“¿Quién vive la otra mitad de nuestra vida? ¿Lo saben ustedes? Por qué no me responden…”
Acodado en el balcón, deja ver el hombre tras de sí el insaciable cielo de ceniza que se ensancha sobre la piel de la ciudad. “Ella es un cadáver y yo aquí sigo respirando. ¿Entienden lo que pasa? No hay vuelta atrás: la maté con mis manos…”
Sonriendo, fija la mirada en sus padres como si quisiera, con esa oscura caricia, desafiarlos a la osadía del castigo. “Ha de haber en otro lado del mundo alguien con mi cara, con mis manos, viviendo al lado de ella, pero sin estos barrancos que me llenan los sesos de reptiles, de oscurana.”
Las ojeras y los cachetes hundidos lo hacen parecer enfermo, como si llevara días sin dormir. La piel reseca en la nariz y en las sienes deja ver mínimas ronchas enrojecidas.
Y los ojos de lobo ingenuo le brillan turbios, robustos.
No deja de sonreír.
Su madre está muda. Deja caer la espalda en el marco de la puerta que lleva de la sala al balcón. Luce la expresión vacía de quien se ve robada de la luz que desde siempre vive en los ojos, esa que, una vez se pierde, no retorna. Su hijo —piensa— ¿pudo hacer eso? Quiere soltar el llanto; no puede. Se le hunde en el pecho un clavo de lumbre fría al no poder negar la solidez que tiene la sospecha: aquel mocoso que vino de sí al mundo hace treinta y dos años y once meses claro que habría sido capaz de matar a quien amaba.
Ella recibió la llamada telefónica —¿cuándo fue?— hace dos días, tres días: “No hallamos a tu hijo”, escuchó, “no hallamos a Nadine tampoco”. Ella hubo de tomar el vuelo para volver a esta misma ciudad en que vivió tantos años, donde crio a ese hijo malsano que hoy sonríe. “Ya dio señales de vida ese cabrón”, le hubo de avisar esa mañana muy temprano el exmarido por teléfono: “quiere vernos a las doce. Ve tú a saber en qué bronca andará metido…”
“Quería verlos para contarles todo”, vuelve a hablar el muchacho. “Que no lo supieran por alguien más. Me iré a otro país, a ver adónde…”
“No, mijo. Tienes que entregarte.” Despacio dice el hombre la última palabra. Sigue erguido contra la pared al lado de la puerta, la mano apoyada en el respaldo de la silla de mimbre.
La madre cierra los ojos y busca imaginar el departamento en que vivió su hijo con Nadine. Ella no conoció nunca ese sitio. Ahora lo ve ahorcarla, lo ve golpear el cuerpo de Nadine, lo ve acostado en la sala de quizá muebles rústicos de caoba al lado del cadáver de aquella mujer esbelta y de piel lívida. Nunca supo esa pobre mujer con quién vivía realmente… Esos golpes, ese afán de romper el cuerpo que se ama —¿cómo podía ella misma, la madre, no saberlo?—, venían de aquella honda llaga en el ser de su hijo desde hacía muchos años.
“Ni te hagas ilusiones, apá.” Él sigue sonriendo. “No. De veras, no.”
Una semana. ¿Una semana estuvo al lado de Nadine ya muerta, de esa mujer con quien vivió cinco años? ¿Una semana viendo qué, sintiendo qué? ¿En qué abismo estuvo su mente oscurecida? ¿Su alma qué hizo? ¿Adónde viajó el arisco animal de su miedo? Recordó en ese instante aquella vez en que, a los cinco años, su hijo despertó de una pesadilla y, empapado en sudor, fue corriendo hacia el cuarto de ellos, sus papás, a contarles: había soñado que le clavaba en el cuello a su madre unas tijeras.
“Has estado internado”, habla de nuevo el padre, sin levantar la voz, “has seguido tratamientos más de una vez y tomarán eso en cuenta, no pisarás la cárcel… Tienes expediente médico, te enviarán a un hospital. Yo conozco gente, abogados, yo pagaré, yo veré todo…”
La madre pone la mano derecha en el hombro de su exmarido. Querría pedirle que no hable mucho. Que hable con otro tono, con palabras no de realidad ni de juzgados. Que le diga: Te esconderemos, hijo. O mejor aún: Haremos que el tiempo vuelva a aquellos días en que sólo eras un chamaquillo que batallaba para dormirse en la noche…
“No hay nada que resolver, jefazo”, dice el muchacho en voz baja. Se mira la punta del zapato izquierdo, mueve la cabeza a los lados.
Se da media vuelta; pone los brazos sobre el barandal; yergue el cuerpo igual que si retara la ceguera plomiza del cielo, ese vago existir de luz que semeja de pronto un paisaje de agua visto en sueños. Baja la vista y allá, luego de diez pisos, ve sobre la tierra el parque arbolado, una manzana entera de fuentes y fresnos, de hules y ahuehuetes: ahí solía su madre llevarlo a jugar cuando era niño al lado del Rodolfo, su hermano mayor. Aquí en estos rumbos vivió de muy pequeño, cuando sus padres estaban juntos, en ese ayer sin carne que por sí solo apenas recuerda. Es como si todo esto que ahora ve fuera un país fantasmal y extranjero, el más allá de cielos contaminados por la sangre de Nadine vuelta ceniza en que él por vez primera anda vagando: todo aquí es rescoldo.
Sus ojos dejan los árboles y se fijan en la calle y los autos que pasan; ahí están la acera y el asfalto con la dureza de una estéril caricia.
“Yo te acompaño a entregarte.”
“No me hables más de abogados, pa. No en un día como éste. ¿Sabré algún día dónde quedó todo ese tiempo que me ha pasado por la espalda? ¿Quién vivió por mí lo que siempre estuvo cerca y nunca pude conocer? Alguien igual que yo se robó la mitad de mi vida, él sí vive con Nadine…”
Gira el rostro buscando la mirada materna, le dirige un guiño al que ella sin más responde con alentada sonrisa.
Luego el hijo lanza cabeza y cuerpo hacia delante y de súbito la tierra lo llama con fiereza y el aire se endurece; el cuerpo vuela en medio del aire encarnizado hacia una turbulencia quién sabe si falsa o salvadora, escucha los gritos de aire pétreo de sus padres.
Escucha el desgarrarse en la voz de la mujer que diez pisos arriba se sostiene del barandal mientras ve cómo el cuerpo de su hijo es colocado sobre la acera por la mano de viento de un ángel sin piedad.
1
Desde niño le gustó el teatro. Yo lo traía y llevaba conmigo a los ensayos, se aprendía los parlamentos que iba escuchando aunque no entendiera qué querían decir. Corría, pegaba brincos; jugaba luchitas o a las vencidas con actores y tramoyistas, a las actrices les sonreía en el escenario. Acataba —sin respingar y poniendo cara seria— las restricciones del director, se aprendió muy pronto la jerga técnica.
Debutó en una obra a los once años. Al final del estreno se le veía el rostro luminoso: parecían sus ojos pequeñitos traer la llama independiente de un animal bisoño que —no sabíamos entonces— habría de terminar esparciendo en todo su cuerpo el ansia de hoguera y de vacío.
Yo no nací para el escenario; lo supe pronto. El pánico antes de cada función me hacía trizas el nervio de la calma. Fui por eso asistente de no sé qué cantidad de montajes y, sobre todo, conocí muy pronto la pasión de dar clases. No he dejado el aula.
Él traía el llamado de la actuación. Por eso aprendió a rehuirlo. “No, de veras. No quiero ir a los ensayos, jefa”, me decía cada que yo buscaba llevarlo de nuevo al grupo, durante los años de la secundaria, cuando fuimos descubriendo su mal. ¿Qué le ocurría? Ni deseaba siquiera ver montajes. Un tiempo le atrajo la química, a raíz de un experimento que le dejaron en la escuela: con una solución de agua y sal vertida en dos vasos y un hilo de algodón creó cristales al modo de estalagmitas caseras. Se puso a leer manuales y probó otros experimentos; fue sin embargo un interés efímero. Se aficionó a leer novelas y obras de historia. Hablaba de Raskólnikov y de la joven prostituta que le lee el pasaje de la resurrección de Lázaro en el Evangelio de Juan, de Fabrizio del Dongo encerrado en una torre mientras se enamora de la hija de su agrio vigilante, o de Heathcliff al volver quién sabe de qué tierras esclavizadas con el fin de adueñarse de los páramos de Yorkshire para entrar de nuevo en el corazón de hoguera de la única mujer que había amado. Todo lo refería igual que si conociera a los personajes de carne y hueso, con la fiebre y los ojos de adolescente que no se sacia en la heredad sin fin del asombro. Devoraba también libros en torno de los cátaros y las guerras de religión; hubo una racha en que no paraba de leer y de hablar sobre la guerra del Peloponeso, Cartago, Alejandro Magno, Julio César, Marco Antonio.
Fueron tiempos en que él y yo charlábamos a todas horas, íbamos para acá y para allá, lo mismo al tianguis que a las librerías. Y nos apapachábamos sin buscar excusas. Una vez le dije lo que el yogui a quien seguí me había instruido: que todo ser humano necesita dar y recibir dieciocho abrazos al día para evitar derrumbarse. Y él no se quedaba nunca con el amor por dentro: decía te quiero mucho, amá, sin que le temblara la voz y mientras me oprimía salvaje con los tensos brazos.
Hicimos el viaje al Tíbet cuando él tenía diecisiete. Fue en septiembre y octubre. Desde que aterrizamos en Nueva Delhi y a como íbamos subiendo de Katmandú hacia Lhasa en aquel autobús destartalado de tiempos de la Segunda Guerra yo tuve el descubrimiento de una lógica integral, intuitiva, de muchas dimensiones, en la que cuanto decían las palabras no concordaba con el tejido de lo que mi hijo y yo veíamos, olíamos, sentíamos. Y después, al ingresar al Potala y caminar por donde caminaron los dalái lamas, me creí en el ombligo del mundo, en la morada del Ser Absoluto. Mi cuerpo había sido hasta entonces un instrumento cuyas cuerdas no había sabido pulsar. Viví ese instante en que la visión interior coincide con la realidad externa, el punto donde la iluminación surge.
Un año me tomó procesar lo que viví allá, en cambio mi hijo desde el regreso parecía haber madurado de súbito. La voz grave ahora salía a cuentagotas, haciéndole una reverencia al silencio. Tenía en los ojos una nueva oscurana, más condensada y seria: no sabías qué era más negro, si la pupila o el iris.
Sin decirme nada, como si quisiera darme la sorpresa, se inscribió no en la carrera de Letras sino en la de Teatro.
¿Ahí se firmó el desastre? ¿Fue todo mi culpa? Pues me tocó tenerlo como alumno un semestre. Al menor dislate yo lo reprendía frente al grupo, lo tachaba, le exigía; no le dejaba pasar ni una sola. No seas chillón —le dije esa vez que se enojó por mis palabras—, este gremio está lleno de mediocres; eres mi hijo ¿y quieres que sin meter las manos deje que te vuelvas un farsante?
Se alejó de mí.
Le ayudó su padre a rentar un departamentito allá por Tlalpan, lejos, en el húmedo sur de la ciudad. Desde antes de acabar la carrera fue abriéndose camino con algún director y alguna compañía para aparecer en una obra, luego en otra. Yo iba a sus estrenos aunque no me invitara. Se había enamorado de la Alma Delia. Hacían linda pareja, no te mentiré. Eran jóvenes, frescos, audaces, los dos amaban el teatro.
En algún momento dejé la Ciudad de México y me volví, luego de más de veinte años, a mi tierra acá en el valle, a sus pesados calores y sus calles sin fresnos ni sauces donde arden, broncos, todos los soles del sol. Ya llevaba rato divorciada, mis amores iban y venían en medio de pasiones abrasadoras pero breves. Nada, salvo mi hijo, me unía a esa ciudad gigante que tanto me deshizo y me deslumbró en mi juventud durante los años sesenta. En cambio, acá en el valle mis papás estaban viejos y llenos de achaques y quejumbres; quise volver a mi tierra para cuidarlos antes de que se marcharan.
Él se quedó en la capital. La Alma Delia y él llevaban tres o cuatro años juntos cuando terminaron.
Al paso de pocos meses alguien me dijo: “Tu muchacho ya volvió a enamorarse”.
Vivió varios años con esa mujer. Nadine. No se perdían las muestras de cine en la Cineteca; se les veía, según supe, muy seguido en los cocteles de aspirantes a intelectuales y artistas en Coyoacán, en la Condesa o en la colonia Roma, iban a museos, tomaban la mochila y puebleaban por Michoacán, por Oaxaca o por Chiapas comprando artesanías, probaban cuanto platillo se les pusiera enfrente. Iban a todos lados juntos. ¿Sabes qué tengo claro? Que él quería fundirse en ella, estrecharla visceralmente con sus tensos brazos. No perderla nunca. Ser uno solo con Nadine.
Y el primer día del febrero más gris, la mató.
Luego se lanzó al vacío, frente a mis ojos, frente a los ojos de su padre.
Así empezó el año 2000.
No pude más. Renuncié a mis clases de teatro, vendí la casa que fue de mis papás e hice el testamento. Dejé todo y me fui a morir a Portugal.
En el infierno del propio corazón
2
Su madre había venido por ella. Caminaron tomadas de la mano hasta que en la esquina encontraron al hombre. Alto y flaco, de cara angulosa y facciones duras, traía la gorra gris que le echaba en los ojos una sucia sombra.
—¿Y tú por qué viniste a recogerla? —dijo el padre.
—¿No te acuerdas que este fin se queda conmigo, descerebrado?
La niña se llevó a los ojos la mano derecha. El nuevo ciclo de clases tenía poco de haber iniciado. Ella veía otra vez ese caer de rocas, la misma gritería de sus padres que llevaba años aturdiéndola. Habría querido tapiarse los oídos cuando del brazo la jaló su madre. Las voces de una y otro arreciaban en su estrépito de bestias que combaten.
—¡A mí me toca hoy, hija de tu rechingada! ¡Es viernes, no trabajo!
—¡Me valen cuacha tus horarios! ¿Ya ni sabes en qué acuerdo quedamos, pedazo de estúpido?
Ella conocía bien el sentido de todas sus palabras. Groserías así escuchaba en el patio de la escuela; bastaba que salieran de labios de su padre y de su madre para que el cielo en torno suyo se quebrara en mil añicos y en vez de palabras le llegasen rechinidos, esquirlas, golpes secos: esa estridencia la hacía sentirse a la intemperie, perdida en lo profundo de la tundra feroz que, desde el núcleo de la calurosa ciudad, sólo para ella existiría.
Apenas hubo la mujer jalado a la niña en dirección del auto, el hombre se acercó e hizo el intento de arrancar la mano materna del brazo de la hija.
—¡Ella no es de tu propiedad! —recibió la bofetada—. ¡Voy a echarte una patrulla y te meterán una chinga!
El hombre trastabilló. Luego de abrir la puerta trasera, ella empujó a la niña hacia el interior.
Mientras la mujer, corriendo, rodeaba el carro y luego se sentaba al volante, la niña vio a su padre sobre la acera: la boca se abría y cerraba en medio de la cara que se ponía cada vez más enrojecida. ¿Y si de veras él llegaba a golpearlas? Luego de acercarse a la puerta del copiloto, el padre metió el brazo y quitó el seguro de la puerta trasera.
La abrió. Inclinándose, abrazó a la niña.
—¡Suéltala, desgraciado!
—¿Qué te crees, pinche perra? ¡También es mi hija!
—¡Pues no volverás a verla nunca!
Sentada ante el manubrio, la Rubí tiene el brazo derecho extendido hacia el asiento trasero. Le pega en el omóplato al hombre que, de pie en la acera, ha llevado la mitad del cuerpo hacia el interior del auto y cubre a la niña con los brazos.
La hija llora, las manos tensas sobre el pecho. Desea hundirse en el cuero del asiento; esfumarse sin más para huir de los coágulos de plomo que siente en el aire al respirar. Le duele mucho la cabeza, un escalofrío de hiel corre por sus vértebras…
Cuando se percata de las cosas, para el Arsenio ya es tarde. Por detrás dos hombres jóvenes lo jalan, a gritos lo acusa la Rubí de querer robarle a la hijita; aunque él farfulla pérense, locos, yo no me estoy robando a nadie, los desconocidos le dan de empellones contra la pared, uno de ellos le pega con la rodilla en los testículos y en tanto él se va doblando y cae al suelo recibe una patada en las costillas.
Los muchachos se calman al ver que la niña ha salido del auto gritando ¡no le peguen a mi papi! Se agacha extendiendo los brazos, llora y lo besa en el cabello. Él aprieta los músculos faciales, se frota con las manos el tobillo izquierdo.
—Esto lo tienen que resolver con el juez, señora —dice con voz de riña uno de los jóvenes, antes de seguir su andar por la banqueta.
—Ya, Irlanda. Sí se volverán a ver… Vámonos, vente. No le pasó nada. Sólo se está haciendo…
La mujer hace que los brazos de la niña suelten el cuerpo del padre.
3
—Quiero matarla, ¿entiendes?
Salió una sonrisa de la cara huesuda.
—Y quiero que tú me ayudes.
La Janet se le quedó mirando de rostro ladeado. La inquietaba esa sonrisa de diablo tímido, tan contraria al ardimiento que escupían sus palabras.
—No digas esas cosas… Hasta parece que hablas en serio.
—¡Es en serio! Le haríamos un bien a la niña…
—¿Para eso me buscaste? —bajó la voz, acercándole el rostro al tiempo que las mejillas se le llenaban de rubor sanguíneo—. ¡Cómo se te ocurre!
Los codos sobre la mesa, el hombre le guiñó el ojo izquierdo. En los labios tan delgados, en los hondos ojos y pestañas chinas lucía el aire de placidez que a ella le causaba repulsa. Él movió a la derecha el vaso ya vacío de jugo de naranja y extendió las manos para tomar las de la joven, quien las retrajo hacia el abdomen en tanto la invadía, al modo de un manso contrapeso, el olor vigorizante del café recién molido. Jaló el aire con avidez: las células del cuerpo parecían alegrarse.
—Lo he planeado todo.
—¡No estás bien de la cabeza!
—Nadie sabrá que fuimos nosotros. Y así nos quedamos con la niña, nos vamos a vivir al puerto los tres juntos…
Vino de la barra el grito, luego el ruido de tazas al pegar contra el suelo: dos jóvenes meseras habían chocado. La que veía la Janet de frente era de piel blanca y llevaba el cabello castaño recogido en un chongo; traía en las manos una charola que ahora pendía vertical. Arrugaba en silencio los ojos como si gotas de sucia lluvia le cayeran en el rostro. De la otra se veía el perfil moreno; doblada levemente sobre sí aullaba de dolor, irguió la cabeza y abriendo mucho la boca gritó me quemaste las manos, ¡si serás estúpida!
—¡Tú te me cruzaste, india patarrajada!
El hombre robusto y de patillas dejó la caja y se colocó entre las dos mujeres. Encorvado le hablaba a la primera, le ponía la mano sobre el hombro. Condujo a la joven herida hacia el interior. De la calle entró un viento caliente en el protegido entorno de frescura del aire acondicionado.
—¡Ya mejor me voy, guapetonas! —gritó el anciano vestido de guayabera blanca al momento de abrir la puerta de la cafetería—. Se ve que las pongo nerviositas —señaló con el índice a la mesera de chongo mientras, sonriente, le cerraba un ojo.
—Tú y yo, mija —dijo el Arsenio—, vamos a envejecer juntos. Ya verás.
La Janet le evadió la mirada. En silencio, veía el póster de la pared. Era la fotografía en blanco y negro de un hombre de bombín, bigote, bastón y corbata de moño que le compraba flores a una mujer esbelta de chaqueta oscura y falda gris. Sentada contra una reja, ella iba extendiendo las manos como para entregar de cambio unas monedas.
—Deja paso al baño —dijo el Arsenio—, cuando vuelva quiero que me des el sí —y llevó el índice a la mejilla de la Janet en caricia que no se decidía a ser amenaza.
Ella apretó los puños, veía la espalda alejarse.
Tenía veinticuatro cuando lo conoció en el diario, allá por el año 2004. Al término de la carrera ella había sido reclutada para sus prácticas profesionales. Él le sacaba plática, al principio lucía un aire de cautela o casual desinterés si lo comparabas con la ansiosa lujuria que se veía en el acoso de editores y reporteros. Al tiempo, él la fue invitando a salir a comer, a cenar, a ir al cine; le regalaba discos, algún libro de Leñero, Gore Vidal, Kapuściński, le corregía sus notas dejando ver el tono de maestro displicente muy poco emocionado ante los errores ingenuos de la discípula por quien a pesar de todo sigues apostando.
El amor de él lo sintió ella en aquellos tiempos del principio algo similar a una combustión sincera, a menudo incómoda por egoísta pero sincera a fin de cuentas como lo es el temple de quienes no fueron felices en su infancia ni en su juventud y ahora le exigen al mundo la compensación urgente y definitiva: en su egoísmo cabía ella, cabía también, al parecer, la hija.
Y un día dejó el bato a su esposa.
Vivieron los dos amantes cuatro meses casi fundidos uno en el otro, viéndose todos los días, durmiendo juntos casi a diario, se hablaban ya con la viva pericia de quienes dan por sentado el sonreírse, el sudar y el besarse, un guiño impensado, la fluidez y la ternura de palabras que en todo el mundo sólo ellos se decían con acepciones tan exclusivas y tan ciertas.
Pero un día la hijita del Arsenio corrió por las escaleras del colegio, puso el pie sobre una envoltura de plástico embarrada de chamoy y después vio la ahuesada blancura del mosaico que venía veloz hacia su sien derecha. Fue llevada al hospital. Además de los puntos en la ceja y el pómulo, hubo que ponerle una férula en el brazo fracturado. Y entre la blandura y el remordimiento, cortó el Arsenio con la Janet y volvió con su esposa. Qué humillación fue aquélla. Él sólo la había usado a la manera de un entretenimiento pasajero mientras se decidía a volver, mientras se le volvía a prender el deseo por aquel cuerpo flaco y de nalgas planas del que en sus conversaciones con la Janet se había tanto burlado.
Así pasaron dos años y medio, sin saber nada uno del otro.
Hacía pocos meses, en el verano de este 2007, el hombre la buscó de nuevo. La Janet salió de la cabina en la estación de radio donde ahora trabajaba apenas vio en el celular el número telefónico. Quiso colgarle luego luego. Fue aquella tarde en que enseñaba a los chamacos del servicio social ejercicios de vocalización. Salió al pasillo con el celular pegado a la oreja. Se había vuelto —dijo él— a separar. Ya no vuelvo con esa desgraciada. Ella se quedó en silencio cuando él hubo acabado. Después del silencio dijo el hombre una palabra. Ella sonrió, cerrando los ojos. Le dio una respuesta, volvió a la cabina. Poco a poco se fue sintiendo impaciente, como si hubiera cometido una vileza dulce contra sí misma.
Regañó a una de las jóvenes que se había equivocado otra vez con sus ejercicios. Sintió seca la garganta.
Sentado en cuclillas a la derecha de la joven, a su regreso del baño, el hombre cubrió con el brazo izquierdo el respaldo de la silla.
—Dime que sí. Mira: que tu hermana le hable al matón aquel. Yo te doy los cinco mil pesos que cobra. Y todos van a pensar que fue una muerte más, una muerte cualquiera… Asalto a mano armada cerca de escuela primaria a la hora de recoger a la niña. Y ya —le tomó la mano derecha, se la acarició. A la joven le fue llegando un olor seco a orina que la hizo mover la cabeza hacia atrás.
—Se te botó la canica, mijo… De veras, contigo no se puede.
Meses antes de sufrir el accidente que le habría de quitar la vida, el Epifanio, padre de la Janet, iba manejando el taxi a dos cuadras del malecón, allá en el puerto. Era un día soleado de febrero del año 2000. La Janet tenía poco de haberse venido a vivir al valle de Colhuacan. En la esquina su padre vio corriendo a un hombre con manchas de sangre en la camisa.
“¡Súbete, Mochomo!”, gritó el Epifanio apenas lo hubo reconocido por el rostro bien afeitado y los hombros de estibador. Era un vecino de la cuadra. Salió el conductor del rumbo acelerando y escondió al pasajero en su casa, le llevó a un estudiante de medicina que le puso inyecciones de antibióticos. A los dos días condujo el Epifanio varias horas por carretera hasta llegar a aquella casa en Sanalona; ahí el Mochomo era esperado por gente de su familia. A las pocas semanas se corrió el rumor de que el Mochomo ya estaba de vuelta en el puerto; un día fueron encontrados, colgando de un puente, los cadáveres de dos judiciales, antiguos aliados suyos que se habían pasado al bando del Viceroy en el ataque de febrero.
Meses después, luego del choque en el taxi por el que muriera el propio Epifanio, visitó el Mochomo a la hermana mayor de la Janet en el velorio y le dijo tu jefe está hecho de otra pasta… Si algún fulano te falta al respeto, con cinco mil yo te consigo quien lo mande al otro barrio…
—Escúchame bien —la trae de vuelta al presente la voz de astilla del Arsenio—: el matón que designe el tal Mochomo se viene para acá, cumple el encargo de mandar a esa pendeja al otro barrio y luego luego agarra la autopista de vuelta al puerto. Ni quien se ponga a investigar nada… Ni el Mochomo mismo sabrá que tú le pediste a tu hermana el favor… Ahí en el periódico yo estaré al tanto de lo que se sepa o no se sepa. Tengo amigos en el Ministerio Público. Todo está muy pensado, ándale…
Se le aceleró el pulso. Tuvo un recuerdo. Ella trabajaba en el hotel frente a la playa, el Arsenio también pero con esa ladrona sonrisa de siempre le decía están a punto de correrme. Para salvarse le pedía firmar el documento donde ella aceptaba haber recibido treinta y cinco mil pesos del proveedor de mariscos, te los repongo el viernes, no tendrás ningún problema. Ella firmaba el papel sintiéndose en peligro.
Él desaparece. Ella se volvía una apestada, la corrían, y años después volvía al mismo hotel. Para entonces cargaba con dos hijos pequeños, sentía el dolor punzante en el bajo vientre, tenía miedo de cagarse en la ropa, entraba corriendo a los sanitarios mientras el altavoz anunciaba su nombre completo y la señalaba deudora de treinta y cinco mil pesos más intereses, afligida se bajaba el pantalón de mezclilla y las bragas, ya en el excusado veía las piernas de dos guardias entrar voceando su nombre; el concentrado olor de la cañería le golpeaba en la nariz y un hilo aguado de mierda bajaba por sus piernas.
Eso había soñado el otro día.
El olor del café recién molido volvía a entrarle con el ímpetu de una ráfaga de lucidez. A como el Arsenio se ponía de pie dejando salir un resoplido, ella agitó la mano y al obtener la atención del hombre robusto en la caja hizo como si escribiera en el aire. Cuando se percató el Arsenio de su propósito, ella le sostuvo la mirada.
El corazón le latía con la zozobra tierna de un perro asustado.
—No me busques más nunca, mijo… Por favor.
Él fue tomando asiento frente a ella. Empezó a balbucear, tropezándose con cada palabra en medio de una expresión de herido orgullo y desconcierto.
—Si me vuelves a buscar —la voz era firme—, tu hija sabrá quién eres. Sabrá lo que me acabas de pedir…
El hombre la siguió hasta la banqueta, era una broma, cómo crees. Le hablaba con susurros y fingiendo liviandad trató de acariciarle el hombro, yo sería incapaz de esas cosas, quería ver cómo reaccionabas… A cada palabra suya más sentía la Janet una bola de calor movérsele y crecerle desde el pecho hacia la garganta. Avanzó sin voltear a verlo; al llegar a su auto él simplemente se detuvo. Soltó un suspiro.
Ella encendió el motor y sin más emprendió la marcha.
4
En la puerta del café la mesera del chongo, de ceja derecha levantada, agitó el papel de la cuenta; él respondió moviendo la cabeza de arriba abajo. Ya voy, qué la chingada.
Tomó asiento ante la mesa. Lo esperaba la tacita blanca del expreso, una capa blanca de espuma. Llamó a la mesera:
—No lo pedí cortado —empujó la taza—. Llévese esta chingadera.
Puso un billete de doscientos pesos en la charola.
Le resonaban los oídos. Tendría que ponerse de pie, salir a la calle y volver al diario. Pero querría gritarle a todo mundo que se fueran, que lo dejaran solo. La sangre le corría espoleada por la rabia, y ahí estaba él detenido: mudo y domado, vencido por el miedo.
¡Cómo se atrevía a amenazarlo! Que ni se le ocurriera acercarse a su hija.
¿Quería matar a la Rubí? Tal vez dijo eso para espantar a la Janet; para alejarla. ¡Absurdo! De hecho la deseaba, y con furor. Esa fragancia a peonias blancas de la piel tan joven le saltaba a los sentidos incluso ahora, en este instante, como si ella siguiera ahí a su lado. Le dolían los huevos sólo de pensarla cogiendo con otros güeyes durante esos dos años y medio que se separaron; ahora que habían vuelto desde hacía meses bien se pudo percatar, por la distancia que ella desplegaba en sus gestos, por el dejo hasta irónico con que lo oía hablar de su trabajo en el periódico o sobre el avance del proceso de divorcio, que ya ella no…, pues no, seamos francos. Sólo había vuelto con él por pasar el rato, sin ilusiones ni falsos compromisos.
Pero ese amor sí existió antes. Fue un animal gozoso y apasionado, también ingenuo y torpe. Él no se había clavado nunca con ninguna morra de este modo enfermizo, ni siquiera la primera vez, al iniciar la carrera, cuando tenía dieciocho. Había sido ahora un pensamiento de carne obsesiva, un estar fijo y tenso con el ser de ella por dentro de su ser todo el día todos los días, el violento flujo cuyas aguas de color de ojo de tigre nunca decrecían, ni con el paso de los meses ni con la natural llegada a la tibieza de la costumbre. Él le llevaba ocho años…, una barbaridad, el exceso con que ningún amor a esas edades podía sobrevivir.
Cuando la Janet y él se volvieron amantes —en 2004, tres años atrás—, el Arsenio dejó a su esposa. Le dijo ese día: Quiero que nos separemos.
La Rubí le pegó en el hombro, entiesó la cara, se llevó la mano a la boca y se le quedó viendo con los gestos de incomprensión y de amor propio aturdido que hay en quien desea convencerse de que acaba de escuchar una mala broma, una broma insensible ante la que no sabes si reírte, enojarte, o qué. Y él hablaba en serio. ¿Había otra persona en su vida?
Él decía que no; cómo creerle…
“Entonces, ¿por qué te quieres ir, Pollito Frito? Debe haber una razón.” Ella no sabía si sostener el puente de ternura con el uso de los apodos que se habían inventado; era todo esto quizá sólo un instante de confusión, él tenía luego esos rasgos de adolescente un poco en el extravío… El Arsenio le farfullaba que esto del matrimonio no era para él, que el amor no es para siempre si se amarra a las convenciones… ¡Hablaba como puberto confundido, de veras!, pensó la Rubí. Y él no se daba cuenta del dolor que le hacía brotar en los huesos del desánimo con esas evasivas, con la tardanza para llevarse sus cosas los días siguientes…
Él tendría en el periódico —había ella siempre sospechado— oportunidades de andar de cabrón con reporteras, secretarias, practicantes. Alto, blanco y de rasgos serios, con esos ojos de lince avieso que también sabían lucir un aire soñador, de chamaquillo inocente, bien habría de parecerle chulo a más de una despistada. Y sí, lo celó al principio…, pero con el tiempo decidió ahogar dentro de sí las recriminaciones para no amargarse, qué ganaría dejándose llevar por tanta duda, si él negaba todo con cara de palo, y a raíz de sus horarios de editor en el periódico vaya que podría hacer lo que quisiera cuando se le antojara.
Pero tanto como creer que una aventura frívola pudiese poner fin a su matrimonio… Había creído ella siempre que, una vez casado, el Arsenio asumiría el papel que aceptaron los hombres de la familia, los hombres con cuyo ejemplo ella había ido creciendo. Vivían ellos al lado de mujeres fuertes y echadas padelante, habían tomado el papel de esposo de por vida, eran gente que valoraba el envejecer en pareja por encima de las decepciones y enojos que hay en los desencuentros de la rutina, y que si se encama con alguna resbalosa al día siguiente ni se acuerda: fin de la historia. Cuántas veces no vio esa preferencia del destino conyugal en el rostro de su padre. Pero ahora veía cómo algo se iba rompiendo entre el Arsenio y ella, y esa falla en la conducta del hombre era tan inesperada cuanto se le volvía humillante el creerse preterida a cambio de aquella fulana más joven…
Apenas entendió que el capricho de su esposo iba en serio lo que le vino fue el pánico. Se desvaneció la ternura, quedó atrás la espera de una reconciliación: él era otro; bien podría hasta cambiarse de nombre. Le veía otra cara, la que siempre escondió: este bato era capaz de gastarse los ahorros, de olvidar toda obligación ante su hija, de hacer cualquier desfiguro con tal de restregarle al mundo a su noviecita lagartona tan joven… Y este descubrimiento no era desmentido por la actitud de buitre sin más corazón que la sevicia con que a cada paso actuaba el Arsenio. Vinieron los gritos y vino cada desplante. A cada grosería de él respondía ella con una piedra más hiriente.
Cuando era llevada a la clínica, luego de la caída por los escalones de la escuela, estuvo la Irlanda llore y llore. Decía no me quiero morir, mamita… Fue sólo un accidente, pequeña, cómo crees. Te vas a curar bien pronto…
Inquieta y con los ojos húmedos, iba y venía la Rubí por el pasillo de la clínica. En cuanto la vio, sintió el Arsenio un llameo dócil de las vísceras, espoleado por el regreso a sus sentidos de esa esencia a bergamota y grosellas negras, el olor a cítricos sobrios y taimados que solía ser propio del cuerpo de la mujer. Entrevió el hombre —con la intuición de quien se libra de una carga anómala— que ese deslizamiento en su interior era un viento contrario a la pasión que vivía con la Janet. El cálido temblor de las rodillas lo hacía volver a la dulzura de los días de ayer en que aún no mandaba la rispidez con la Rubí.
Ella se le acercó. La niña, dijo, había sido sedada, por ahora sólo se hallaban a la espera de las radiografías… Tendrán que ponerle puntos en la cara, se abrió la ceja… Hablaron en susurros, mirándose a los ojos.
—Y entonces me dijo: “De qué va a servir que me cure, mejor dile a mi papá que ya no se pelee tanto…” —contó la mujer—. La sangre en la cara la asustó mucho.
Fue una sensación incómoda pero liberadora.
—¡Vengan a ver! ¡Pa que vean que no es mentira lo que digo! —el hombre alto y muy flaco, de camisa azul cielo de rayón desfajada y rostro picado por cicatrices de acné, entró al local agitando el brazo—. ¡Así es como nos fumigan! —se acercó a la mesa del Arsenio, quien recibió el espeso hedor alcohólico—. ¡Mire el pájaro ese, compa!
El Arsenio inclinó la cabeza y a través de los cristales buscó el cielo: la avioneta cruzaba las alturas dejando a su paso aquella estela de leche desvaída. El hombre seguía con los gritos:
—¡Se gastan un dineral fumigándonos! ¡Con eso nos quieren controlar la mente, compa! Ya es octubre, ¿qué sembradíos se ocupa fumigar a estas alturas del año? ¡Se los he dicho tantas veces!
El dueño del café se acercó trayendo en la mano una botella de Coca-Cola. Sin levantar la voz, le dio el refresco al hombre de los gritos y, mientras le cubría la espalda con los brazos, le fue hablando y lo conducía poco a poco hacia la puerta.
El silencio volvió al café, sólo cortado por el ruido de un chorro de agua caliente, el tintineo infantil de las cucharas, los pasos de algodón de las meseras sobre los mosaicos ambarinos.
Llevó el Arsenio la vista a la charola. Ahí seguía el papel de la cuenta, no estaba el billete. Llamó a la mesera del chongo. Le pidió la feria.
La mujer aseguró no haber cobrado aún.
El Arsenio levantó la voz exigiendo el cambio de su billete y el dueño se acercó a la mesa. Al entender qué ocurría, se llevó la palma derecha a la mejilla. “Se lo robó el muy ladino”, señaló la entrada con la mano izquierda. “Nos vio la cara el desgraciado. No era ningún lunático.” Mostró al Arsenio las palmas de las manos como quien pretende no esconder nada. “Déjelo así, compa. Su consumo va por cuenta de la casa. Una disculpa por las molestias.”
Tardó el Arsenio en comprender las palabras del hombre de patillas. Había supuesto que el lunático era inofensivo con sus gritos sobre las fumigaciones. Ya iba a exigir el cambio que le correspondía: eran sesenta pesos. Se apaciguó por dentro. Sintió cuánto corta una espada en un rendido. Y dejó ver la sonrisa hueca, de resignación.
5
Le marcó varias veces. Ella le colgaba, sólo una vez contestó hola pero cortó luego. Él le escribió mails, le mandó cartas al trabajo, la estación de radio de la Universidad Autónoma: no es cierto, yo no quiero hacerle daño a nadie, estaba esa vez muy… Perdóname. Luego de dos semanas, la esperó a una cuadra de la estación, a la hora de salida.
Ella se detuvo.
—Deja de buscarme, entiende —cerró los ojos. Él pedía verse de nuevo, aclaremos todo, no se pueden acabar así las cosas. Ella apretó los labios y como si reprimiera un gimoteo soltó el murmullo—: La verdad es que ya no te quiero, mijo. Aquello se acabó. Y tú lo sabes —luego de ponerle en el pecho la mano se siguió de frente.
No supo el bato lidiar con el ácido goteo de la culpa que le caía en las entrañas del ánimo a deshoras, imprevisto. Aprendió el arte triste de evocar las noches felices; se acordaba de ese rostro que le sonreía al contarle los chistes de la secretaria con quien se iba a hacer la compra los sábados al mercado Garmendia, o volvía a ver en su mente las mejillas sonrosadas de la joven luego de salir de la regadera, una toalla cubriéndole el cabello, o la vez aquella que sonó el celular y del otro lado de la línea la pobre estuvo llore y llore porque ya era anochecido y en todo el día no se acordó de que se cumplían cuatro años de la muerte de su padre, no le mandé decir una misa, yo lo quise mucho… No era pues sólo su cuerpo, no era la libertad de fiebre con que ella disfrutaba del sexo, procaz y festiva; aquella humanidad franca y sensible que habitaba en esa joven era cuanto, al hacerle su propuesta de carroñero, él había alejado.
Cuando anduvieron, su amor se vio nutrido por el sexo, por la ofuscada pasión con que cogían, a diferencia de la cama diríamos convencional y sosa y aburrida en que se aletargó con la Rubí… Y no sólo eso. Se enculó con la Janet así, tan bestialmente, porque el cuerpo de ella era lo opuesto a la personalidad de su esposa. Se enamoró de la Janet en contra de la Rubí, en contra de las esperanzas que tenía la Rubí para ellos, para su futuro como matrimonio y familia. Lo asfixiaba con eso: ir a las fiestas de los compañeritos de la niña, invitar a las mamás y los papás a cenar a la casa, dar el enganche de otro carro y luego de una casa en Los Huizaches, el nuevo barrio de moda para parejas jóvenes, viajar a Orlando o Tucsón en vacaciones…
Él estaba hecho —creía— de otro metal.
¡Dedicarse al periodismo para acabar abotagado en un matrimonio clasemediero! ¿Qué le vio la Rubí para confundirlo con alguien más? Quizá por eso le nació el resentimiento: no vio ella en él nunca al hombre libre y bohemio, audaz y desinhibido, que de no haberse casado él ya sería.
¿Lo fue alguna vez? No faltaron ocasiones en que se motejó de farsante, de quererse ver como el antisistema a la espera de incendiarlo todo cuando sólo era un gatillero que desde el periodismo servía, como todos sus colegas, a los riquillos, mafiosos, políticos de turno. Esas veces buscaba justificarse: no era para siempre, lo hacía para mantener a su hija, él no tenía peso en las decisiones editoriales del periódico pero un día me iré por fin de corresponsal de guerra, fundaré mi revista de izquierdas, insobornable, libre y exigente, entonces sí verán de qué estoy hecho…
Iba los viernes por su hija a la salida de la escuela. Corría la niña gritando —había cumplido diez años en marzo de ese 2007—, agitaba los brazos como si fuera rehilete. Él se agachaba, hacía salir de broma algún resoplido de dolor cuando ella lo ceñía en el brusco abrazo, él la besaba en el cabello. Cómo te fue hoy, qué tal las clases. Bien, apá, bien aburridas, como siempre. Pues aguas, mijita: si no te gusta la escuela prepárate porque el trabajo es cosa peor… Ya en el auto, ella sacaba de la guan
