Biography of X

Catherine Lacey

Fragmento

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El primer invierno desde su muerte parecía que todos los días, durante meses, fuesen húmedos y luminosos —siempre como si acabase de llover, aunque era incapaz de recordar la lluvia— y yo bajaba en tren a la ciudad un par de días a la semana, buscando (o esa impresión daba) un edificio en el que poder entrar y desde el que lanzarme, una tarea sobre la que nunca lograba determinar del todo si de verdad iba en serio, pues me parecía que la seriedad de cualquiera que buscase algo así no se veía hasta que llegaba el momento de despegar el cuerpo de la acera. Con tantos atentados recientes, la seguridad se había endurecido en todas partes, claro; había que tener permiso o invitación para entrar en cualquier edificio y yo nunca tuve nada de eso, pues no era nadie en particular, era alguien fuera de sitio. Cada día una persona y media se quita la vida en la ciudad y yo la buscaba —a esa persona o a la media—, pero nunca vi ni una ni media por mucho que buscase y esperase, con paciencia, con tanta paciencia, y tras cierto tiempo me planteé si quizá no las encontraba porque yo era una de ellas, o la una o la media.

 

 

Una noche, aún viva, en Penn Station para coger un tren que iba hacia el norte, le pregunté a un hombre de aspecto serio si tenía hora. Hora tenía, tiempo, sí, pero no espacio, ya que se había exiliado de Estambul hacía años y nunca había tenido el valor de cambiar la hora, y al mirar a aquel desconocido a la cara vi mis propios ojos devolviéndome la mirada, pues yo tampoco era capaz de desgajarme del lugar de mi destierro. Nos despedimos enseguida, pero jamás lo he olvidado.

 

 

Lo que me hizo seguir con vida no fueron las ganas de vivir, sino más bien la curiosidad de saber quién más me vendría con una historia de mi mujer. ¿Quién más me llamaría para contarme algo casi inimaginable? ¿Podría llegar a aceptar —por mucho que hubiera divinizado y venerado a X, por mucho que hubiese creído que era pura genialidad—, podría llegar a aceptar la verdad de su terrible y descarnada rabia, de su crueldad infinita? Era la muerte incesante de una historia, decenas de segundas muertes, la muerte de todas aquellas delicadas historias que habité con ella.

O quizá lo que me mantuvo con vida fue todo el trabajo de secretaria que tenía que hacer, porque en eso me había convertido por necesidad —ella no dejaba de despedir a las demás—. A veces me veía sacando una extraña fuerza para rebuscar entre su correo en mitad de la noche; para firmar contratos que apenas entendía, para revisar enmiendas hechas «en caso de deceso de la artista», para rellenar formularios de derechos de autoría como X había indicado y para hacer trizas la fastidiosa cantidad de peticiones de entrevistas dirigidas a mi persona, la viuda. La Fundación Brennan me había invitado a recoger el Premio a Toda una Vida en nombre de X sin saber que ella había planeado boicotear la ceremonia por puro resentimiento ante lo mucho que habían tardado en concedérselo. También estaba la solicitud de un museo que reclamaba con insistencia la obligación contractual de X de hacer una de sus escasas apariciones públicas en la inauguración de una retrospectiva suya en primavera; por carta urgente certificada me preguntaron si yo, como representante de lo que fuera que quedase de ella, quizá podía volar a Londres en su lugar. Me excusé. Ahora mismo soy incapaz de explicar lo incapaz que soy de encargarme de algo así.

 

 

Tom me llamó, a pesar de un silencio de treinta años entre nosotros. Se había enterado por los periódicos de la muerte de mi mujer y quería decirme que había estado pensando en mí últimamente, sobre nuestra tensa y desagradable infancia como hermanos. A su esposa, me dijo (primera noticia de que se había casado), le habían dado meses de vida, quizá menos. Su hija (primera noticia también) tenía ahora catorce años y una parte de él deseaba que fuera más pequeña, creía que el duelo causaría menos estragos en ella si estaba protegida por la abstracción de la primera infancia. Qué horror, me dijo, desear que mi hija hubiese conocido menos años a su madre.

Pero a mí no me pareció tan horrible. El duelo tiene una lógica contradictoria; siempre desea algo imposible, algo peor y algo mejor.

Cuando Tom tenía catorce años y yo siete, vivíamos con nuestra madre y un surtido de gente variopinta en una casa de madera en una calle sin salida, y aquel verano, mientras comíamos pasta en la cocina, Tom dejó de moverse y se quedó con la boca abierta y los espaguetis desenredándose del tenedor suspendido mientras miraba a la nada, algo se había ausentado de sus ojos, no dejaba de mirar fijamente, sin pestañear y congelado mientras nuestra madre gritaba ¡Tom! ¡Para ya! ¡Tom! Sus ojos seguían drenándose, nada y nada, luego incluso menos que nada mientras madre le gritaba que parase, que ya estaba bien de esa broma tan desagradable, hasta que al final le dio un bofetón en toda la cara, cosa que no hizo que volviera en sí, pero que liberó el tenedor de la mano, que salió volando hasta mi regazo. Aquella noche, poco a poco, Tom empezó a regresar, y más tarde una neuróloga se emocionó al poder diagnosticarle un tipo raro de epilepsia que se trataba con una pastilla rosa enorme, de toma diaria, y durante meses después de la muerte de mi mujer a menudo me encontré en un estado lamentable y congelado —sentada desnuda en el pasillo o apoyada en el marco de la puerta o plantada en medio del garaje, mirando el maletero, sin saber muy bien cuánto tiempo llevaba ahí— y deseaba que alguien pudiese darme una pastilla como aquella, que alguien evitara que me derramase entera, desencajada de todo.

En ese momento Tom y yo habitábamos duelos distintos —el suyo, inminente; el mío, arraigado—, pero me planteé si el tratamiento igual es el mismo, y le pregunté si había algún tipo de pastilla para esto, alguna pastilla como esas que le daban hace tantos años, aunque Tom estaba seguro de que no y, si existía, él no tenía ni idea y, de todas maneras, era probable que no funcionase.

A propósito del señor Smith

 

 

 

 

Después de dos años ignorando sus cartas, me reuní con Theodore Smith, a petición de X, para poner fin a sus dislates.

No me puedo creer que sea usted, dijo él. No me lo puedo creer. La esposa de X. Increíble.[1]

Aunque corría el año 1992, yo no estaba acostumbrada a semejante peloteo y ella y yo evitábamos los lugares donde solía haber esa clase de personas. El único objetivo de aquella reunión, que grabé por cuestiones legales, era informar al señor Smith de que X no colaboraría con su supuesta biografía; no la autorizaría, no concedería entrevistas ni permitiría el acceso a sus archivos. Como mensajera de mi mujer, animé al señor Smith a abandonar el proyecto de inmediato, pues le costaría horrores intentar escribir un libro que a fin de cuentas era imposible.

Si de verdad quiere escribir una biografía, le dije, primero debe elegir a una persona dispuesta a acceder, a ser posible, a un fantasma.

El señor Smith me miraba impasible mientras yo le explicaba, con moroso detalle, nuestro total desacuerdo con su planteamiento. No se le concederían licencias para reproducir obras de X ni se le permitiría utilizar ninguno de sus retratos cuyos derechos ostentásemos. No le daríamos permiso para citar sus composiciones, ensayos, guiones o libros y, por supuesto, X no tenía tiempo para responder a sus preguntas, ya que no tenía interés en su interés ni tampoco respeto por nadie que intentara explotar su obra de esa manera.

Su deseo explícito es que nadie la encierre en una biografía, ni ahora ni cuando ya no esté, añadí con un tono de lo más cordial o, al menos, judicial. Le pide que respete su voluntad.

Pero el señor Smith se negó a creer que X eligiese ser olvidada, a lo que repliqué que mi mujer no tenía tal intención y que ya tenía planes con respecto a lo que sucedería con sus archivos a su muerte. Lo único que yo sabía de aquellos planes entonces era que el acceso a dichos materiales requeriría renunciar al derecho de llevar a cabo una investigación biográfica.

Su vida no se convertirá en un objeto histórico, le expliqué, como X me había detallado una y otra vez. Solo quedará su obra.

Pero es un personaje público, dijo el señor Smith, sonriendo de un modo triste, ausente. (Qué extraño recordar la cara de alguien a quien odio cuando se pierden tantas otras cosas en la maraña de la memoria). Sacó de su maletín una funda de plástico que contenía una hoja y la deslizó. Eché un vistazo: era la letra de X, no había duda, con fecha del 2 de marzo de 1990 y dirigida a «Mi amor», y aunque yo debía de haber sido ese amor, teniendo en cuenta el año, por aquel entonces se me daba bien pasar por alto ciertos detalles. Tengo algunas más. Los vendedores siempre me llaman cuando se encuentran con una, aunque escasean, claro, y son bastante caras.

Es falsa, contesté. Alguien lo ha estafado.

La han autentificado. Las han autentificado todas, dijo.

Yo creía saber lo que estaba haciendo aquel hombre —blandir objetos falsos con el fin de liarme y convencerme para que cooperase—, pero no iba a ceder. Las cartas debían de ser (o eso quería pensar yo) falsas, e incluso aunque X sí le hubiese escrito una carta así a alguien, cosa que muy probablemente no había hecho, nunca se habría mezclado con una persona lo bastante traicionera para que la delatase. Ese muchacho tan patético —nada de biógrafo, ni siquiera escritor— no era más que uno de los seguidores perturbados de X. No sé por qué atraía a tanta gente loca, pero así era, todo el tiempo: acosadores, acosadoras, obsesos, obsesas, gente que se desmayaba al verla. Un plagiador diestro había sabido ver la oportunidad y se había limitado a aprovecharla; las personas que están bajo esa clase de hechizo son muy manirrotas.

Debe usted entender que mi mujer está extremadamente ocupada, le dije al levantarme, yéndome ya. Le quedan décadas de trabajo por delante y no tiene tiempo para su proyectito. Déjelo estar, insisto.

Su mujer no vivirá para siempre, es usted consciente, ¿no?

No me considero insensata, pero sí que fui de esa clase tan mundana de persona insensata que cree que, si bien todo el mundo en esta tierra, sin excepción, morirá, la mujer a la que ama no, jamás.

Tanto si ella quiere una biografía como si no, continuó el señor Smith, la habrá, y probablemente más de una, cuando ya no esté.

Le repetí que dejara de contactar con nosotras, que, en caso de ser necesario, pediríamos una orden de alejamiento, que no quería volver a verlo ni a saber nada más de él; estaba segura de que ahí se acababa todo.

 

 

Cuatro años más tarde, el 11 de noviembre de 1996, X murió.

Siempre me he considerado una persona racional, pero, en cuanto ella se fue, dejé de ser quien fuera que yo pensaba que era. Durante semanas, lo único a lo que pude dedicarme fue a leer de manera exhaustiva y metódica todas y cada una de las palabras publicadas en la prensa diaria, repleta de artículos sobre la Reunificación de los Territorios del Norte y del Sur, una historia tan vasta que sentía (y sigo sintiendo) que nunca veríamos el final. Puse toda mi atención en los informes de las instituciones burocráticas recientemente desmanteladas del TS; la extendida desconfianza ante las nuevas redes eléctricas del Sur y todas las historias sensacionalistas sobre el territorio al otro lado del muro —detalles de suicidios en masa, decapitaciones, bombardeos regulares—, y, aunque mi pérdida personal no era nada en comparación con décadas de tiranía teocrática, aun así me identificaba muchísimo con esa larga y brutal historia, pues a mí también me habían desmembrado y me costaba recomponerme.

Leer el periódico le daba forma a mis días deshuesados: cada mañana recorría el acceso de gravilla, recogía el periódico, volvía y leía sección por sección en busca de algo que nunca encontraba: sentido, razones, la vida misma. Inmersa en las noticias, sentía que aún estaba en el mundo, aún viva mientras me resguardaba un poco del estruendoso silencio que ella había dejado al irse.

A principios de diciembre de aquel año, leí algo en la sección de arte que en un primer momento no logré entender. Theodore Smith había vendido los derechos de la biografía de mi mujer por un adelanto obsceno.[2] Su publicación estaba prevista para septiembre del año siguiente. Durante unos días conseguí quitármelo de la cabeza. Pensaba: No, no, es simple y llanamente imposible, fracasará, se darán cuenta de que las cartas son falsas, de que es producto de una obsesión, no de hechos reales, y cuando yo, albacea de X, les niegue todos los derechos fotográficos o de cita de fragmentos, adiós proyecto. ¿Cómo va a haber una biografía sin fuentes primarias?

Resultó que la editora que había adquirido los derechos del libro y yo teníamos una buena amiga en común. Me llamó aquel invierno —por cortesía, me dijo, pues no tenía por qué contar con mi visto bueno—. Insistió en que la investigación era impecable. Escrupulosa pero respetuosa, puntualizó, significara eso lo que significase. Me aseguró que el señor Smith veneraba y entendía de verdad a X como artista, como mujer, y que tenía muchísimas reflexiones maravillosas sobre su obra, pero que, claro, seguro que algunas personas considerarían el libro algo controvertido, ¿no?

Su mujer nunca rehuyó la polémica, dijo la editora.

Ah, ¿sí?

Me sugirió que me acercase a su oficina para reunirme con el señor Smith mientras estuviésemos a tiempo de corregir el texto, que quizá querría aclarar algunos rumores que él había sido incapaz de desenmarañar y, aunque yo había pensado que no volvería a verlo jamás, para cuando colgué ya había accedido a ir.

Dos días más tarde estaba en una sala de reuniones con el señor Smith, su editora y dos o tres abogados. Sobre la mesa, un mamotreto manuscrito; prácticamente radiante en su futilidad. Pedí que me dejaran unos minutos a solas con el autor y, cuando nos quedamos él y yo, le pregunté cómo lo había hecho.

Ah, bueno, ya se lo imaginará, poco a poco, dijo, tan punzante la falsa modestia que podría haber tranquilizado a un caballo.

Pero ¿qué podría tener que decir usted sobre ella? ¿Qué sabrá usted?

Él insistió en que, aun sin el archivo, tenía muchos hilos de los que tirar, pues ella había concedido miles de entrevistas desde los años setenta, apenas se repetía, y luego estaban, por supuesto, las exmujeres, las examantes, la gente que había colaborado con ella, otras personas. Todas con muchísimo que decirle y un sinfín de cartas originales para compartir con él. Me dijo que había ido todo bastante bien salvo, claro está, sus interacciones conmigo, y el hecho de que nunca pudo hablar con la propia X, un contratiempo que todavía lamentaba. Pero a mí me daba igual lo que quisiera de mí y solo quería saber quién le había concedido entrevistas. Me enumeró unos cuantos nombres intrascendentes; parásitos y gente con ínfulas que la conocía; luego, sorpresa, Oleg Hall.

El señor Smith debía de saber de la enemistad que me unía desde hacía tiempo a Oleg. El único solaz que me trajo la muerte de X fue no tener que volver a ver jamás a su mejor amigo; nunca entendí por qué lo era. Todo en él me desagradaba, pero pensaba que lo mínimo que podía esperar de él era que respetaría la intimidad de X.

Se alegraría mucho de que X muriera, acusé al señor Smith. ¡Y tan de repente! Un final dramático en condiciones. Seguro que se emocionó una barbaridad al enterarse de las noticias.

El señor Smith se revolvió en la silla mientras yo lo reprendía y lo llamaba (aparentemente) estafador arrastrado, sanguijuelita inútil y sin talento, un insulto que luego citó en su libro. Aunque no recuerdo haber pronunciado esas palabras, sí que estoy de acuerdo con el retrato.[3] Sin embargo, sí que estoy segura de que no lo acusé, como él alegó, de haber matado a mi esposa. Claro que estaba desgarrada por el dolor, pero nunca he sido conspiranoica, y es evidente que el señor Smith no tiene lo que hay que tener para perpetrar un asesinato a distancia, indetectable en la autopsia.

Estoy haciendo todo lo posible por no dejarla al margen, se defendió.

Es donde quiero estar.

Entonces ¿por qué ha venido?

Podría haberle dicho que intentaba despertarme de esta pesadilla, que, en cierta manera, había ido para evitar que el libro existiese, para asegurarme de que nunca se publicara, para escupirle en la cara, pero no dije nada. ¿Por qué iba a los sitios, fueran cuales fuesen? Ahora que ella ya no estaba, yo no tenía ni idea de nada, de a dónde ir o cómo vivir o por qué hacía las cosas. Empecé a escabullirme, dejando atrás el manuscrito, ignorando el clamor que me rodeaba, rechazando el compromiso de la editora de que X sería recordada con mucho cariño —me importaba un carajo el cariño de nadie—, pero, cuando la mujer sugirió que era probable que la biografía aumentara el valor de mercado de la obra de X, sí que recuerdo decirle que se fuera a la mierda y cuanto antes mejor y que no volviera a contactar conmigo nunca. Fue culpa mía, lo admito, por creer que sería capaz de disuadir a esas personas de aprovechar una oportunidad lucrativa.

 

 

La noche tras mi primer encuentro con el señor Smith en 1992, mientras me estaba quedando dormida pegada a X, ella se incorporó, encendió la lamparita y preguntó: ¿Qué significaba la advertencia?

X era una mujer nocturna, pero también diurna —de hecho, parecía que nunca se cansaba, ni sufría jet lag, ni la fatigaba una tarde de bochorno—, mientras que yo siempre me he limitado a ser una persona normal, cansada a ratos.

¿Qué advertencia?

Le hemos advertido al señor Smith que abandone la investigación, me dijo, pero ¿con qué le hemos advertido? ¿Cuál ha sido la amenaza?

Ciertamente, yo no lo había amenazado con nada específico. X no estaba ni sorprendida ni satisfecha con mi respuesta y sugirió que enviáramos a alguien a su piso para intimidarlo o para que le pusiera la casa patas arriba mientras él estaba fuera. Yo me reí, pero ella prosiguió: Ya puestas, podíamos atajar el asunto directamente y que alguien le partiera las piernas, quizá solo una pierna o, mejor aún, una mano. ¿Me había dado cuenta de si era diestro o zurdo? Me sentí, como me pasaba a menudo, como la mujer de alguien de la mafia; mejor si hacía la vista gorda.

Bueno, le podemos dar una vuelta si intenta contactar con nosotras de nuevo, concluyó.

Desde el principio supe que X poseía una brutalidad fuera de lo común, algo que usaba tanto para defenderse como para vengarse. No era mucho más alta que yo, pero su fuerza física era tan descomunal que, a lo largo de los años, la he visto dejar fuera de combate a más de un hombre que la superaba bastante en tamaño, a veces por razones justificables, pero también por estallidos de rabia mal canalizada. Cuanto más tiempo estábamos juntas, mejor entendía que yo también corría el riesgo de ser objeto de su ira; que siempre existía la posibilidad, por remota que fuese, de que se volviese contra mí, si acaso no física, sí emocional o intelectualmente; que era capaz de destruirme por completo si en algún momento se le antojaba.

Me temo que soy el tipo de persona que necesita sentir algo de miedo para amar a alguien. Mi primer amor había sido —privada y vergonzosamente— Dios mismo, algo que me creó, algo capaz de destruirme; toda relación sucesiva con mortales, hasta que llegó ella, siempre se había quedado corta en comparación con la satisfacción metafísica total que había sentido al rezar.

Pero nunca tuve que temer la fuerza de X. Otras cosas, sí, pero su fuerza, nunca.

 

 

Meses después de aquella desastrosa tarde en la editorial, recibí un ejemplar de galeradas del libro de Smith acompañado de una sucinta nota en la que explicaba que el «numerito» que le había montado se había incluido en el prólogo, recién añadido. Dejé el libro en el suelo del garaje, junto al contenedor de basura, hasta que una mañana —algo debía de andar terriblemente mal en mi cabeza aquel día— salí y, en lugar de meter en casa el periódico, cogí el libro y no paré de leer hasta llegar a la última página.

Aunque había fracasado en mi empeño de evitar que el libro se publicara, la terrible prosa y el enfoque gris de Smith parecían el error más atroz de todos. Su escritura —tanto en términos narrativos como formales— no vale nada, página tras página, línea tras línea, sin interrupción. Su única proeza fue que se las arregló para tomar un tema lleno de intriga y reducirlo a algo tan aburrido, tan absolutamente pedante y falto de glamour que a menudo me echaba a reír en voz alta, sola, segurísima de que el libro sería un fiasco, de que su principal punto débil no era la falta de cooperación por parte de las titulares de los derechos, sino que era malo y punto.

No me costó dormir aquella noche, convencida de que había llegado al final de toda esa patochada.

 

 

No me escuece que Una mujer sin historia, de Theodore Smith, haya tenido tan buena acogida —ahí se ahogue en su éxito espurio—, pero sí que me sorprende que semejante bodrio haya captado la atención de tanta gente. Ni siquiera me consterna el retrato que me hace —nada favorecedor, huelga decir; no me interesa que me halague un idiota—. Lo que me molesta es que sus mentiras se hayan erigido como relato definitivo de la vida de X, que la obra de Smith sea la última palabra sobre la carrera rompedora y polifacética de X, y sobre el impacto que tuvo; que todos sus lectores y toda la crítica en bloque parecen creer que el señor Smith consiguió navegar con acierto por el laberinto de secretos que X trazó a su alrededor, que fue capaz de arrojar luz sobre determinado núcleo de verdad de su vida. Nada más lejos de la realidad.

No es ningún secreto que mi esposa intercaló capas de ficción en su vida a modo de performance o, en ocasiones, como escudo. El señor Smith describió esta cuestión como «un problema patológico» y la llamó «mentirosa compulsiva, incapacitada por su baja autoestima, una mujer condenada a atrincherarse tras las falsedades».[4] Aunque es cierto que ni siquiera yo sabía a veces dónde estaba la línea entre los hechos reales de su vida y las historias que construía alrededor de su personaje, mi mujer no era una mentirosa. Cualquier persona que tuviera la suerte de formar parte de su vida tenía que aceptar ese riesgo; ella vivía en una función sin intermedio en la que representaba todos los papeles.

Esa fue la primera razón por la que X se negó a autorizar una biografía: por fuerza, sería falsa, y esa obra de falsedad solo serviría para enriquecer a cualquier escritor o escritora lo bastante superficial para capitalizar su infamia. Y, sí, soy consciente de que ahora soy yo quien escribe, pero a lo largo de este libro mis razones y motivos han ido cambiando conforme la historia que envolvía a X fue transformándose; el señor Smith quería calentarse las manos frías al calor de mi mujer, yo me he quemado.

X creía que ficcionar era sagrado —me lo dijo muchas veces, lo escribió repetidamente en sus cartas y diarios y ensayos— y ella quería vivir en lo sagrado, sin dejarse engañar por lo insustancial de la realidad percibida, que no era más que una historia que había engañado a casi todo el mundo. En vez de eso, eligió vivir una vida en la que nada era inamovible, nada se daba por sentado; que su nombre pudiera cambiar de un día para otro, de un momento a otro, y lo mismo sucedía con sus creencias, sus recuerdos, su manera de vestir, su manera de hablar, sus saberes y deseos. Todo se ponía siempre en duda. Todo era disfraz y nada era firme. Ni siquiera el pasado estaba escrito en piedra y, aunque cualquier cosa que la rodease pudiera fluctuar, ese núcleo inestable —su historia— iba a mantener su inestabilidad.[5]

«Una biografía —le escribió en una carta a su primera mujer— sería un insulto a la manera en la que he decidido vivir. No es que sea una persona reservada; es que no soy una persona».[6]

Desde entonces he descubierto otro motivo más específico por el que X no quería que nadie indagara en su pasado, antes de 1972, el año en el que parecía que había surgido de la nada, sin historia, sin origen. De los muchos y flagrantes errores del señor Smith, la identificación errónea de sus padres y lugar de nacimiento es quizá el más determinante, aunque es cierto que X prácticamente imposibilitó que se descubrieran esos datos, ya que hizo que todos los detalles fueran confusos, sembró relatos falsos y nunca se sinceró al respecto.

De hecho, hasta que emprendí mi propia investigación, ni siquiera yo sabía dónde había nacido. Una vez me dijo que no tenía recuerdos de su vida anterior a los dieciocho años; otra, que legalmente no podía revelar la identidad de sus padres; pero en ocasiones decía que estaban muertos, que fue una muerte trágica o que la habían echado de casa, que los odiaba tanto que no recordaba su nombre. A veces decía que había nacido en Kentucky o en Montana o en tierras salvajes, que se había criado con las fieras, que había sido hija ilegítima —un embajador y su doncella, profesor y alumna, monja y cura, alguna especie de unión maldita—. Hizo alguna alusión a un orfanato, o a una infancia a la fuga, o a ninguna infancia. «Depende de cómo lo mires —dijo en una entrevista—. Parece una pregunta de lo más simple: ¿De dónde eres? No hay respuesta que baste».[7]

Corrían rumores de que la habían rescatado de una mafia de trata de blancas de algún lugar del Territorio Occidental, o que había escapado del Territorio del Sur, que era espía de la Unión Soviética, pero desde hacía tiempo yo había dado por hecho que la verdad era, con más probabilidad, bastante simple y triste. Me parecía que tenía el rostro de alguien a quien su madre ha abandonado y que se ha pasado el resto de su vida rechazando aquel rechazo inicial, como si su madre tuviese que haber sido capaz de reconocer las enormes capacidades que bullían en el interior de aquella dulce criatura y por eso ahora había que castigar a todo el mundo.

Cuando ya se hizo más famosa, fans y gente desconocida por igual dijeron ser parientes, hermanos o hermanas, llamaban a la prensa e insistían en que eran la madre o el hermano o el marido y que al fin estaban dispuestos a contar la historia de su hija, su hermana, su esposa. Cuando contactaban con X para confirmar o desmentir esas versiones, ella decía que era verdad, que todo era verdad; que había nacido mil veces, que había sido la hija, la hermana, la lo que fuera de cualquiera que dijera tal cosa. Así, primero confundía a la gente, hasta que empezó a hacerles gracia; pero, pasada la gracia, acabaron por aburrirse. El interés por su pasado remitió durante unos años antes de volver, siempre irresoluto.

Cuando leí el capítulo del nacimiento de X en Kentucky, como hija de Harold y Lenore Eagle, supe que era una de sus historias objetivamente falsas: Harold y Lenore eran actores a quienes X había contratado hacía muchos años. Aunque era tan solo una de tantas incorrecciones del libro del señor Smith, la del lugar de nacimiento me molestó más que cualquier otra.

 

 

Nunca tuve la intención de escribir una biografía que sirviera de enmienda, si acaso este libro puede entenderse así. En un primer momento, lo único que quería era descubrir dónde había nacido mi mujer y me imaginé que quizá acabaría publicando mis hallazgos en forma de crónica, un artículo o puede que en una demanda, algo para desacreditar rápidamente al señor Smith. No sabía que, al iniciar la investigación, me había condenado de mil maneras diferentes; que, una vez que hubiese abierto la caja, esta se negaría a cerrarse.

Quizá no tenga sentido casarse con alguien si desconoces algunos de los detalles más básicos de su vida, pero ¿cómo puedo explicar que esos datos no me parecían relevantes al lado de mis sentimientos hacia ella, esa especie de sensación vibrante que tenía en su presencia, como si me acabaran de enchufar a la corriente? Al principio, a veces le preguntaba por su pasado, pero pronto acepté que ella iba a ser tanto el centro de mi vida como su misterio central, dispensada de las expectativas habituales. Era obra del amor, quizá —el amor o algo más peligroso—, pero ahora que se había publicado el relato falso del señor Smith y yo estaba sola en nuestro chalet, no tenía otra cosa que hacer salvo vengarme de él y de sus mentiras, vengarme de la realidad misma, vengarme de todo.

 

 

El título de este libro —como suele pasar— es mentira. Esto no es una biografía, más bien es la constatación de un error que se llevó hasta sus últimas consecuencias; el testimonio de una mujer que descubre lo que tendría que haber dejado oculto. Quizá todos los libros sean eso, el final del problema de alguien, alguien que articula su problema con un orden agradable para que otro pueda mirarlo.

Al principio, ciertas personas me aconsejaron amable y menos amablemente que abandonara mi investigación o, si era incapaz, al menos que no intentara entenderla. Me dijeron que, sin duda, no debería tratar de publicarla, de ninguna manera. Hubo quien creyó que estaba celosa del éxito de la del señor Smith o que me estaba comportando como una idiota autodestructiva. La galerista de X me dijo que estaba delirando, que la biografía de X ya se había publicado y me tocaba asumirlo y seguir adelante. Otros pensaron que no estaba en mis cabales, que estaba llevando muy mal el duelo, que tenía que ser paciente, dejar que pasaran un par de años, que debía apartarme del duelo como si estuviera evitando un animal de gran tamaño: despacio, con paciencia, sin movimientos bruscos. En cierto momento, abandoné el manuscrito, por un breve espacio de tiempo creí que no iba a ninguna parte. Aquella tarde salí a hacer una larga caminata por el bosque, pero, según iban pasando las horas, cada vez sentía más apremio, como si llegara tarde a una cita, solo que no sabía con quién.

Obviamente, X se habría opuesto con vehemencia a esta obra, y aún sigo esperando que encuentre una manera de discutir conmigo desde el más allá. Si alguna vez lo hace, sé que llevo las de perder, da igual quién tenga razón. Me la imagino reprobando este proyecto igual que me la imagino reprobando cualquier cosa, caminando de arriba abajo por la cocina y enumerando todas las formas en las que yo (o alguien, o algo) estaba metiendo la pata. Sin más vuelta de hoja: no. Estaba metiendo la pata hasta el fondo.

Un pasaje de su diario, 1983:

 

La privacidad no existe. No hay experiencia o sensación o pensamiento o dolor que no hayan sentido ya los miles de millones de personas vivas o muertas.[8]

 

Pero, aunque hubiera citado sus propias palabras para justificarme, ella habría seguido armando su defensa para cargar contra este libro; me habría acribillado con acusaciones. Una locura nostálgica, un gesto complaciente, de lamerse las heridas. Cada vez que yo me estremecía al enterarme de que alguien cercano había muerto, ella insistía en que no había que llorar a los muertos, que saben lo que hacen; pero sigo sin estar convencida.

 

 

Algunos días parece que la tengo en la habitación de al lado y, cuando voy a esa habitación, se ha ido a otra, y, cuando llego a esa otra, está en otra de más allá. Muy a menudo estoy segura de oír su voz al otro lado de una pared o de una puerta, pero nunca deja de moverse —sermonea, discute, ríe, hace y rehace su acusación, siempre—, insistente, exhaustiva, serpenteante, clara. Incluso ahora, con la cantidad de años que han pasado y la cantidad de historias que se apilan de manera irrevocable en su contra, sigo oyendo sus pasos bajar con determinación por las escaleras y juro que algunas tardes puedo oír cómo se quita las botas en la puerta de atrás y recorre el pasillo tras una caminata vespertina. Enfurecida, anhelante, ambas cosas a la vez, muy a mi pesar, hago por oír esos pasos.

Cartas

 

 

 

 

Desde que nos conocimos en abril de 1989, entre nosotras hubo un sentimiento innombrable, llegó tan rápido que no hubo tiempo para cuestionarlo. No solo era amor, tampoco lujuria u obsesión. Era tanto visceral como algo que iba más allá de las vísceras y, por mucho que lo he intentado, la única manera que encuentro de describir con precisión ese sentimiento es empezar explicando algo que sucedió en el matrimonio al que le puse fin para estar con ella. Quienes solo estén interesados en X y no en la vida de su viuda —una postura razonable— quizá encuentren atractiva la idea de saltarse este capítulo. Por favor, disculpen este interludio. Necesitaba articular esta historia en alguna parte y no había mejor lugar que este.

 

 

Las primeras horas de una mañana de sábado de 1984, menos de veinticuatro horas después de conocer a Henry Surner —el escultor, el hombre que más tarde sería mi marido—, me desperté con la certidumbre de que me casaría con él y tendríamos hijos. Nunca había fantaseado con esas cuestiones y, para más inri, no sabía casi nada de aquel hombre. Nos habíamos conocido la noche anterior, en la fiesta de cumpleaños de una colega. Yo no tenía pensado ir, pero acababa de terminar un artículo sobre una pequeña masacre en un piso de Manhattan y estaba demasiado alterada para quedarme sola.[9] La fiesta era en un bar cercano a la oficina y nada más llegar pisé a Henry y me disculpé; no hablamos con nadie más durante el resto de la velada.

Yo era una joven nerviosa y, sin la armadura que me enfundaba para hacer una entrevista por trabajo, me costaba entablar conversación, pero, de algún modo, todo aquello desapareció cuando hablé con Henry. Me contó que era escultor y que daba clases de arte en una escuela privada, más tarde me pregunté si me pareció fácil hablar con él porque él estaba muy acostumbrado a hablar con niños, en un tono tranquilizador y neutro. Salimos de la fiesta para dar un paseo —nos pareció natural ir cogidos de la mano— y, cuando me dio un beso de buenas noches agarrándome de los hombros, me sentí como una toalla con la que se estuviera secando, una cosa a mano y útil.

Cuando la mañana siguiente me levanté con esa extraña certidumbre sobre nuestro futuro, supe que no podía decírselo sin que pensara que estaba completamente loca; aunque yo sabía que no estaba loca. Se apoderó de mí una sensación de calma intensa y feroz. Estaba tan segura de que Henry era mi vida que empecé a escribirle una carta al «Henry del futuro», la única persona que sentía que sería capaz de aceptar mi premonición. Escribí la claridad con la que veía las décadas venideras: el nacimiento de nuestros hijos, su juventud, el correr de los años, los nietos, nuestra senectud, nuestra muerte, el carácter irrevocable de todo lo que vendría. Me asustaba, pero también me parecía inevitable y, aunque siempre he sido lenta escribiendo —siempre corrigiéndome en espirales de duda—, aquella mañana mecanografié una decena de páginas con la misma urgencia que si tuviera una fecha de entrega al caer.

Henry y yo hicimos planes para vernos aquella tarde en un parque, donde nos sentamos juntos bajo un árbol a ver a la gente pasar; yo estaba encantada de no tener que mirarlo porque me daba miedo desmayarme, aunque nunca había sido ese tipo de mujer, de esas que se desmayan. En relaciones previas me habían acusado de ser fría, de ser distante, de no querer tanto a la otra persona como me querían a mí. Nunca supe bien qué hacer con esas acusaciones, nunca fui capaz de distinguir mi propia frialdad o distancia, pero, mientras hablaba con Henry, y su mera presencia me empujaba con tanta firmeza y calidez hacia el presente, me quedó claro que ahí estaba, que eso sí era amor, y que todas mis parejas anteriores tenían razón; nunca las había querido. Debí de creer que el amor era algo que llegaba a tu vida y te decía qué hacer con él.

Cada mañana de aquellos primeros siete días escribí una carta a aquel Henry del futuro y durante los siguientes dos años escribí aún más cartas relatando decenas de días y de citas, tardes insustanciales que pasamos juntos, con la intención de registrar todos los detalles que, de otro modo, caerían en el olvido. Guardé todas las cartas en una carpeta que se llamaba PARA HENRY EN 1986. Resultó que nos casamos en marzo de 1986 y poco antes de la boda le hablé de las cartas. Pensé que se conmovería, pero solo se mostró confuso:

¿Qué cartas? ¿Por qué no me las diste entonces?

Me daba miedo, le dije.

¿Miedo de qué?

No tenía respuesta.

¿De qué ibas a tener miedo?, me volvió a preguntar. ¿Acaso no me enamoré yo también?

No me gustó su pregunta, el «acaso». ¿Acaso no se había enamorado?

Saqué la carpeta con las cartas y, dando por hecho que las querría leer de inmediato, le pedí que lo hiciera cuando estuviera solo, le dije que me superaría estar delante, pero se limitó a sonreírme y a dejarlas en la mesita de centro, junto con las revistas viejas.

Aquella noche fui incapaz de dormir. No había vuelto a leer ninguna de aquellas cartas, un vómito sin revisar de casi ciento cincuenta páginas. Algunas tenían notas al pie, marginalia dementes, grandes declaraciones de devoción. Quería que las leyera de inmediato, que me dijera que tenía razón, que él sentía lo mismo, que nuestra realidad era la misma, o quizá quería que las leyera para decirme que estaba equivocada, que los dos nos habíamos equivocado, que había que cancelar la boda porque yo no era la mujer que él pensaba y él no era el Henry de 1986.

Las cartas estuvieron unos cuantos días más sobre la mesita y cuando desaparecieron me pregunté si su silencio era un visto bueno. Después de la boda hicimos un viaje en coche por California y una noche, ya muy tarde, en un momento de optimismo compartido, le pregunté qué le habían parecido, pero él no las recordaba, tuve que explicarle a qué me refería y él me confesó que no había terminado de leerlas. Era demasiado. Demasiado tiempo.

¿Cuántas has leído?, le pregunté.

No se acordaba. Tres o cuatro páginas.

Hay razones por las que la gente veranea en un lugar célebre por sus acantilados cuando viven una etapa de serenidad y felicidad —cuando les va muy bien en el amor o no tienen problemas económicos y no corren ningún riesgo de tirarse por un precipicio—, porque en aquel instante sentí que debería salir de allí y arrastrarme hacia uno de los quebrados y que todo acabara. Me había equivocado con nosotros.

En vez de eso, me encerré en el baño, abrí los grifos y clavé los ojos en el espejo hasta que conseguí olvidarme de quién era y pude volver a la cama al lado de aquel hombre ambivalente con quien me había casado, un hombre al que las cosas le resbalaban. Ya estaba dormido. Aquella noche concluí que el problema de tirarme por un acantilado era que yo no quería matarme; o, más bien, que no podía matarme, pues ya estaba muerta. Nunca volvimos a hablar del tema.

 

 

Al conocer a X unos cuantos años más tarde, de manera casi inmediata me di cuenta de que había sido ella el objeto de aquellas cartas, que conocía todas y cada una de las palabras que las componían sin haberlas visto. Soy consciente de que esto, en un sentido, es absurdo, que yo ni siquiera sabía de la existencia de X cuando las escribí, pero también es cierto que lo que había empezado a sentir me había transformado en otra persona que no sabía quién era hasta que X me presentó quién era yo. En cierta forma, la conocía antes de conocerla o, quizá, escribiendo hacia el futuro había creado una ausencia en mí que solo ella, váyase a saber por qué motivo, podía llenar.

No me cabe duda de que X censuraría este arranque de sentimentalismo, pero no se me ocurre otro modo de explicar cómo tuve los medios para poner fin de manera abrupta a mi matrimonio en 1989, solo unas semanas después de conocerla. Lo vi claro, no había alternativa, o eso me pareció entonces: tenía que abandonar aquella inercia segura para que mi existencia fuera reconocible como mía.

 

 

Ironías de la vida: Henry fue el primero que me habló de la obra de X. Había leído una de sus novelas, La razón por la que me he perdido, después de oír que la describían como una de las más importantes del siglo XX.[10] Me la dio e insistió en que la leyera, estaba tan seguro de que me gustaría que me sorprendió que realmente acertara. Henry solo leía libros que habían recibido el elogio unánime de la crítica, libros con pegatinas doradas; como tampoco era muy lector, solo quería leer «lo mejorcito». Al fin y al cabo, se justificaba, yo soy artista, ¿cómo se supone que, al volver a casa, voy a poder despejarme con el arte de otra persona? Casi todas las noches veía deportes por televisión.

Aprendí a bloquear el griterío de los hinchas y los ocasionales aullidos de mi marido mientras yo leía. Henry era una persona tan remota y desapasionada que yo disfrutaba al verlo sentir una emoción extrema, aunque pareciera que solo las hazañas de unos desconocidos fueran capaces de despertarle esos sentimientos. Que yo me pasara el día escribiendo y al volver a casa me pusiera a leer, me decía, demostraba que ser periodista no causaba el mismo tipo de agotamiento que ser artista. Nunca le llevé la contraria. No entendía qué hacía Henry en su estudio ni por qué. En casa pasábamos el tiempo compartido absortos en actividades opuestas y me parecía que era lo que correspondía en un matrimonio: aceptar las diferencias, bloquear ciertos ruidos, estar sola. Puede que no haya nada intrínsecamente malo en vivir la vida así, y quizá podría haber tomado el camino seguro, haber continuado casada con él y haber parido sus hijos y haber seguido adelante con el plan original. No es algo que me hubiera matado. No de manera inmediata.

Aparte del asunto de las cartas, apenas teníamos conflictos. Henry era afable y agradable, se había librado de la mayoría de las neurosis comunes en otros artistas. Su obra más célebre era una serie de estatuillas de bronce de muchachos, un homenaje a las bailarinas de Degas, pero, según sus declaraciones como artista, abordaban la «masculinidad tóxica», un tema que se había popularizado después de que los hombres, milenios demasiado tarde, hubiesen sido conscientes de su existencia. Cuando empezamos a salir, su obra había comenzado a venderse a precios más altos y Richard Serra lo acababa de acoger bajo su égida. Para Henry, Serra era como un dios caminando por las calles de Nueva York, y que fuera su mentor se esgrimía como señal de que mi entonces marido estaba destinado a una inequívoca carrera meteórica.

 

 

No obstante, sí que teníamos un problema recurrente; la fidelidad siempre estaba fuera de nuestro alcance. Seis meses después de conocernos, me enviaron fuera de la ciudad para hacer un reportaje, acompañada de un fotógrafo, y una noche, sin más, pasó algo entre nosotros. Cuando volví del viaje, le conté a Henry la indiscreción con la esperanza de verlo por fin enfurecido, pero no me dio la sensación de que estuviera enfadado, solo sorprendido. Guau, no paraba de decir. Guau. ¿En serio? Le supliqué que me perdonara, pero no dejaba de negar con la cabeza y de decir guau. Tras un par de días de frialdad, pareció olvidarse de todo el asunto, aunque más tarde me di cuenta de que lo que realmente había pasado era que había metabolizado mi traición en carta blanca para sus propias infidelidades. Sus confesiones también eran alarmantemente fáciles de gestionar. Yo lo perdonaba. Le decía que lo entendía. Varios deslices y reconciliaciones más se sucedieron una y otra vez en los años siguientes, y a lo sumo nos tirábamos una noche enfadados, pero a la mañana siguiente todo parecía olvidado, agua pasada.

Quizá nunca lo admiré como él quería que lo admirasen, y quizá él nunca me prestó demasiada atención, siempre pasaba por alto detalles cruciales. Y esos dos fracasos —el de mis elogios y el de su comprensión— nos llevaron a vagar, a buscar comprensión y elogios en otra parte. No sabíamos cómo encajar, pero tampoco tiene sentido intentar escribir la autopsia de un matrimonio; cada lado es una isla rodeada de falsedad.

1989

 

 

 

 

Fue el 27 de abril de 1989 cuando todo cambió.

La galería de X celebraba una fastuosa inauguración para su nueva obra, Los trípticos de la amnesia. Henry y yo estábamos en la lista de invitados como acompañantes de Richard Serra.

A mí Serra no me caía bien. Nada bien. Todas las veces —sin vacilaciones ni salvedades— me presentaba como «la mujer de Henry Surner» y encontraba infinitas ocasiones para darme palmaditas en la parte baja de la espalda. Cuando se lo conté a Henry, pareció halagado, incluso emocionado de que yo le «gustase tanto» a su héroe y me aseguró que Richard solo estaba siendo amable. También me dijo que nada de eso me molestaría si lo conociera un poco mejor y, en todo caso, el apoyo de Richard era demasiado valioso para cuestionarlo. Aquel año cumplí treinta y dos, pero aún me faltaba la confianza suficiente para hacerme valer o trasladar mis quejas con claridad. Como muchas otras mujeres de esa edad y en aquella época, albergaba una rabia creciente que no sabía cómo expresar, como si me hubiese crecido por dentro un órgano nuevo, pero aún no hubiera empezado a funcionar.

Cuando llegamos, la galería estaba abarrotada y nadie alcanzaba a ver los cuadros, aunque, por supuesto, eran lo de menos. Yo estaba apretujada entre mi marido y Serra cuando X apareció ante nosotros, sin más, la mujer que pronto destruyó la vida que yo había vivido hasta entonces.

En aquel momento, lo único que sabía de X era que tenía cierta fama en el mundo de la música; también había leído una de sus novelas, que había publicado con seudónimo. Yo no tenía muy claro quién era y por qué parecía importarles tanto a ciertas personas y cómo conseguía tener una sola letra por nombre. Nunca había visto ninguna fotografía suya, así que no sabía qué esperarme, pero la noche de la galería estaba radiante; no tanto porque rezumase belleza, ya que nadie hubiese dicho que la suya era una belleza

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