Serpiente emplumada, corazón del cielo

David Bowles

Fragmento

Título

Introducción

Hace quinientos años, México era muy distinto. La Triple Alianza de Anáhuac —lo que hoy conocemos como el Imperio azteca— dominaba la zona que se extendía desde el Golfo de México hasta la costa del Pacífico. Alrededor se desplegaban decenas de naciones: los mayas, los purépechas, los zapotecas, los yaquis, los huicholes, los huastecas y los tarahumaras, entre muchos otros. Todos estos pueblos tenían lenguas, dioses y tradiciones diferentes. Sin embargo, a través de los siglos, la migración, el comercio y los conflictos bélicos difundieron ciertas características culturales que todos compartían.

Veinte millones de personas vivían en dicha tierra cuando llegaron los españoles en 1519, pero los conquistadores no estaban interesados en la riqueza cultural de México. En su hambre ciega por obtener gloria y oro, en su intento ferviente por que los “indios” se hincaran ante el dios cristiano, los españoles barrieron el lugar con espadas de acero, armas de fuego y caballos con armadura. También llevaron consigo enfermedades que arrasaron la población indígena.

Fue un genocidio. Setenta y cinco años después, solo quedaba un millón de personas. La mayoría de los sobrevivientes se convirtió al catolicismo. Muchos se mezclaron con los colonos españoles que ocuparon la tierra tras quedar despoblada con la conquista. A esa fusión de razas y etnias se le llama mestizaje. Con el tiempo, se creó un sistema de castas que separó a la nueva población híbrida en diferentes grupos. Los españoles —tanto los nacidos en España (peninsulares), como los nacidos en México (criollos)— gozaron de muchos más derechos y privilegios. Por debajo de ellos, los otros grupos se categorizaron a partir de la cantidad de sangre española que corriera por sus venas: castizos (75%, con 25% de sangre indígena), moriscos (75%, con 25% de sangre negra), mestizos (50%, con 50% de sangre indígena), mulatos (50%, con 50% de sangre negra). Los indígenas y los negros ocupaban el escalón más bajo de esta jerarquía social.

Como resultado del sistema de castas, la calidad de vida de una persona dependía esencialmente de la cantidad de ancestros españoles que afirmara tener. La piel y los ojos claros, y en general los rasgos europeos, eran características que daban acceso a más oportunidades y la movilidad social. Por esa razón, muchos mestizos le dieron la espalda a su ascendencia nativa y trataron de parecerse más a los conquistadores españoles, incluso oprimiendo a otros con menos sangre peninsular que ellos.

Todavía después de que se abandonara el sistema de castas y México lograra independizarse de España, los rastros de este viejo prejuicio sobreviven porfiadamente. Pese a ello, pudo formarse una incipiente identidad mexicana. El siglo XIX fue testigo del surgimiento de un interés renovado por las glorias precolombinas de la nación, aunque ya mucho se había perdido. Las pocas tradiciones que sobrevivieron se hallaban diluidas y fracturadas, y así han permanecido, incluso hasta mi generación.

Para cuando nació mi abuelo, Manuel Garza, el pasado indígena de su familia había sido borrado. Habían sido mexicanos que hablaban español, luego fueron texanomexicanos, herederos de tradiciones que venían del otro lado del océano. Los ranchos y el ganado eran el sustento de su comunidad en el norte de México y el sur de Texas. Su música norteña y su misa dominical también eran europeas, aunque tuvieran el sabor de las especias nativas. Uno de los peores insultos que pudieran proferirse era indio. Todos juraban que sus ancestros eran españoles.

Si bien las historias que me contaban mis abuelos y tíos cuando era niño estaban henchidas de tradiciones locales como El Coco y La Llorona, en ellas no había rastro de los dioses antiguos, los sacerdotes de antaño o los proclamados héroes del pasado precolombino de México.

En la escuela me enseñaron —al igual que a mi padre— los mitos nórdicos, egipcios, romanos y, particularmente, griegos. Devoré la Odisea, hambriento de esa sensibilidad de la era de bronce que entretejía lo humano con lo divino. Por mi cuenta leí otras grandes piezas épicas de la mitología occidental: La Ilíada y La Eneida. Amplié mi búsqueda y me sumergí en India y su Ramayana, y en el Sunjata del norte de África.

Pero no fue hasta que tomé una clase de literatura universal en la universidad que leí mitos aztecas o mayas. Increíble. Había asistido a escuelas a escasas millas de la frontera con México, y ninguno de mis maestros me había hablado de Quetzalcóatl e Itzamná, de Cihuacóatl o Ixchel. Mi familia tampoco conocía a esos dioses mesoamericanos.

Nos habían privado a los estudiantes mexicanoamericanos de algo importante. Al principio me sorprendió y me molestó un poco. Sin embargo, ¿a quién podía culpar por cinco siglos de sincretismo y supresión? En lugar de arremeter, en respuesta a la pérdida que sentía, empecé a recorrer las bibliotecas locales en busca de cuanto libro pudiera encontrar sobre los mitos precolombinos. Al final, consciente de la carencia, me di cuenta de que era mi responsabilidad reconectarme con ese pasado olvidado.

Ese deber hacia la historia del pueblo de uno nunca se ha expresado mejor que en este poema maya, uno de los pocos que sobreviven, parte del manuscrito colonial Cantares de Dzitbalché:

Es vital nunca perder la cuenta

de cuántas largas generaciones

han pasado desde esa lejana era,

cuando vivieron aquí, en esta tierra,

grandes y poderosos hombres

que levantaron las paredes de sus ciudades;

las antiguas y magníficas ruinas,

pirámides elevándose como colinas.

Tratamos de descifrar su significado

aquí, en nuestros humildes pueblos,

un sentido que importa también hoy,

uno que se extrae de las señales

que los hombres de la era dorada,

hombres de esta tierra, nuestros antepasados,

nos pidieron buscar en los cielos.

Entregados a esta tarea,

levantamos el rostro

y la oscuridad cae lenta del cenit al horizonte,

y llena el cielo de estrellas

donde es el destino lo que vemos dibujarse.

Encontré mucho sentido en esos mitos dispersos. Me ayudaron a atravesar momentos muy oscuros de mi vida. Con el tiempo, me volví maestro de escuela, y luego, profesor universitario. Si bien no era un requisito, hice todo lo que pude para compartir con mis estudiantes la herencia que redescubrí. Mi pasión por nuestro pasado perdido me llevó todavía más lejos: comencé a estudiar maya y náhuatl para poder descifrar los textos indígenas originales por mí mismo, sin el filtro de la voz de un traductor.

Sin embargo, muchos de esos textos habían sido destruidos. La conquista no

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