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Me avisaron por correo electrónico que querían bautizar un auditorio con mi nombre. Era un mensaje discreto que apenas llamó mi atención. Fácilmente pude haberlo perdido entre las docenas de anuncios de prozac, viagra y métodos para alargar o ensanchar miembros que, juego de palabras aparte, constituían por aquel entonces el grueso de mi correspondencia diaria. Minutos antes había recibido un par de cartas de caballeros nigerianos o senegaleses o angoleños, no recuerdo, que me ofrecían increíbles fortunas a cambio de ayudarlos a rescatar fondos perdidos por un trágico accidente o por una incipiente guerra civil. Hoy esos mensajes han caído en desuso y se han vuelto bastante inusuales. Aparentemente los timadores que los distribuían han perdido la esperanza de embaucar incautos de esa manera. Pero ese día, en medio de aquella homogeneidad de propuestas fantásticas, el mensaje del auditorio me pareció muy peculiar.
Estimado maestro Niarf Yahamadi:
Por medio de la presente queremos informarle que el consejo directivo de esta institución, tras largas sesiones de debate y reflexión, ha llegado a la decisión unánime de dar a nuestro renovado auditorio su nombre, a manera de tributo por su brillante prosa, su notable carrera, sus aportaciones a la cultura y sus enormes triunfos profesionales.
Le extendemos una cordial invitación para que nos honre con su presencia en la ceremonia inaugural el 25 de julio próximo. Asimismo, tanto la dirección como el cuerpo docente, y en especial los alumnos de esta institución, estaríamos profundamente agradecidos con usted si pudiera ofrecer una conferencia magistral en el auditorio que es desde ahora su casa.
Le agradeceríamos infinitamente que nos informe si acepta este modesto homenaje, que nos confirme si le será posible asistir a nuestra ceremonia y si podremos deleitarnos con una de sus conferencias internacionalmente reconocidas.
Sin más por el momento, le enviamos un saludo cordial y esperamos su respuesta con ansiedad.
Lic. Guadalupe Fritz-Romo
Directora de la Academia Cuauhtémoc de San Ismael
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Me pregunté por qué la palabra “visita” del anuncio final estaría acentuada. Seguramente era una señal de que la división de noticias de Yahoo! en español contaba con el teclado adecuado para ese idioma en sus computadoras y no tenían miedo a usarlo.
Había recibido invitaciones extrañas a participar en actividades insólitas, a leer en lugares absurdos, a dar cursos en las condiciones más precarias, a ser juez de concursos oscuros y a presentar las obras y los trabajos más desternillantes, pero no en el buen sentido. No obstante, esto sonaba tan elogioso y ridículo que me preocupó. Nadie medianamente razonable, cuerdo, informado e inteligente tendría la idea de nombrar un auditorio —¡que va!, ni una bodega de intendencia— con mi nombre. Nada en mi currículo podía hacerme merecedor de un honor semejante. Yo no contaba con un solo premio importante ni un bestseller ni un diploma prestigioso ni un reconocimiento valioso de las cúpulas del poder de la cultura ni había enseñado a generaciones de estudiantes agradecidos ni era rico como para que pudieran quererme seducir por mi fortuna. Varios escritores contemporáneos estaban convencidos de que yo había muerto “hace algunos años”. Nunca dejaba de sorprenderme cuando mis propios amigos me decían que habían leído algo mío. El solo hecho de que unos desconocidos estuvieran interesados en leerme me parecía un privilegio; que quisieran celebrarme de esta manera exuberante resultaba prácticamente imposible. Había publicado varios libros, pero hacía años que no tenía libro nuevo. Mi único triunfo relativamente reciente había sido publicar un relato en el New Yorker. Y sí, había sido un logro sorprendente para un autor sin premios ni fama ni pedigrí cultural ni editores agresivos ni agentes violentamente necios; pero a nadie le dan un auditorio por meter un cuento en una revista, ni siquiera en la revista emblemática del esnobismo literario neoyorquino. El mensaje no podía ser más que un chiste de mal gusto, una nueva estafa de internet. Pensé olvidarme del asunto. Las posibilidades de ridiculizarme a mí mismo al responder eran enormes.
Sin embargo, no pude sacarme de la cabeza la invitación, el tono provinciano y almibarado, la tiesa y torpe adulación que mientras más leía más parecía legítima. Eran las diez de la mañana, hora en la que usualmente comienzo a trabajar frente a mi computadora. Ese mensaje me había dejado inquieto, pensando en el fracaso y en todas esas cosas que acechan en la soledad. Decidí salir a la calle, tomar un café, quizás encontrar a alguien con quien hablar o por lo menos pensar mirando a la gente pasar. Con un poco de suerte podría encontrarme a algún conocido, o con un poco de valor podría iniciar una conversación con alguna desconocida y entonces sí olvidarme del mensaje y de otras miserias cotidianas. Mientras me ponía zapatos y tomaba mis llaves podía escuchar una pequeña voz que repetía elogios y adulaciones. Al caminar por la ruta que habitualmente recorro en dirección al café pensé por primera vez en los nombres de las calles, escuelas y bibliotecas que me rodeaban. Todos provenían de una cultura en gran medida desconocida. Apellidos de jefes de industria, héroes de guerras, políticos con plantaciones y esclavos. No podía reconocer a uno solo de los personajes insignes que habían dado su nombre a las avenidas, instituciones y bienes raíces más prestigiosos por las que pasaba diariamente: Driggs, Wythe, Berry, Kent, Richardson y Havemeyer. Nombres sin referente, nombres huecos. Que mi nombre pasara a unirse a esa colección de personajes insignes ahora olvidados casi me parecía apropiado.
¿Qué más daba que un teatro se llamara Harry Truman, Pedro Sánchez, Joe Smith o Íñigo Betancourt? ¿Quién putas era Íñigo Betancourt, por favor? Un edificio, estadio, estacionamiento, parque o estanquillo podía llamarse como fuera. ¿Por qué no como yo? No quiero decir con eso que me mereciera un parque o un museo, sino que no importa el nombre que se utiliza para denominar un recinto, ya que con el tiempo el personaje homenajeado pasa al olvido, y el nombre, de conservarse, no tarda mucho en convertirse en una simple secuencia de letras o sonidos sin historia, en un eco amorfo, en una anécdota curiosa para los aficionados de los datos históricos inútiles.
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El correo de la licenciada Fr