Una canción para Lya (Biblioteca George R.R. Martin)

George R.R Martin

Fragmento

Título

LA NEBLINA SE PONE POR LA MAÑANA

Llegué temprano al desayuno la mañana del día después del aterrizaje, pero cuando entré Sanders ya estaba de pie en el balcón del comedor; solo, en una orilla, miraba las montañas y la neblina.

Me acerqué y lo saludé en voz baja. Sanders no se tomó la molestia de contestar.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo sin voltear a verme.

Lo era.

Apenas unos metros por debajo del balcón las brumas se arremolinaban en oleadas fantasmagóricas que se estrellaban contra las rocas del castillo de Sanders. Una gruesa sábana blanca se extendía de horizonte a horizonte, cubriéndolo todo. Al norte se veía la cima del Fantasma Rojo; una daga dentada de roca escarlata que punzaba el cielo. Pero eso era todo. Las otras montañas seguían ocultas bajo el horizonte de la niebla.

Nosotros, en cambio, estábamos por encima de las brumas. Sanders había construido su hotel en la cima de la montaña más alta de la cordillera. Flotábamos solitarios sobre un océano blanco arremolinado, en un castillo volador en medio de un mar de nubes.

De hecho, era el Castillo de las Nubes. Así lo había llamado Sanders, y no era difícil entender por qué.

—¿Siempre es así? —le pregunté después de un rato de absorber el panorama con la mirada.

—Cada vez que se pone la neblina —contestó y volteó a verme con una sonrisa melancólica. Era un hombre robusto de rostro jovial y rosado. No era el tipo de hombre que esbozaría una sonrisa melancólica, pero justo eso hacía.

Señaló hacia el este, donde el sol del Mundo de los Espectros se elevaba por encima de la neblina y creaba un espectáculo naranja y carmesí en el cielo matutino.

—Conforme sale el sol —dijo—, el calor disipa las brumas hacia los valles y las obliga a rendirse a los pies de las montañas que conquistaron durante la noche. La neblina se asienta, y una a una las cumbres se van haciendo visibles. Para medio día, se alcanza a ver toda la cordillera que se extiende por incontables kilómetros. No hay nada igual en la Tierra, ni en ningún otro lugar —sonrió de nuevo y me guio hacia una de las mesas distribuidas en el balcón—. Y luego, con la puesta de sol, se revierte el proceso. Tienes que ver la salida de la neblina esta noche.

Nos sentamos, y un brillante robomesero sobre ruedas llegó a atendernos cuando las sillas registraron nuestra presencia. Sanders lo ignoró.

—Es una guerra, ¿sabes? —continuó—. Una guerra eterna entre el sol y las brumas. Las brumas se quedan con la mejor parte. Tienen los valles, las planicies y las costas. El sol apenas tiene unas cuantas cumbres, y sólo durante el día.

Se giró hacia el robomesero y ordenó dos cafés, para mantenernos ocupados en lo que llegaban los demás. Recién hecho, por supuesto. Sanders no toleraba los cafés instantáneos o artificiales de su planeta.

—Te gusta este lugar —observé, mientras esperábamos el café.

Sanders rio.

—¿Por qué no habría de gustarme? El Castillo de las Nubes lo tiene todo: buena comida, entretenimiento, apuestas y cualquier otro lujo que haya en casa. Además, este planeta. Tengo lo mejor de dos mundos, ¿o no?

—Supongo que sí. Pero la mayoría de la gente no pensaría así. Nadie viene al Mundo de los Espectros para apostar ni para comer.

Sanders asintió.

—A veces recibimos cazadores. Salen a buscar gatos de acantilado y demonios de las planicies. Y a veces hay quien viene a ver las ruinas.

—Quizá —dije—. Pero son las excepciones, no la regla. La mayoría de tus huéspedes están aquí por una sola razón.

—Cierto —reconoció Sanders con una sonrisa—. Los espectros.

—Los espectros —repetí—. Hay muchas bellezas aquí, y se puede pescar y hacer alpinismo. Pero nada de eso atrae a los turistas. Vienen por los espectros.

En ese momento llegó el café en dos grandes tazas humeantes, acompañado de una jarrita de leche tibia; estaba muy fuerte, caliente y delicioso. Después de semanas de tomar menjurje espacial sintético, esto era una revelación.

Sanders sorbió su café con cuidado, mientras me estudiaba con la mirada desde la orilla de la taza. Luego dejó la taza en la mesa con gesto pensativo.

—Y tú también vienes por los espectros —dijo.

Me encogí de hombros.

—Por supuesto. A mis lectores no les interesan los escenarios, sin importar cuán espectaculares sean. Dubowski y sus hombres vienen a buscar espectros, y yo vengo a cubrir su búsqueda.

Sanders iba a decir algo, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Una voz mordaz e incisiva nos interrumpió de repente.

—Si es que hubiera espectros que encontrar —dijo la voz.

Nos giramos hacia la entrada del balcón. Era el doctor Charles Dubowski, del Equipo de Investigaciones del Mundo de los Espectros, que nos observaba desde la puerta con los ojos entrecerrados por la luz. Había logrado escabullirse del séquito de asistentes de investigación que solía seguirlo a todas partes.

Dubowski hizo una pequeña pausa, luego se acercó a nuestra mesa, jaló una silla y tomó asiento. El robomesero sobre ruedas se aproximó de nuevo.

Sanders miró de reojo al científico con evidente desagrado.

—¿Qué le hace pensar que los espectros no están aquí, doctor? —le preguntó.

Dubowski se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa.

—Simplemente creo que no hay suficiente evidencia —contestó—. Pero no se preocupen, nunca permito que mis emociones interfieran en mi trabajo. Quiero revelar la verdad tanto como cualquiera, así que dirigiré una expedición imparcial. Si sus espectros andan por ahí, los encontraré.

—O ellos a usted —dijo Sanders con expresión seria—. Y eso podría no gustarle.

Dubowski rio.

—Oh, vamos, Sanders. No tiene que ser tan melodramático sólo porque vive en un castillo.

—No se burle, doctor. Los espectros han matado antes, como usted sabe.

—No hay evidencias —dijo Dubowski—. Ninguna evidencia. Así como tampoco la hay de la existencia de los espectros. Pero por eso estamos aquí, para encontrar las pruebas que demuestren su existencia, o lo contrario. En fin, me muero de hambre. —Se giró hacia el robomesero, que esperaba zumbando con impaciencia.

Dubowski y yo ordenamos filete de gato de acantilado y una canasta de bizcochos calientes recién horneados. Sanders aprovechó los suministros terrestres que nuestra nave había traído la noche anterior y pidió un enorme trozo de jamón con media docena de huevos.

El gato de acantilado tenía un sabor que la carne terrestre dejó de tener hace siglos. A mí me encantó, aunque Dubowski dejó intacta buena parte de su filete, estaba muy ocupado hablando.

—No debería desestimar a los espectros tan a la ligera —apuntó Sanders después de que el robomesero partiera con nuestras órdenes—. H

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