Los hijos de Gregoria

Fragmento

Los hijos de Gregoria

1

CASA EN RUINAS

Lidia

Recuerdo estar dormida y despertarme del madrazo. Sentí que alguien me jaló de los pies, hasta me acuerdo que jalé las cobijas. Era mi mamá. Cuando me tiró de la cama se vino el tapanco con todo y techo. Na’ más nos hicimos a una esquinita. Estaba todo derrumbado, sólo quedó un palo atravesado. Ahí estábamos nosotras, en un pedacito donde todo estaba oscuro. Se oía cómo seguía cayendo la tierrita por las otras orillas, pero las voces estaban a cada rato más lejos. Mi hermanita Luz sollozaba, se me pegaba y temblaba de miedo. Era bebé. Estaba muy espantada por todos los gritos que se escucharon, por como tronaba la madera, como se oía que caían las piedras. También lloré un poco, pero mi mamá me calló: “Cállate, no llores, déjame abrir, déjame ver”. Ella estaba como siempre, buscando una solución al momento por el que estaba pasando y tratando de calmarnos con un grito o con una grosería, para que no nos desesperáramos y para que no la desesperáramos, me imagino, también a ella.

Pasó un buen rato. Dicen que todos los vecinos ya iban en bola para afuera, unos heridos, descalabrados y todos llenos de polvo. En eso, llegó un tío, hermano de mi papá, que trabajaba aquí a la vuelta y dicen que empezó a gritar: “¡Mi cuñada, mis sobrinos!” Empezó a buscarnos: “¡Falta Gregoria, falta Goya!”, y todos se regresaron otra vez hasta donde estábamos. También mi hermano Alfredo que gritaba bien feo: “¡Mamá!”, pero bien desesperado porque ya no había casa. Finalmente, nos oyó: “Estamos bien”, le dijo mi mamá y comenzaron a quitar las cosas. En la vecindad había un señor que se llamaba Alejandro, le decían el Perro; empezó a rascar, a escarbar. Sacó primero a mi hermana Luz, luego a mí, pero cuando iban a sacar a mi mamá, no cabía. El Perro, que la agarra y la jala de la ropa. Cuando salió, se desplomó lo que nos estaba cubriendo, se cayó todo. Fue una especie así como de bombardeo, se cayó un techo y se cayeron todos; había descalabrados, pero no hubo muertos. Cuando salimos, estaba la vecindad inundada, porque se rompieron todas las tuberías. Gacho, gacho. Fue feo, aunque no lo veías tan feo en el momento, por el miedo.

Cuando mi mamá vio la accesoria en donde no quedó ni un traste, lloraba y lloraba: “¿Qué vamos a hacer?” Después, seguía llorando porque supimos que a mi hermano Lalo se lo habían llevado a la Clínica 50, que está en Santa Cruz. Hasta allá nos fuimos corriendo. Íbamos descalzas, ella y yo. En el camino vimos muchas cosas: niños con palos atravesados, sangrando; señoras, señores en la calle, tirados; otros auxiliando. Cuando llegamos al hospital era peor, horrible. Había un chingo de gente escurriendo la sangre con todo y tierra, bebés, señoras embarazadas, señoras ya grandes, muertos que ya estaban tapados con las sábanas, gente que llegaba con su cabeza abierta, sin sus brazos.

Israel

Tenía yo 6 años cuando el terremoto chingó a su madre. Mario y yo vivíamos con mi abuelita Alicia y mi tío Jorge, en la mera entrada de la vecindad. Había un tapanco con dos camas, donde dormíamos. Mi tío Jorge se iba a trabajar y siempre nos dejaba para unas empanadas de don Poncho. Ese día nos despertamos y ahí estaba. Me dice mi hermano Mario:

—Ay, güey, pídele para la empanada.

Y yo:

—Tío, qué, ¿nos va a dar para empanada?

—Sí, espérenme.

Pero de momento comienza el temblor y ¡pum!, empieza el desmadre. Mi tío se aventó encima de nosotros y ¡paf!, se caen los techos y le cae toda la barra del tapanco. Vele la espalda hoy, la tiene toda llena de hoyos y cicatrices. Yo de ahí me acuerdo que nos sacó un pariente de por aquí. ¡Salimos, volteabas a ver y te dabas cuenta del desastre total! Yo estaba impresionado. Todo en la pinche ciudad se cayó, como en las películas de Alemania, en las que queda todo destruido por el bombardeo. Había puros escombros, edificios tirados, gente llorando y corriendo.

Nos movieron para la colonia Cinco de Mayo, con los papás de Patricia. En la casa se quedó la jefa esperando a ver qué sucedía con el cantón. Unos días después regresamos a vivir en campamentos, casas de cartón con madera, bien cabrón. No teníamos ropa, no teníamos nada, no teníamos ni qué comer. Yo y mis hermanos éramos chiquitos, solamente mis dos hermanos mayores, Mariana y Alfredo, se habían ido a vivir con sus parejas de entonces. Mi mamá era la única que trabajaba para mantener el cantón; siempre al tanto de que llegaran los camiones de ayuda con azúcar, frijoles, corriendo con las cubetas y bolsas para que nos dieran el agua para tomar.

Gregoria

Todos vivimos en la calle al chile pelón. Yo me salí encuerada, bueno, con lo que traía, pero sin zapatos. Todo se quedó. ¿Qué iba a sacar? Mis hijos se fueron a la casa de Patricia, la esposa de Alfredo. Estaban allá, pero entró esto de que nos iban a arreglar todo y me los tuve que traer rápido pa’ que los vieran, si no no me daban nada. Nos acomodaron al lado del predio, en un baldío que tendría como unos 30 años. Estaba lleno de basura, de animales, de ratas. Ahí se morían los teporochos y nadie se daba cuenta, hasta que venía una ambulancia y los sacaba. Luego hasta decían que se les metían por el recto las ratas. Pues trajeron unas máquinas pa’ limpiar la basura, nos hicieron unos cuartitos con unas vigas y hule que trajeron y nos metimos ahí. Si había 500 ratas era poco y había también alacranes. Nunca picaron a ningún niño porque comprábamos costales de cal y la echábamos. Nos traían café, arroz, unos tambos de agua, ropa, toallas sanitarias, pañales, dinero, cucharas, platos, despensas. Nos levantaron, porque nadie tenía nada. Estuvimos viviendo en el baldío un año.

El dueño de la vecindad tenía unos 40 o 50 años. La avenida del Ferrocarril era de puras vecindades suyas. Cuando se caen le expropian todas, menos ésta. Fuimos a ver al viejo y resulta que quería vendernos el predio en 15 mil pesos, pero nosotros no teníamos y entonces dijo que lo dejáramos para hacer un estacionamiento. Una noche, llega la gente del Templo Bautista y nos pregunta:

—¿Cuántos viven aquí?

—Somos 15 familias —digo.

—Ay, cállense —dice—, porque el gobierno nos cerró todas las carreteras pa’ no dejarnos darles ayuda.

Me acuerdo que venía Solomón, un chaparrito barbón, moreno, que era el pastor número uno de los bautistas, el más chingón de los chingones. Me saludó y nos dijo que nos iban a ayudar y le digo: “¡Ay, si al final no me ayudas, yo te corto los huevos!” Fueron a comprar el predio, construyeron la vecindad y nos vendieron a cada quien los departamentos. ¡Olvídate! El Templo Bautista, bien chingón.

Yo le meneaba pa’ arriba y pa’ abajo y andaba con todos los ingenieros y su puta madre. Éramos puras mujeres, porque eran contadas las que tenían marido. Todas las putas estábamos solas, éramos puras viudas, dejadas y abandonadas. La señora Yola estaba sola, la señora María Eugenia estaba sola, la Berta, mi mamá, doña Fía. Siempre est

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