Con amor, tu hija

Jorge Alberto Gudiño Hernández

Fragmento

Con amor, tu hija

Cuando recibí el mensaje de Emily anunciando que vendría acompañada, sentí una ligera crispación, como si algo se hubiera desgarrado en el ambiente y luego vuelto a cerrar, dejando una rendija por la cual se colara una ráfaga gélida en medio de la tibia parsimonia del trópico. Por más que la herida se hubiera curado, siempre quedan vestigios, cicatrices.

Creo, incluso, que esa crispación se tradujo en un escalofrío que me levantó de la silla, precipitándome hacia la ventana. No encontré el paisaje apocalíptico para el que me había preparado, ni siquiera el gris mandoble de un cielo con tintes blanquecinos y ningún contraste. A cambio, me topé con lo habitual en cuanto recompuse mi angustia sujetándome con fuerza de la jamba de la ventana: fundidos en el horizonte, un cielo y un mar traslúcido en el declive malva del atardecer. A lo lejos, unos veleros deportivos tiñendo de matices las aguas con sus banderas y sus velámenes patrocinados. Una de las tantas regatas que se celebran en estos mares; la insania plena de aquellos que no debiendo luchar por su vida, lo hacen por placer. Mucho más cerca, el rasguño malevo de las aguas sobre la arena gualda, ahíta de repetición pero altiva de fortaleza. Era la conjunción absoluta de todas las razones por las que me había mudado a la isla, a esta casa. Incluso alcancé a jugar con la idea del barco a punto de avanzar por el sinuoso camino por donde bajo todos los días a la playa; tal era la ubicación desde mi perspectiva.

No soy capaz de discernir si fue la certeza que me brindaron las imágenes cotidianas, aderezada por el gorjeo vespertino de los mirlos, lo que me hizo pasar por alto la crispación. Es difícil elegir a toro pasado la serie casuística de nuestro proceder. Si acaso conseguimos adaptar nuestro presente a las posibilidades de antaño, pero no es más que una fatamorgana elaborada por nuestras convicciones. En este caso, tal vez fue la secuencia de los tragos con la que me adentré a una noche plagada de estrellas o el incitante crepitar de las brasas de los cigarros suaves con los que suelo terminar el día. No lo sé. Si fuera cosa de escoger, optaría por la suma de las tres circunstancias, pero elegir una sola sería desperdiciar el resto. Da igual. El caso es que antes de irme a la cama ya lo había olvidado.

Ha venido a mi memoria al día siguiente. El aviso me recibe en cuanto termino el desayuno. En el escritorio me esperan mi consabida jarra de café y mi computadora portátil. Antes de levantar la tapa para enterarme del estado del mundo, de los correos, presiono con calma el émbolo que colará el grano, apresándolo contra la base plástica de la cafetera. Más que presionarla, descanso la muñeca sobre la perilla; su tacto metálico responde a la gravedad conforme se entibia. Va cediendo poco a poco al peso hasta que acaba su recorrido. Sólo entonces me sirvo la taza, reclino el asiento y me preparo para el primer sorbo mientras miro mi pedazo de mundo por la ventana. Disfruto de la sorpresa que me regala un gránulo de café fugado del tamiz.

Hay quien asegura que los rituales son propios de los inseguros o de los neuróticos; también se puede incluir a los artistas. Salvo que se equivoquen, las tres cualidades me vienen bien, con sus matices. Aunque yo creo que el asunto del ritual tiene además un componente atávico que se ha ido acrecentando conforme pasan los años. Entonces los rituales son propios de los viejos y eso es algo que, en definitiva, aún no soy. Mas no por ello se me podría convencer de que el café tiene el mismo gusto si se sirve directo de la percoladora, de la marmita, o si se disuelve el contenido deshidratado de un frasco en agua caliente y se revuelve como sin querer, de manera prosaica.

Así que el mundo bien puede esperar a que yo tome este primer sorbo.

Media taza más tarde, una de las ventanas de la computadora me proyecta las esquirlas angustiantes de la espera. Termino por convencerme de que mi suspicacia es exagerada y le contesto a Emily en los términos habituales. Si va a venir acompañada, habrá que resignarse. Yo nunca he sido uno de esos padres que se escandalizan por la vida sexual de sus hijos y no voy a empezar a serlo a estas alturas. Además, los últimos años ya se había hecho acompañar de noviecillos de estación, tan insulsos que no alcanzaron a tomar un lugar en mi memoria. Si acaso hubo un ligero arrebato de celos la primera vez que llegó con uno de ellos, empalagoso hasta decir basta. Lo superé como he superado al resto: resignándome a la idea de que mi hija no es una niña, de que no hay nada que le pueda prohibir que no sea capaz de hacer en otra parte. Así la he visto llegar con una colección variopinta de especímenes. A la hora de escoger prefiero a los que hacen de su cuerpo un templo bien cuidado y se ocupan de presumirlo. Al menos han de ser buenos en la cama.

Como tampoco tengo ánimos de escribir, en cuanto mando el mensaje salgo a caminar un rato con la esperanza de convertir el sendero que baja desde mi casa en un puente sobre el océano. Es una de las ventajas de ser exitoso. Uno puede darse la vida que siempre ha deseado. Y eso es justo lo que he venido haciendo a lo largo de los últimos años: bajo sin presiones hasta donde las olas acarician mis pies, arremango los pantalones del lino más fino que he conseguido, me siento sobre la arena, tomo un nuevo trago de café y me dispongo a que la vida siga su curso.

Decido ir a recogerla por vía terrestre; algo impensable hace apenas unos años, cuando llegué a esta isla. Entonces era necesario cruzar el océano ya fuera en el trasbordador colectivo, en la lancha alquilada o en la embarcación propia. Por suerte ya no es así. El aeropuerto queda a unos veinte minutos por la autopista una vez que se ha llegado a tierra firme desde la península. Es usual que muchos visitantes, sobre todo los que vienen a hospedarse a uno de los grandes complejos hoteleros, contagiados por el exotismo del lugar, prefieran tomar el autobús hasta el embarcadero, desde donde una nave los llevará a la isla, arribando a uno de los tantos muelles que tienen instalados los hoteles. Es una de esas trivialidades que se vuelven irrenunciables a la hora de lanzarse a la aventura, de dejarse seducir por el paisaje. Visto con calma, resulta un desatino porque implica padecer ciertas incomodidades. Verse sometido, por ejemplo, a una nueva documentación de equipaje tras varias horas de vuelo no lo compensa la barrera de coral sobre la que pasa la embarcación con fondo de vidrio. Para ello hay tours mejor planeados. Mojarse las sandalias de lona tan propias para el viaje aéreo o padecer náuseas por el cambio de transporte, tampoco. Cuando no había alternativas uno se aguantaba, ahora es una necedad.

Así que me subo al coche para dirigirme al cordón umbilical de la isla. Una ancha carretera que la une a tierra firme y le quita la posibilidad de pensarse apartada del resto del mundo. La tira de concreto y asfalto que conecta a toda la península desemboca en un pequeño islote que es el epítome del lujo, representado por un fastuoso hotel. Desde que construyeron el camino, mi isla es apenas un satélite adherido al continente, como en las maquetas escolares de la infancia, en las que unos alambres unían a los planetas del sistema solar o como

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