I
La selva tucumana despierta con los gritos de un mono araguato. Bajo los árboles, perdida entre kilómetros y kilómetros de vegetación, se escucha la tos de un hombre que camina descalzo, con un sabor tan agrio en la sangre que los zancudos ya no pululan a su alrededor.
No porta palabras; durante años ha estado en la soledad absoluta, repleto de sus propios pensamientos, del color verde y del sonido de las aves, la lluvia, la agitación de las hojas y algún que otro animal terrestre: grillos, simios, lagartos.
Camina grandes distancias, deja que los días transcurran, y durante las horas de sol intenso, se esconde bajo los árboles y duerme. Cuando cae la noche, cruza esta selva baja sin luz. La naturaleza es suya. Sabe que ni siquiera el primer ser se sintió tan de ella como él, aunque también reconoce que ella es cruel y él, solo y enfermo, en la yunga, ya no tiene futuro; no puede cargar troncos ni trepar árboles ni soportar el frío ni el hambre como antes.
Desde una colina, observa el paisaje y trata de identificar su ubicación. Ha olvidado el camino por el que un día llegó. Alcanza a ver una línea gris entre la espesura del verde y nota el tenue movimiento de un tráiler plateado en esa carretera. Sin oír a la inmensa máquina por la distancia que hay entre ambos, se queda tieso, con un dolor que lo recorre del estómago a la cabeza, con el pesar de un mundo paralelo que se inmiscuye en el suyo. Minutos después, reconoce que si camina hacia esa línea de asfalto y la toma en cualquier dirección, llegará tarde o temprano a una zona urbana.
*
Por séptima vez, cae la noche negra, cálida, silenciosa. Las moscas lo siguen como a un buey que anda entre los cerros. Recorre una larga extensión de terreno. Se encuentra con un montón de luciérnagas y, de pronto, un primer farol con el zumbido de la bombilla se apropia del paisaje. El hombre se detiene por varios minutos y recuerda que ha olvidado la palabra «luz»; que de ver a alguien no será fácil pronunciar un saludo ni formular una pregunta, ni siquiera decir su nombre: «Jorge», y sabe que alguien como él —sin dinero, barbado, sucio— representa para los otros lo mismo que un animal.
Encandilado, da unos pasos hacia el frente y bajo la planta de sus pies siente la dureza y el calor del asfalto. Sobre la carretera solitaria avanza otros cuatro kilómetros que le resultan ajenos ante la planicie del camino, y por fin vislumbra las luces de un pueblo de chozas. Afuera de una vivienda, tres viejos toman mate y un niño revuelve el agua y la yerba, colocando un toque de azúcar cada vez que los viejos comparten la bebida humeante. El hombre se acerca despacio y les sonríe con falsedad. Los ancianos ni se inmutan: saben de muchos misántropos aislados en la naturaleza. Balbuceando, como un gorila, entre sus largas barbas y cabellos, con el rostro quemado y maltratado, les pregunta:
—¿Dónde estoy?
Los viejos se ríen, el niño no entiende cuál es la gracia pero también ríe y se da una fuerte cachetada para matar al mosquito que lo pica. Desconcertado, el hombre tampoco recuerda la risa. Ve a los tres ancianos y al niño del mismo modo en que podría estar observando a un grupo de pájaros sobre un árbol. Uno de los viejos contesta:
—Este es el pueblo de Balladares, Tucumán. ¿A dónde quiere llegar?
—Capital.
Nuevamente los viejos se tiran a reír.
—¡Che! Este está más perdido que un político honesto —dice uno de ellos entre las carcajadas que aumentan.
El hombre no entiende la situación. Lentamente las risas terminan y todos presencian el silencio de la noche por unos segundos, hasta que uno de los ancianos lo interrumpe:
—¿Piensa cruzar el país a pie?
—Sí —contesta mientras los mira detenidamente.
Las risas de los viejos regresan, pero el hombre vuelve a preguntar:
—¿Agua? ¿Comer?
Uno de los ancianos se levanta, entra riéndose a su pequeña casa y sale de vuelta para ofrecerle un poco de pan. Hambriento, el hombre apresura el primer bocado.
—Acá la comida se gana, che. No se regala. ¿Tenés con qué pagar? —pregunta con seriedad.
El hombre no contesta pero deja de comer. Otro viejo se le acerca cojeando, le palpa el bíceps y dice:
—Usted es bastante grande, tiene buena estatura. Puede ser útil para muchas cosas.
Sin responder, el hombre le regresa el resto del pan y continúa su camino. Lo sigue el niño mientras un viejo grita:
—¡Oíme, nene, vení acá! ¡No caminés con extraños!
Pero el niño desobedece y va tras lo que le resulta una especie de árbol vagabundo. Después de unos minutos, se detienen, lo mira a los ojos y dice:
—Ve a casa.
El niño estira la mano y le ofrece otro pan. El hombre, agradecido, lo toma, acaricia la cabeza de la criatura y continúa su andar durante la noche, iluminada por los escasos faroles que bordean cada tanto la carretera.
*
La luz que antecede toda materia separa una vez más la noche del día. El hombre vislumbra una ciudad: las construcciones lentamente se convierten en edificios, casas, negocios. En las calles, los automóviles quietos y el aura recién aparece reflejando su luz sobre el suelo. El hombre cruza debajo de un puente y a lo lejos observa a los transeúntes que comienzan a estar de pie, quebrantando la horizontalidad del mundo.
Camina. Evade las miradas. La gente se sorprende de su estado de abandono e incluso se disgusta con su olor. Un grupo de jóvenes lo observa pasar y algo susurran entre ellos. Él continúa y tras sí escucha:
—¡Andáte, cerdo!
A pesar de que reconoce las palabras, las ignora. Camina hasta llegar a una plaza, busca una banca y ahí descansa por horas. El entor
