LA NEBLINA SE PONE POR LA MAÑANA
Llegué temprano al desayuno la mañana del día después del aterrizaje, pero cuando entré Sanders ya estaba de pie en el balcón del comedor; solo, en una orilla, miraba las montañas y la neblina.
Me acerqué y lo saludé en voz baja. Sanders no se tomó la molestia de contestar.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo sin voltear a verme.
Lo era.
Apenas unos metros por debajo del balcón las brumas se arremolinaban en oleadas fantasmagóricas que se estrellaban contra las rocas del castillo de Sanders. Una gruesa sábana blanca se extendía de horizonte a horizonte, cubriéndolo todo. Al norte se veía la cima del Fantasma Rojo; una daga dentada de roca escarlata que punzaba el cielo. Pero eso era todo. Las otras montañas seguían ocultas bajo el horizonte de la niebla.
Nosotros, en cambio, estábamos por encima de las brumas. Sanders había construido su hotel en la cima de la montaña más alta de la cordillera. Flotábamos solitarios sobre un océano blanco arremolinado, en un castillo volador en medio de un mar de nubes.
De hecho, era el Castillo de las Nubes. Así lo había llamado Sanders, y no era difícil entender por qué.
—¿Siempre es así? —le pregunté después de un rato de absorber el panorama con la mirada.
—Cada vez que se pone la neblina —contestó y volteó a verme con una sonrisa melancólica. Era un hombre robusto de rostro jovial y rosado. No era el tipo de hombre que esbozaría una sonrisa melancólica, pero justo eso hacía.
Señaló hacia el este, donde el sol del Mundo de los Espectros se elevaba por encima de la neblina y creaba un espectáculo naranja y carmesí en el cielo matutino.
—Conforme sale el sol —dijo—, el calor disipa las brumas hacia los valles y las obliga a rendirse a los pies de las montañas que conquistaron durante la noche. La neblina se asienta, y una a una las cumbres se van haciendo visibles. Para medio día, se alcanza a ver toda la cordillera que se extiende por incontables kilómetros. No hay nada igual en la Tierra, ni en ningún otro lugar —sonrió de nuevo y me guio hacia una de las mesas distribuidas en el balcón—. Y luego, con la puesta de sol, se revierte el proceso. Tienes que ver la salida de la neblina esta noche.
Nos sentamos, y un brillante robomesero sobre ruedas llegó a atendernos cuando las sillas registraron nuestra presencia. Sanders lo ignoró.
—Es una guerra, ¿sabes? —continuó—. Una guerra eterna entre el sol y las brumas. Las brumas se quedan con la mejor parte. Tienen los valles, las planicies y las costas. El sol apenas tiene unas cuantas cumbres, y sólo durante el día.
Se giró hacia el robomesero y ordenó dos cafés, para mantenernos ocupados en lo que llegaban los demás. Recién hecho, por supuesto. Sanders no toleraba los cafés instantáneos o artificiales de su planeta.
—Te gusta este lugar —observé, mientras esperábamos el café.
Sanders rio.
—¿Por qué no habría de gustarme? El Castillo de las Nubes lo tiene todo: buena comida, entretenimiento, apuestas y cualquier otro lujo que haya en casa. Además, este planeta. Tengo lo mejor de dos mundos, ¿o no?
—Supongo que sí. Pero la mayoría de la gente no pensaría así. Nadie viene al Mundo de los Espectros para apostar ni para comer.
Sanders asintió.
—A veces recibimos cazadores. Salen a buscar gatos de acantilado y demonios de las planicies. Y a veces hay quien viene a ver las ruinas.
—Quizá —dije—. Pero son las excepciones, no la regla. La mayoría de tus huéspedes están aquí por una sola razón.
—Cierto —reconoció Sanders con una sonrisa—. Los espectros.
—Los espectros —repetí—. Hay muchas bellezas aquí, y se puede pescar y hacer alpinismo. Pero nada de eso atrae a los turistas. Vienen por los espectros.
En ese momento llegó el café en dos grandes tazas humeantes, acompañado de una jarrita de leche tibia; estaba muy fuerte, caliente y delicioso. Después de semanas de tomar menjurje espacial sintético, esto era una revelación.
Sanders sorbió su café con cuidado, mientras me estudiaba con la mirada desde la orilla de la taza. Luego dejó la taza en la mesa con gesto pensativo.
—Y tú también vienes por los espectros —dijo.
Me encogí de hombros.
—Por supuesto. A mis lectores no les interesan los escenarios, sin importar cuán espectaculares sean. Dubowski y sus hombres vienen a buscar espectros, y yo vengo a cubrir su búsqueda.
Sanders iba a decir algo, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Una voz mordaz e incisiva nos interrumpió de repente.
—Si es que hubiera espectros que encontrar —dijo la voz.
Nos giramos hacia la entrada del balcón. Era el doctor Charles Dubowski, del Equipo de Investigaciones del Mundo de los Espectros, que nos observaba desde la puerta con los ojos entrecerrados por la luz. Había logrado escabullirse del séquito de asistentes de investigación que solía seguirlo a todas partes.
Dubowski hizo una pequeña pausa, luego se acercó a nuestra mesa, jaló una silla y tomó asiento. El robomesero sobre ruedas se aproximó de nuevo.
Sanders miró de reojo al científico con evidente desagrado.
—¿Qué le hace pensar que los espectros no están aquí, doctor? —le preguntó.
Dubowski se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa.
—Simplemente creo que no hay suficiente evidencia —contestó—. Pero no se preocupen, nunca permito que mis emociones interfieran en mi trabajo. Quiero revelar la verdad tanto como cualquiera, así que dirigiré una expedición imparcial. Si sus espectros andan por ahí, los encontraré.
—O ellos a usted —dijo Sanders con expresión seria—. Y eso podría no gustarle.
Dubowski rio.
—Oh, vamos, Sanders. No tiene que ser tan melodramático sólo porque vive en un castillo.
—No se burle, doctor. Los espectros han matado antes, como usted sabe.
—No hay evidencias —dijo Dubowski—. Ninguna evidencia. Así como tampoco la hay de la existencia de los espectros. Pero por eso estamos aquí, para encontrar las pruebas que demuestren su existencia, o lo contrario. En fin, me muero de hambre. —Se giró hacia el robomesero, que esperaba zumbando con impaciencia.
Dubowski y yo ordenamos filete de gato de acantilado y una canasta de bizcochos calientes recién horneados. Sanders aprovechó los suministros terrestres que nuestra nave había traído la noche anterior y pidió un enorme trozo de jamón con media docena de huevos.
El gato de acantilado tenía un sabor que la carne terrestre dejó de tener hace siglos. A mí me encantó, aunque Dubowski dejó intacta buena parte de su filete, estaba muy ocupado hablando.
—No debería desestimar a los espectros tan a la ligera —apuntó Sanders después de que el robomesero partiera con nuestras órdenes—. Hay muchas evidencias. Veintidós muertes desde que fue descubierto este planeta. Y hay reportes de testigos oculares que han visto decenas de espectros.
—Es verdad —dijo Dubowski—. Pero yo no lo llamaría evidencia auténtica. ¿Muertes? Claro, pero la mayoría han sido meras desapariciones. Quizá esas personas se despeñaron de la montaña, o fueron devoradas por gatos de acantilado, o algo así. Es imposible encontrar los cadáveres entre la neblina. Más gente se esfuma a diario en la Tierra y a nadie le parece sospechoso. Pero aquí, cada vez que alguien desaparece, la gente afirma que fue culpa de los espectros. No, lo siento. No es suficiente.
—Se han hallado cuerpos, doctor —dijo Sanders en voz baja—. Terriblemente mutilados. Y no fue por caídas ni por culpa de los gatos de acantilado.
Era mi turno de intervenir.
—Sólo se han recobrado cuatro cadáveres, que yo sepa —dije—. Y miren que he investigado a profundidad el tema de los espectros.
Sanders frunció el ceño.
—De acuerdo —admitió—, pero ¿qué hay de esos cuatro casos? Son bastante reveladores, en mi opinión —en ese momento llegó la comida, pero Sanders continuó mientras comíamos—. Por ejemplo, el primer avistamiento. Nunca se ha explicado de forma satisfactoria. La expedición Gregor.
Asentí.
Dave Gregor fue el capitán de la nave que descubrió el Mundo de los Espectros, casi 75 años antes. Gregor sondeó las brumas con sus sensores y su nave aterrizó en las planicies marinas. Luego envió equipos de exploradores a investigar.
Había dos hombres en cada equipo, cada uno de los cuales iba bien armado. Pero en el caso de una pareja, sólo uno de los hombres regresó, y venía frenético. Su pareja y él se habían separado en medio de la bruma, y de pronto escuchó un grito que le heló la sangre. Cuando encontró a su amigo, estaba bien muerto. Y había algo parado encima del cadáver.
El sobreviviente describió al asesino como un ser humanoide, de dos metros y medio, y un tanto etéreo. Afirmó que el disparo del bláster lo atravesó como si nada. Luego la criatura titubeó y se esfumó en la neblina.
Gregor envió a otros equipos en busca del engendro. Recuperaron el cadáver, pero eso fue todo. Sin instrumentos especiales, era difícil encontrar el mismo lugar dos veces entre tanta niebla, ya ni se diga algo como la criatura que les habían descrito.
Por lo tanto, el relato nunca fue confirmado. Sin embargo, causó sensación cuando Gregor volvió a la Tierra. Luego se envió otra nave a realizar una búsqueda más exhaustiva. No encontraron nada, pero uno de los equipos de búsqueda desapareció sin dejar rastro.
Entonces nació la leyenda de los espectros de la niebla y comenzó a extenderse. Otras naves viajaron al Mundo de los Espectros, y un puñado de colonos iba y venía, hasta que Paul Sanders aterrizó y erigió el Castillo de las Nubes para que el público pudiera visitar a salvo el misterioso planeta de los fantasmas.
Y hubo otras muertes y otras desapariciones, y mucha gente afirmaba haber visto de reojo a los espectros acechando entre las brumas. Y luego alguien encontró las ruinas. Ahora no son más que bloques de roca derruidos, pero alguna vez fueron estructuras de algún tipo. Se decía que debían ser los hogares de los espectros.
Yo creía en la evidencia. Parte de ella era imposible de negar. Pero Dubowski negaba con la cabeza categóricamente.
—El caso Gregor no prueba nada —dijo—. Ustedes saben tan bien como yo que este planeta nunca ha sido explorado a cabalidad, en especial las planicies, donde Gregor aterrizó. Es probable que haya sido un animal el que mató a aquel hombre. Un animal extraño, cierta especie nativa de la zona.
—¿Qué hay del testimonio de su compañero? —preguntó Sanders.
—Neurosis, ni más ni menos.
—¿Y los otros avistamientos? Ha habido muchísimos. Y los testigos no siempre estaban neuróticos.
—No demuestran nada —contestó Dubowski y meneó la cabeza—. En la Tierra, mucha gente asegura haber visto fantasmas y platillos voladores. Y aquí, con esas malditas brumas, las equivocaciones y alucinaciones son, naturalmente, más comunes.
Señaló a Sanders con la punta del cuchillo que estaba usando para untarle mantequilla a un bizcocho.
—Son estas brumas las que complican todo. El mito de los espectros habría sido olvidado hace mucho si no fuera por la neblina. Hasta ahora, nadie ha tenido el equipo ni el dinero para realizar una investigación exhaustiva de verdad. Pero nosotros sí. Y lo haremos. Sabremos la verdad de una vez por todas.
Sanders hizo una mueca.
—Eso si no lo matan a usted primero. Puede ser que a los espectros no les guste que los estén investigando.
—No lo entiendo, Sanders —dijo Dubowski—. Si tanto le teme a los espectros y está tan convencido de que están acechando allá abajo, ¿por qué lleva tanto tiempo viviendo aquí?
—El Castillo de las Nubes fue construido con medidas de seguridad —respondió Sanders—. El folleto que enviamos a los huéspedes potenciales lo explica todo. Aquí nadie está en peligro. En primer lugar, los espectros no salen de la niebla. Y nos alumbra la luz del sol casi todo el día. Pero en los valles es otra historia.
—Son meras supersticiones sin sentido. Si tuviera que adivinar, yo diría que esos espectros suyos no son más que versiones trasplantadas de los fantasmas terrestres. Son visiones producto de la imaginación. Pero no haré suposiciones. Esperaré hasta tener los resultados. Entonces veremos. Si son reales, no podrán ocultarse de nosotros.
Sanders volteó a verme.
—¿Y tú? ¿Coincides con él?
—Yo soy periodista —contesté con cautela—. Sólo vengo a cubrir lo que ocurre. Los espectros son famosos, y mis lectores están interesados. Así que no tengo opinión al respecto. O al menos, no una digna de ser expresada.
Sanders se hundió en un silencioso descontento y con vigor renovado atacó sus huevos con jamón. Dubowski tomó la palabra y desvió la conversación hacia los detalles de la investigación que estaba planeando. El resto de la comida fue una mezcla de conversación entusiasta sobre trampas para espectros, y planes de búsqueda, y sondas robóticas, y sensores. Yo escuchaba con detenimiento y tomaba notas mentales para escribir una columna al respecto.
Sanders también escuchaba con detenimiento. Pero su expresión delataba que no le agradaba nada de lo que oía.
Ese día no ocurrió mucho más. Dubowski pasó su tiempo en la plataforma de aterrizaje espacial, que estaba construida sobre una pequeña meseta debajo del castillo, y estuvo supervisando el desembarco del equipo. Yo escribí una columna sobre sus planes para la expedición y la irradié a la Tierra. Sanders atendió a sus otros huéspedes, y supongo que hizo las actividades típicas de cualquier gerente de hotel.
Me asomé otra vez por el balcón, al atardecer, para ver la salida de la neblina.
Era una guerra, tal y como Sanders lo había descrito. Al amanecer, durante la puesta de la neblina, había visto cómo el sol se levantaba victorioso en la primera de las batallas diarias. Pero ahora el conflicto se había reanudado. La niebla comenzaba a trepar de nuevo hacia las alturas mientras descendía la temperatura. Los delgados bucles grisáceos subieron en silencio desde los valles y se enroscaron en las cimas dentadas de las montañas como dedos fantasmales. Luego esos dedos se fueron haciendo más gruesos y fuertes y, después de un rato, arrastraron consigo las brumas.
Una a una, las escuetas cumbres esculpidas por el viento fueron devoradas por una noche más. El Fantasma Rojo, la cumbre gigante del norte, fue la última en desaparecer bajo el blanco océano ondulante. Y entonces la neblina comenzó a filtrarse por la orilla del balcón y a estrangular el Castillo de las Nubes.
Volví adentro. Sanders estaba ahí, al otro lado de la puerta. Me había estado observando.
—Tenías razón —le dije—. Es hermoso.
Él asintió.
—¿Sabes algo? No creo que Dubowski se haya tomado la molestia de mirarlo —dijo.
—Supongo que estará ocupado.
Sanders suspiró.
—Demasiado ocupado. Ven, te invito un trago.
El bar del hotel estaba oscuro y silencioso, con el tipo de ambiente que promueve la buena charla y el consumo desmedido de alcohol. Entre más conocía el castillo de Sanders, más me agradaba su dueño. Nuestros gustos coincidían notablemente.
Encontramos una mesa en la parte más oscura y recóndita de la habitación, y pedimos bebidas de una carta que incluía licores provenientes de una docena de planetas distintos.
—No parece agradarte mucho la presencia de Dubowski —dije cuando llegaron las bebidas—. ¿Por qué? Si está llenando tu hotel.
Sanders levantó la mirada y sonrió.
—Es cierto. Y en temporada baja. Pero no me agrada lo que está intentando hacer.
—¿Así que trataste de ahuyentarlo?
Su sonrisa se esfumó.
—¿Así de obvio fui?
Asentí. Sanders suspiró.
—Sabía que no funcionaría —dijo y le dio un sorbo lento a su bebida—. Pero tenía que intentar algo.
—¿Por qué?
—Porque… porque va a destruir este mundo si se lo permito. Para cuando él y los de su clase revelen la verdad, no quedarán misterios en el universo.
—Sólo está intentando encontrar respuestas. ¿Existen los espectros?, ¿qué hay de las ruinas?, ¿quién las construyó? ¿Acaso nunca has querido saberlo, Sanders?
Agotó su trago, miró a su alrededor y captó la atención del mesero para pedir otro. Aquí no había robomeseros. Sólo empleados humanos. Sanders era muy especial con eso de las atmósferas.
—Claro que sí —contestó cuando recibió su copa—. Todos nos hemos hecho esas preguntas, por eso la gente viene al Mundo de los Espectros, al Castillo de las Nubes. Cada persona que pone un pie aquí desea en secreto tener una aventura espectral y encontrar las respuestas por sí misma.
“Pero eso no ocurre. Se arma con un bláster y deambula por los bosques de niebla unos cuantos días, o unas cuantas semanas, sin encontrar nada. ¿Y qué? Puede regresar y buscar de nuevo. El sueño sigue ahí, y también el romance y el misterio. ¿Quién sabe? Tal vez en algún viaje vea de reojo un espectro que desaparece entre las brumas, o algo que él crea que es un espectro. Y entonces volverá a casa contento porque ha sido parte de la leyenda. Ha tenido contacto con un fragmento de la creación a la que gente como Dubowski no ha despojado aún de su halo de asombro”.
Se quedó callado y fijó la mirada taciturna en su copa. Finalmente, después de una larga pausa, continuó:
—¡Bah! ¡Dubowski! Me hace rabiar. Viene aquí con una nave llena de lacayos, una subvención millonaria y su equipo sofisticado para cazar espectros. Y vaya que los encontrará. Eso es lo que me asusta. Ya sea que descubra que no existen, o los encuentre y resulten ser una especie de subhumanos o animales, o algo así —de nuevo vació su copa de un trago—. Y lo arruinará todo. ¡Óyeme bien! ¡Lo arruinará! Responderá todas las preguntas con sus aparatos y a los demás ya no nos quedará nada. No es justo.
Me quedé sentado, dándole ligeros sorbos a mi bebida, sin decir una palabra. Sanders pidió otra. Tuve un pensamiento inmundo, y finalmente tuve que expresarlo.
—Si Dubowski responde todas las preguntas —dije—, entonces ya no habrá razones para venir aquí. Y tu negocio quebrará. ¿Estás seguro de que no es eso lo que te preocupa?
Sanders me lanzó una mirada fulminante, y por un instante creí que me golpearía. Pero no lo hizo.
—Creí que eras distinto. Miraste la puesta de la neblina y entendiste. O eso pensé. Pero supongo que me equivoqué —giró el rostro bruscamente hacia la puerta—. Vete de aquí.
Me puse de pie.
—Está bien —dije—. Lo lamento, Sanders. Es mi trabajo hacer preguntas incómodas como esa.
Él me ignoró, y yo me alejé de la mesa. Cuando llegué a la puerta, di media vuelta y miré al otro lado de la habitación. Sanders había vuelto a clavar la vista en su copa y hablaba consigo mismo en voz alta.
—Respuestas —dijo, como si fuera algo obsceno—. Respuestas. Siempre tienen que encontrar respuestas. Pero las preguntas son más complejas. ¿Por qué no pueden dejarlas en paz?
Lo dejé ahí, solo. Solo con sus bebidas.
Las siguientes semanas fueron frenéticas, tanto para la expedición como para mí. Había que reconocerle a Dubowski que era muy meticuloso y había planeado el asalto al Mundo de los Espectros con una precisión minuciosa.
Primero fue la cartografía. Gracias a las brumas, los mapas que se tenían del Mundo de los Espectros eran muy burdos para los estándares contemporáneos. Por lo tanto, Dubowski envió una flota entera de sondas robóticas para planear sobre la neblina y hurtar sus secretos con mecanismos sensoriales muy sofisticados. Con la información que iban proporcionando, se fue armando una topografía detallada de la región.
Una vez hecho eso, Dubowski y sus asistentes usaron los mapas para ubicar cada uno de los avistamientos de espectros registrados desde la Expedición Gregor. Desde antes de que saliéramos de la Tierra habían compilado y analizado gran cantidad de información sobre los avistamientos, y llenaron los huecos restantes apoyándose en la colección acerca de los espectros de la biblioteca del Castillo de las Nubes. Como era de esperarse, la mayoría de los avistamientos se habían dado en los valles que rodeaban el hotel, el único asentamiento humano permanente en el planeta.
Después de la esquematización, Dubowski colocó sus trampas para espectros, las cuales esparció sobre todo en zonas que reportaban avistamientos de espectros con más frecuencia. Sin embargo, también puso algunas en regiones más distantes y apartadas, incluyendo la costa en donde la nave de Gregor hizo el contacto inicial.
Por supuesto, no eran trampas como tal, sino pequeños pilares de duraleación que contenían casi cualquier clase de equipo sensor y de grabación conocido por la ciencia humana. Para las trampas, las brumas eran todo menos inexistentes. Si algún desafortunado espectro pasaba por el área de medición, no habría forma de que las trampas no lo detectaran.
Mientras tanto, las sondas robóticas encargadas de la cartografía regresaron para ser revisadas y reprogramadas, y luego volvieron al campo. Ya que se conocía la topografía a detalle, las sondas podían recorrer las brumas para patrullar entre la neblina sin peligro de estrellarse con una montaña oculta. Claro que los sensores que traían las sondas eran distintos a los de las trampas para espectros, pues cubrían un rango mucho más amplio y podían examinar miles de kilómetros cuadrados al día.
Por último, una vez que las trampas para espectros habían sido posicionadas y las sondas robóticas estaban en el aire, Dubowski y sus hombres decidieron entrar personalmente a los bosques de neblina. Cada uno venía armado con una mochila pesada, llena de sensores y mecanismos de detección. Los equipos de búsqueda humana tenían más movilidad que las trampas para espectros, así como un equipo más sofisticado que las sondas, además de que cubrían un área distinta cada día con diligente meticulosidad.
Yo los acompañé en algunos de esos recorridos con mi propia mochila. Me daban material interesante para algunas notas, aunque nunca encontrábamos nada. Y, durante la búsqueda, me enamoré de los bosques de neblina.
Los textos turísticos los llaman “los abominables bosques de niebla del embrujado Mundo de los Espectros”. Pero no son abominables. Para nada. Poseen una belleza peculiar para quienes son capaces de apreciarla.
Los árboles son delgados y muy altos, y tienen el tronco blanco y hojas de color gris pálido. Pero los bosques no carecen de color. Hay un parásito, una especie de musgo colgante, que es muy común y que pende de las ramas formando cascadas color verde oscuro y escarlata. Y también hay rocas y enredaderas, y pequeños arbustos atiborrados de gibosos frutos color púrpura.
Pero no hay sol, por supuesto. Las brumas lo ocultan todo, se arremolinan y se deslizan alrededor de uno, acarician al caminante con sus manos invisibles y se aferran a sus pies.
Parece que la neblina hace jugarretas de vez en cuando. La mayor parte del tiempo uno camina en medio de una bruma espesa y no puede ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia, con los pies hundidos en la alfombra de bruma. Sin embargo, a veces la niebla se cierra de repente, y entonces es imposible ver nada. Yo me estrellé contra varios árboles cuando pasaba eso.
Otras veces, no obstante, las brumas se disipan de pronto, sin razón aparente, y lo dejan a uno solo, en una burbuja dentro de una nube. Entonces se puede apreciar el bosque en toda su grotesca belleza. Es un vistazo breve y pasmoso de la Tierra de Nunca Jamás de los Jamases. Hay pocos momentos así en la vida y suelen ser efímeros, pero se quedan en la memoria para siempre.
Se quedan con uno para siempre.
Durante las primeras semanas, no tuve mucho tiempo para caminar por el bosque, salvo cuando acompañaba al equipo de búsqueda para darme una idea de lo que era. En general me mantenía ocupado escribiendo. Hacía series sobre la historia del planeta, subrayadas con los relatos de los avistamientos más famosos. También incluía perfiles de algunos de los personajes más peculiares de la expedición. Escribí un texto sobre Sanders y los problemas que enfrentó y superó al construir el Castillo de las Nubes. Asimismo, hice unos textos de ciencia sobre lo poco que se sabía del ecosistema del planeta. Escribí algunos relatos evocativos sobre los bosques y las montañas, y también textos especulativos sobre el origen de las ruinas. Escribí sobre la cacería de gatos de acantilado, el alpinismo y los enormes y peligrosos lagartos de pantano que son nativos de algunas de las islas distantes de la costa.
Y, por supuesto, escribí sobre Dubowski y su búsqueda. Sobre eso escribí montones.
Sin embargo, la búsqueda empezó a convertirse en una rutina aburrida, y yo empecé a agotar la amplia gama de temas que ofrecía el Mundo de los Espectros. Mi producción fue decayendo. Empecé a tener tiempo de sobra.
Fue entonces cuando comencé a disfrutar de verdad el Mundo de los Espectros. Comencé a dar paseos diarios por los bosques, y cada vez llegaba más lejos. Visité las ruinas y volé medio continente para ver los lagartos de pantano con mis propios ojos y no por medio de hologramas. Me hice amigo de unos cazadores en el camino y le disparé a un gato de acantilado. Acompañé a otros cazadores a la costa oeste y casi muero por culpa de un demonio de las planicies.
Y Sanders y yo nos volvimos a hablar.
Durante todo el proceso, Sanders nos había ignorado bastante, a mí, a Dubowski y a todos los demás implicados en la investigación sobre los espectros. Si acaso nos hablaba, lo hacía a regañadientes, nos saludaba lacónicamente y pasaba todo su tiempo libre con sus otros huéspedes.
Al principio, por la forma en la que habló aquella noche en el bar, me preocupó lo que fuera capaz de hacer. Lo imaginaba asesinando a alguien entre las brumas e intentando hacerla pasar por una muerte causada por espectros. Pensaba que tal vez sabotearía las trampas. Estaba seguro de que haría algo para ahuyentar a Dubowski o para arruinar de algún modo la expedición.
Supongo que eso es lo que pasa cuando se ve demasiada holovisión. Sanders no hizo nada por el estilo. Simplemente estaba taciturno, nos fulminaba con la mirada en los pasillos del castillo y era muy poco cooperativo.
Pero después de un rato comenzó a ablandarse. No con Dubowski ni con sus hombres, sino sólo conmigo.
Imagino que tuvo que ver con mis caminatas por el bosque. Dubowski nunca salía a la bruma a menos de que fuera necesario. Y aun así salía de mala gana y volvía cuanto antes. Sus hombres seguían el ejemplo del jefe. Yo era el único comodín de la baraja. No obstante, en realidad ellos y yo no pertenecíamos al mismo mazo.
Sanders se dio cuenta, como era de esperarse. No se le iba mucho de lo que ocurría en su castillo.
Finalmente, un día hasta volvió a invitarme una copa.
Habían pasado como dos meses desde el inicio de la expedición. Se acercaba el invierno en el Mundo de los Espectros y el Castillo de las Nubes, y el aire se tornaba frío y penetrante. En el balcón, Dubowski y yo disfrutábamos un café después de otra exquisita cena. Sanders se había sentado en una mesa cercana y conversaba con unos turistas.
No recuerdo qué discutíamos Dubowski y yo. Fuera lo que fuera, el doctor me interrumpió con un escalofrío en algún momento.
—Empieza a hacer frío —se quejó—. ¿Por qué no entramos? —En realidad a Dubowski no le agradaba mucho el balcón del comedor.
Yo fruncí ligeramente el ceño.
—No está tan mal —contesté—. Además, ya casi se pone el sol. Es una de las mejores partes del día.
Dubowski se estremeció de nuevo y se puso de pie.
—Como gustes —dijo—. Pero yo me voy adentro. No tengo ganas de resfriarme sólo para que tú puedas ver otra puesta de niebla.
Empezó a alejarse, pero no había dado ni tres pasos cuando Sanders se levantó de un brinco y empezó a aullar como un gato de acantilado herido.
—¿“Otra puesta de niebla”? —bramó—. ¡“Otra puesta de niebla”! —y luego soltó una retahíla incoherente de obscenidades. Nunca había visto a Sanders tan enojado, ni siquiera cuando me corrió del bar aquella primera noche. Se quedó de pie, temblando literalmente de ira y con el rostro enrojecido, mientras abría y cerraba sus gruesos puños.
Me levanté cuanto antes y me puse entre los dos. Dubowski volteó a verme, confundido y asustado.
—¿Qué…? —empezó a decir.
—Entra —lo interrumpí—. Vete a tu cuarto. Ve a la recepción. Vete a algún lado, a cualquier lado. Pero vete de aquí antes de que te maten.
—Pero… pero… ¿qué ocurrió? ¿Qué está pasando? No entien…
—La niebla se pone en las mañanas —contesté—. En la noche, al ponerse el sol, la neblina sale. Ahora, vete.
—¿Eso es todo? ¿Por qué habría de ponerlo… tan…?
—¡¡Vete!!
Dubowski meneó la cabeza, como insinuando que seguía sin entender qué estaba pasando. Pero igual se fue.
Me volví hacia Sanders.
—Tranquilízate —le dije—. Por favor.
Sanders dejó de temblar, pero sus ojos seguían fulminando la nuca de Dubowski.
—“La puesta” —murmuró—. Ese bastardo lleva dos meses aquí y no entiende la diferencia entre la puesta y la salida de la neblina.
—Nunca se ha molestado en observar ninguna de las dos —dije—. Esas cosas no le interesan. Pero él se lo pierde. No tienes por qué enojarte.
Me miró y frunció el ceño. Finalmente asintió.
—Sí —dijo—. Tienes razón. —Suspiró—. Pero ¡cómo se atreve a decir que es “la puesta”! ¡Demonios! —Hubo un breve silencio, y lueg