Los padrotes de Tlaxcala

Juan Alberto Vázquez

Fragmento

Los padrotes de Tlaxcala

Prólogo
Trata: el fuego que encandila y abrasa

Una novela de inocultable trama juvenil para adultos es Antichrista, de la prolífica Amélie Nothomb, que nos cuenta las cuitas de una chica belga entrampada entre la primera adolescencia y la disputa de afectos con sus compañeros de clase y sus padres. Desplazada de los apapachos familiares por una intrusa, Christa, a quien rebautiza con el nombre que da título al libro, la protagonista relata un episodio en pleno Día de Reyes:

Nunca una Epifanía llevó tan mal su nombre. Mis progenitores y yo constituíamos la procesión de tres cretinos llegados para designar a la que pretendía ser su redentora. Me pasmaba constatar hasta qué punto los valores se habían invertido. Como el papel de Jesús estaba interpretado por Antichrista, yo tenía que ser a la fuerza Baltasar, el rey negro, ya que me llamaba Blanche.

Este remate de escena ha remitido a otro, de otra novela de otro tiempo, que acaso sea improbable que conociera Nothomb, pero está hermanada con la suya. Lea usted a Jorge Ibargüengoitia en Las muertas:

Se sabe que la única inhibición de Blanca se la producían los dientes manchados, los cuales iban a dar origen a su único lujo. Ahorró durante años y cuando tuvo lo suficiente fue con un dentista famoso de Pedrones que le puso cuatro dientes de oro en vez de los incisivos superiores. Esta innovación ha de haber modificado la apariencia de Blanca, pero no la desfiguró. Según el Libertino, que la conoció con los dientes manchados, sin dientes —en los días entre que le quitaron unos y le pusieron los otros—, y con dientes de oro, no sabe decir cómo le gustaba más. El brillo dorado no hizo más que resaltar su belleza exótica: Blanca era negra.

Blanca, no Blanche, es un personaje de un reportaje novelado sobre la banda de tratantes conocida en la vida real como Las Poquianchis. Una nota roja mexicana ha dado paso a una amplia investigación de este célebre narrador guanajuatense, que devendrá literatura con humor negro, en la que la trama se desgrana sobre un escenario de prostitución, de trata de mujeres y más tarde acabará, por la dificultad de las circunstancias de la propia dinámica de los protagonistas, en uno de esclavitud sexual. Un libro, ojo con el dato, fechado en 1977.

Asaltaron al autor de estas líneas esos pensamientos una vez que llegó al escritorio la primera versión de Los padrotes de Tlaxcala: Esclavitud sexual en Nueva York, título con el que Juan Alberto Vázquez está de vuelta en el orbe editorial con un tema que —veremos— no pierde actualidad, sea por la imparable migración hacia Estados Unidos, sea por la impunidad con la que históricamente han trabajado las bandas dedicadas al tráfico y la explotación de seres humanos, con sus peores rostros reflejados en la trata y la esclavitud sexual.

Juan Alberto ha acometido una empresa con múltiples aristas y forjada a fuerza de sombras típicas de variados cuadros costumbristas mexicanos: padrotes, paisanitas, esclavas, prostitutas, lenones, madamas, cinturitas, chulos, pachucos, putas, escorts y chafiretes. Ellos protagonizan estas historias que pasan de la aventura a la desgracia, de la emoción a la sorpresa, del amor a la esclavitud, de la inocencia a la crueldad.

Pero no se queda con los testimonios impresos en los registros de largas diligencias que asoman como una punta del iceberg sobre el combate a la trata trasnacional en sesiones propias de la serie televisiva La ley y el orden: Unidad de Víctimas Especiales. Porque reportero siempre, el oficio manda, el autor busca a los sentenciados ya presos para que cuenten su versión, conversa con defensores de mujeres y se mete a la profusa documentación en la materia. Desde múltiples ong hasta la misma onu.

Inconforme, Juan Alberto rastrea las obras documentales y periodísticas del caso. Reseñará, entonces, la obra de Peter Landesman, las piezas de la bbc, los reportajes del New York Times, los especiales de El País y el Daily News. Se subirá a una camioneta para platicar largo con Rosi Orozco, polémica activista en favor de las víctimas de trata. Y se meterá a los barrios de prostitución colombiana en Queens, no de trata, donde nos contará que hay hablantes de 138 lenguas. De ahí se derivarán tres categorías con matices que el autor intenta trazar: prostitución voluntaria, trata y esclavitud sexual.

Las víctimas a las que se les da voz en este libro tienen 14, 15 años. Un novio, una promesa de amor, un juramento de mejor vida con la bendición de la futura suegra. Sueños que empiezan en Tenancingo y que acaban para estas pequeñas en un cuartucho de Nueva York, en la parte trasera de autos exclusivos para el abuso de las menores, en habitaciones de hotel donde cubrirán turnos maratónicos, explotadas por sus esposos-dueños, que no pocas veces son unos chicos apenas dos o tres años mayores que ellas, ya convertidos en monstruos por sus propios padres, veteranos de esa “industria”.

Un ojo excepcional para hallar fisuras, fallas, deslices y contradicciones ha desarrollado Juan Alberto a lo largo de su carrera. Es una de las fortalezas que exhibe su trayectoria en los medios o en una simple charla de café. En esta investigación no podía ser de otra manera. Encuentra una inconsistencia en los alegatos de una víctima y los abogados de los acusados no supieron verla. Advierte cómo una de estas bestias ha envuelto al jurado y a la propia fiscalía, que le dispensa el pago de una fianza cuando el relato deja ver un derroche de recursos para armar la defensa. Nada escapa al escrutinio del autor.

¿Quién va a detener esa tragedia humana? Apenas en los primeros días de 2023 se conoce que pobladores de algún municipio de Tlaxcala han detenido a dos “fuereños” y los han querido linchar con el conveniente cargo de que andan robándose niños. Y como ha pasado históricamente en esa zona, basta con recordar el caso de Canoa, en Puebla. Fuenteovejuna es la ley. Nadie entra a esa región so pena de poner en riesgo la integridad. Por este reportaje sabemos que a partir de este siglo comenzó a ponerse atención al fenómeno de la trata como crimen organizado, desde ambos lados de la frontera, con la ruta Tlaxcala-Nueva York.

Ya detectada la cadena de inmundicia, con sentencias en ambos países y un mapa de su engranaje a lo largo de dos décadas, con acuerdos internacionales para su combate, y bilaterales con Estados Unidos, acaso haya lugar a la esperanza para miles de jovencitas que, a falta de educación o abusadas en su propia casa, revolotean inevitablemente alrededor de este fuego que las atrae, las encandila y las abrasa, como a Blanca, aquella protagonista de Ibargüengoitia, que era negra.

Alfredo Campos Villeda

Enero de 2023

Los padrotes de Tlaxcala

1. Ya me voy sin saber a dónde
Cuando una víctima huye

—me voy a escapar, ¿vienes conmigo? —le preguntó delia.1

—Tengo miedo de que Rosalio me golpee, así que me quedo. Y te voy a dar dos minutos para que corras antes de hablarles y avisarles que huiste —le respondió Fabiola.

Delia guardó en una maleta algo de ropa; tres pares de tenis nuevos que Francisco, su captor y explotador, había comprado con el dinero que ella ganaba; una laptop, un teléfono, una cámara y algunas fotos. También cargó con cuadernos que contenían nombres de los conductores que las trasladaban a las citas, y salió del departamento donde vivían en Queens, el más latino entre los cinco barrios de la ciudad de Nueva York.

Un taxi la llevó a una casa en la que ella recordaba haber visto un letrero que ofrecía renta de habitaciones. Al preguntar, una mujer le dijo que la última disponible había sido ocupada, así que una agobiada Delia le reveló que no tenía a dónde ir y necesitaba dormir. Tenía el dinero que no le había entregado a su padrote, de lo ganado el día anterior, así que podía pagar. La mujer se apiadó y la instaló en un lugar muy pequeño, casi un armario.

Por primera vez en soledad y una libertad llena de incertidumbre y dolor, Delia comenzó a llorar. Sin saber qué hacer con su vida, su única certeza era que ya no deseaba trabajar como prostituta a las órdenes de quien, supuestamente, era su pareja. Al escucharla llorar, la mujer la interrogó y le arrancó trozos de un sobrecogedor relato. Luego le recomendó ir a la policía y, pensando que ella también se metería en problemas, la mandó con un amigo de Ecuador que igualmente alquilaba habitaciones. Delia se trasladó hacia allá y, después de hacer el convenio, dejó sus cosas y salió a buscar comida.

Conforme transcurría la noche, su desesperación se profundizaba. Al pasar por un parque decidió meterse a caminar y ver si acaso entre los matorrales surgía alguna solución. Sin familia o conocidos en Estados Unidos, la incertidumbre era un amasijo de dolor físico, mental y espiritual que golpeaba sus entrañas. Una punzada en la pierna le recordó que hacía pocos días un cliente racista y arrogante la había empujado de un segundo piso por las escaleras. Después se acordó de cuando otro igualmente iracundo la aventó a un armario donde ella perdió el conocimiento por unos segundos (o minutos) por golpearse la cabeza. En una ocasión la golpearon tanto que alguien marcó al 911 para que viniera la policía. Y, a pesar de que se sentía muy lastimada, esa vez le marcó a Francisco, quien le dijo que no se dejara arrestar y huyera de ahí, así que obedeció. ¿Por qué tipos agresivos solicitaban su servicio si ni siquiera el sexo lograba apaciguarlos? El peor de todos, quien finalmente inoculó en ella la idea de escapar, fue el que amenazó con matarla.

—¿Puede explicarle al jurado qué sucedió en ese caso? —le preguntó la fiscal que interrogó a Delia en una de las audiencias en contra de los miembros de la organización Meléndez Rojas, también conocida como Los Chechas.

—En abril de 2014 llegué a atender a un cliente en White Plains —un suburbio cercano a la ciudad de Nueva York—. Cuando previamente le quise cobrar la tarifa, el señor me dijo que no tenía dinero y que me pagaría con una joya de oro. Sabía que no podría volver con ninguna joya porque Rosalio me había dicho que nunca aceptara joyas de los clientes, ya que a menudo pagan con eso y te dicen que es oro, pero luego resulta que no lo es. Le dije al cliente que no podía aceptarlo, y él respondió que de cualquier modo quería tener sexo. Le dije que no y él sacó un cuchillo, me amenazó y me dijo que si no lo hacía me iba a matar porque ser prostituta no era una vida muy digna. “Te voy a dar una lección para que dejes de trabajar en esto”, me decía, y además quería tener sexo sin protección, sin condón. Me seguí negando y, para asustarlo, le aclaré que tenía sida —confió Delia a los miembros del jurado.2

El objetivo de la mentira era contener al agresor, pero a éste no le importó y de cualquier modo la penetró. Después, en un descuido, Delia pudo llamar al conductor que la llevó a la cita, pero aquél simplemente la ignoró, aclarando que entre sus obligaciones no estaba la de ser, además, guardaespaldas de la joven. Ella aclaró en su testimonio que, pese a escucharla decir al cliente: “Déjame ir, ya no quiero estar aquí”, el chofer no respondió. Mientras, el otro seguía con amenazas: “Si te vuelvo a ver, te mato”, dichas al tiempo que le picaba las costillas con la punta del cuchillo.

Al salir de la aterradora experiencia, le habló a su explotador, Francisco Meléndez Pérez, la Mojarra, y le sugirió que ya había tenido suficiente. Pero el señor le advirtió que tenía que seguir trabajando sin importar lo que había pasado. Y aunque en ese momento le colgó, la Mojarra le marcó minutos después, y cuando Delia conjeturó que llegarían urgentes palabras de consuelo, en lugar de eso, el tratante le informó que la abuela de Los Chechas acababa de fallecer en México, por lo que él tendría que viajar y ella debía seguir trabajando. “Sentí que Francisco ya no me amaba ni me quería a su lado; me sentí desprotegida”, lamentó. Entonces la decisión de escapar al día siguiente acampó en la cabeza de Delia, sin importar las amenazas de su explotador de que obligaría a su hermana de 12 años a trabajar también en la prostitución.

Por eso, luego de escapar, ahí en la oscuridad del parque, todas esas imágenes se acumulaban y la hacían dudar sobre la decisión que acababa de tomar, así que comenzó a caminar en círculos, angustiada, sollozando. Un sujeto la miró y se acercó a preguntarle si estaba bien. Ella respondió que no y le pidió ayuda, ya que su novio la había golpeado. “Quiero denunciarlo”, clamó al tipo del parque, que accedió a acompañarla a una estación policiaca en Queens.

Llegó allí llorando y pidiendo ayuda de alguien que hablara español. Minutos después le trajeron a un agente hispano a quien le confesó que tenía 17 años y que la habían traído a Nueva York desde los 14 para obligarla a prostituirse.

Después llegaron más agentes a preguntarle si tenía pertenencias y la llevaron al departamento del ecuatoriano a recogerlas para instalarla luego en un hotel donde la policía albergaba a víctimas de trata y otros delitos. Ahí los agentes planearon que Delia le marcara a la Mojarra para citarlo en un hospital, a donde ella fingiría haber llegado.

Sin embargo, tras escucharla decir que se encontraba enferma en un nosocomio y que volvería con él si se lo pedía, Francisco decidió que no iría “porque no estaba cerca de ahí”, y además le aclaró que ya no la quería de regreso.

La policía de Nueva York tuvo que replantearse cómo detener al proxeneta.

* * *

Con 174 kilómetros cuadrados y una población de 2 millones 287 mil habitantes —según el más reciente censo de 2019—, si el barrio de Queens en Nueva York fuera una ciudad independiente, sería la quinta más poblada de Estados Unidos después de Nueva York, Los Ángeles, Chicago y Houston.

El 47% de quienes viven en ese barrio nacieron fuera de Estados Unidos y la mitad de ese porcentaje lo hizo en algún país de Latinoamérica, causa principal de que “Reinas” sea el barrio con mayor diversidad lingüística de la Tierra y uno de los condados con mayor riqueza étnica dentro de Estados Unidos. Según la Alianza de Idiomas en Peligro de Extinción y la Oficina del Contralor del Estado de Nueva York, en el barrio se hablan la friolera de 138 lenguas, y aunque uno de cada dos habla inglés, la cuarta parte de la población lo hace en español dividiéndose el 25% restante los otros 136 idiomas. La Encuesta sobre la Comunidad Estadounidense de 2019, realizada por la Oficina del Censo de Estados Unidos, concluyó que los mexicanos y puertorriqueños son, después de los norteamericanos, los grupos étnicos más grandes en Queens, con 4.5% cada uno.3 Pero, si descontamos que Puerto Rico (supuestamente) pertenece a los Estados Unidos, resulta que la mexicana debería ser considerada la segunda comunidad más numerosa.

Dado que Corona es el vecindario donde vive el mayor número de mexicanos en Queens, es natural que en la línea 7 del metro —de color morado y que va del centro de Manhattan a la parte este de Queens— la mitad de quienes viajan en ella sean paisanos. Arribar a una de las cinco estaciones del metro elevado que parten Corona a través de Roosevelt Avenue, con su variedad de ambulantes, sonidos y colores, es como hacerlo a una ciudad mexicana. Desde antes de las siete de la mañana aparecen en las esquinas carritos de supermercado llevados por mujeres que cargan los tradicionales botes de tamales y atole para romper el ayuno de quienes parten a trabajar. En otra parte, puestos de jugo de naranja, de frutas y verduras o de joyería de fantasía y relojes se mueven bajo las notas de El amor acaba del finado José José que despide la pequeña bocina de algún mercader. Desde el metro que corre por un segundo piso exterior se comprueba asimismo la vigencia de la peor tradición grafitera mexicana, en la que se plasman figuras sin sentido, rayones e indescifrables códigos en los sitios más inverosímiles que obligan a preguntarse: “¿Cómo se subieron hasta allá?”. Teniendo como sus máximos rascacielos las cúpulas de algunas iglesias, Corona en Queens es una de las zonas menos americanas de Nueva York, y, en lugar de las tradicionales franquicias como McDonald’s y Starbucks, destacan negocios con títulos hispanos: Tecolotes Sport Bar, La Pequeña Colombia, Taco Veloz, Peluquería Puebla, Ecua-Mex Variedades, donde uno encuentra playeras y gorras de los Pumas, las Águilas del América y las Chivas del Guadalajara. También desde muy temprano recorren las calles grupos de tres o cuatro personajes hinchados por el alcohol en su diario viacrucis para mendigar las monedas que los lleven hacia la siguiente botella de spirit, como se conoce allá a los licores. Igual de madrugadoras, decenas de mujeres con apariencia oriental y vestimentas provocativas se paran en las puertas de pequeños edificios e invitan con la cabeza y una sonrisa a los transeúntes. Quienes aceptan suben de prisa las escaleras de esos locales donde se dan sesiones de sexo disfrazadas de masajes. Sobre la Roosevelt y calles cercanas proliferan iglesias que han dejado de lado la usual arquitectura religiosa para instalar en la fachada de cualquier local el letrero de su misión: Iglesia pentecostal de Jesús C., Iglesia evangélica Cristo es la luz, Iglesia bautista Canaán Convención del Sur, Iglesia misionera de Jesús Cristo, Iglesia de Dios séptimo día hispana de Nueva York e Iglesia bautista de la fe son sólo algunas.

Ahí mismo en la Roosevelt, que inicia en el Brooklyn-Queens Expressway y culmina en el bulevar del norte, a espaldas del Citi Field donde juegan los Mets de Nueva York, deambulan ya por las tardes los tarjeteros que reparten los teléfonos de contacto para promocionar el negocio de las familias mexicanas que se dedican al proxenetismo. Sobre la figura de una mujer en bikini, las tarjetas traen impreso el número telefónico de los choferes-socios que trasladan a las mujeres a las direcciones de quienes solicitan un “servicio”.

“Entrenada” por Francisco Meléndez Pérez, la Mojarra; por Rosalio Meléndez Rojas, el Guacho; por la hermana del primero llamada Guadalupe, e incluso por Fabiola, quien también le dio “consejos”, el 28 de octubre de 2010, a la edad de 14 años, tres días después de haber ingresado a los Estados Unidos, Delia cumplió su primer día como prostituta. Uno al que le decían Pinocho fue el chofer que la acompañó ese día a su “debut” en una casa de Staten Island, el quinto barrio neoyorquino. El conductor de la nariz grande fue de los que se atrevieron a trasladarla, ya que al inicio otros se negaban, pues la miraban muy joven y consideraban que les iba a traer problemas. Pinocho sabía cómo promoverla: “Traigo carne fresca”, les decía a sus clientes por teléfono, y entonces los pedidos comenzaban a caer. Delia recuerda mucho esa primera vez, pues su cliente, en los 15 minutos que amparaba su pago, buscó ensayar varias posiciones sexuales, y lo hizo con tanto empeño que el condón que usaron se rompió. Nerviosa y muy asustada, Delia llamó y le contó a Francisco el incidente, pero fue Rosalio quien le dio instrucciones: “Ve al baño y con un poco de agua mete tus dedos en la vagina y trata de lavarte”. Según él, de ese modo evitaría embarazase. Le aseguró que cuando llegara le tendrían algo listo para ayudarla, y lo que hicieron fue prepararle un té que usó como ducha vaginal y le pusieron un gel de aloe vera. “Estaba congelado y me quemó. Sentí horrible y olía fatal”, recuerda ella. Luego de ese “remedio”, por la noche tuvo que regresar a trabajar. Delia considera que las 20 personas que atendió en su primera jornada puede ser una cifra inexacta, aunque muy aproximada.

En los siguientes días su situación se “normalizó” con el control que ejercía la Mojarra, quien le insistía que debían pagar los 11 mil pesos que “les había cobrado el pollero que los cruzó a los Estados Unidos” y los llevó hasta Nueva York. Delia trabajaba doble turno, de las nueve de la mañana a las siete de la noche, y luego de las siete y media a las tres de la mañana. Lo hacía de lunes a domingo, promediando 30 clientes por turno. Comía, se bañaba y se maquillaba en el espacio de 30 minutos a una hora que le quedaba entre ambas jornadas, y dormía lo que podía en los autos mientras se trasladaba de un lugar a otro. Confesó que ganaba en promedio mil dólares diarios, y que la mitad se la quedaban los choferes. El abogado defensor de Francisco descubrió que, según las notas de Delia, no trabajaba todo el mes, sino “sólo” 23 días en promedio, lo cual significa que con un mes de trabajo habría sido capaz de reunir suficiente utilidad para pagarle al pollero si la cifra proporcionada por sus captores hubiera sido cierta.

El 24 de septiembre de 2022, dos semanas después de que los Meléndez Rojas habían sido sentenciados, la activista Lori Cohen, quien fungió como consultora legal de Delia en buena parte del proceso, ingresó una moción a la corte solicitando que se recalculara la restitución de 642 mil dólares que la jueza les ordenó pagar a los traficantes. Alegando que el tribunal subestimó la cantidad de meses que Delia fue objeto de trata, Cohen sugirió que se excluyeron “los gastos médicos de la indemnización y se malinterpretó el estándar aplicable”. En una carta que la propia víctima entregó a los investigadores aclaró que fue objeto de trata aproximadamente 42 meses: desde octubre de 2010 hasta que escapó en abril de 2014. Al detallar el cálculo, Delia estimó conservadoramente tres periodos para reflejar las ganancias brutas: entre octubre de 2010 y noviembre de 2011, suman 395 mil dólares; de diciembre de 2011 a mayo de 2012, 91 mil 500 dólares; y entre junio de 2012 y abril de 2014, un millón 176 mil 500 dólares; esto da un total de un millón 663 mil dólares.

El tribunal aceptó como razonables las cuentas hechas por Delia del número de hombres a los que se le exigió brindar servicios sexuales y la tarifa promedio que sus traficantes le exigieron cobrar por acto sexual durante los 42 meses en que fue traficada. Sin embargo, reclamó la abogada, “el monto ordenado [inicialmente] sólo representó los últimos 23 meses sin incluir los primeros 19 meses de su victimización”.4

Aunque la mayoría de los clientes que “contrataban” a Delia eran de Queens, Brooklyn, Long Island y Staten Island en Nueva York, también fue trasladada a los estados de Delaware, Connecticut, Nueva Jersey y Pensilvania, sobre todo a su capital Filadelfia, a dos horas en auto de la ciudad de Nueva York. En este último caso, Delia debía esperar a que “Gerardo” enviara el auto que la llevaría hacia allá. El conductor la hospedaría en su casa, donde dejaría su maleta, y desde ahí la repartiría a quienes habían manifestado interés. “Era como pedir comida para llevar a domicilio”, gruñó Delia al jurado de 12 ciudadanos (cinco de ellos, mujeres) que la escuchaban muy serios durante el juicio a los Meléndez Rojas. En el pequeño estado de Delaware, la labor era distinta: el “lugar de trabajo” era un tráiler viejo y muy pequeño, lleno además de agujeros por donde se colaba el frío y que era vigilado y administrado por dos sujetos, uno de ellos conocido como Cristian.

A los siete meses de haber llegado a los Estados Unidos para trabajar en la prostitución, obligada por quien se suponía que era su pareja, Delia cumplió 15 años. A falta de un festejo como se estila en su país, donde a las quinceañeras las visten de princesas y las ponen a ensayar un baile con chambelanes, por la mañana ella tuvo que atender a desconocidos que, por 15 minutos de sexo, le pagaban tarifas que iban de los 35 a los 50 dólares, según dictara el chofer. Por la tarde de ese día de trabajo, Francisco le compro un vestido que la hacía verse como una niña, medias de malla, zapatos elegantes y algunas flores. Para su “fiesta” su padrote le dio a beber alcohol y también le llevó un pastel. “No fue nada agradable, pero así pasé el día”, se lamenta.5

En diciembre de 2011, Francisco y su tío Rosalio viajaron a México y les encargaron a Delia y a Fabiola “el negocio”. Les dejaron la libreta con los números para que ellas llamaran a los choferes, de preferencia al Pinocho, cuya esposa además les vendía los condones o “chocolates” (como los nombraban entre ellos para “despistar”). A la semana debían cambiar de chofer, y podía ser Alex, el ecuatoriano que vivía en la calle 111, aunque para el área de Queens también solicitaban a Armando. Había uno más llamado Alejandro o el otro al que apodaban el Rifles. El área de Long Island la tenían en exclusiva Jairo o Mateo, según se lee en esa lista, y el Barbas, de prominente bigote, era quien la transportaba al viejo y gélido tráiler en Delaware.

“Yo creo que los choferes están coludidos en el caso”, dijo durante el juicio uno de los fiscales junto a la silla de la jueza a la que se acercaron a charlar también los defensores. Todos estuvieron de acuerdo con que esos que las llevaban eran parte medular de la empresa, pues tenían los contactos con los clientes, armaban las agendas, movían a las mujeres a los encuentros, las esperaban afuera y las llevaban a la siguiente cita. Sin embargo, y pese a que al final se llevaban la mitad de las ganancias por su labor, no se ha sabido que los incluyeran en alguna acusación.

Aprovechando la ausencia de sus explotadores, ese primer semestre de 2012, Delia dejó de trabajar dos turnos para evitar la noche donde invariablemente le tocaba atender borrachos. De cualquier modo, siguió destinando a México el dinero que ganaba para los beneficiarios, ya fuera Francisco o sus padres y abuelos, a quienes igualmente les caían depósitos vía Western Union u otras empresas donde no pedían identificación y en las que Delia podía anotar un nombre falso.

En el juicio a los miembros del clan Meléndez Rojas llevado a cabo durante la primera quincena del marzo de 2020 en la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York, tanto los fiscales como Michael Gold, defensor de Francisco y de sus tíos Rosalio Meléndez y Abel, le preguntaron a Delia por qué no aprovechó para huir cuando sus captores se encontraban a miles de kilómetros de distancia. Ella se defendió recordando que Francisco había ido a visitar a su familia, presuntamente para decirles que “todo iba muy bien”, pero la presencia de la hermana de ella en esa visita fue aprovechada por el proxeneta para amenazar con reclutar a la menor si Delia se negaba a trabajar. “No quería que mi hermana viniera a vivir lo que yo. No quería que nadie la lastimara como a mí”, murmuró.

A los cinco meses, y ya que hubo pasado el carnaval de febrero en Tenancingo, a donde acuden todos los proxenetas en el exilio, Rosalio y Francisco regresaron a Estados Unidos justo a tiempo para los 16 años de Delia, pero esta vez no hubo festejo, alcohol ni pastel. En lugar de eso, ella advirtió a un Francisco en plan bipolar que un día con violencia le ordenaba regresar a trabajar doble turno y al otro la llenaba de mimos o huecos “te amo” para luego abusar de ella sexual y psicológicamente con sexo anal o caprichosos insultos. En junio de 2011 Francisco cumplió 18 años de edad y ocho meses de explotar a Delia. Siendo un hombre joven llevado a las prácticas de un adulto criminal, en su candidez parecía de pronto flaquear en el control que tenía hacia ella. En esos momentos aparecía Rosalio, el tío que tenía 30 años y mucha más experiencia: “Si algún día decides escapar, por 50 mil pesos yo puedo contratar a un sicario que mate a toda tu familia, sin importar si hay niños o abuelos”, la amenazaba el Guacho cuando ella rogaba por su liberación.

Luego de ese verano de 2011, la Mojarra impuso la rutina de golpearla arbitrariamente. “En el verano de 2013, ya no quería estar con Francisco y le pedí ayuda a un cliente”, dijo ella en el juicio. “Pero en lugar de hablar a la policía, aquella persona les marcó, ya no supe si a Francisco o a Rosalio, así que cuando volví de trabajar Francisco me golpeó tan fuerte que al día siguiente no pude abrir la boca porque me dejó muy lastimada”. A causa de esa paliza, su mandíbula quedó con daño permanente que ha requerido constantes visitas al médico, lo cual motivó que su abogada Lori Cohen reclamara los “gastos médicos no incluidos” citados en la moción de febrero de 2022. Durante el juicio, Delia dijo en la sala de la jueza Allyne R. Ross: “Había ocasiones en que tiraba de mis pies mientras estaba sentada en la cama para que yo golpeara el suelo”, ya que, presumiblemente, de ese modo se adelantaba la llegada de su periodo. “¿Qué quieres decir con eso, Delia?”, atajó la fiscal. Entonces la testigo aclaró que, debido a la ingesta constante de píldoras anticonceptivas, en ocasiones cumplía meses sin experimentar su menstruación, así que Francisco azotaba su cadera contra el piso esperando que el ciclo menstrual apareciera. “Fue muy doloroso, me ardía la cintura y aunque buscaba detenerlo nunca lo logré”, agregó, contrariada. Por eso, entre sus contactos telefónicos, se encontraba don Max, un “médico de huesos” al que acudió más de una vez cuando su cuerpo era un tormento, ya fuera por las ocasiones que los clientes la golpeaban o cuando la Mojarra la azotaba. “Había veces que tenía mucho dolor en mis caderas”, se quejó una triste Delia.

Debido a lo desgarrador de su historia, el caso de Delia se volvió a tal grado emblemático entre las víctimas de abuso sexual que incluso el senador republicano de Carolina del Sur, Lindsey Graham, la invitó al Congreso de Estados Unidos a dar su testimonio. Pero, aunque la víctima mexicana aceptó en el interrogatorio del abogado Michael Gold que, efectivamente, la habían invitado a contar su historia ante el Comité Judicial del Senado de Estados Unidos, ella finalmente les manifestó que “no podía hacerlo”.

Al verla declarar, y sin ser un experto, es obvio que Delia sufre de estrés postraumático, y haber abandonado de manera apresurada la sala donde se celebraban las audiencias mientras el abogado defensor la interrogaba fue una muestra de ello.

—¿Qué te sucedió? —le preguntó la jueza Ross cuando ella volvió.

—Lo siento, no podía respirar, necesitaba tomar aire fresco, a veces cuando bebo agua eso me sucede, por eso escapé —respondió la testigo a la cual se le notaban de lejos los estragos de la lesión en su mandíbula.

A las sesiones en la Cámara de Representantes, ante el Subcomité Judicial sobre Crimen, Terrorismo, Seguridad Nacional e Investigaciones, en la audiencia sobre la Ley de Derechos de los Sobrevivientes de Agresión Sexual en el Senado estadounidense, sí acudió la act

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