La revolución del fin del mundo

Juan Miguel Zunzunegui

Fragmento

cap-1

EN LA REVOLUCIÓN DE DIOS

La historia nos llevó hasta Roma, uno de tantos imperios que ha determinado el rumbo de la humanidad. Cada imperio ha nacido, ha llegado a su gloria y se ha enfrentado a su decadencia y muerte.

Pero nada muere en realidad en la existencia o en la historia, cada imperio es resultado de procesos, sincretismos, fusiones de culturas e ideas anteriores, cada uno toma su correspondiente cúmulo de pasado, lo adopta, lo adapta, lo transforma; y así, al caer el imperio, deja su propia impronta, su sello que influenciará en lo que esté por venir.

En la historia como en la física, tal y como nos dijo Einstein, nada se destruye, sólo se transforma. Y nada podría ser lo que es sin cada detalle del cúmulo de pasado que lo precede. Roma no habría sido lo que fue sin la cultura griega, que a su vez fue forjada en gran medida por su contacto con lo egipcio y su guerra con lo persa.

Nada es independiente en la historia. Lo persa fue lo que fue, a causa de su invasión a lo indio, a la cultura védica; y lo egipcio nunca dejó de interactuar con lo mesopotámico, que a su vez recibió la influencia de lo persa y por añadidura de lo indio. Mucho más que una línea recta, la historia es una gran telaraña cósmica, como la red de Indra descrita por la cultura védica, donde todo es tan interdependiente que no queda más que aceptar que todo es lo mismo.

Todos los imperios, desde el origen de la civilización hasta Roma, no habrían sido posibles sin una estructura jurídica, religiosa y mitológica que no habría sido posible sin la escritura, que a la vez habría sido imposible sin un orden social y un esquema de jerarquías, que fue resultado de las necesidades derivadas de descubrir y desarrollar la agricultura, cosa que no habríamos logrado sin nuestro pensamiento abstracto y creatividad, que se desarrollaron en algún punto de nuestra migración para poblar el mundo, pero que son en realidad un absoluto misterio.

Roma fue creciendo, como ciudad, monarquía, república e imperio, en lo que en aquellos tiempos era el rincón más alejado del mundo conocido: Europa Occidental. La civilización nació en el Medio Oriente y de ahí se fue extendiendo por milenios a lo largo de una gran franja de la civilización que abarca del Mediterráneo oriental a la lejana China.

En ese mundo, evidentemente el centro era lo que hoy llamamos Medio Oriente, el punto del globo donde con el tiempo confluyeron todas las culturas, donde se conocieron casi todas las mitologías, se fusionaron las cosmovisiones, y con el paso del tiempo, nacieron las religiones monoteístas.

A partir de la era Axial (volumen 3: La revolución axial), la humanidad comenzó a forjar una segunda generación de imperios, como Persia, como el de Alejandro, como Roma. Nuestra creatividad nos hizo descubrir más y mejores formas de transformar el ambiente y generar riqueza, lo cual permitió imperios más prósperos y poderosos, con mayor necesidad de control y por lo tanto con poderes más centralizados.

Esa realidad económica y política hizo que en el campo de lo religioso se fuera transitando al monoteísmo. Muchos dioses implican división de poder entre varias castas sacerdotales, y cultos libres permiten al individuo buscar sus propios caminos. Un solo Dios, con un solo cuerpo dogmático, con un solo corpus de leyes, y un solo representante, es la mejor forma que encontraron las elites de la humanidad para consolidar el poder.

Esa fue la historia de Roma, una civilización que nació, creció y se desarrolló en un ambiente plural, pagano y politeísta, fusión de oriente y occidente, y que conforme se fue convirtiendo en imperio fue promoviendo y privilegiando los cultos solares, hasta fundir todas las religiones en una sola; el Sol Invicto, cuyo Pontifex Maximus era el emperador.

Uno de esos emperadores, Constantino, sincretizó todo lo anterior en el cristianismo, y en el año 325 convocó en la ciudad de Nicea, el concilio en el que nació la Iglesia Católica, una institución que, con Jesús y Dios como pretexto, se convirtió en la última gran estructura depositaria del poder romano, y desde luego, en su gran herencia. El imperio no murió, sobrevivió y sobrevive en forma de su religión y su Iglesia.

Los años se cuentan antes y después de Cristo porque ese es el calendario europeo, y Europa conquistó el mundo. Bien se podría contar como antes y después de Roma; la frontera de la historia donde lo occidental comenzó a despertar, a crecer, y lentamente imponerse sobre lo oriental, por lo menos en términos de conquista y de dominio.

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