse a cenar y hay en todo el barrio un hervidero de movimiento; los tres gatos siameses recostados en cojines persas en la tienda del pasaje que empieza frente al Odéon y sale a una calle trasera cuyo nombre no recuerdo; el Boulevard Raspail, un poco sombrío, ya a punto de anochecer; la Île St. Louis, deshabitada un domingo por la tarde; los puentes, hasta el de Alejandro III, por la noche; las calles silenciosas que rodean la Place des Vosges y la ilusión de adivinar la vida que transcurre en uno de esos departamentos iluminados, que uno se imagina llenos de libros y de antigüedades, mirando al Sena; el pequeño café en la esquina de la rue du Bac y el Quai Voltaire. ¿Viajamos porque querríamos sorprender, en esos tránsitos efímeros, algo esencial de la vida que se nos ha escapado en nuestro mundo de todos los días? ¿Viajamos sólo para sorprender la belleza de otros paisajes, de otras ciudades? ¿Viajamos porque sospechamos que algún día vamos a descubrir, en el spirit of place de un sitio singular, alguna clave inimaginada para darle sentido al mundo? Algo se moviliza de una manera peculiar, sin duda, cuando en un par de meses uno se traslada de México a París, de París a Montreux, de Montreux a Delfos, de Delfos a París, de París a México, de México a La Habana, de La Habana a Tetecala, de Tetecala al espacio imaginario de Proust y de allí, otra vez, a La Habana. Pero ¿cómo se manifiesta ese “algo”? ¿Cómo podemos atraparlo y preservarlo? ¿Hasta dónde me sirve, para ello, perseverar en un Cuaderno de Viaje? De París no me queda nada excepcional sino una sensación de confortable familiaridad y las ganas de ponerla en la categoría de la más propia de todas las ciudades habitables, la más querida.
¿Y La Habana? ¿Cómo sentí a La Habana? Hace unos días, tratando de fijar impresiones de Cuba, sólo alcancé a enhebrar unas cuantas ideas sobre la atmósfera opresiva que se percibe al pisar el país y me cerré a las emociones. Hoy pretendo recapturarlas. En el avión escribí, mientras se aproximaba el momento de aterrizar: “A lo lejos, la Isla es una faja oscura, una sombra azulada en el horizonte. La rodean gruesas nubes, como a Dios Padre cuando transmite a Adán el soplo de la vida, en el fresco de Miguel Ángel.” Expectación intensa en la cercanía de la Isla, del sitio donde el mundo fue visible por primera vez. El cielo, al bajar, es azul zafiro, casi irreal. Empiezo a reconocer las calles. Reconozco el parque, que siempre me atrajo, cercano a la casa de Fichú Menocal, uno de esos parques deteriorados, tan habaneros. Llegamos al Hotel Nacional. Nos hospedan en una suite excesiva, para funcionario extranjero al que hay que halagar y deslumbrar. Me fijo en la mecedora de mimbre blanco, que me trae de golpe instantes luminosos de la infancia. Hay una gran terraza y puedo ver, cuando se me antoje, la luz intermitente del Morro. Al amanecer, el sol es una esfera incandescente sobre el Morro y el mar es plateado y liso. A medida que crece el día, el mar se va impregnando de vida. Ese mar es, verdaderamente, el océano. Y el océano no es apacible. Está en movimiento perpetuo, del Este hacia el Oeste, escalonando espumas de oleaje hasta el horizonte sobre masas del azul más azul que haya visto en mi vida. Desde esa terraza veo también el balcón de Portocarrero. Y la piscina donde aprendí a nadar, con el delfín de bronce y el fauno trepado encima, tocando la flauta. Descubro que La Habana es una ciudad pequeña, que se recorre en diez minutos, o casi. Es raro ver, en el Malecón, casas pintadas en tonos pasteles: yo recordaba una piedra porosa en las columnas, color arena, y también en las fachadas. Me parece postizo ese Malecón a colores. El edificio del viejo doctor Souza, cuyas tertulias, frecuentadas por mamá, recibían a los poetas y artistas que pasaban por La Habana de los
