El testamento del Dragón

Homero Aridjis

Fragmento

El testamento del Dragón

A

No hay peor abismo que uno mismo.

Accidentes hay que uno quiere que sucedan.

Adán Nada. Nada Adán.

Adiós, voy a encontrarme conmigo mismo.

Adiós, decimos a alguien cuando ya no podemos pisotear su sombra.

Adiós, noche, que yo fui, tu propio sepulcro, pero que, la sombra sobreviviente, se metarmofoseará en Eternidad.

STÉPHANE MALLARMÉ, Igitur.

Murió Adonais y por su muerte lloro.

Llorad por él aunque el ardiente llanto

no deshaga la nieve que lo cubre.

Y tú, su hora fatal, la que escogida

fue de los años para que él muriese,

despierta a tus oscuras compañeras,

muéstrales tu dolor, y di: conmigo

murió Adonais y mientras que el futuro

al pasado no olvide, su destino

y su fama serán eternamente

un eco y una luz para los hombres.

P. B. SHELLEY, Adonais. Elegía a la muerte de John Keats.

Adulterio infraganti: Solus cum sola, nudus cum nuda et in eodem lecto. / Solo con sola, desnudo con desnuda y en el lecho un nudo.

Aforismos de ojos

Al ojo en la pared, tápalo con la mano.

Al ojo en la palma de la mano, cúbrelo con la otra mano.

Al ojo humeante de la mente, no lo veas de frente.

Al ojo loco del espejo, límpialo con un pañuelo.

Ojos que no parpadean, no creas en ellos.

Ve por la vida con los ojos prendidos.

Hay aforismos que no son ciertos.

El aire es el mejor músico del mundo, aunque a veces suene desafinado.

Ajedrez, Córdoba, año mil

Es la última noche del mundo.

Al pie de los muros de Córdoba

un monje cristiano y un guerrero moro

juegan una partida de ajedrez.

Un caballero negro galopa

los caminos helados de la tierra.

Un visionario salido de una cueva

ha abierto los siete sellos.

Las siete trompetas han sonado.

Las siete lámparas se han prendido.

Los difuntos emergen de sus tumbas.

Una reina negra absorbe la luz del mundo.

Parado sobre una torre blanca

el ángel vengador levanta la espada.

Qué estampida de peones pasmados.

Qué caída de alfiles aislados.

Los jugadores apuestan la vida.

Pasa la noche.

Sale Sol negro.

Nadie gana nada.

Diario de sueños, 2011.

Ajedrez

En su grave rincón, los jugadores

rigen las lentas piezas. El tablero

los demora hasta el alba en su severo

ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores

las formas: torre homérica, ligero

caballo, armada reina, rey postrero,

oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,

cuando el tiempo los haya consumido,

ciertamente no habrá cesado el rito.

En el oriente se incendió esta guerra

cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra,

como el otro, este juego es infinito.

JORGE LUIS BORGES, El hacedor.

Durante las partidas de ajedrez, Juan José Arreola solía declamar este soneto, mientras yo entresacaba la Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, imaginando que el campeón del mundo que viajaba en barco de Nueva York a Buenos Aires era José Raúl Capablanca, y su contrincante misterioso el mismo Zweig huyendo de los nazis. Hasta que, Arreola, interrumpiendo la partida, caballo en mano, declamaba a Diego Sánchez de Badajoz:

“No me las enseñes más,

que me matarás.

Estábase la monja

en el monasterio

sus teticas blancas

do so el velo negro.

¡Más, que me matarás!”.

El juego del ajedrez puede inducir a la locura. Arreola sufría de insomnio y de migrañas estudiando variantes. Como en el problema de ajedrez en Alicia a través del espejo, donde en el tablero trastrocado aparecen tres reinas, en una lógica ilógica fantaseada por Lewis Carroll, los problemas planteados en los manuales de ajedrez lo dejaban abatido en el laberinto de las posibilidades; pues en el juego de nunca acabar la partida podía reiniciarse mañana, encontrándose de nuevo los adversarios en el juego disputado ayer. Entretanto, él recitaba versos de López Velarde: “Fuensanta: dame todas las lágrimas del mar. Mis ojos están secos y yo sufro unas inmensas ganas de llorar”.

Había un patio cuadrado en el edificio donde él vivía en los años cincuenta, y lo pintó con cuadros negros y blancos para jugar ajedrez con piezas humanas. Arreola decía: “En el momento en que las negras y las blancas están en su lugar, y mi adversario juega cuatro peón rey, se detiene el mundo para mí y todo el espacio del universo se contrae hasta medir ocho casillas por ocho. El tiempo deja de existir, a menos, claro, que se juegue con reloj reglamentario, y se pongan límites a los jugadores que cavilan demasiado sus movimientos. Por eso he puesto relojes en las mesas”.

Asomadas al tablero sus hijas Claudia y Fuensanta nos miraban jugar, mientras yo me sentía como el caballero en El séptimo sello, de Bergman, que juega contra la muerte una partida de ajedrez, los alfiles moviéndose en diagonal sobre un color, eludiendo el escaque que controlaba la Reina negra, la gran igualadora de jugadores y piezas.

Todo para mí se vuelve alegoría. CHARLES BAUDELAIRE, El cisne.

El abrazo del esqueleto y la mujer carnal, en La muerte y la doncella (1894), de Edvard Munch, me ha parecido un paso doble de Eros y Thanatos; mientras que El beso (1895), donde la pareja desnuda oculta su pasión con el pelo negro tiene algo de La vampira, la ávida pelirroja que chupa la energía vital del cuello de su amante exangüe. En las obras de Munch hay un pathos que me hace recordar la necrofilia de Edgar Allan Poe, su equivalente literario.

Anunciación. Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón llamado José de la casa de David, y el nombre de la virgen era María, y entrando el ángel donde ella estaba, dijo: “Dios te salve María, llena eres tú de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre las mujeres”. LUCAS, 1: 26-28.

Esta visita extraordinaria, aparte de su importancia religiosa, ha dado origen a Anunciaciones tan inspiradas y místicas como la de Duccio, Jan van Eyck y Simone Martini, entre otras. Pero además, nunca olvidaré las na

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