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Los señores del narco

Anabel Hernández

Fragmento

Presentación

Me involucré en el conocimiento de la vida de Joaquín Guzmán Loera a las 6:30 de la mañana del 11 de julio de 2005. A esa hora abordé un camión en la estación de autobuses de Parral, Chihuahua, que nos llevaría a mí y al fotógrafo Ernesto Ramírez a las borrascosas tierras de Guadalupe y Calvo, un municipio enclavado en el corazón del llamado “Triángulo Dorado” y la imponente Sierra Madre Occidental. Era el inicio de un viaje de cinco días a las tierras de Joaquín El Chapo Guzmán, Eduardo Quintero Payán, Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero, Ismael El Mayo Zambada, Juan José Esparragoza Moreno, El Azul, y tantos otros tristemente célebres narcos mexicanos. Aún conservo la bitácora de aquel recorrido que cambió para siempre mi perspectiva sobre el fenómeno del narcotráfico, que en nuestros días es el eje rector del crimen organizado en México.

La mayor parte del camino hacia Guadalupe y Calvo está bordeada por un paisaje de ensueño, pino tras pino se forman espesos bosques. A bordo del autobús contemplamos el azul intenso del cielo, ese que uno adivina en las fotos en blanco y negro de Manuel Álvarez Bravo. A las 10:50 de la mañana llegamos a Río Verde, donde la carne de res se cuelga en tendederos como si se tratara de calcetines. Por desgracia, actualmente en esa comunidad cuelga no sólo la carne de res, sino los cuerpos de las víctimas de la “guerra contra el narcotráfico”.

La carretera serpenteada comenzó a ir de subida como en una montaña rusa. El avezado chofer sorteaba las curvas encomendado al papa Juan Pablo II, a la Virgen de Guadalupe y a san Juan Diego, cuyas imágenes estaban pegadas en el parabrisas del vehículo. En una parada subió al autobús un repartidor de periódicos llamado Federico Chávez. El joven es amigo de todo el mundo. La mayoría de los pasajeros, oriundos del lugar, lo saludaba con gran familiaridad. Nosotros éramos los únicos ajenos a un código de comunicación muy distinto al que empleamos en el centro del país. Antes de partir de la Ciudad de México, Iván Noé Licón, el coordinador estatal de Educación a Distancia de Chihuahua, me advirtió vía telefónica que fuéramos discretos con nuestra identidad.“La gente de la región es muy suspicaz respecto a los forasteros porque piensan que son policías”, me dijo el profesor. Así que cuando algunos paseantes pensaron que Ernesto era un sacerdote, no dijimos nada. Al parecer, los curas y los maestros son los únicos desconocidos a los que saludan sin recelo en esa comarca.

Después de ocho horas de viaje, finalmente llegamos a nuestro destino: la cabecera municipal de Guadalupe y Calvo, desde ahí nos desplazaríamos con discreción por los poblados cercanos, y esto es un decir, porque las brechas de terracería que comunican a una localidad con otra hacen que uno tarde hasta cinco o seis horas en trasladarse. Hicimos contacto con Chava, un funcionario del lugar que fue nuestro guía y amigo en ese entorno que ignorábamos por completo. Fue imposible no conmoverse ante la impactante belleza de la zona y, al mismo tiempo, ante la tragedia de sus habitantes. Fueron cinco días de un viaje imborrable.

Como periodista, iba tras la historia de explotación de los niños de la región, que periódicamente son llevados por sus padres a la pizca de amapola y a la cosecha de mariguana. Se trata de niños delincuentes que no tienen conciencia de serlo. Muchos pequeños, desde los siete años, mueren intoxicados por los pesticidas que se utilizan en esos plantíos; los que sobreviven, entrando en la adolescencia ya se pasean con un cuerno de chivo al hombro.

Nos internamos en el universo de la sierra por sus angostos caminos de terracería, sus cañadas, sus costumbres, su pobreza, sus sueños y sus leyendas. Visitamos las localidades de Baborigame, Dolores, El Saucito de Araujo y Mesa del Frijol, donde más de 80 por ciento de los habitantes se dedica a la siembra de enervantes. En esos pueblos, siempre olvidados en los programas sociales del gobierno federal o estatal, lo común son las camionetas Cadillac Escalade, las antenas parabólicas y los hombres con un radio y una pistola colgados del cinturón.

En aquella zona de Chihuahua conocí al padre Martín, un peruano de piel oscura y brillante, de extraordinario humor y gran corazón, que prefirió quedarse en Guadalupe y Calvo que irse a El Paso, Texas. El sacerdote cumple su labor con vigor, aunque sus sermones para que la gente deje de sembrar sus yerbitas resulten infructuosos. Su testimonio me permitió entender la problemática desde una perspectiva humana, alejada de los operativos militares y policiacos.

La gente se ha dedicado a lo mismo durante décadas, no conocen otro modo de vida, tampoco alguien se los ha enseñado. Sin duda en las húmedas cañadas se podría cultivar guayaba, papaya y otras frutas, pero la falta de caminos transitables hace imposible el traslado de ese tipo de productos. Por si esto fuera poco, de acuerdo con algunos pobladores, hay lugares, como Baborigame, donde la energía eléctrica llegó hasta el año 2001. Muchos sembradíos ilegales han sido auspiciados por los gobiernos de México y Estados Unidos. Lo que las autoridades no entienden es que ahí crecen no sólo los plantíos de droga, sino los capos del futuro: los pequeños no quieren ser bomberos o doctores, más bien aspiran a convertirse en narcotraficantes, ésa es la única escala de éxito que conocen.

Las anécdotas de El Chapo recorriendo las calles de Guadalupe y Calvo custodiado por guardias personales vestidos de negro se escuchan por doquier. Los pobladores han adoptado el mito del hombre generoso que apadrina bautizos, primeras comuniones y bodas, como si fuera el testigo de Dios.

Subí hasta la cima del cerro Mohinora, de 3 307 metros de altura, el más elevado de Chihuahua, ubicado al sur de la Sierra Tarahumara. Desde ahí se puede contemplar el verde valle que en época de siembra está cubierto de amapolas rojas, cuya belleza hace llorar, y las consecuencias de su tráfico también.

Había viajado tras una historia de explotación infantil, y regresé con algo mucho más profundo: el conocimiento de un modo de vida que para esa gente es tan indispensable como la sangre que corre por sus venas.

A finales de 2005 el abogado Eduardo Sahagún me llamó a la redacción de La Revista del periódico El Universal, donde entonces colaboraba, para saber si me interesaba la historia de su cliente. Se trataba de Luis Francisco Fernández Ruiz, ex subdirector del penal de máxima seguridad de Puente Grande, Jalisco, quien deseaba platicar conmigo sobre su caso. No dudé en responder afirmativamente.

Fernández Ruiz estaba siendo procesado junto con otros 67 servidores públicos que trabajaban en el Centro Federal de Readaptación Social número 2 de Puente Grande, cuando la noche del 19 de enero de 2001 El Chapo no fue localizado dentro del penal. A todos ellos los acusaban de cohecho y de haber participado en la evasión de Guzmán Loera. Fernández Ruiz iba a cumplir cinco años en prisión y aún no recibía una sentencia.“La PGR siempre negó una inspección y una reconstrucción de la fuga en el penal, para deslindar responsabilidades y ver por dónde salió El Chapo”, me dijo el abogado. Lo único que yo conocía acerca del caso eran las noticias que circularon después de la fuga del capo y la peliculesca historia de que había huido en un carrito de lavandería. A fuerza de repetirse en medios nacionales e internacionales, parece que esa versión inverosímil se convirtió en una verdad irrefutable, como ha sucedido con tantas otras historias del narcotráfico en México.

Finalmente me reuní con Fernández Ruiz en los locutorios del Reclusorio Oriente, fue un encuentro breve que giró principalmente en torno a su argumento de inocencia respecto a la salida de Guzmán Loera del penal. El ex subdirector de Puente Grande me habló sobre su trato con el capo y lo describió desde su propio punto de vista, dijo que “era un hombre introvertido, con actitud seria y retraída, no dado a ser prepotente ni grosero, y que era inteligente, muy inteligente”. En las palabras de Fernández Ruiz no había admiración, sino más bien una especie de respeto hacia el capo, con quien tuvo que lidiar desde 1999 hasta el día en que el narcotraficante se marchó de Puente Grande.

“Después de que se dio la alerta por la fuga, la Policía Federal tomó el control del penal, nos encerraron a todos en un salón, y entró gente armada con pasamontañas”, comentó Fernández Ruiz. Al paso de los años, ese dato se volvió fundamental.

Al poco tiempo de que publiqué mi entrevista con Fernández Ruiz en La Revista, el funcionario obtuvo su amparo y salió de prisión. Hoy prácticamente ya no hay ningún detenido relacionado con “la fuga de El Chapo”, como la llaman las autoridades. Inclusive el director del penal de máxima seguridad, Leonardo Beltrán Santana, con quien me crucé un par de veces en el dormitorio VIP del Reclusorio Oriente, fue liberado en 2010.

En mayo de 2006, en el hotel Nikko de la Ciudad de México, conocí a un agente de la DEA que terminó de convencerme de que el tema de Guzmán Loera y el narcotráfico era imprescindible para entender otra faceta de la corrupción en México, quizás la más significativa, la que acontece cuando los hombres del gobierno le ponen precio a los millones de habitantes de un país como si fueran reses.

El agente me confió que informantes de la DEA infiltrados en la organización de Ignacio Coronel Villarreal le aseguraron que Guzmán Loera salió del penal de Puente Grande luego de pagar una suma millonaria de dólares como soborno a la familia del presidente panista Vicente Fox. Y que el acuerdo incluía la protección sistémica del gobierno federal a él y su grupo: la todopoderosa organización del Pacífico. Actualmente Vicente Fox es uno de los principales promotores de la legalización no sólo del consumo de todas las drogas, sino de su producción, distribución y comercialización.

Este libro es el resultado de una ardua investigación que duró aproximadamente cinco años, a lo largo de ese tiempo me adentré poco a poco en el conocimiento de un mundo oscuro, lleno de trampas, mentiras, traiciones y contradicciones. Para respaldar su contenido accedí a un cúmulo de expedientes judiciales y a testimonios de viva voz de quienes presenciaron varios de los hechos aquí narrados. Por cuestiones profesionales, hablé con gente involucrada con los cárteles de la droga en México. Conversé con policías, militares, funcionarios del gobierno de Estados Unidos, sicarios y curas. También entrevisté a conocedores del narcotráfico desde sus entrañas, que incluso en su momento fueron acusados de ser parte de su red de protección, como es el caso del general Jorge Carrillo Olea, quien me concedió una entrevista exclusiva para este libro.

Leí con avidez las miles de hojas del expediente de la “fuga de El Chapo”. Gracias a decenas de testimonios de cocineras, lavanderas, internos, custodios y comandantes que forman parte del juicio 16/2001, pude conocer la afición de Guzmán Loera por pintar paisajes al óleo, la nostalgia por su madre, su lado “romántico”, su inmisericordia como violador, su necesidad de usar Viagra, su gusto por las golosinas y el volibol, pero sobre todo, su infinita capacidad para corromper todo lo que encuentra a su paso. De igual forma, los cientos de fojas de documentos oficiales me permitieron comprobar que en 2001 El Chapo no se fugó del penal de Puente Grande en el famoso carrito de lavandería, sino que funcionarios públicos del más alto nivel lo sacaron vestido de policía.

Por otro lado, obtuve documentos de la CIA y la DEA, desclasificados apenas en la última década, sobre el caso Irán-contra —del que actualmente nadie parece tener memoria—, que fue el detonador para que los narcos mexicanos dejaran de ser simples sembradores de mariguana y amapola y se convirtieran en sofisticados traficantes de cocaína y drogas sintéticas.

Rescaté copias de expedientes eliminados de los archivos de la PGR sobre dos empresarios que a principios de la década de 1990 guardaban en su hangar los aviones de El Chapo Guzmán, Amado Carrillo Fuentes y Héctor El Güero Palma. Hoy en día, esos ilustres hombres de negocios son dueños de cadenas hoteleras, hospitales y periódicos.

Encontré una versión diferente sobre el avionazo donde murió el ex secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, el 4 de noviembre de 2008, en la que se afirma que el percance se debió no a un accidente sino a una venganza del narco por acuerdos no cumplidos.

Asimismo, descubrí quiénes son los empresarios que se presentan como dueños de una supuesta compañía de El Mayo Zambada que opera en un hangar del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) para el trasiego de dinero y droga, con el conocimiento y la tolerancia tanto de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes como de la propia administración de la terminal aérea.

La historia sobre cómo se convirtió Joaquín Guzmán Loera en un gran capo, en el rey de la traición y el soborno, en el jefe de los principales comandantes de la Policía Federal, está íntimamente ligada con un proceso de descomposición en México donde hay dos constantes: la corrupción y la ambición desmedida de dinero y poder.

Campesinos casi analfabetas como Caro Quintero, Don Neto, El Azul, El Mayo y El Chapo no hubieran llegado muy lejos sin el contubernio de empresarios, políticos y policías, esas personas que todos los días ejercen el poder desde un falso halo de legalidad. Siempre vemos sus rostros no en las fotos de los carteles de los delincuentes más buscados de la PGR, sino en las notas de ocho columnas, en las páginas de negocios y en las revistas de sociales. Todos ellos son los señores del narco.

Muchas veces la protección a los capos se agota hasta que éstos cometen graves errores, cuando son traicionados por quienes ansían ocupar su lugar, o porque dejaron de ser útiles para el negocio. Ahora también existe la modalidad de la jubilación voluntaria, como la de Nacho Coronel Villarreal o la de Edgar Valdez Villarreal, La Barbie. Cuando eso ocurre siempre hay reemplazos que serán apoyados para continuar con la industria criminal. Así le llegó su momento a Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo, Amado Carrillo Fuentes. Por su parte, Joaquín Guzmán Loera se retirará del negocio cuando le dé la gana, no cuando la autoridad quiera o pueda, incluso hay quienes dicen que ya está preparando su despedida.

La actual guerra contra el narcotráfico emprendida por la administración del presidente Felipe Calderón es tan falsa como la del gobierno de Vicente Fox. En ambos casos la “estrategia” se ha limitado a brindar protección al cártel de Sinaloa. El garante de la continuidad de esa protección ha sido el tenebroso jefe policiaco Genaro García Luna, actual secretario de Seguridad Pública federal, y su corrupto equipo de colaboradores, así lo comprueban irrefutablemente los expedientes inéditos que aquí se muestran. Hoy por hoy, García Luna es el hombre que aspira, con el apoyo de Calderón, a ser el jefe único de todas las policías del país. El impune funcionario incluso ha llegado a afirmar que no hay más salida que dejar que El Chapo opere libremente y que “ponga orden” sobre los otros grupos criminales, ya que así al gobierno le resultará más fácil negociar con un solo cártel que con cinco. El sangriento resultado de la guerra entre los cárteles enemigos ya lo conocemos.

Actualmente todas las viejas reglas entre los capos del narcotráfico y los órganos de poder económico y político están rotas. Los narcos imponen su ley, los empresarios que les lavan dinero son sus socios y los funcionarios públicos locales y federales son vistos como empleados a quienes se les paga por adelantado, por ejemplo, con el financiamiento de campañas políticas.

La cultura del terror alentada por el propio gobierno federal y las bandas criminales, por medio de su grotesca violencia, provoca que el miedo paralice a la sociedad en todos los ámbitos. Llevar este libro a término representó una lucha constante contra ese temor. Nos han querido hacer creer que esos narcos y sus cómplices son inexpugnables e intocables, pero ésta es una pequeña prueba de que no es así. Bajo ninguna circunstancia, los ciudadanos y los periodistas podemos aceptar como política pública que el Estado renuncie a su obligación de brindar seguridad y entregue el país a un grupo de delincuencia organizada formado por capos, empresarios y políticos, para que ellos nos impongan a todos los mexicanos su invivible ley de plata o plomo.

Octubre de 2010

CAPÍTULO 1

Un pobre diablo

Eran cerca de las 11 de la mañana. Los dos generales estaban parados bajo el intenso sol de junio en un paraje desierto a unos cinco o seis kilómetros de la frontera entre México y Guatemala, en la carretera que va hacia Cacahoatán, Chiapas. El ambiente era tenso como la cuerda de un violín. A 100 metros a la redonda el Ejército había colocado un pelotón de fusileros que conformaban un perímetro de seguridad. Haciendo un círculo más reducido se encontraba un grupo de paracaidistas. Todos iban armados hasta los dientes.

Los minutos se hicieron eternos. Por radio ya habían sido notificados que el convoy había cruzado la frontera mexicana sin problemas. La entrega estaba perfectamente planeada y acordada, pero no descartaban una emboscada y que el paquete llegara arruinado.

Parado sobre un montículo de tierra a un costado de la carretera, el general Jorge Carrillo Olea finalmente divisó a lo lejos una pequeña polvareda. Todos se quedaron atónitos cuando hasta ellos llegó una vieja pick up custodiada por otras dos en iguales condiciones. A bordo de la camioneta que lideraba el grupo sólo venían un chofer, un joven copiloto y, en la caja del vehículo, la valiosa carga.

Del vejestorio bajó un joven capitán del Ejército de Guatemala de no más de 26 años que saludó con resplandeciente gallardía: “Mi general, traigo un encargo muy delicado para entregarlo solamente a usted”, dijo ceremonioso dirigiéndose a Carrillo Olea, quien era el coordinador general de Lucha contra el Narcotráfico del gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el encargado especial de esta importante misión.

Ante el capitán, Jorge Carrillo Olea no pudo evitar sentirse ridículo. El gobierno mexicano había enviado a dos generales: Guillermo Álvarez Nahara, jefe de la Policía Judicial Militar, y a él. Además dos batallones apoyaban la operación. En cambio, el gobierno de Guatemala había optado por un joven militar para que entregara a un casi perfecto desconocido, a quien entonces se culpaba, junto con los hermanos Arellano Félix, de haber matado al cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en medio de una supuesta balacera que había ocurrido entre ellos. Hacía menos de un mes, el 24 de mayo de 1993, el prelado había muerto en medio de una espectacular balacera ocurrida en el estacionamiento del Aeropuerto Internacional de Guadalajara, Jalisco.1

Sin más preámbulos ni dilaciones, el capitán guatemalteco abrió la caja de la pick up y mostró su preciada carga. Sobre la lámina caliente, amarrado de pies y manos con una cuerda como si fuera un cerdo, se encontraba Joaquín Guzmán Loera, cuyo cuerpo había rebotado como fardo durante las tres horas del viaje de Guatemala a México.

En aquella época, Joaquín El Chapo Guzmán —miembro de la organización criminal comandada por Amado Carrillo Fuentes, mejor conocido como El Señor de los Cielos— era casi nadie, casi nada en su actividad como narcotraficante. Apenas había tenido una fama pasajera con una balacera en la discoteca Christine de Puerto Vallarta en 1992, cuando intentó matar a un integrante de la familia Arellano Félix, sus viejos socios y amigos convertidos en adversarios por rencillas personales.

Los pleitos entre los Arellano Félix, Guzmán Loera y su amigo Héctor El Güero Palma eran como de chicos de preparatoria con metralletas; ya habían aparecido algunas veces en las páginas policiacas de los diarios de México pero sin mucha relevancia. Joaquín Guzmán Loera poseía una suma considerable de dinero, como cualquier capo de su nivel, pero carecía de poder propio, el que tenía era el que le llegaba usando el nombre de Amado Carrillo Fuentes. Tal vez por esa razón el gobierno de Guatemala lo había enviado a México como un preso de poca peligrosidad. Sin embargo, el valor político coyuntural de El Chapo parecía esencial para el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Aquel hombre tumbado en la cajuela de la vieja pick up era un excelente pretexto para justificar el homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo.

Supuestamente, los hermanos Arellano Félix y El Chapo se habían enfrentado a balazos y en medio del fuego cruzado habían matado al cardenal. De acuerdo con la pugna que ya se había difundido en la prensa, la historia tenía cierta lógica, pero la posterior “autopsia” de los hechos ocurridos en el aeropuerto de Guadalajara puso en tela de juicio esa versión. Los peritajes evidenciaron que no hubo fuego cruzado y que el Cardenal recibió 14 balazos en forma directa y a corta distancia.

Al verlo en esas condiciones, insignificante e indefenso, el 9 de junio de 1993 nadie hubiera pensado que aquel sujeto de 36 años de edad, de baja estatura y poca personalidad, que apenas había estudiado hasta tercero de primaria, en 16 años se convertiría en el jefe del cártel de Sinaloa, la organización delictiva más poderosa del continente americano; mucho menos que sería considerado por la revista Forbes como uno de los hombres más ricos y, por tanto, más poderosos del mundo. Nadie hubiera imaginado tampoco que, 16 años después, Jorge Carrillo Olea, vituperado y públicamente degradado por su presunta protección a narcotraficantes cuando fue gobernador de Morelos (1994-1998), estaría describiendo con tenaz memoria la captura de El Chapo en una cordial entrevista en su residencia de Cuernavaca, donde vive prácticamente ignorado por todos aquellos a quienes brindó servicio.

El Chapo Guzmán, encapuchado, y Carrillo Olea, impresionado con el joven capitán guatemalteco, no sospecharon que desde ese día sus historias estarían cruzadas para siempre.

Carrillo Olea se colgó la medalla de haber detenido al capo exitosamente. Siete años, siete meses y 10 días después del 9 de junio de 1993, un hombre de toda la confianza y hechura del general, su álter ego, sería quien ayudaría a El Chapo a evadirse del penal de máxima seguridad de Puente Grande, Jalisco, el 19 de enero de 2001, según sostiene el propio narcotraficante y consignan los expedientes de su fuga. En México, el mundo de los narcotraficantes y el de los policías son muy similares, quizás por ello se entienden bien. En ese mundo de complicidades y traiciones, un día tu mejor amigo es tu cómplice y al otro se convierte en tu peor enemigo.

LA CAPTURA

Jorge Carrillo Olea asegura que después de la balacera del Aeropuerto Internacional de Guadalajara, gracias al Centro de Planeación para el Control de las Drogas (Cendro), creado por él en 1992, se pudo seguir la ruta que tomó El Chapo desde Guadalajara hasta Guatemala.

Carrillo Olea recuerda:

A partir del momento en que aborda un coche desconocido en la carretera Chapala-Guadalajara, digo desconocido porque nunca supimos si lo estaban esperando, si era para protegerlo o se trataba de un particular; no sé, se desaparece. Pero el sistema lo detecta en Morelia y lo vamos siguiendo. Viene a la Ciudad de México, se medio pierde y vuelve a aparecer.

Tenía un radio. Tenía no sé cuántas, cuatro, cinco, seis, tarjetas de crédito, y nosotros las teníamos [identificadas]. Entonces venía el reporte de una tarjeta en Coyoacán, en Puebla […] A veces cometía un error, o no le quedaba de otra y tenía que hacer una llamada. Así se le buscaba, y así se le detecta llegando hasta San Cristóbal. Pasa por la sierra, donde hay una serie de carreteras de segundo orden que parten de los Altos de Chiapas hacia Tapachula. Es ahí donde están las fincas cafetaleras.

Carrillo Olea afirma que el Cendro fue el que le avisó al gobierno de Guatemala que Guzmán Loera había cruzado la frontera, y que de ahí se había dirigido hacia El Salvador:

Creo que alcanzó a pasar por Honduras. Total, llega a El Salvador. Nos comunicamos con [el gobierno de] El Salvador, y a ellos les tiemblan las piernas. Las autoridades informan: “Sí, aquí está detectado”. Nosotros les decimos: “Deténganlo”. Y no lo detienen, nada más lo asustan, como si fuera una rata. Le hacen notar que ya lo vieron. Después se regresa a Guatemala.

Carrillo Olea informó sobre la detención al entonces procurador Jorge Carpizo McGregor, así como al presidente Carlos Salinas de Gortari, con quien tenía comunicación directa desde que éste tomara posesión como presidente de la República.

Se trataba de una excelente noticia, el caso del homicidio del cardenal estaba muy caliente y la opinión pública demandaba una cabeza.“Ahora hay que traerlo de Guatemala, sin líos judiciales de extradición”, le ordenó Salinas de Gortari a Carrillo Olea. De esta forma se pactó la entrega del prisionero, sin tramitología diplomática de por medio, en la frontera entre México y Guatemala.

Jorge Carpizo, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), fue el primer titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en México, y en aquel entonces era el tercer procurador del sexenio de Salinas de Gortari en tan sólo cinco años de gobierno.

El primer procurador había sido Enrique Álvarez del Castillo, quien ocupaba el puesto a pesar de su mala fama por proteger al cártel de Guadalajara (que después sería conocido como cártel de Sinaloa) y su mala relación con Estados Unidos a raíz del homicidio del agente de la DEA Enrique Camarena, ocurrido durante su mandato en Jalisco entre 1983 y 1988. En efecto, lo más destacado del currículum de Álvarez del Castillo es que ante sus narices se había extendido el cártel de Guadalajara inyectando dinero al Estado por medio de inversiones inmobiliarias y empresariales. Aquéllos fueron los años dorados de los conocidos narcotraficantes Miguel Ángel Félix Gallardo, así como de Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, y sus protegidos: su sobrino Amado Carrillo y su hijo putativo Rafael Caro Quintero.

Carlos Salinas de Gortari mantuvo a Álvarez del Castillo en el cargo durante los tres primeros años de su administración, pese a las pruebas que el gobierno norteamericano le había enviado sobre el presunto involucramiento del procurador con el narcotráfico. En mayo de 1991 Álvarez del Castillo dejó la Procuraduría General de la República (PGR) y fue sustituido por Ignacio Morales Lechuga, quien renunciaría súbitamente al cargo en 1993. De esta forma, Jorge Carrillo Olea fue la única constante en materia policiaca e información sobre narcotráfico durante el sexenio de Salinas de Gortari.

Aún en pijama, y desde la cama por instrucciones del presidente y de Carpizo, Carrillo Olea se comunicó con Antonio Riviello Bazán, el secretario de la Defensa Nacional.

—Llamo para molestarle con algo bastante extraño. Si usted tiene la menor duda, por favor llame al señor presidente —dijo Carrillo Olea.

—¿Pues de qué se trata? —preguntó inquieto Riviello Bazán.

—Necesito, mi general, un 727, un pelotón de fusileros, y que el comandante de la zona militar en Chiapas me haga el favor de escuchar lo que yo le pida y lo cumpla.

—¿Tan delicado es?

—Sí, mi general, y perdóneme que no le pueda dar todavía mayor explicación.

—No tenga usted cuidado, así lo vamos a hacer —aseguró el secretario.

Jorge Carrillo Olea llegó a las 5:45 de la mañana a la plataforma militar en el aeropuerto de la Ciudad de México. Ahí ya estaban los paracaidistas y después apareció Guillermo Álvarez Nahara con dos o tres personas más.

—Me dijo mi general que te acompañara, ¿tienes problema? —le preguntó directamente Álvarez Nahara a Carrillo Olea.

—Al contrario, entre más testigos haya, mejor —respondió Carrillo Olea.

Varias horas después, ambos tendrían en su poder a Joaquín Guzmán Loera.

Cuando vio a El Chapo amarrado en la cajuela de la pick up, Carrillo Olea sintió lástima:“Me dio pena, después de todo se trataba de un ser humano”, recuerda. Guzmán Loera estaba encapuchado. El cuerpo de paracaidistas lo cargó en vilo y lo metió en uno de los vehículos del Ejército mexicano.

“Capitán, muchas gracias —dijo Carrillo Olea dándole un abrazo al militar guatemalteco—, yo hubiera querido establecer una hermandad, siquiera saber cómo te llamas o dónde te puedo hablar por teléfono.”

El convoy mexicano se alejó del lugar a toda prisa hacia el cuartel militar. Ahí ya los esperaba un médico y un laboratorista para saber en qué condiciones habían entregado a Guzmán Loera. Carrillo Olea dio instrucciones para que permitieran que el detenido se bañara y le dieran de comer.

A continuación, el hombre de todas las confianzas del presidente Salinas se dispuso a hablar por teléfono con el procurador Jorge Carpizo e informarle del operativo, pero sus intentos fueron en vano. Carrillo Olea había dejado encargado en México a su joven aprendiz, el ingeniero Jorge Enrique Tello Peón, quien comenzó a trabajar con él en la paraestatal Astilleros Unidos cargándole el portafolio.

Carrillo Olea realmente apreciaba a Tello Peón, quien a sus 37 años ya era el titular del Cendro, aunque al parecer no era muy eficaz. Antes de salir rumbo a Chiapas, Carrillo Olea le había ordenado a Tello Peón que dejara libres tres líneas telefónicas para que pudiera darle el parte informativo al procurador. Cuando Carrillo Olea marcó, las tres líneas estaban ocupadas, y eso le provocó un enojo de los “recontra diablos”.

Entonces Carrillo Olea llamó al teléfono directo de su oficina, que estaba a 20 metros de la sala de juntas donde se habían instalado las tres líneas que nadie debía utilizar.

—Vayan y díganle al pendejo que esté hablando por teléfono que cuelgue —ordenó el general.

Al instante, las líneas fueron liberadas.

—Jorge, ¿no te dije que no…? —le reclamó Carrillo Olea al director del Cendro.

—Pues sí, pero me descuidé.

—Comunícame con el procurador…

—¿Qué pasó, mi querido Jorge? ¿Cómo van las cosas? —preguntó Carpizo del otro lado del auricular.

—Pues, Jorge, el paquete está en nuestras manos, y ya vamos rumbo a México —informó Carrillo Olea.

—Qué felicidad. Le voy a informar a nuestro jefe.

EL JEFE DE EL CHAPO

El 9 de marzo de 1999, José Alfredo Andrade Bojorges,2 de 37 años de edad, abogado litigante con maestría en criminología, expuso ante el ministerio público federal Gerardo Vázquez Alatriste una versión muy diferente a la proporcionada por Carrillo Olea sobre cómo la PGR supo del paradero de El Chapo Guzmán.

Andrade Bojorges es una pieza clave para entender los pormenores del mundo del narcotráfico en aquellos días. Bojorges tenía una amistad muy cercana y trabajaba con Sergio Aguilar Hernández, abogado de El Señor de los Cielos. En 1989, cuando Aguilar Hernández era subdelegado de la PGR en Sinaloa, fue despedido y encarcelado. Sin embargo, gracias a Andrade Bojorges, que era su amigo desde la infancia, salió libre y comenzó a trabajar con el narcotraficante.

Tiempo después, Andrade Bojorges tuvo una relación directa con El Señor de los Cielos cuando se desempeñó como abogado defensor de Sósimo Leyva Pérez, un cuñado del capo que estuvo preso en la cárcel de Morelia, Michoacán, en 1994 y 1995. El licenciado era un hombre peculiar: en su cartera de clientes había desde narcotraficantes hasta integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) capturados en 1995, pasando por el Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM ). Quienes lo conocieron afirman que era un buen litigante, un hombre brillante y también un buen soplón. En 1993 cobraba una modesta iguala en la Procuraduría federal del gobierno mexicano.

La declaración de José Alfredo Andrade Bojorges quedó asentada en la investigación sobre el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo. Gracias a su testimonio se pudo conocer lo que había ocurrido el 24 de mayo de 1993 en la casa de Amado Carrillo Fuentes cuando fue asesinado el cardenal.

En 1993, Guzmán Loera trabajaba para Amado Carrillo Fuentes en la plaza de Guadalajara. En aquellos días, El Chapo significaba un auténtico dolor de cabeza. Amado estaba muy molesto por la desorganización de su subalterno, así como por su afición al alcohol, las drogas, el escándalo y la violencia; le enojaba en particular que conviviera mucho con su escolta y ocupara pisos completos en hoteles de lujo llamando la atención. Trabajar con El Chapo era más riesgoso que trabajar en un polvorín. La preocupación de Carrillo Fuentes no era para menos: la discreción que preferían los grupos de la delincuencia organizada estaba en peligro.

En consecuencia, Amado Carrillo decidió sacar a El Chapo de la plaza de Guadalajara y lo mandó a Nayarit bajo la supervisión de Héctor El Güero Palma, amigo y socio de Guzmán Loera. Sin embargo, El Chapo no obedeció la orden, tenía otros planes: en su lugar mandó a Martín Moreno Valdés a Tepic; al mismo tiempo le encargó a José de Jesús Alcalá Castellón que fuera a Guatemala a comprar algunas fincas. Desde entonces Centroamérica era vista por los narcotraficantes como una extensión de su territorio.

El asesinato del cardenal Posadas Ocampo “llamó poderosamente” la atención de Amado Carrillo cuando escuchó en las noticias que el cardenal había muerto en una balacera entre narcotraficantes en Guadalajara. Inmediatamente comenzó a realizar llamadas telefónicas a autoridades militares y corporaciones policiacas, asimismo ordenó la presencia de Héctor Palma Salazar. El Señor de los Cielos no podía concebir que su gente estuviera involucrada en el homicidio del prelado. Estaba furioso.

Al ver llegar a El Güero Palma como si nada, Carrillo Fuentes se tranquilizó. El Señor de los Cielos sabía que los Arellano Félix venían de una familia muy religiosa y guardaban una relación directa con Posadas Ocampo desde que estuvo en Tijuana; además la madre de los Arellano admiraba al cardenal y jamás les perdonaría algo así a sus hijos (de hecho, mientras la señora tuvo la duda, no les dirigió la palabra). Por su parte, Amado Carrillo no tenía vínculo alguno con la jerarquía católica. Su mayor acercamiento con la Iglesia fue la construcción del templo de Guamuchilito, en el municipio de Navolato, Sinaloa, de donde era originario.

El Chapo tiene marcaje personal, no pudo ser él —le dijo El Güero Palma a Amado para tranquilizarlo.

—¿Quién tiene las armas y los huevos para hacer esto? —se preguntó Amado.

—Y el interés… —completó la frase Palma Salazar.

Después de recibir respuesta a sus llamadas telefónicas, Amado Carrillo les dijo a sus allegados que ni los Arellano Félix ni Guzmán Loera habían participado en la balacera, sino que se trataba de un tercer grupo cuyos integrantes no eran del norte del país, pero que sí iban vestidos como norteños:“Eran personas con pelo corto, vestidas con pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y botas nuevas con las que se les dificultaba correr”, señaló, añadiendo que su fuente de información eran el general Jesús Gutiérrez Rebollo3 y su yerno Horacio Montenegro.

—Que diga el testigo quién le informó que Amado Carrillo se enteró de la balacera en el aeropuerto de la ciudad de Guadalajara a las 16:40 horas del día 24 de mayo de 1993 —inquirió el ministerio público a Andrade Bojorges en su declaración de marzo de 1999.

—Ese día se encontraba el señor Sergio Aguilar Hernández [el amigo de Andrade Bojorges] con Amado Carrillo en el estado de Morelos en una de las casas de su propiedad; y también se encontraba ahí el arabito Jesús Bitar Tafich —respondió Andrade Bojorges.

Jesús Bitar fue el operador financiero más conocido de Carrillo Fuentes en Sudamérica. Lo detuvieron en julio de 1997 tras la muerte de El Señor de los Cielos, y se acogió al programa de testigos protegidos. Hoy es un próspero ganadero y poseedor de franquicias de gasolineras de Pemex en la Laguna, Durango. No sólo eso, también es uno de los proveedores del sistema de un programa de gobierno llamado Alianza para el Campo pagado con recursos públicos. Cuatro años después del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Bitar Tafich declaró en la PGR que Jorge Carrillo Olea era amigo de Amado Carrillo Fuentes. A pregunta expresa, el general lo niega.

A las tres de la mañana del 25 de mayo de 1993, Amado Carrillo recibió una llamada inesperada en una de sus residencias de Cuernavaca, Morelos.

—¿El señor está despierto? —preguntó Javier Coello Trejo, ex subprocurador de Lucha contra el Narcotráfico en la gestión del procurador Enrique Álvarez del Castillo—. Pregúntele si puede recibirme mañana.

—Dile que venga ahorita —respondió Amado enseguida.

Entretanto, El Señor de los Cielos le ordenó a El Güero Palma que detuviera dos toneladas de cocaína en El Salvador que iban a traer a México por ferrocarril, y que se comunicara con la gente que estaba vigilando a El Chapo. A las cinco de la mañana, Coello Trejo llegó solo. Amado seguía en compañía de su abogado Aguilar Hernández, Bitar Tafich y Héctor Palma Salazar.

—Acabo de hablar con el subprocurador de la PGR en Jalisco [Antonio García Torres], es sumamente urgente entregar a El Chapo —dijo Coello Trejo.

No habría para Amado Carrillo Fuentes un mejor momento para deshacerse de El Chapo Guzmán sin derramar sangre. Pero él sabía que Guzmán Loera no había matado al cardenal ni había tenido nada que ver en el asunto de acuerdo con la información que había recabado. Sólo quería saber una cosa antes de entregar a su hombre:

—¿Quien mató al cardenal? —le preguntó Amado a Coello Trejo.

No hubo respuesta, sólo el buen consejo de que era mejor no averiguarlo.

—Ahora es tiempo de contestar lisa y llanamente: ¿sí o no? —lo apresuró Coello Trejo.

La suerte de El Chapo Guzmán estaba echada. Sería el chivo expiatorio y nadie dispararía ni una bala para defenderlo.

AMADO, EL CHAPO Y EL GÜERO

Amado Carrillo Fuentes se incorporó al mundo del narcotráfico en la década de 1970 gracias a la conducción de su tío Ernesto Fonseca Carrillo. Don Neto era socio y amigo de Pedro Avilés Pérez, un capo de Sinaloa mejor conocido como León de la Sierra, el primer mexicano en traficar cocaína de Sudamérica hacia Estados Unidos.

Pedro Avilés Pérez fue asesinado en 1978 y su relevo fue Miguel Ángel Félix Gallardo, quien se desempeñaba como coordinador general de la organización. Los principales integrantes de este grupo criminal eran: el propio Félix Gallardo, Don Neto, Manuel Salcido Uzueta, El Cochiloco, Juan José Quintero Payán, Pablo Acosta Villarreal y Juan José Esparragoza Moreno, El Azul. En un escalafón menor se encontraban Amado Carrillo, Rafael Caro Quintero e Ismael Zambada García, El Mayo. Muy por debajo de ellos, apenas como pequeños sembradores, traficantes de enervantes y pistoleros, estaban Héctor Palma Salazar, Joaquín Guzmán Loera, los hermanos Arellano Félix y los hermanos Beltrán Leyva. Aunque prácticamente todos los integrantes de la organización liderada por Félix Gallardo eran originarios de Sinaloa, el grupo delictivo fue bautizado como el grupo de Guadalajara, porque esa ciudad era su centro de operaciones y su lugar de residencia.

En aquellos años todavía no se empleaba con regularidad el término de “cártel” ni los narcotraficantes tenían dividido al país en cotos de poder como si fuera propiedad privada. La Policía Judicial Federal (PJF) y la Dirección Federal de Seguridad (DFS) los tenían identificados como “clicas” o bandas. Había dos grandes organizaciones: la que traficaba droga en la zona del Pacífico (el grupo de Guadalajara) y la que traficaba a lo largo del Golfo de México (el grupo del Golfo). A principios del sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado, la fuerte actividad del narcotráfico en Jalisco, reflejada en grandes inversiones en hoteles, restaurantes, desarrollos inmobiliarios, casas de cambio y lotes de autos, era solapada por el gobernador del estado, Enrique Álvarez del Castillo, y tolerada por la sociedad: no existía reflector alguno que hiciera visible el fenómeno; tampoco había violencia.

En 1981 Amado Carrillo trabajaba en Guadalajara muy cerca de su tío Don Neto y de Félix Gallardo. Sin embargo, la estancia de Carrillo Fuentes en la capital jalisciense se tornó insostenible debido a ciertas disputas que tenía con Rafael Caro Quintero, quien también era pupilo y protegido de Don Neto. La causa del conflicto era una mujer. Caro Quintero buscaba los favores de la bella Sara Cosío de 17 años de edad. Por su parte, la joven —perteneciente a una de las familias políticas más encumbradas de la perla tapatía— coqueteaba con Amado Carrillo en cada oportunidad. Antes de que sus protegidos terminaran en pleito, Don Neto prefirió mandar a su sobrino muy lejos; lo envió hasta Ojinaga, Chihuahua, a trabajar con Pablo Acosta Villarreal. Sin quererlo, Ernesto Fonseca le hizo un favor a Carrillo Fuentes.

EL ASCENSO DE AMADO CARRILLO

El 24 de abril de 1987 llegó a Ojinaga un agente de la PJF, Guillermo González Calderoni, uno de los policías más corruptos en la historia de México. Su misión consistía en detener a Pablo Acosta, a quien por cierto solía proteger a cambio de una millonaria cuota. El capo ya no salió por su propio pie, dicen que murió quemado entre las cuatro paredes de su búnker. Algunos compañeros del ex policía afirman que el mismo González Calderoni lo mató. Para los narcotraficantes sólo hay algo peor que la muerte: la cárcel.

Tras la muerte de Pablo Acosta, Rafael Aguilar Guajardo —otro ex comandante de la Dirección Federal de Seguridad (DFS, equivalente a la CIA de Estados Unidos)—, se quedó con la franquicia del territorio conservando el apoyo de Amado Carrillo Fuentes, quien para entonces ya había escalado peldaños en la jerarquía de la mafia.

Amado tuvo una visión: en 1987 dejó Ojinaga y se mudó a Torreón, donde comenzó a formar su flota aérea conformada por aviones Saberliner, Learjet y Cessna. Sus sueños de adolescente de ser piloto se concretaron de una extraña manera, pero aún le faltaba mucho camino por recorrer para convertirse en una leyenda llamada El Señor de los Cielos.

El 21 de agosto de 1989 Amado Carrillo fue detenido por elementos de la Novena Zona Militar con sede en Culiacán, Sinaloa, que encabezaba un general llamado Jesús Gutiérrez Rebollo, cuya carrera militar apenas despegaba. El camino volvería a reunir años después al capo y al hombre de las tres estrellas. El responsable de integrar su proceso judicial por parte de la PGR fue el subprocurador Javier Coello Trejo, incondicional de Carrillo Fuentes por los cañonazos de dinero que recibía periódicamente en pago a su amistad.

Meses antes, en abril, el comandante Guillermo González Calderoni había detenido a su propio compadre Miguel Ángel Félix Gallardo. Nadie podía confiar en nadie.

Era el primer año del sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Dada la pública relación entre su padre Raúl Salinas Lozano y su tío Carlos con Juan Nepomuceno Guerra, líder emblemático del cártel del Golfo, los estudiosos del fenómeno del narcotráfico en México vieron en esas detenciones la intención de favorecer a la organización criminal cercana a la familia del presidente. Pero los hechos ocurridos durante los años siguientes demostrarían que, pese a la buena relación con los capos del Golfo, los familiares de Carlos Salinas de Gortari tenían mayor inclinación por hacer negocios con los del Pacífico.

“NO HAY GORDO MALO”

Cuando en 1988 Carlos Salinas de Gortari nombró como procurador general de la República a Enrique Álvarez del Castill

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