I
¿En qué estábamos antes de llegar? ¿No te lo dijeron? Quién pudo decírtelo, si no tuviste a nadie para preguntarlo. Y tú, ¿lo recuerdas? ¿Cómo podrías recordarlo? Sobre todo porque no estás aquí… ¿Y si insisto? Vamos, si insisto puede ser que aparezcas.
¿Cómo querría yo que fueras? ¡Querría que fueras lo que fueras! Bastaría un poco de sustancia cálida, un poco de masa ni siquiera ardiente para tocar, para rozar… con rozar de vez en cuando en esta soledad me bastaría, rozar un poco, acariciar sin lastimar ni arañar, ni quedarme nada nada nada en las manos… nada… ni una huella…
Pero no hay nadie aquí conmigo. Nadie, aparte del miedo, del temor, del terror… ¿Miedo a quién? ¡No puedo tenerme miedo! Me he demostrado de mil maneras que soy inofensiva, como un pato a la orilla del lago esperando que los niños me avienten un trozo de comida o que dejen algo en el papel que abandonarán descuidadamente… Pero sienten asco de mí, asco, asco, les ensucié su “día de campo”, su desayuno a la orilla del lago les ensucié, les volví un lodazal el muelle de su desayuno… niños, yo soy como ustedes, déjenme algo, alguno espéreme y quédese conmigo, un segundo siquiera, ¡niños!…
Se van. Su papá va a llevarlos ahora directamente a la escuela. No se les notaba en la cara la desmañanada para venir a desayunar aquí…
Sería conveniente empezar por el principio. Cierto, yo era como esos niños, yo era esos niños y aquí estoy, divorciada de su mundo para siempre. ¡Niños! ¡Yo era lo que ustedes son!
Me debo proponer vencer el miedo para empezar a contar mi historia.
Nací en la Ciudad de México en 1954. Recuerdo con precisión el día de mi nacimiento. Claro, el miedo. La comprendo y no se lo reprocho, tal vez si yo llegara a estar en su situación (ni lo imagino, sería demasiada fortuna) yo también sentiría miedo.
El miedo era por la abuela, no por mí. A mí, ¿qué? Todavía ni me veía… yo era tan indefensa… Más indefensa que cualquier niño de mi edad, que cualquier otro recién nacido.
Vuelvo al miedo, a la miedo: la jovencita, bañada en sudor, despeinada, con el cuerpo sometido a la violencia del parto, despojada de todos los signos de coquetería, era inocultablemente hermosa. Ese día estaba más pálida que de costumbre y cuando la vi por primera vez tenía en todos sus rasgos reflejado el miedo que no imaginé brincaría a mí para nunca dejarme.
Se llamaba con un nombre totalmente distinto al mío. Un nombre más sonoro, un nombre que yo le pondría a un hijo si lo tuviera. Se llamaba Esther.
Aunque la vi desde siempre con tanta precisión, la quise mucho, como si fuera mi madre.
¿Cuánto tiempo tardé en darme cuenta de que ella no era mi mamá? Siempre lo supe, pero hasta el día en el que ellos llegaron por mí, todo funcionó como si ella lo fuera.
En cambio no lo recuerdo a él esa noche. ¿Dónde andaría? Diré que trabajando para no ofenderlo, pero en cuanto vi la palidez de ella y la extraña miseria que la rodeaba entre las sábanas y las manos impías (quiero decir sin cariño ni piedad) que la rodeaban, lo supe todo. ¿De qué le servía su arrogante belleza si no era para ser amada por el hombre que ella quería? Tal vez era demasiado hermosa como para ser querida por nadie. No lo sé.
En el momento en que nací, mi abuela dejó de hablar allá afuera. Paró de quejarse. Tomó un respiro y no sé qué la arrulló. ¿Yo? Se quedó dormida de inmediato. La que debiera ser mi mamá, en cambio, no se durmió; me miró con una mirada que me recorrió el cuerpo poniéndome en todas las partes que lo componían su nombre respectivo, volteándome huesos y piel con un sentimiento similar a la ternura, como no me volvió a ver nunca nadie.
Mi abuela me miró con desilusión porque yo no era varón como ella hubiera querido. Mi papá… él no me miró ni ese día ni los siguientes, hasta que perdí la cuenta. Entonces, cuando dejé de notar que no me miraba, lo hizo y jugó conmigo. Era estupendo compañero de juegos.
Ellas no sabían jugar. De niña, al dormirme, me inventaba recuerdos. Recordaba (jugaba a recordar) que alguna de las dos Estheres había jugado conmigo: al té, a la casita, a las muñecas, a cualquier cosa. Eso me decía para arrullarme mientras ellas ponían en mí sus manos exageradamente blandas y me cantaban canciones desentonadas. Las quería mucho, tanto que no sólo me arrullaba con ellas sino que en las mañanas, al despertar, mi primer pensamiento era para ellas dos, y al salir de la escuela también era para ellas dos. Casi toda mi infancia.
Afuera a veces escucho a las que vienen persiguiendo y aún no les dan caza. ¿O serán las mismas? Aúllan, tienen horror de los que las persiguen. Corren, vuelan, son capaces de cualquier cosa para salvarse. Han de ser otras cada noche, seguramente, seguramente porque ninguna podría escapar, es imposible escapar, que nadie intente engañarse. Alguna noche se lo grité a la desesperada en turno, pero no oyó. Prefiero no gritar más, no tiene sentido y me hace mal. Estoy mal. Tengo tanto miedo. Tengo tanto miedo y no hallo cómo gritar mamá. Es un grito que no puedo emitir, porque esa palabra no la tengo.
Otras palabras sí, sí que las tengo. Tengo árboles. Tengo casa, tengo claramente la palabra miedo y tengo sobre todo la palabra patosenelparque porque de ella les quiero hablar hoy.
¿A quiénes, a quiénes les puedo hablar? Me inventaré por esta noche que sí puedo conseguir interlocutores desde mi oscuridad. Patosenelparque, con papá… él nos llevaba. El desayuno se preparaba en casa. Luego, tomaba el camino a la escuela, como siempre, hablando de lo de siempre, de un juego que él creía inofensivo pero que para mí era un juego de asalto y de dolor. “Yo no soy su papá… yo soy un señor que se las va a robar, un robachicos… un ladrón… me las voy a llevar para pedir dinero a cambio de ustedes… Si no me pagan las haré chicharrón…”. Ahí les ganaba la risa, a él y a mis hermanas. Se reían a chorros, a carcajadas y con gusto, mientras yo pensaba: ¿chicharrón? ¿Dinero? ¿De qué demonios —pensaba—, de qué demonios estaremos hechas?
Íbamos al lago de Chapultepec. Nos desayunábamos sin apetito, picoteando aquí y allá, como patos, lo que nos hubieran puesto en la canasta, y nos llenábamos los zapatos de lodo, los choclos bicolores (blancos y azul marino) que llevábamos a la escuela.
Oía en las noches los pasos que entonces me asustaban pero creía inofensivos y si de noche no me permitían dormir, de día creía percibir en ellos un dulce arrullo, y tenía sueño en clase de español y sueño en matemáticas, en inglés, en gimnasia, en todas las materias… Era un sueño dulce, un sueño que nunca me hizo mal, un sueño a tientas, temeroso de mí. Ahora me ha ganado por completo y sé que nunca podría despertar.
Papá nos llevaba a la escuela por distintos caminos. Nunca comprendía (de todos modos) cómo demonios se llegaba a la escuela. Las calles siempre me dieron vértigo, nunca me aceptaron como a una de las suyas. A ellas nunca pude engañarlas. Ni a la ciudad. Pero menos que nadie a mí misma.
Tomaba una ruta distinta y nos contaba cuentos y nos hacía bromas y era enormemente feliz con las que él entonces miraba en toda la extensión como sus legítimas hijas. Y todas lo éramos.
En la escuela… Nunca podré recordar cómo era precisamente la llegada a la escuela. De pronto estaba ahí. Conjeturo que me bajaba del automóvil torpemente, un poco mareada, sintiendo un enorme alivio porque había podido llegar a mi lugar a pesar de las amenazas del señor ese que decía que no era mi papá… Llegaba, procuraba no tropezarme con mi propia mochila y ¡el ruido!, ¡el ruido, el parloteo! Tampoco lo recuerdo, lo imagino, debía estar ahí… Lo que recuerdo era la fila, el estar formadas en el pasillo con la luz del día a la izquierda entrando a chorros por un enorme ventanal mientras alguien, a quien no veíamos, rezaba en voz alta, decía cosas que nunca entendí, y luego el saludo a la bandera, mexicanos al grito y algo así como como remellos cuyos aliños un viento helado marchita en flor… Palabras indescifrables, tanto o más religiosas que aquellas con que había empezado el día.
Una mañana a medio recreo, María Enela (así era su nombre, era —o así lo recuerdo, pero lo defenderé— Enela) me invitó a entrar con ella en el gallinero. En él no había gallinas ni restos de gallinas, sospecho que era un proyecto de las monjas que no arraigó… un edificio abandonado, limpio no sé por qué, oscuro y silencioso. Entré con ella. Entonces los pasos se hicieron más presentes y ella me preguntó:
—¿Qué son esos pasos?
—¿Qué van a ser? —le contesté—, nada…
—Sí sabes de qué hablo —me dijo—, sabes muy bien… Me han venido siguiendo… Me dijeron que te preguntara a ti.
Tuve tanto miedo que eché a correr hacia fuera del gallinero. Enela salió corriendo atrás de mí, llamándome por mi nombre con insistencia.
Salí del gallinero, corriendo, pero en cuanto pude alzar la vista me detuve: el enorme patio se encontraba vacío. ¿Se habría acabado la hora del recreo? Sentía atrás de mí los pasos de Enela ya no persiguiéndome sino buscando también (como yo) el camino a nuestro salón. ¿Por qué estaba vacío el patio? Subimos (primero yo y casi pisándome los talones Enela) los escalones que nos dividían de la entrada a los salones y de lo que llamábamos el “patio de gala”: un hermoso jardín meticulosamente cuidado, rodeado de hortensias, con su recortado pasto siempre verde y tupido, al que las niñas no teníamos acceso más que en días de fiesta. Subimos, decía, la escalinata bordeada por el lado izquierdo de un muro (o piso) inclinado, de piedra volcánica, y sentí cómo Enela volteó para ver el patio en toda su extensión —al fondo las canchas de básquetbol, más abajo el terraplén donde se practicaba atletismo: el tiro de jabalina o bala, salto de longitud, de altura (en una alberca de aserrín)— y dijo “no hay nadie”. ¿Cómo no habíamos oído el timbre, el fuertísimo, agudísimo timbre que indicaba el regreso a clase? Tuve miedo, Enela tuvo miedo también. Sentí que no tenía sentido seguir subiendo la escalera, para qué, y volteé esquivando la mirada de Enela, cuando las vi salir de la izquierda, de donde la terraza me tapaba las canchas de volibol, vi surgir como un enjambre a las niñas, un enjambre gris, un ejército de hormigas con sus suéteres grises y sus grises faldas de tablones grises saliendo con barullo del área de la cafetería… Al término de la escalera, en lugar de caminar un poco hacia la izquierda y entrar por la puerta del pasillo, di vuelta a la derecha y bajé corriendo los otros escalones: ahí estaban todas, aglutinadas en la terraza de la cooperativa y atestando la cafetería, recibiendo los premios anuales de la cooperativa escolar, los bonos que esa tienda manejada por las alumnas de sexto había rifado, como todos los años, y que daban carta abierta a dos alumnas durante lo que restaba del año escolar para comer cuanta golosina quisieran. Alguien me jaló de la manga y me dijo: “¡hubo uno para ti!”. A empujones me abrieron paso a la barra de la cooperativa y grité mi nombre. “¿Dónde está?”, me preguntó una de las grandes desde su altura inconmensurable. “Soy yo”, le contesté y gritaron mi nombre, me aplaudieron, otra de las mayores me cargó y me subió a la barra y corearon hurras, vivas, cantaron una porra, me entregaron el bono (una credencial azul, con mi nombre escrito) y entonces fue cuando sonó el timbre para regresar a clase.
…la niña en la terraza lleva rato corriendo tras una lagartija y por fin puede asirla, la detiene y la lagartija corre, ¿cómo corre si aún la está deteniendo? Suelta lo que tiene en las manos: la cola baila feliz y victoriosa en el piso, distrayéndola. ¿Cuánto tardó en dejar de moverse? Mucho más tiempo que el que le llevó a su lagartija huir fuera del alcance… Exactamente igual me ocurrió con el bono de la cooperativa. Lo que tardé en darme cuenta fue lo que tardé en encontrar el salón y toparme con la mirada de Enela y decidir que, a costa de lo que fuera, yo debía esquivarla, esquivarla… No podría soportar mi propio miedo reflejado en ella…
En el recreo del día siguiente me cuidé muy bien de no acercarme a María Enela. No fue fácil, hábilmente supo incorporarse al grupo con el que yo siempre compartía los juegos.
Cuando bajaron a los patios, no me uní a ellas. Esperé al último momento para salir del pasillo. Trato de recordar el nombre de la niña que, buscando algo que nunca encontraría en el fondo de la mochila, hacía tiempo en el salón para evitar ante las otras la vergüenza de salir sola (¡otra vez!) a deambular por los rincones más desiertos de la escuela. Era de cara gordita, la peinaban con una sola trenza restirada en la coronilla y abundante jalea. Tenía el cutis pálido y un poco rosado en las mejillas, mostraba una fragilidad de espíritu que nunca encontraría cómo ocultar, ni siquiera cuando se convirtió prematuramente en una adolescente hermosa. No recuerdo su nombre. La invité a salir conmigo, ésa y otras mañanas en que Enela pudo sostener su pasajera amistad de conveniencia (que nadie conocía, más que yo) con mis amigas; no fueron muchas, para mí las mañanas más largas de la vida escolar. Largas, claras, demasiado lentas y que alguien podría etiquetar como “aburridas”.
No me aburría. Sentadas en los subibajas con forma de rebanada de sandía diseñados para las niñas más pequeñas, nos platicábamos, meciéndonos casi imperceptiblemente, muchas cosas. Estábamos refugiadas en el patio de las más chicas, el que daba a los salones de kínder y que aunque no estaba prohibido nadie usaba para jugar, aislado de los demás patios pertenecía a un territorio aparte, y ahí jugábamos un juego que conocí (porque entonces lo practicaba sin conciencia) cuando era más grande: la plática. ¿Qué tanto nos contábamos? Muchas cosas, intimando verbalmente como hasta entonces nunca lo había hecho con nadie. Que si su papá, que si el mío, que si Esther, que si la maestra de español, que si… nos platicábamos como adolescentes, como mujeres adultas, como viejas, largamente…
Así corrió tiempo entre la entrevista del gallinero y el orden que recuperé trastabillando en la oscuridad del miedo. Pocas eran las noches en que los pasos no me perseguían empecinados ocultándose tras los sonidos que escuchaba intentando dormirme.
Esa mañana parecía que estaba a punto de llover. De hecho unas pocas gotas rompieron una larga fila organizada para jugar quemados y corrimos alborotadas para meternos en el pasillo que unía entre sí los salones, para protegernos de la lluvia. Buena para correr, entré primero que ninguna de mis amigas al pasillo. Me topé con el espectáculo siguiente: a la mayor de mis hermanas le habían sacado la mochila del salón y le brincaban encima; mientras ella trataba de recuperarla, colocaban a su mamá unos adjetivos que no comprendí… pensé en los lentes que ella usaba para leer el pizarrón y que estarían haciéndose papilla en la bolsa exterior de la mochila de cuero, nueva todavía antes de pasar por la tormenta de pisotones que a coro iba creciendo con la lluvia. Me abalancé por la mochila, mordiendo la pantorrilla que en turno le saltaba y mordí y mordí… trataban de separarme de ella, pero la rabia que sentía era tan grande que no permitía abrir las quijadas mientras la dueña de la pierna aullaba y las demás gritaban y yo recordaba con los ojos cerrados la mochila en el cuarto de mis hermanas la tarde anterior y pensaba que no era justo cómo la habían dejado y apretaba las quijadas fuertemente, y la maestra me tomó de los cabellos, despeinados de tanto jaloneo, y me condujo de inmediato, en medio de un silencio sepulcral, a la oficina de Mother Michael, la directora.
Debería haber sentido miedo. Nunca antes me habían llevado con la directora, era el último recurso de la disciplina escolar. Primero venían los papelitos que se mandaban a la casa: verde (primera llamada de atención), azul (segunda) y el rosa (tercera y última, casi un latigazo), los cuales había que regresar al día siguiente firmados por ambos padres. Si los papelitos no eran suficientes, la oficina, la temible entrevista con Mother Michael, de la que nadie hablaba porque pertenecía a lo pavoroso. Yo no le tenía ningún miedo a Mother Michael, claro que sería incapaz de no obedecerla o de faltarle al respeto, pero menos le iba a tener ninguna consideración a nadie en el estado en que me encontraba, prendida de ira todavía… No sé cómo le hizo la maestra para separarme de la pantorrilla sin que yo me llevara el pedazo adentro de la boca.
Mother Michael abrió la puerta y yo empecé a hablar. Le expliqué lo de los lentes, lo de la mochila nueva que Esther le había comprado la tarde anterior, lo de las palabras incomprensibles que le gritaban a mi hermana para definir a su mamá, repitiéndoselas una por una como las recordaba. Mother Michael me miró directo a los ojos. “Voy a tener que castigarte —me dijo—, porque si no todas las niñas van a empezar a morder a sus compañeras, pero hiciste muy bien. Quédate conmigo. Teacher, papelito rosa for those who jumped in la mochila”. Me quedé con Mother Michael. Apenas cerró la maestra la puerta, me miró de nuevo y me habló en inglés, su lengua materna, mucho rato, muchísimo rato, paseándose con largos pasos. Nunca la había visto yo tan habladora y no encontraba qué la había puesto así. Salió de su oficina y me dejó ahí a que esperara el timbre de salida.
¿Me dormí en la oficina de Mother Michael? Los cajones del enorme escritorio de madera crujieron en voz alta, al rato de estar yo aburrida esperando. Crujieron y crujieron, uno por uno, y acto seguido escuché adentro del escritorio los mismos pasos de siempre, los pasos que Enela al mencionar volvió semillero de terror. No podía salir de la oficina, tenía que obedecer a Mother Michael, estaba atrapada, los pasos estaban ahí, junto a mis piernas que colgaban inermes en la silla, ya habían llegado, y rompí a llorar diciéndoles: “ya, por favor, ya no suenen, les tengo miedo, llévense mejor a Enela”.
No sé cómo me atreví a decir eso. Sólo el miedo que sentía puede explicarlo.
Pararon de sonar de inmediato.
A la mañana siguiente, al entrar junto con todas mis compañeras al salón, bajo la tapa del pupitre encontré un recado acomodado encima de mis libros. ¿Quién lo pudo poner ahí? La letra era de un adulto. Antes de acabar de leerlo, cerré el pupitre y haciéndolo bolita en la mano lo guardé en mi mochila. ¿Sería mi maestra? ¡De nuevo sonaron los pasos! Enela pidió permiso para ir al baño y la maestra se lo negó: “¿al baño llegando?”. Vendes a Enela… eso decía el recado, la primera línea del recado… vendes a Enela… y los pasos sonaban en el salón, nadie parecía percibirlos más que yo y evidentemente Enela, Enela aterrorizada pidiendo permiso para ir al baño.
“¡Mire, maestra!”, gritó Rosi atrás de mí. Señalaba un charco en el piso del salón, abajo del pupitre de Enela. “Mire…”. Enela desvanecida tenía la cabeza apoyada en el pupitre, la falda empapada y los ojos abiertos, como los de un muerto. “¡Enela!”. No respondió al llamado de la maestra. “Rosi, corre a la enfermería”.
¿Cómo se la llevaron del salón? No me di cuenta. No volvió en sí. Todo me daba vueltas.
No escuché la broma de papá en el camino. Al llegar a la escuela, bajé del coche y esperé a Enela con impaciencia. El día anterior, respondiendo a la llamada de la escuela, habían ido por ella sus papás y se la habían llevado a su casa. Yo esperaba que fuera algo pasajero. Me prometía atreverme a platicar con Enela de los pasos. Conversé con ella en silencio. No sé, tal vez juntas podríamos oponernos, vencer un destino que no comprendía yo en toda su extensión pero que empezaba a atisbar con desesperanza.
La esperé también las mañanas siguientes. Enela nunca volvió a la escuela. No me atreví a preguntar a la maestra por ella.
Trataba de olvidarla y lamentaba no haber leído todo el recado que alguien había puesto sobre los libros que guardaba en mi pupitre.
Nunca supe cómo perdí el papel. Llegando a casa me encerré en mi cuarto para desdoblarlo y leerlo, pero no lo encontré, ya no estaba en la mochila. Tuve miedo de que se me hubiera caído y lo leyera alguien antes que yo y me culpara en público de lo que yo me sabía culpable, porque sí, yo había vendido a Enela, pero, ¿por qué había necesitado yo venderla?
“Mirando al león al que había sido entregado como corderillo, le replicó:
”—¿Qué haces aquí, bestia feroz? Nada hay en mí que te pertenezca; voy al seno de Abraham donde seré recibido en breves momentos.
”De pronto resplandeció su cara como la de un ángel. Él se acercó a sus pies y descansó como una paloma a sus plantas. Pero había llegado la hora de recibir el galardón de sus trabajos. Comenzó a sentir una gran flaqueza y falta de fuerzas y ante los ojos atónitos de los infieles el Santo pasó a mejor vida”.
Leía Mother Michael con su acento inocultable en clase de religión, única que se encargaba de dictar personalmente. La directora cerró el libro de vidas de santos y empezó a comentar exaltada en su media lengua, intercalando palabras en español y en inglés, instándonos a la reflexión, ¡cuánta era la entrega del santo!
Vamos, pensaba, seré cobarde. Entregué a Enela, renegué de Enela… No necesitaba compararme con la carne de los mártires, como lo hacían mis compañeras, para saber cuán poca cosa era… No había necesitado probarme para no pasar la prueba y saber de mis vergonzosas flaquezas. Y sentí más miedo que nunca y los pasos se alimentaban de mi miedo, cebándose con él, de él creciendo, de él engrandeciéndose, volviéndose un monumento de la remordida carne de cañón en que no sabía que me había convertido.
II
No supe cómo aprobé el año escolar. Si intentara apegar lo que cuento a cierta lógica, tendría que decir que, debido a mi historia con Enela, presenté problemas en los estudios. Atormentada, remordida, culpable, castigada con el solo hecho de ser quien era… me debía resultar imposible concentrarme. Pero fue esta ausencia de capacidad de concentración la que me regaló la medalla al mérito, el premio otorgado al primer lugar en aprovechamiento.
Distraída aprendía. ¿Aprendía qué? ¡Quién sabe! No me acuerdo de una sola palabra. No sé ni qué temas. Estaba absolutamente fuera de mí, quién sabe dónde, ganaba los dieces en las materias a fuerza de no estar en ningún sitio, esquivando, guareciéndome en islotes que —como no los obtuve de mi imaginación sino de planes de estudio maquinados por burócratas— se esfumaron, no dejando ni un rasgo al cual pudiera asirme como entonces lo hice. Los temarios me volvían robinsona en islas ignotas por las que paseaba sin compartir con nadie y sin saber cómo volver a tierras conocidas, islas que escapaban al huracán destructor que había asolado mi mundo.
Las “conquistas” (si es que Robinson conquistó) me trajeron la gloria: medalla de plata con el escudo de la escuela grabado por un lado y por el otro escrito en la parte inferior 1963, tercero de primaria, en el centro mi nombre y arriba grandote Medalla al Mérito.
No me la esperaba. No tenía idea del valor de los dieces que obtenía, fruto de la distracción. Cuando llegué a la casa, mis hermanas armaron un gran alboroto, le hablaron a papá a la oficina, le contaron excitadas a Esther cómo había sido la entrega una y otra vez con un zumbar de abejas que no paraba y Jose y Esther se encerraron en el cuarto de los papás mientras Male, la mayor —cuya mochila yo había rescatado de los pisotones— me quitaba el uniforme, me decía palabras cariñosas, me vestía con el traje elegante rosa crema de lana inglesa (propio para inviernos en otros continentes pero sudadera en la tarde clara del Valle de México), zapatos de charol… ¡me puso hasta los calcetines!… cuánto se lo agradecí, todas las mañanas buscaba quien me ayudara a hacerlo porque lo detestaba… Me mimó como una mamá pequeña, me peinó, me acicaló, me puso un moño en el pelo, me cepilló los aretes para que brillaran… No recordaba a su mamá —de la que nunca supe el destino— pero había aprendido a suplirla con ella misma.
Esther y Jose me habían conseguido en el clóset de mamá dos sorpresas magníficas: una gruesa cadena de plata para colgarme la medalla y un par de guantes blancos, de tela delgada y fina, los guantes de la primera comunión de Esther.
Papá no tardó en llegar con un pastel de fresas y betún blanco y un litro de helado de chocolate. Era día de fiesta.
¡Pocos días tan lejanos como aquél! ¡Qué diera por volver a vivirlo! En él —un placer verdadero— culminaba el mullido pisar sobre plumas que había inventado con lo que ellos llamaban “estudios” y que no era más que aturdirme, olvidarme de mí y olvidar lo que había visto en la escuela y en la casa, como contaré ahora. Bajo la capa de plumas no hacía falta ser princesa para descubrir los guisantes, pero era cómoda, aún hoy sería amable adormecerme recitando nombres de capitales, fechas de hechos importantes para la patria, procesos biológicos o no-sé-qués estudiados con tan aparente ahínco, poco placer y nulo interés.
Después de la racha de clases particulares a que nos sometió un viaje a Brasil de Esther y papá (pintura, baile, natación, francés) para llenar nuestras tardes en su ausencia, y de la lógica rebeldía a cualquier clase vespertina que mostramos a su regreso, volvimos las tardes una interminable pista de patines. Ni la bajada empinada de la calle de la casa, ni el rodar de sus ruedas metálicas, ni las caídas constantes conseguidas con nuestra imprudencia me hacían sentir insegura, bailaba sobre ellos sin moverme sabiendo al fin que el precipicio siempre esperado en la punta de los pies quedaba bajo mi control y que el constante vaivén que tenía conmigo no lo traía yo adentro: justificado brillaba en las ruedas de mis patines.
Al lado de la casa, no precisamente en el terreno limítrofe sino un par de casas más allá, había un terreno baldío, compañero de las tardes con mis hermanas. Nos internábamos en él, cortábamos flores que nos regalaban las lluvias: margaritas, violetas silvestres… a los girasoles nunca nos atrevimos a cortarlos, eran imponentes como mamíferos.
Digo mamíferos porque no les hubiera bastado para defenderse con ser animales, los insectos son animales y contra ellos atentábamos impunes, dándoles caza y usándolos vivos (para jugar) o muertos (joyas coleccionables). Ambos (vivos o muertos) terminaban estampados en el fondo de cajas de galletas, sujetos con un alfiler y cera de Campeche.
No los matábamos a golpes: los noqueábamos con éter. Los que no morían por este fino método terminaban ahogados en sopas lodosas que guisábamos-cavábamos en hoyos que a ninguna barbacoa le hubieran parecido deleznables.
Cuando pasaron las lluvias, le prendieron fuego al terreno. Nosotras presenciamos toda la operación. Mis hermanas aseguraron haber visto salir corriendo ratas, lagartijas y (eso decían, pero dudo fuera verdad) serpientes, víboras como las que llegaban a vender a la puerta de la casa los chamacos, sujetándolas con una vara, colas de caballos muertos en legendarios combates, porque ellos ¿vencer víboras?, ¡uf!, ¡qué fácil! Ellos eran capaces de vencer cualquier animal o hasta monstruos si fuera menester…
Male y Jose gritaban alborozadas volviendo el incendio un motivo de gozo. Yo, convertida en estatua sobre los patines, una estatua de ojos que veía (oigan bien: veía, no imaginaba) sobre las llamas caras llegadas ahí para observarme, caras sin cuerpo, caras con todas sus partes completas. Una de ellas abrió sus labios carnosos para llamarme. Al oír mi nombre todas sonrieron. Apareció entonces en su lugar una multitud comiendo en franco desorden festivo, comiendo caras, lo vi, ahí estaba, no era mi imaginación, y mis hermanas, cansadas de pedirme que me alejara del incendio que avanzaba tan rápidamente como rápido avanzaban los pasos otra vez, vinieron a jalarme para que las llamas no comieran mi falda o mi cabello.
Cuando llegué a la casa, regañándome pusieron frente a mí el espejo: tenía quemadas las cejas, dobladas y rubias las pestañas de un ojo y la piel enrojecida.
Pensé que me quedaría así, con la cara pelona.
“Parece que le dio un flamazo el horno”, dijo mi adorada abuela cuando me vio (¡por fortuna!) esa misma tarde. Chilloteando conseguí que me invitara a dormir y accedieron porque —ellos dijeron así— “estaba muy nerviosa”.
III
Cuando me quedaba a dormir con la abuela, vencía con su calor la oscuridad. Nos acostábamos en la misma cama, muy juntas, y la olía y la oía respirar y creía que el ritmo de su respiración era el mío y, no me atrevería a asegurarlo pero creo que era así, soñaba yo su sueño, descansando del mío, de aquel desorden que habitó salvajemente cuando le fue posible el mundo de mis sueños.
Con ella dormía. Despertaba después que ella, con la luz bañándome alegre los ojos: nada me había llamado en la noche, nada me había alertado, nada me había dicho ven. Se me dejaba estar ahí llanamente, como ahora lo estoy pero tan lejos de mí. Los sonidos no habían llegado a tocarme el hombro.
No pude inventarme de noche un código que agrupara los sonidos a los que les tenía pavor, pero los fui acumulando, armando un diccionario sin definiciones, un léxico auditivo. Seguramente hay un término apropiado para nombrar lo que formé con los ruidos que me seguían por las noches. Pero a ninguno le puse explicación: de ninguno dije “éstas son las puertas del armario crujiendo”, entre otras cosas porque también a la puerta derecha del armario le tenía miedo porque sí, porque estaba ahí, porque me quedaba cerca de la pierna derecha y la sentía a punto de estallar, abriéndose cargada de lo ignoto… No puse definiciones a los ruidos que enumeré porque las definiciones no me hubieran ayudado en nada, no me hubieran calmado o tranquilizado sino que hubieran enriquecido con más elementos la sazón del miedo. ¡Cuánto más me hubiera alarmado el saber de dónde y cómo procedían!
Había los que me perseguían más constantemente, aunque no eran a los que yo les tenía más miedo. Éstos los escuchaba cuando todavía deambulaban los despiertos afuera de mi recámara; no los quería pero eran hermosos, no me dejaban dormir, tenían el constante carácter de una certeza… Eran los ruidos producidos por el piso de madera, eran los insectos estrellándose en las ventanas, tañidos como de oro o cobre resbalando por las paredes, pequeños pasos dados con zapatos tejidos, pasos acaramelados… Todos estos eran domésticos, nobles…
Después me dormía y los que me despertaban… ¡los que me despertaban!, a ésos sí les tenía un miedo sagrado, un miedo sin nombre, sin sabor, un miedo que estaba fuera de mí, que me rebasaba… Eran sonidos tal vez más tenues pero mucho más violentos.
Llevo rato recordándolos, tratando de distinguir a qué objeto pertenecían pero no puedo. Los conozco, estoy muy cercana a ellos y no los he vuelto a oír. Tendría que repasar mi casa para encontrar de qué punto salieron, dónde, dónde, dónde, de qué punto de la casa brincaban para alertarme, para hacerme comprender que eran para mí, que sonaban para mí, avanzando en la oscuridad y en la oscuridad retrocediendo, tentaleando aquí y allá, tropezándose entre sí sin encontrarme.
Yo sabía que su cacería sin ojos terminaría por no ser infructuosa. Mientras llegaran, aunque me rozaran el cuello o pasaran a un escaso pie de distancia de mis pies, aunque los oyera y llenara cuanto me rodeaba de ellos, no daban en el blanco, el blanco que era mi corazón antes de que lo devoraran del todo las tinieblas…
¿Por qué era blanco mi corazón? ¡Se cuenta en tres frases o en dos cómo me perseguían cuando yo no era más que la indefensa que los esperaba sin poder alejarlos!, se dice con pocas palabras que toda la noche sin descanso me despertaban para acorralarme, es fácil definir: “niña con mucho miedo, padece pánico nocturno porque escucha que se acercan a ella en la noche”… “¿Qué se acerca a ella? Nunca se lo preguntó, tampoco nunca se explicó en pocas palabras lo que era ella”…
No sabía qué podía hacer contra la persecución. Más pequeña, me quedaba en la cama o corría a la de mis papás para que me dejaran protegerme con ellos, pero papá nunca permitió que durmiera en su cuarto pensando que mis terrores nocturnos eran “payasadas”, esa palabra usaba él para definirlos. Algunas noches lograba engañarlos y me quedaba dormida en un tapetito al pie de su cama, pensando que su cercanía era una protección, pero ya más grande, digamos desde los nueve años, dejé de recurrir al tapetito; si no me quedaba en la cama a esperar que me golpearan los sonidos, caminaba por la casa tratando de esquivarlos.
Con el tiempo aprendí a verlos, pero nunca les puse nombre.
¡No vayan a creer que lo que vi fue lo que producía el ruido! La geografía del ruido (alas de grillos frotándose, el caminar nocturno de la perra sobre el pasto, alguna paloma moviéndose, los coches pasando como ventisca en las calles, las hojas de la yuca, las cortinas tocadas por mosquitos, los objetos buscando acomodo tal vez, o tal vez alguno de ellos) no fue lo que vi: esa historia me hubiera gustado vivir, la de la descubridora que explorando pudiera matar mis pavores nocturnos.
El léxico era sólo una pequeña parte del mundo desverbal que inventé o habité de niña. Lo que pasaba por el tamiz de las palabras era el mundo que compartía con los otros: “pásame el azúcar, aviéntame la pelota, tengo frío, quiero comer, quiero más dulce, tengo sueño, no me cae bien la maestra, Gloria es mi mejor amiga, Ana Laura es la más grande del salón, qué bonito camina, no me gusta ir a casa de Rosi, Tinina es muy buena jugando básquetbol, me gusta que papá juegue con nosotras almohadazos, Esther: no me gusta que te encierres en tu estudio, mis hermanas tienen otra mamá que no es Esther, nadie habla de ella en la casa, su abuela no me quiere, a veces la van a ver, oí decir que papá mantiene a la abuela de mis hermanas, pobrecitas, Esther nos llevó a cortarnos el pelo y nos dejó en el salón de belleza, las señoras platicaban de cosas que nunca oigo decir en la casa, me gustaría tener hermanos más chicos que yo, en la escuela todas tienen hermanos pequeños, es muy chica mi colección de oritos, la de mis hermanas es muy grande, el uniforme de gimnasia me parece ridículo, mi bicicleta es roja, los albañiles que trabajan en la esquina cantan todo el día, Inés nos hizo gelatina de naranja, ya no quiero llevar lunch, quiero que me inscriban en la cafetería…”.
El universo desverbal era mucho más profuso, tenía muchos más habitantes, situaciones, mucho más mundo… A cada palabra correspondía un mundo sin verbo. Tijeras, por ejemplo, ¿qué son las tijeras? Dos navajas que viven juntas, oponiéndose y en aparente armonía.
Voy a contarles de las tijeras. Estaban prohibidas para las niñas, eran un objeto que no debíamos tocar. Teníamos unos remedos de tijeras a los que sí teníamos acceso: navajas chatas, sin filo, sin pico, mal llamadas tijeras.
O sea que había tijeras y tijeras. Las primeras eran armas de los mayores. Servían para coser, para cortar tela, para el pelo… En la cocina había unas gris opaco, grandes, gordas, pesadas, tan características que por ellas se podía decir que había tijeras, tijeras y tijeras.
Las primeras eran las que usaba la abuela, las que usaba mamá. Bastaba crecer para tener acceso a ellas. Eran pálidas, brillantes como las segundas (“tijeras de las niñas”), y tenían —como si fueran arrugas— marca de edad, como las terceras.
Las terceras vivían en la cocina. No tenían dueño, tenían uso: cortar cuellos de pollo, patas de pollo, tijeretear carnes para algunos guisos. No sólo nos estaba terminantemente prohibido tocarlas, sino que yo no hubiera querido tocarlas: me daban asco. Aunque las lavaran, siempre estaban sucias.
Esa noche me despertaron unos pasos distintos, pisadas más agudas, ligeras pero peligrosas. Las oía venir desde muy lejos, algo me advertía que tenía que detenerlas. Dejé mi cama y me fui acercando a ellas. En el comedor de piso de madera algo se arrastraba hacia mí. No le tuve miedo y me le acerqué: ¿qué hacía adentro de la casa la tortuga? La habían traído de Tabasco para que la abuela hiciera sopa el día del cumpleaños de Esther, albergándola en la azotehuela de la cocina para que no la mordiera la perra y no se fuera a enterrar, porque oculta en la tierra no podríamos encontrarla para guisarla.
¿Qué hacía ahí? Corría en el comedor (los niños sabemos de sobra que las tortugas sí corren), corría hacia mí, aligerada por el terror su pesada carga. Me habían dicho que no me le acercara, que podría morderme, recomendación inútil porque no había cómo agarrarle la cabeza; pelona y arrugada la escondía apenas sentía acercarse a cualquiera.
Corría hacia mí y con su cara me tocó al llegar a mis pantorrillas. Me agaché a ella: sus ojos brillaban de pánico y no me llamó por mi nombre ni me pidió auxilio a gritos porque las tortugas no pueden hablar, sólo por eso. La levanté del piso y la sujeté a mí, pesada como era, y seguí escuchando los pasos, los peligrosos pasos que había que detener a toda costa.
Caminé en la oscuridad con la tortuga entregada a mi pecho como una amante indefensa, aterrorizada como yo, y le hablé en voz baja, le dije: “voy a cuidarte, pierde cuidado”, le acaricié la concha y la cabeza apoyada en mi hombro, le acaricié las patas ásperas, demasiado cortas, y dejamos de oír el ruido que estábamos persiguiendo. Ni un paso más. Con aplomo, sintiéndome poderosa, llevé a la tortuga a la azotehuela de la cocina. Abrí la puerta, la dejé en el piso, calmada y creo que exhausta después de su larga carrera. Le serví un poco de agua en un cacharrito, cerré la puerta y regresé a la cama, rodeada de un amable silencio.
En cuanto puse la cabeza en la almohada, percibí algo extraño y oí bajo ella un oscuro respirar: la alcé. Bajo la almohada de mi cama estaban las torvas tijeras de la cocina.
¿Qué hacían ahí? Les tuve miedo como los niños suelen tener miedo, una sensación que casi no conocía y en la que no supe desenvolverme. Las tomé con asco, percibiendo su grosero olor, deliberé y terminé por llevarlas a la cocina.
No sé cómo llegué a la decisión, no sé si me ganó el miedo de un regaño (imaginé la escena al día siguiente: ¿qué hacían las tijeras en mi cuarto?, pregunta que formularían de no muy buen modo) o el miedo a las tijeras. Las llevé y las dejé en su lugar, colgando de un clavo en la pared de la cocina. Regresaba a mi cuarto a acostarme cuando volví a escuchar los pasos agudos.
Lo comprendí demasiado tarde. Corrí hasta la cocina pero ya no hubo remedio: la puerta de la azotehuela abierta, la tortuga sangrando con las tijeras culpables, divididas en dos, tiradas en sendos charcos de sangre en el piso. La tortuga ya no tenía cabeza y le faltaba un pie.
Regresé horrorizada a mi cama y no lloré porque tenía demasiado miedo: ¿quién había abierto y cerrado sucesivas veces la puerta?, ¿quién había dejado las tijeras bajo mi almohada y para qué? Como otras noches, me arrulló el tic-tac acelerado de mi corazón.
A la mañana siguiente corrí a la cocina a ver qué habían hecho con la tortuga. Le pregunté a Inés, la cocinera, por la tortuga y, como era costumbre, no me contestó. Siguió exprimiendo jugo de naranja para el desayuno como si nadie le hubiera hablado: para ella no existíamos las niñas. Éramos como cosas a las que había que someter a una rutina. No más.
Traté de abrir la puerta de la azotehuela, pero, hecho natural, estaba cerrada con llave. Entonces Inés dijo: “Deje la tortuga en paz, ya le dijeron que muerde.”
Esperé a Esther a la salida del baño. ¿Cómo tardaba tanto en bañarse? Repasaba las partes de su cuerpo pensando qué se estaría enjabonando, tardaba tanto, pero acabé de enumerarlas mentalmente antes de que ella abriera la puerta. Cuando por fin, envuelta en una toalla, salió, le pregunté por la tortuga:
—Ahí ha de estar.
—¿Pero está? —le pregunté de nuevo.
—¿Por qué no ha de estar? —me contestó—, no tiene cómo escaparse.
Regresé a la cocina. Las tijeras colgaban serias y oscuras en su lugar, mientras la cocinera me daba la espalda. Me prometí no preguntar más por la tortuga.
El día del cumpleaños de Esther sí comimos sopa de tortuga. Mientras removía con la cuchara, pensaba ¿de qué tortuga estará hecha? No resistí y, rompiendo la promesa que me había hecho a mí misma, pregunté en voz alta:
—¿De qué tortuga es la sopa?
—De río —me dijo la abuela.
—Ya sé que es de río, pero cuál tortuga es.
Se hizo un silencio. Cruzaron miradas de complicidad entre ellos.
—De una que nunca conociste —me dijo Esther.
—¿Y la de la casa? —pregunté.
—Quién sabe cómo, pero se escapó —contestó Esther.
—¿Por qué no me dijiste?
—No preguntaste.
—Sí, te pregunté un día.
—Pero ésa no escapó, se fue después. Un día no amaneció. Se fue quién sabe cómo, volando.
Se rio. Y se rieron todos los de la mesa, menos yo. Estallé en llanto. Sin control metí el pelo en el plato de sopa, en el despreciado plato de carne con plátanos machos, en el platillo verde que hasta antes de ese día me había hecho tanta ilusión.
Mientras Esther me decía “de qué lloras, cálmate, a ver”, mi abuela creyó ser más astuta y dijo “cree que nos estamos comiendo su tortuga, la que desapareció”.
IV
Las vacaciones se borran ante el inicio magistral del año escolar. Corría 1965, llevábamos muy pocos días de clase, todavía emprendíamos la búsqueda del útil que faltaba, del libro que la escuela debía solicitar porque no se conseguía en librerías y de la regla de madera que nos había llevado por las calles de la ciudad a corroborar su abrumadora derrota ante la regla de plástico, derrota innoble que Esther lamentaba calificando a la ganadora de “porquería”, “cosas de los gringos”.
Decía que las vacaciones se borran (aunque no las olvido) porque al iniciar el curso escolar nevó mientras dormíamos, un acontecimiento en nuestra templada ciudad. Esther nos despertó. Pegué la frente a la ventana y la empañé mientras miraba las formas de las plantas del jardín que incansables hacían caravanas al viento y al blanco mortal que las rodeaba.
¡Qué maravilloso silencio! Esther, Jose y Male, con sus abrigos oscuros sobre las pijamas, salieron a tocar la nieve del jardín. Respetuosas pisaban en la orilla, bordeando, avergonzadas de manchar lo blanco… ¿Qué sentían afuera en la oscuridad? Yo adentro sentía una paz indescriptible, el silencio por fin, el silencio que yo había esperado todos esos años y que creí imposible…
En cuanto entraron, el cable de la luz, vencido por el inesperado peso de la nieve, cayó dando latigazos con chisporroteos pirotécnicos y terminó abrazado, como un niño vencido, al eucalipto que cuidaba los juegos de mis hermanas.
Sólo los de mis hermanas. A los míos los perseguía, a los míos les ponía zancadillas, los engañaba. Pude darme cuenta de muchas maneras. Por ejemplo: mis hermanas hacían collares con la parte superior de las semillas del eucalipto, o alcanfor como lo llamaba Inés, la parte que, suelta del resto de la semilla, tenía forma de un diminuto gorro cónico. Juntaban muchos, los ensartaban y luego los pintaban de alegres colores. Cuando yo intentaba hilvanarlos, se me deshacían: nunca pude armar un collar o una pulsera o siquiera un anillo, porque los gorritos se vencían en mis dedos, se hacían, por su voluntad, añicos.
Yo no era torpe con las manos. Con los pegamentos, tal vez (recuerdo muy bien unas vacas de papel que me dejaron de tarea pegar, para practicar la suma, en una hoja que me entregaron blanca y devolví a la escuela con manchones y huellas de manos sucias que pelearon con necedad, hasta vencer, contra vacas que parecían negarse a ser de papel y a quedar adheridas, prisioneras en representación de sumas), pero digo tal vez porque la mayoría de los trabajos que yo me inventaba en la casa siempre y cuando no los hiciera a la vista del árbol, me quedaban perfectos, o mejor dicho, a mi gusto.
Disfrutaba pegar, recortar, ensartar, pero no sé si más correr, perseguir. Este tipo de juegos eran los que más saboteaba el eucalipto, pocas fueron las veces que hice (intenté hacer) mi tarea en el jardín para terminar llevándomela maltrecha a mi cuarto o a la cocina.
El eucalipto me hostilizaba de muchas maneras: si en el juego el árbol era el punto neutral, lo que llamábamos la base, al que tocándolo se escapaba de las persecuciones o se conseguía la dicha de ganar, ¡seguro que yo perdía! Porque al llegar al tronco y anunciarlo, todas se daban cuenta de que yo no había tocado la base: el árbol se había retirado de mí.
Vamos, sé tan bien como ustedes que un árbol no puede moverse, que un árbol tiene raíces y ahí está, pero ustedes no saben lo que es un árbol decidido a estar en contra de una niña. ¡Imaginen sus hojas clamando a coro odios y venganzas, imaginen sus raíces decididas a llevar la contra, a sus ramas, a su corteza, a sus retoños poseídos de ira! No hay imposibles para un árbol así.
Siempre me negaba su sombra el árbol. De eso hasta mis hermanas se daban cuenta, nos sentábamos a descansar de un juego (o a juntar semillas del árbol, o a buscar tréboles o a cortar hongos en la temporada de lluvias) y escapaba de mí su sombra, siempre y cuando yo la estuviera requiriendo: porque el árbol conocía mi voluntad, leía mis deseos y hacía cuanto podía para perjudicarme.
Sí, yo me sentaba a su sombra y él, como una hermana envidiosa, la retiraba, aunque la sombra perteneciera a la forma natural del tronco y tuviera que quebrarla, aunque tuviera que troncharse en el piso, aunque le fuera doloroso y contrario a él mismo hacerlo.
Tanto llegué a saber de su actitud que una noche, enferma de tos, Inés intentó darme té de hojas de alcanfor para aliviarla. Me negué a tomarlo pensando que el árbol encontraría su mejor ocasión para dañarme.
Por lo que he contado, ver el cable lacerando a mi enemigo fue signo paralelo en bondad al silencio, señas que tomé como jubiloso anuncio de un buen año escolar.
Fue un noble año escolar mi cuarto año de primaria. Pero el silencio terminó al final de la nevada y el cable fue retirado del árbol el mismo día. Fue bueno, sí, me engañó en un principio, me hizo sentir que no había problema conmigo, que yo era como las otras (incluso un blanco menos notorio que las otras) pero toda esta ilusión fue a dar al traste aquel martes que entré al baño a media lección de aritmética.
Mi error, mi primer error, fue ése. Solía andar con cautela en la escuela, sabía que yo me encontraba ahí totalmente indefensa, que no era mi terreno sino un territorio que compartía con seiscientas niñas. Al andar con cautela lo interpretaba como desplazarme en grupo procurando los juegos más agitados, buscando alocadamente divertirme. Eso, en el recreo; en el salón atendía a la maestra. Más me valía.
Pero el martes que les cuento, saliendo de clase de gimnasia, había permanecido mucho en el bebedero, tanto que se formó una larga fila detrás de mí. Habíamos jugado volibol, era la temporada de volibol en la escuela, y apasionada me había acalorado más que siempre. Quería estar en el equipo que fuera al campeonato. Mi saque era estupendo y no veía por qué no calificar, por si acaso me esmeraba en los entrenamientos como si en ellos se me fuera a ir la vida, concentrada en la pelota y en los gestos del equipo contrincante como si tuviera dos ojos… quiero decir: como si mis dos ojos fueran autónomos y supieran mirar para lugares distintos.
Así que me pegué al bebedero. A beber mucha agua sigue directamente pedir permiso para salir al baño a media lección.
Y fui, imprudentemente.
V
Todos los días llevábamos la misma ropa interior a la escuela, yo y mis hermanas, la misma ropa de la misma tienda. Calcetines, calzones y camiseta multiplicados por tres justificaban que Esther le encargara a la abuela la ropa en un viaje especial al centro; ir conmigo en el carro, que no recuerdo quién conducía (mi abuela nunca aprendió a manejar), al estacionamiento de Liverpool —el que tiene bancas de madera en la orilla del pasillo de salida, augurando la interminable espera del automóvil— y de ahí caminando a la tienda de siempre a comprar los calzones y las camisetas en la calle de Uruguay: algodón blanco, moño rosa, azul o amarillo para identificar en la casa de una ojeada a cuál de nosotras tres pertenecía.
La caminata a la tienda era poca cosa, la abuela y yo éramos buenísimas para andar a pie, ella con sus piernas firmes y una nieta atónita que arrastrar por las calles de la ciudad, y yo corriendo irregularmente: si había que rehuir, por ejemplo, al gigante (al hombre de los zancos, Guama creo que se llamaba, traía el pelo largo y lentes, en aquel entonces deambulaba por el condominio Insurgentes, donde atendía el doctor de mi abuela), apretaba el paso, si quería seguir mirando algo o insistía en que me comprara donas chicas, o más si ya me había comprado, de las que hacían en un pasaje del centro de la ciudad y cuyo olor aceitoso y avainillado bien recuerdo se impregnaba en las narices cuadras enteras, lo disminuía.
Nada del jaloneo que caracterizaba nuestras caminatas podía darse entre el estacionamiento y la tienda de Cherem, porque sólo había tiendas de ropa, a mis ojos idénticas, “malas”, según decía mi abuela, por lo que llegábamos con un marcial paso parejo a la laguna del tiempo interminable empleado para que la abuela escogiera lo de siempre, lo mismo del año anterior en otras tallas, los mismos modelos, año con año exclamando “esto me llevo”, “buen algodón” o hasta “qué bonito” (lo que me parecía el colmo), ropa que Cherem empacaba en cajas de cartón todos los años mientras discutía su descuento con la abuela, que regateaba apasionada el inalterable quince por ciento.
Un día, no sé cómo, pude convencer a la abuela y llegué a la casa con tres fondos de nailon blanco. Quién sabe de qué argucia eché mano para que olvidara su rigidez tradicional y accediera a mis bajas pasiones resbalando por tamaña ligereza, un bastión de coquetería infantil que las tres niñas festejamos con desfile de modas regalado al espejo del cuarto de mis hermanas, en él tres modelos niñas mostraban moños en la cabeza, peinados que nos parecían fantásticos y el mismo fondo blanco en tres distintas tallas.
El martes del que platico llevaba yo el fondo de nailon en lugar de la tradicional camiseta de algodón de moñito. Lo digo antes de contar lo que me ocurrió en el baño para que se entienda.
Los baños de la escuela eran espaciosos, siempre estaban limpios. Tenían al fondo un enorme espejo, a la izquierda los lavamanos y a la derecha las puertas a los excusados. El pasillo de entrada proveniente del corredor de los salones daba a la pared del primer excusado, la puerta que venía del patio del kínder estaba siempre cerrada. Para entrar desde el corredor había que sortear la pared del primer excusado hacia la izquierda, así se llegaba propiamente al cuerpo de los baños. Para mi sorpresa no se encontraban vacíos. Dos de las mayores (serían de high school y no de primaria porque yo no conocía sus caras) jugaban guerras con bolas de papel mojado. Cuando entré no dejaron de hacerlo. Ni me saludaron ni me molestaron, casi ni me vieron. Cerré tranquila la puerta del baño, me bajé los calzones y me senté a hacer pipí. No fue una excepción que me bajara demasiado los calzones dejándolos a la altura de mis zapatos, por culpa de ese gesto a veces los mojaba en casa con el piso húmedo cuando alguna de mis hermanas acababa de salir de la regadera.
Ahora no ocurrió eso, el piso estaba seco. Una mano entró por abajo de la puerta que cerraba mi excusado y, tomándome desprevenida, jaló los calzones en medio de risas. Acabé tan rápido como pude, salí y pedí a las grandes que me devolvieran mis calzones. “¿Cuáles?”, me dijeron. “Mis calzones”, les dije. “¿Ésos?”, señalaron al techo. Bolas de papel empapadas acompañaban mis calzones empapados y también aplastados al yeso, como si éste fuera un piso en el que se les hubiera puesto a secar.
No dije nada. Decidí irme al salón. “Ni quieras acusarnos, porque te irá peor”, me dijo la morena. La otra era más delgada y pálida, con escaso pelo que se adivinaba suave llegándole castaño claro a los hombros. “Ni se te ocurra acusarnos”, me advirtió.
Claro que no quería acusarlas, quería escapar de ahí. En el pasillo de salida había otra de ellas, otra de ojos brillantes que bajo su suéter de colegiala ocultaba un cuerpo bien formado de mujer. “¿Dónde vas?”, me dijo. “A mi salón”. “¡Si puedes!”, corearon las tres. Y empezaron a perseguirme. Claro, no les era difícil atraparme y… ¿qué me hacían? Me hacían cosquillas. Si siempre las había detestado, esta vez me hacían incluso detestarme porque arrancaban de mi cuerpo enmiedecido risas que parecían alegres y espontáneas, porque si me hacían sufrir también me daba una dolorosa sensación de que era agradable. Como podía, me zafaba y me volvían a atrapar entre las tres grandes, excitadas y maliciosamente silenciosas.
Las bolas de papel adheridas al techo empezaron a caer. Había que esquivarlas para no resbalar en el piso del baño.
Una de estas bolas cayó en mi nuca y escurrió por la espalda. Dejé de prestar atención a las tres grandes. Sentí cómo me ardía la espalda. La pegué a la pared para protegerme, instintivamente, y el ardor se calmó.
Las tres salieron sin que las viera. El baño sin ellas parecía más oscuro. Me quité el suéter y me alcé la blusa escolar: torciendo la cabeza, vi en el espejo mi fondo de nailon, quemado, abierto, con un hoyo grande que dejaba descubierta gran parte de mi espalda. Al levantarme la blusa, cayó la bola de papel empapada pesadamente al piso por su propio peso de agua estancada. Me acomodé la ropa. Busqué mis calzones y no los vi, ni en el techo, ni en el piso. Regresé a la lección de aritmética y traté de poner atención a los quebrados.
VI
En el fondo portaba la llaga, el estigma. Las tres grandes que habían llenado de luz el baño eran ángeles, la pálida ángel rebelde, la morena ángel del bien, la que se paró en el pasillo era ángel guardián del purgatorio. Mis calzones eran mi alma, con los que sostenían entre ellos la lucha legendaria. El agua que me había quemado la espalda era agua bautismal, incendiando mi fe, ardiendo en mi cuerpo como una llama de sabiduría divina…
Buena para mí, la explicación no sería válida en la casa para explicar el hoyo en el fondo. La pérdida de los calzones podría pasar inadvertida, lo del fondo era más complicado. A la hora del baño lo eché al canasto donde acomodábamos la ropa sucia y confié en que nadie se diera cuenta de lo que tenía, idéntico a una llaga, con sus ribetes oscuros.
Tuve suerte. Unos calzones menos en una casa como la nuestra no eran nada, la explicación que le encontraron al agujero del fondo, era un jalón de la lavadora. Comentó Esther: por eso no hay que comprar porquerías de nailon. Yo pedí que me devolvieran la porquería. La quería para jugar. Usando el fondo al revés, con la espalda por delante, el estigma quedaba en el lugar donde el romano clavó su lanza. Pinté la orilla del hoyo con crayón oscuro, me inventé con una rama una corona de espinas sin espinas, intenté una aureola con un gancho de metal pero no me sirvió de nada porque mis hermanas no quisieron participar en el juego de santa y mártir.
A mí me gustaban las vidas de santos que nos compraban en la casa en lugar de los cómics (como llamábamos a las tiras cómicas o revistas de historietas) que solían leer otras niñas. En cambio mis hermanas opinaban que eran aburridas, en cuanto podían se compraban a escondidas archies, supermanes, pequeñas lulús, títulos prohibidos en la casa, y no leían ni la portada de las Vidas ejemplares.
Yo las devoraba. No que disfrutara leerlas, no, para nada, pero las seguía apasionada, tanto o más que los otros libros que me llevaba papá.
Como no tenían éxito en la casa, después de leerlas se las prestaba a la abuela. Cuando la visitaba me las volvía a leer o me contaba sus historias mientras con el gancho uno Rita confía a sus papás el deseo de hacerse religiosa, con el gancho dos no le dan permiso porque ya son viejos, con el gancho tres no sabe si cumplir su deseo o apegarse a la voluntad de sus papás, con el gancho cuatro obedece a sus papás, con el gancho uno la casan con un hombre duro que la maltrata y la golpea, con el gancho dos Rita no se lamenta, soporta todo siguiendo el consejo de Jesús, con el gancho tres afuera de la casa es también un hombre colérico, con el gancho cuatro pelea con los hombres del pueblo y lo matan, vuelta al uno, tejía hermosos manteles blancos para cuando nos casáramos, yo, mis hermanas y mis primos. Ahora, aunque mi abuela compartiera conmigo la admiración a los santos, ni se me ocurrió proponerle que jugara al estigma que los romanos habían impreso en mi cuerpo, así que después de jugar una sola y aburrida vez con mi fondo, lo guardé en mi cajón, junto a los lápices de colores.
Un día le amarré un lacito e hice con él una bolsa de vagabunda para coleccionar piedritas del patio de la casa de al lado.
(Siento que me rodean por todos lados cabos de recuerdos que he invocado al contarles mi historia a ustedes. Todos ellos se apresuran, piden mano, como si fueran niños, gritan “voy yo primero” y no sé cuál de ellos tomar, temo que alguno en represalia salga huyendo y decida no volver. Los sermoneo: “recuerdos, tengan paciencia, permítanme tomarlos uno por uno para considerarlos más gentilmente… comprendan que si llegan en el momento oportuno lucirán mejor a mis ojos, reventarán dejando libres todos los tesoros que esconden en su lomo de yeguas cimarronas”.
Entonces, jalando un cabo para tejer con la siguiente historia, el recuerdo elegido sonríe. ¡Me hace feliz su sonrisa! Creería que me quiere, que conforme pasa por mí y me recorre, siente cariño por la que un día [cuando participaba en la anécdota] lo conformó.
No imaginé, al decidirme a contarles esto y a inventarlos a ustedes para que fuera posible hablar, para que teniendo interlocutor tuviera yo palabras, la dicha que mis recuerdos me iban a regalar. Si exagero un ápice el esplendor de mi júbilo, podría decir que vivo de nuevo.
Los otros, los recuerdos que no elegí para que tomaran su turno, fieros, sin cara, se acercan a mí por la espalda a burlarse de la soledad en que habito, de la opacidad, de la tristeza. No me importan sus burlas, porque pronto, si ustedes me tienen paciencia, se convertirán en sonrisas bondadosas.
Así, el encierro que padezco me resulta cómodo. ¡Nunca lo hubiera creído! Cómodo, cálido, propicio. Sólo aquí puedo hilvanar con tanto placer mi historia sin que los recuerdos sean interrumpidos al convocarlos porque no pasa aquí nada más que su presencia.
¡Lamento no poder retener a un tiempo cuanto aquí recito, no poder volver a sentir hiladamente cuanto he querido marcar en sus oídos!
¿Ustedes lo recuerdan? ¡Difícilmente! Para ustedes, ¡una historia más!, tienen tantas con las cuales entretenerse… Los envidio. Yo no tengo más que recuerdos y lo que imagino pude haber vivido entre esos recuerdos.
Si pudiera escribir lo que recito y luego pudiera dedicar la eternidad a leerlo…).
Las piedras que “coleccionaba” en casa de los vecinos eran pequeñas, blancas y las ponían para decorar la jardinera que vestía la fachada de la casa.
Era una aventura coleccionarlas porque no quedaban a nuestro alcance y porque eran piedras de “crianza”, piedras de “raza” y no piedras callejeras, por lo que nadie debía vernos cuando las tomábamos.
Esto no era difícil en la colonia.
Ya en la casa, lavábamos las piedritas tallándolas con un cepillo de dientes viejo y las usábamos para jugar: fichas de serpientes y escaleras, adornos en las maquetas escolares… Me obligaron a repetir un trabajo porque llevé los cuerpos geométricos en plastilina (un cilindro azul, un quecosaedro o algo así amarillo y un cono verde) decorados con piedritas.
El adorno debió parecerle demasiado ecléctico a la maestra: una mujer de abundante cabello rojizo con un tupido fleco, que solía traer un enorme moño del color de su vestido arriba de una cola de caballo restirada en la coronilla.
Era baja de estatura (algunas de sexto eran más altas que ella), vigorosa y enérgica. Todavía recuerdo la cara que puso al ver las figuras:
“¿Qué le pasó a tu trabajo?”, me dijo entre reclamando y preguntando.
Yo no veía qué le había pasado. “¿Le dio sarampión o le cayó basura en el camino?”. Si me había aceptado un tablero (e incluso felicitado) aunque traía Brasil escrito con zeta (claro, las enciclopedias de la casa, escritas en inglés, así lo traían, y la zeta fue lo único que saqué de ellas porque leerlas me dio flojera)…
Las piedritas en las figuras de plastilina, en cambio, fueron duramente rechazadas: hube de tirarlas en el basurero del salón, a petición de la maestra.
¡Qué humillación! Aquellas piedritas pescadas en jardinera ajena, acarreadas en el corazón de un fondo santo, fuente de muchas alegrías (los juegos que ya mencioné y otra mucho mayor que se verá), no tenían ningún futuro en la escuela.
Mis hermanas y yo inventamos trazar territorios con las piedritas blancas: hacíamos en el piso o en el jardín mapas de tierras inexistentes, en el centro de los cuales nos coronábamos, en fastuosas ceremonias, reinas del país que delimitaban. Las coronas eran pelucas de plástico doradas o plateadas, adentro de las cuales nuestras cabezas sudaban gozosas su exasperada belleza. Subidas en los tacones de Esther, recitábamos loas hegemónicas como pudorosas imaginaciones del poder que representábamos en nuestros respectivos reinos. Nunca lució tanto ceremonia alguna de coronación como aquella en que me coronaron reina de mi propio reino, subida en una silla bamboleante sobre la cama y cubierta con la sábana. Con las almohadas amarradas por un lazo a la cintura, mis hermanas habían hecho alrededor de mi delgado cuerpo un vestido expandido sin necesidad de miriñaque. El fondo de nailon (andrajo para estas alturas) colgaba haciendo las veces de cola del traje imaginario. ¡Qué gloria la mía! Desde mis alturas contemplaba los límites blancos de mi territorio, hasta donde la peluca holgada y sin ajustarme las sienes malamante lo permitía: bordeando la cama las piedritas trazaban una o deforme. Male había pedido a Esther dos pastores del nacimiento: hincados desde allá abajo, los dos implorantes extendían hacia mí sus brazos. Cerca de ellos dos patos demasiado blancos miraban respetuosos, sin alejarse del espejo sustraído a la bolsa de Esther, lago del cual los patos abrevarían su linaje de barro…
“¡Aguas!” “¡Te caes!”. Así acabó el juego. No llegué a caerme, bajé apresurada y me despojé de mis reales vestimentas, porque Inés ya nos llamaba al baño y luego, en el vértigo doméstico, a cenar enfrijoladas rociadas con queso, rellenas de pollo deshebrado.
Del tinglado de mi reino sólo retiraron la silla e hicieron la cama; antes de dormirme reacomodé algunas piedritas que se habían movido de su cerco. Cuando cerré los ojos en el centro del territorio bordeado por las piedras, noté el silencio que me rodeaba, un silencio bruñido por un silencio distinto a la tranquila ausencia que denotara el de la nevada: no escuchaba a los mayores que todavía deambulaban por la casa y no escuchaba tampoco los ruidos que precediendo los pasos resonaban en la enorme campana de la noche… En el centro del territorio inventado por casualidad en un juego, lograba escapar (¡por fin!) a la oscuridad dolorosa que terminaría por rodearme.
Las piedras de pedigree me cuidaron silenciando la casa toda la noche para que yo durmiera. La pura costumbre (de los sonidos) me despertó en la madrugada. La casa estaba en silencio. Me levanté de la cama y salí de mi cerco de piedritas: el ruido seguía como siempre, los pasos y el resonar del caracol de miedo continuaban su incansable actividad. Brinqué al islote de silencio y, en la cama, feliz, cerré los ojos. Mi pesadilla tenía remedio.
Las noches siguientes, como lo han de imaginar, coloqué las piedritas blancas alrededor de mi cama. Olvidaba todo: lavarme los dientes, llevar la tarea a la escuela, poner agujetas en mis zapatos, contestar la pregunta número cuatro (o cualquiera) en un examen, pero no olvidaba mi redentor cerco nocturno. Entonces me distraje con dicha en el paraíso del silencio, me dejé ir como cualquier niña en el puro gusto de la infancia, cambié los dieces por ochos y sietes en mi libreta de calificaciones, me atrevía a ir a jugar a casa de amigas si me invitaban y noté que a nadie en la casa le extrañaba mi cerco de piedritas. Por las mañanas, la muchacha encargada de la limpieza las barría y las echaba a la basura. A nadie le importaba más que a mí.
Unos días tomados al azar en el calendario, fuimos las tres niñas a Cuernavaca, a un hotel que Esther calificaba como delicioso llamado Los Amates porque en el jardín había un par de esos enormes árboles. Manejaba el hotel un hombre llamado don Alfredo, nunca oí cuál era su apellido o no lo recuerdo. El mesero que nos atendía en el comedor se llamaba Primitivo, los cuartos eran pequeños e incómodos, a pesar de la caldera la alberca nunca llegaba a entibiarse, pero Esther era feliz en sus interminables pláticas con el regente del hotel.
Don Alfredo escribía poemas. Tenía uno a los sauces huejotes que se veían desde la terraza, otros al pueblo en que vivió de niño. Casado con una mujer judía, se había separado (nadie hubiera dicho divorciado en mi casa) quién sabe cuándo. Con ella tuvo una hija que sería (así lo calculaba papá) más o menos de la edad de Esther.
Mis hermanas y yo corríamos en el pasto, jugábamos barajas, serpientes y escaleras, turista, entrábamos y salíamos de la alberca… hacíamos cuanto estaba a nuestro alcance para romper la nata endurecida de la tranquilidad del lugar. El hotel parecía estar siempre sin huéspedes. En las noches, aunque yo sacudiera, como campana en la oscuridad, mi entrenado oído, no parecía escucharse nada más que el viento, cuando lo había.
En Los Amates nunca ocurría nada. Daba esa garantía y es probable que por eso (sin restarle importancia a su amistad con don Alfredo) lo escogiera Esther. No pasaba nada, no pasaba nada. Hasta el sol que a medio día en el resto de Cuernavaca parece un golpe, un brinco de luz, un sobresalto, ahí caía blando, tierno, de reojo, como por casualidad. Pero esos tres días se apareció un personaje insólito para nuestro mundo, una niña que aunque era de la edad de Male ya era mujer y no digo mujer madura sino una niña podrida: triste y perfumada como fruta pasada, con los ojos pintados como si hubieran estado más tiempo del necesario al espejo, fumaba y en su tierno cuerpo de trece años traía colgando como garras (no me refiero a las de las extremidades de los animales sino a las garras de ropa desgarrada) sus atributos de mujer: sus pechos, sus piernas, largas, y la cintura, que a sus trece años todavía no cobraba forma, respondía a la de una mujer ligeramente subida de peso, no a la sabia uniformidad del tronco de las niñas. Quería hacer creer al mundo que era una mujer insatisfecha, siendo que más bien era una niña insatisfecha, una niña a la que mamá (oí decir en el estacionamiento del hotel “ahí va la borracha”) no había besado, no había acariciado. Acabada sin haber crecido, parecía buscar: en realidad no quería encontrar porque no creía que nada pudiera encontrarse, ni la muerte.
Un mediodía me le acerqué cuando se pintaba las uñas con una displicencia de mujer entendida, como si de sobra lo supiera hacer. Acerqué la cara a sus manos hablando no sé de qué y vi sus manos manchadas de barniz y las uñas mal pintadas: daba de brochazos aquí y allá, sin tino.
—¿Qué haces? —le dije— te estás pintando mal.
Me miró fijamente, con su par de ojos claros que parecían no poder clavarse en ningún sitio.
—¿Sabes cómo me llamo?
—Sí.
—¿Y sabes a qué palabra se parece mi nombre, verdad?
No me atrevía a decirle que no. Ahora, como no lo recuerdo, tampoco me dice nada. Me contó entonces un chiste sobre Cristo en la cruz y la Magdalena haciéndole no sé qué cosas que no entendí, ni supe qué debía hacer gracia, y luego de reírse y obligarme a reír con ella por la mirada que me clavó (de bicho, de cucaracha, de mosca embarrada en mierda), dijo: “Tú qué entiendes, ni debieras preguntarme por qué me pinto así las manos, ¿o no lo sabes?”.
Si no me atreví a confesarle que su chiste no había podido traspasar el cristal de lo que llamarían mis papás mi inocencia, sí le confesé que no sabía para qué se pintaba tan mal las uñas. “¿No te sale, o qué?”. Me contestó que era —no recuerdo qué palabra usó— para engañar, para que no le reconocieran las manos, o eso entendí, y pregunté: “¿Para qué quieres que no te reconozcan?”.
Me tomó entonces de las dos muñecas y, jalándome hacia ella, levantó su mano derecha y la pegó en mi tetilla de niña, separando el traje de baño para tocar mi piel. Pellizcándome suavemente el pezón, me dijo en la boca, boca sobre boca como un beso de palabras: “Hago lo que puedo para salvarme”. Se separó de mí.
El tirante del traje se me había caído, bajé la cara y vi en mi pecho la roja marca del barniz de uñas, en el sitio de mi corazón, nueva —brutal, dolorosa— marca del estigma. Ésta no quería conservarla. Corrí por el jardín hacia la alberca donde nadaban y jugaban mis hermanas. Me eché en el agua y nadé hasta que no quedó marca en mi pecho de la roja costra de dolor de su áspera caricia.
Entonces la carretera de la Ciudad de México a Cuernavaca me parecía muy larga. Ahora me doy cuenta, al recordarla, que era corta y fácilmente definible. Aquella vez que hice el trayecto de regreso, con Esther al volante y nosotras tres felices de volver a casa, las cuatro cantábamos mientras yo pensaba: ¿qué me quiso decir?, ¿de qué se tiene que salvar? Saqué de la bolsa de Esther su espejo y me vi la cara: mis ojos eran oscuros, mi piel era limpia, mi cara no se parecía a la de ella. ¿Debía pintarme las uñas?
Le pregunté a Esther:
—Oye, Esther, ¿me pintas las uñas en la casa?
—Las niñas no se pintan las uñas.
—No sé si se las pintan, Esther, pero yo quiero pintármelas.
—No está bien.
—Es que…
—No.
Cuando Esther decía “no”, lograba convencernos, más eficaz que mamá autoritaria, sin hacernos ceder. “Se lastima la cutícula. Se ve feo. El barniz no deja respirar las uñas. Es incómodo. Se ve mal. No.”.
Y con ella dije: “no, no debo pintarme las uñas”.
Llegando a la casa, convencí a Male para que me acompañara por más piedritas a la jardinera de los vecinos. Digo convencí porque estaban aburridas de las piedritas, habían tomado afición a un microscopio para el que pasaban horas destripando y cercenando todo lo destripable y cercenable, y las piedras, como no se veían en el microscopio, habían dejado de tener todo interés.
De Cuernavaca traían un botín maravilloso para teñir y observar durante varios días, y nada más que eso parecía interesarles.
Male, de todos modos, generosa como siempre conmigo, me acompañó, para mi desgracia inútilmente. Los vecinos habían retirado las piedritas de la jardinera, habían quitado la tierra y las plantas que la adornaban.
Un par de albañiles preparaban un andamio para remodelar drásticamente la de por sí horrorosa fachada.
Les pregunté por las piedritas. “¿Cuáles?”, me contestaron. Male se las describió y ellos dijeron alzando los hombros que no tenían ni idea. Regresé a la casa atribulada y temerosa, mientras Male trataba de convencerme de que no importaba tanto y me recitaba las mieles de lo que veríamos al microscopio.
Las noches, con sus uñas afiladas, regresarían burlonas a perseguirme.
Bastaba cerrar los ojos (no digo ya dormirme) para que los ruidos y los pasos atormentándome subieran su volumen. No había con qué suplir el efecto protector de las piedritas. Probé varios efectos y sólo gané regaños por tirar en el piso brillantina, bolas diminutas de poliuretano, borra… también acomodé una hilera de popotes, galletas y los patines míos junto a los de mis hermanas.
Todo fue inútil.
VII
El teléfono de mi abuela era 16-19-50. El de la casa, mucho más sencillo, era 20-25-30. La irregularidad numérica del de la abuela debía ser lo que provocaba que, al intentar recordarlo, no atináramos en todos sus números, ni las muchachas que trabajaban en la casa, ni mis hermanas, ni yo, que siempre me creí de buena memoria. Mis hermanas alegaban además con vehemencia que el número de la abuela había que buscarlo en la sección amarilla del directorio telefónico, siendo que estaba reservada a los comercios, industrias, profesionales, servicios y productos y la sección blanca era la reservada para los particulares. La vehemencia con que mis hermanas defendían la consulta en la sección amarilla se debía a un anuncio que pasaba en la televisión, hecho con dibujos animados, como para niños.
Los anuncios eran inextricables. Mientras un coro de mujeres cantaba “consulte (aquí hacían una pausa) la sección amarilla”, un solo trazo dramático unía a los chinos con la avena o cualquier otro par de elementos fortuitos, y sus figuras animadas nos instaban a apropiarnos de la sección amarilla, debíamos usarla siempre que tuviéramos alguna duda telefónica aunque sus hojas delgadísimas se doblaran al contacto con nuestras manos, se hicieran abanicos, se rompieran. Los comerciales eran para niños y si su mensaje tocaba más allá de nuestros hombros no era de extrañar: tampoco entendí nunca las caricaturas del gato Félix, ni —muchísimo menos— los parlamentos de un personaje llamado Chabelo, interpretado por un actor adulto, grande y gordo, disfrazado de niño con pantalones cortos y camisa de marinerito, como de moda española, con dicción de niño chiqueado o consentido, que hacía gala de algo que a mis ojos de niña se debía ocultar a toda costa aun a riesgo de parecer fatuo: la tontería. No era sólo su pésima dicción, era también su manera de hablar, la ropa que traía… por nada quería yo verme torpe y ridícula, como el pobre Chabelo: cambiaba de dirección nuestros anhelos, antihéroe en la televisión, hacía gala de las debilidades más execrables de los infantes (¡hasta hacía berrinches en público!). Si lo veíamos era porque representa ba al niño indefenso que podía defenderse (por sus dimensiones), al niño bobo que era amado por serlo… No tenía que ver con el mundo prometido y buscado, no me era simpático ni comprensible, pero lo veía, como muchos otros niños, con su aglutinada indefensión, su masa descomunal que poro a poro decía soy niño y soy menso y quiero que me quieran y si no me quieren les doy un catorrazo…
Todo esto viene a cuento por un recuerdo que quiero narrarles. Corresponde a algún año anterior al de la historia del fondo, al de la medalla e incluso al de la historia de Enela, probablemente a 1962.
Un domingo por la tarde, Juanita, recién llegada a trabajar en la casa, se quedó con nosotras mientras Esther y papá fueron a ver torear a Manuel Capetillo con un amigo “intelectual” que tenían. Así decían ellos, decían “don Pedro Vázquez Cisneros es un intelectual”, sin que yo entendiera qué querían decir con ello: el hombre no era joven, con su larga barba entrecana y el pelo desordenado se sentaba a fumar pipa en un sillón que no tenía ninguna presencia en la casa, que no se notaba más que cuando don Pedro venía a presumir sobre él su boina gris que quién sabe por qué no se quitaba, a lo mejor porque era calvo o a lo mejor porque intuía cuán codiciosamente se la envidiábamos, pero lo dudo, no creo que tuviera ninguna intuición acerca de nosotras, no teníamos para él la menor importancia. Por este “intelectual” sentían Esther y papá un afecto fervoroso, pronunciaban su nombre con devoción profunda y el apelativo que le habían endilgado, y lo escuchaban hablar boquiabiertos, respetuosos, como oyendo un sermón en la iglesia. Poco después de sus visitas aparecieron en los vidrios de los coches unas calcomanías azules con un pez dibujado y el lema cristianismo sí, comunismo no que no sé quién se encargaba de pegar en los cristales de los comercios y de los automóviles.
En la voz de Esther y papá (no sé si en sus caras, estacionaban el coche y nosotras íbamos sentadas en el asiento trasero), percibí, si no la misma clase de admiración que sentían por Vázquez Cisneros, sí el mismo volumen de admiración, cuando, a la salida de la panadería Elizondo, identificaron a Elda Peralta cargando su bolsa de pan, y no era por ella el tono de admiración (llevaba zapatos bajos, una falda de lana gris y un suéter rosa clarísimo, iba discreta, o así la vi yo, como cualquier señora, como mi mamá, ni más delgada ni más alta, con aquellas faldas que no permitían abrir mucho las piernas pero que tampoco las obligaban a pequeños pasos coquetos), sino por el hombre con el que estaba ligada, un escritor (¿se llamaba Spota?), uno de esos seres míticos en los que papá creía ver la férrea voluntad que él no tuvo para dedicarse a las humanidades, como creía haber querido, porque él se dejó convencer por la familia de que debía estudiar algo con futuro económico, algo que le garantizara parte del banquete, del atracón que la época iba a darse con la magia de la química: los chocolates hechos de casi nada, las gelatinas que el aire solidificaba, las salchichas incapaces de pudrirse, los polvos colorantes y saborizantes que encerraban en frascos de cristal la posibilidad de cualquier golosina e incluso de cualquier alimento, bocados de riqueza, pero no solamente de eso, también de confianza en las capacidades de los hombres, ebrios de un nuevo renacimiento que envenenaría el aire, los ríos, los mares, los pulmones, como si ésos no bastaran: los de las poblaciones aledañas, los de las grandes ciudades. Pero antes de ver su efecto devastador, copiaban patentes e inventaban otras que llenaran de una nueva nación nuestro hasta entonces aire claro… No sabíamos entonces que los peces salían en busca de agua de los ríos, con las escamas escurriendo aceite, ni que las selvas eran cadáveres de selvas, ni que el mar arrojaba a la costa espumarajos de detergentes y oscuras manchas de petróleo…
Pero los abrumo con discursos que he tratado de comprender y emular seducida por la visita que hice a casa de Raquel, hace mucho, ya en la condición que tengo… Fui comisionada (por decirlo de algún modo) a su departamento. ¡Me sentí tan bien rodeada de libros y de cuadros, de notas y libretas, de perros y de la luz que entraba empantanada, por la ventana!… Raquel se ponía y se quitaba los lentes al oírme pasar cerca de ella hasta que dejó de alzar la vista a mis pasos… “¡Raquel Tibol!”, le dije por su nombre y apellido. No prestó a mi voz la menor importancia. Entonces fui llamada a dejar su departamento. Y no que Raquel pensara en nada de lo que aquí cuento. Seguramente su padre no fue un industrial ni la inquietaba el cambio de la arena en chocolate o de los huesos de vacas muertas en salchichas… Pero Raquel no supo de mí porque nunca dejó de pensar. No le hice mella como no quiero hacérmela al contar lo que aquella tarde ocurrió en mi casa.
Jugábamos en el jardín, como si nunca se fuera a acabar la tarde, hasta que mis hermanas —movidas quién sabe por qué, yo no sentí viento alguno que pudiera alterar el desquehacer en que estábamos, abstraídas ante una libélula suspendida en el aire inmóvil que nos acompañaba tornasolada, a veces azulosa, impecable aleteando sin desplazarse, mascando (como una goma de mascar) su lugar en el aire del jardín, rumiando sus alas, tan hermana de nosotras como nosotras de ella— me llevaron a la televisión. Encendimos: apareció la corrida de toros, no desde donde la veían Esther y papá sentados, como todos minúsculos, vencidos por la desmesura de un ojo padre, de un ojo omnipotente, lejano o cercano según le conviniera. La pantalla parecía a punto de reventar con tanta gente, con tanto ole y tanta sobrexcitación que se adivinaba en la multitud.
Por más que le daba vueltas (a mi cabeza, claro, me cansé de ver el techo y de contar los puntitos de tirol) no encontraba mejor juego que el aburrido estar buscando entre las manchas quiénes de ellas podían ser Esther y papá. ¿Pero cómo saber quiénes eran? La televisión reproducía a blanco y negro, no sólo Esther y papá llevaban sombrero, todas las cabezas lucían idénticas. Leía los anuncios en las barreras una y otra vez y hubiera querido hacer cualquier cosa antes que estar sentada mirando la pantalla.
Pero seguíamos frente al televisor, mis dos hermanas, tan aburridas como yo, y Juanita, supongo que muy joven, blanca como una cuija, egresada de la escuela de capacitación de trabajadoras domésticas que tenía el Opus Dei. Era (no encuentro, de veras, mejor palabra para definirla, ni término más mesurado) un asno, la pobre Juanita. No sabía guisar (en la escuela de capacitación la habían convencido de que lo que ella hacía en su casa no era “guisar”), no sabía barrer, o eso decía, porque quería usar la aspiradora también para el jardín y la terraza, y mostraba en una rara afición su inclinación de carácter: era aficionada a la licuadora, a la que prendía para jugar, vacía, bien acomodada, puesta la tapa de hule sobre el vaso, y le jalaba hacia arriba la palanca de controles para oírla “cantar”, según me dijo la misma Juanita.
Ella sí se concentraba en la corrida de toros, Male, Jose y yo —no sé quién de las tres empezó— subíamos la escalera de palabras escapando como ligeras equilibristas de la aburrición:
—tequila
—lápiz
—pistola
—lamer
—mercado
—dormir
—mirador
—dorado
—dominó
la última sílaba de una palabra debía ser la primera de otra no pronunciada antes en el juego. Era mi turno de recitar una que empezara en dro (tendría que ser dromedario) cuando vi cómo Juanita, sin darse cuenta, apoyaba su mano en la aguja del bordado que por error no le habían extirpado —quiero decir ni la habilidad ni la afición— en las clases de su escuela “de capacitación”. Vi claramente la aguja cruzándole la piel y a Juanita con la mirada pegada a la pantalla mientras con el brazo continuaba empujando su mano para que la aguja entrara más adentro…
—¡Te va!
—¡Te va!
—¡Pierdes si no contestas!
Pude decir, señalando a Juanita “¡alza la mano!”, mientras a mis ojos y a los de mis hermanas la aguja lenta, inexorable, seguía entrando hasta asomarse del otro lado de la palma limpia, sin gota de sangre. Male le alzó la mano a Juanita: palma de madera, revestimiento de estuco: una santa traspasada, una aguja picando carne incorpórea, engendro de abstinencias, ayunos y silicios.
Corrimos al teléfono a hablarle a la abuela, marcamos equivocadas 16-17-50. Contestó un hombre que me recriminó mi error alertándome a tener cuidado, un hombre de voz opaca que adiviné gordo, pesado, sin duda triste. “Disculpe”. Empezó la discusión con mis hermanas sobre si buscábamos el número en la sección blanca o en la amarilla, hojeando primero con cuidado las hojas imposibles, llenas de letras: un lenguaje en clave acerca del cual las tres polemizábamos sin tener el menor atisbo de su funcionamiento, hasta acaloradas terminar por arrugar y romper las hojas impasibles.
Juanita nos había seguido. Frente a nosotras agarró con los dientes el ojo de la aguja y tiró para sacarla completamente limpia, como si en lugar de entrar en carne hubiera traspasado tela.
Las tres nos miramos, juraría que con el mismo golpe de ojos, sin parpadear, cómplices de algo incomprensible.
Cuando llegaron papá, Esther y don Pedro, nos encontraron bañándonos en la tina (Male y Jose me bañaban y me peinaban a la vez, intentando sujetar en mi cabello empapado unos tubos rosas y anchos de Esther que mi papá le había traído de Estados Unidos con la innovación de ahorrar el uso de pasadores para sujetarlos, ya que tenían una especie de molde, de plástico también y de su mismo color, que detenían el cabello a su redonda forma), mientras Juanita, absorta en la cocina, escuchaba sin pensar su concierto preferido: suite para licuadora y mesa de madera. Era tanta la inundación que provocamos que casi se le mojaban los zapatos a Juanita sin que se diera cuenta.
A la mañana siguiente, Esther empacó a Juanita en el camión de vuelta a Michoacán a la misma escuela de capacitación, seguramente a que tomara más cursos que le enseñaran a no hacer nada, a despreciar todo cuanto era su mundo con mayor perfección.
VIII
El lema de mi escuela era serviam (el himno decía: serviam, forever serviam, though life may lead us far away). Hasta el cansancio nos repitieron que serviam quería decir servir, emplearse en la gloria y veneración de Dios y estar al servicio del prójimo.
La palabra venía escrita en la parte inferior del escudo de la escuela que convivía con nosotras diariamente en las blusas blancas y los suéteres grises del uniforme; verde y dorado, bordado grueso como un bulto, sobrepuesto como un segundo corazón de bondad inflexible. Fue a sugerencia de Esther que se hizo en la escuela un concurso de dibujo de las interpretaciones posibles al lema de la escuela.
Ésta no era la primera intervención de Esther, ahora había metido mano por indignación, como otras veces: las monjas, las mothers, las sisters o las madres (dependiendo de cuál se tratara) habían permitido a la maestra de quinto (mi maestra) convocar a un concurso de muñecas: ganaría la niña que llevara la más bonita. A Esther le enojó muchísimo la idea: ¿para qué premiar algo que no quedaba en la voluntad de las niñas sino que era algo adquirible en una tienda? Todas las niñas (exceptuándonos, porque en señal de la protesta de Esther llegamos con las manos vacías) llegaron con muñecas flamantes a competir por la más cara, la que nadie había visto, la de vestido de Portugal, la traída del país más remoto, la que tenía vestido de firma.
Las muñecas desfilaron ante los ojos de las maestras que se habían elegido jueces del concurso, viéndolas posar en las manos de las dueñas que nunca las habían jugado, que no les habían cambiado la ropa ni las habían arrullado ni las habían peinado para que tuvieran oportunidad de ganar.
En protesta activa, Esther propuso un concurso en que valieran las habilidades de las niñas y no “el dinero o los viajes de sus papás”. Habló con la madre Gabriela (como era cubana no era mother, como era vigorosa e inteligente no era monja) y la convenció: “sensibilidad”, “inteligencia”, “trabajo, el valor del trabajo”, ¿qué más argumentos usó? Esas palabras oí mientras hablaban en la terraza soleada y Esther le entregaba un dibujo que le llevaba de regalo porque la quería mucho: quién sabe cuántas horas habían hablado sin que yo las viera, pero sí se querían mucho.
La representación gráfica de serviam nos abrió —a mis hermanas y a mí— por una sola tarde el estudio de Esther.
El cuarto era muy amplio. Lo primero que llamaba la atención al entrar era la luz: un ventanal enorme al fondo, dos tragaluces en el techo, ventanas en las tres paredes, un espejo largo, vertical, en el que podrían reflejarse dos personas si una se paraba en la cabeza de la otra, tan largo como lo era la pared y casi topando el techo, volvían al cuarto una fuente de luz que yo describiría (ahora que la recuerdo) como científica, una luz que parecería poder mirarlo todo. Olía a las ramas del eucalipto, que adornaban con su fragancia transparente el campo abierto del cuarto, el cielo interminable que azul se confundía en el estudio con el aire de nuestra ciudad, dejando ver volcanes y montañas.
Nunca habíamos entrado al estudio. Lo observé con el mismo sentimiento con que observé el corazón de la rana en el cuerpo abierto en vida del animal drogado, tiempo después, en el laboratorio de la escuela: yo sabía que el corazón existía, pero verlo, verlo era otra cosa: yo sabía que el estudio existía, pero verlo era otra cosa. Ninguna fantasía era igual a la realidad, ninguna representación era igual, yo había visto hasta el cansancio imitaciones del corazón (gráficas, plásticas) y había visto también fotografías del estudio de Esther, de fragmentos del estudio de Esther, que no me habían dado ni idea de cómo sería.
Como queriendo arrancar nuestras miradas, rapiña en su claro estudio, Esther apresurada sacó enormes hojas y estuches interminables de colores para que dibujáramos lo que quisiéramos creer que denotara serviam.
Mientras mis hermanas hacían, en colores que nunca soñaron tener, las casas que bordeaban la escuela, las casuchas de la baranca como le decían las mothers a los asentamientos de “recién llegados” (algunos de los cuales tenían tres veces mi edad llegando, tratando de llegar al paraíso que habían imaginado en la ciudad) y dibujaban niñas uniformadas, con su escudote de serviam luciéndoles en el pecho, repartiendo paletas de dulce o inyectando niños o cualquier otro acto que les pareciera remediaba o aliviaba su miseria (como regalar gansitos, pastelitos industriales que se vendían envueltos en bolsas de celofán: así era uno de los dibujos que se presentó al concurso), yo no pude engañar a la luz del estudio: dibujé con detenimiento y en colores ocres un niño pequeño, acostado como un bebé pero de mayor edad, cuyo cuerpo cubrí de clavitos, de clavos que serían pequeños afuera de las proporciones del dibujo, o sea enormes alcayatas con cabeza de clavos enterradas en su cuerpo inmóvil y en su rostro que, si no dejaba de sonreír, casi podría decirse que lo hacía. Ni una lágrima, ni una herida, ni una señal de dolor. Luego, pinté atrás de él una cama, un oso de peluche y un sonriente sol que en la parte superior del dibujo resplandecía, casi quemando las alas de unas gaviotas (o algo que quería parecer gaviotas) que pasaban volando.
Abajo le escribí CLAVITOS. Esther se lo quedó mirando. No dijo nada.
—No es para lo del serviam —le dije.
—Ya me di cuenta.
—Te lo regalo.
Lo clavó, con un clavo idéntico a los del dibujo, en la pared del estudio y lo siguió viendo mientras yo, apresuradamente, en una hoja que me dio, dibujé a una niña lavando los platos, con el lema serviam encerrado en un globo cuya orilla aproximada a los labios daba a entender que era serviam una palabra que la niña decía mientras ejecutaba la “cristiana” acción, dibujo igual de absurdo que todos los que llegaron al concurso, si pensamos que cuál lavar platos en mi casa habiendo una mujer cuyo trabajo era hacerlo y que no me hubiera permitido interrumpirla, cuál “ayudar” a los niños de la baranca para los que nuestra sola presencia era una ofensa, cuál serviam, cuál “servir” si entre nosotros nos encargábamos de que el país entero nos sirviera.
IX
Yo no era una niña miedosa. Hay niños que tienen miedo de todo, de cualquier cosa, de, por ejemplo, dejar los pies colgando en las sillas porque temen que alguien o algo se los vaya a jalar, o los que tienen miedo de las formas que proyectan a la luz de los faroles de la calle las plantas de por sí inquietantes, cambiantes de forma en la oscuridad, vivas como están vivos los insectos, o incluso más, brillantes como joyas opacas en las noches citadinas, moviéndose siempre, asustonas, y hay niños que tienen miedo a la oscuridad de por sí, o los que temen quedarse solos, ir a solas al baño, caminar por su propia casa a solas (¡ni pensar en salir sin compañía a la calle!), los que tienen miedo en el cine, los que temen ir a la feria, los que sienten terror de ver un payaso, los que creen en los robachicos… y hay también aquellos a quienes hacen miedosos a fuerza de atemorizarlos: con el coco, con el diablo, con el padre, con “verás lo que te pasa si…”.
Yo no estaba en ninguno de esos casos. No me daban miedo de por sí las cosas, ni me atemorizaban sin razón. No me inculcaban el miedo sino la burla al coco, a las brujas, a los fantasmas, al más allá. Claro, existía el infierno pero no se hablaba de él, no era probable, era algo ajeno, demasiado remoto e incluso imposible. El dios de mi casa no era el dios del temor sino el dios de otro territorio, no podría decir su nombre o describirlo porque toda su conformación y geografía se desvaneció en mis sombras (acabo de recordar uno de los poemas que aprendí de niña, mi papá nos daba dinero si los memorizábamos, a peso por verso, uno que decía “No me mueve mi Dios para quererte [un peso] el cielo que me tienes prometido [dos pesos] ni me mueve el infierno tan temido [tres pesos] para dejar por eso de ofenderte…”).
Incluso podría afirmar que no sólo no fui miedosa sino que fui valiente. Recuerdo una tarde, por contarles algo, en que estaba yo sola en el jardín mientras mis hermanas armaban con papá un juego (creo que se llamaba The Running Heart) que reproducía el aparato circulatorio haciendo un simulacro de corazón y venas, y mientras armaban tubos y pegaban las partes del corazón transparente, yo —que nunca sentí el menor apego por los juegos de armar, ni siquiera por los rompecabezas— salí sola a ver si encontraba una catarina o algo con qué entretenerme. Paré un momento y vi sobre el muro del jardín, justo al lado de la puerta que daba a la calle, una sombra vertical, como de una pared por la que subía y bajaba otra sombra, pequeña y amorfa, “será un gato —pensé— que sube y baja… ¿por dónde?”. No supe qué producía la sombra, qué era lo que impedía el paso del sol y pintaba el muro. Nada podía, materialmente, proyectar la sombra vertical, ni nada al supuesto gato que, sin piernas ni orejas ni cola (viéndolo bien), la recorría. Subí y bajé la mano, acercándome y alejándome del muro, buscando unir mi sombra a la que me inquietaba para intentar adivinar de qué provenía. No hubo modo. Esa sombra no era producida por nada. No tuve miedo porque vi que era totalmente inofensiva. Estaba en calma. No palpitaba, no se movía hacia mí, no quería lastimarme. Era ilógico que existiera, no debía estar ahí, pero la dejé en paz pensando que, tal vez, también ella era víctima de alguna persecución que la obligaba a proyectarse en un muro con el que no tenía ninguna cercanía.
Me senté tranquila a verla. Su forma no me inquietaba, no era obscena, como lo eran los dibujos que imaginaba formados por las manchas de la loseta en el baño de casa de la abuela, o las que tallaba yo en la oscuridad cuando no podía dormirme, obscenas formas con volumen y hasta con aliento…
¿Por qué las llamaba yo formas obscenas? ¿Qué era para mí la obscenidad? Nada que pudiera emparentarse con el amor ni asemejar dos cuerpos gozándose. La obscenidad era para mí las formas que suplían a los cuerpos deformándolos, que los dejaban sin dedos para tocar, sin labios para besar, sin pechos para acariciarse, sin piernas ni troncos y que colocan, en donde debiera ir todo eso, nada más que formas que atemorizan o intentan atemorizar… Ésas eran las formas obscenas que se apropiaban de todo cuanto tocaban mis ojos cuando aquello se apoderaba por completo de mí. Nunca las veo. Ahora me parecerían… me ganaría la risa ante ellas. Porque ya no soy la que fui de niña. Soy la que era, eso sí, soy o creo ser la misma desde el día en que nací hasta hoy, pero no tengo los mismos ojos. A mí misma me he impuesto la obscena tarea de deformarme, de quitarme la facultad de abrazar, de arrancarme las formas que ocultan un cuerpo.
Hablaba del miedo: tampoco lo tuve poco después de descubrir los atributos del ropero de la abuela, ni cuando la vi a ella trastornada y amenazándome. ¡Ah!, el ropero hubiera sido capaz de cambiar la vida animada de cualquier casa y así hubiera sido en la de la abuela, si ella no lo hubiera tenido encadenado, como si encadenara a un perro fiero, con la más fuerte atadura para un mueble de su condición: usado solamente de adorno, el ropero era un mueble vacío, lleno de nada, limpio, exasperantemente limpio, como todo lo que habitaba la casa en la colonia Santa María.
Conocí las “habilidades” del ropero una tarde en que aburrida me paseaba por la casa de la abuela mientras ella sostenía por teléfono una conversación interminable. De fastidio rayé con pluma la bolsa de la chamarra que traía puesta, sin darme cuenta de mi tropelía, sin intención, nada más por inconsciente.
Pero antes de que colgara la abuela el teléfono, me di cuenta de lo que había hecho. Me quité la chamarra y con las uñas raspé los rayones en la gamuza para tratar de arrancarle las manchas, pequeños círculos rellenos de tinta, gordos de tinta de pluma atómica, rodeados de rayas, como soles, pero oscuros. Miré las bolitas con patas y pensé: “parecen arañas”. Doblé la chamarra y la metí en el ropero inútil. En casa podrían no regañarme, tal vez Esther ni se daría cuenta, pero la abuela le otorgaría gran importancia al destrozo del saco importado.
La abuela colgó el teléfono. “Vámonos corriendo”. No sé dónde, no recuerdo dónde iba a llevarme. Antes de prepararse para salir, me lavó las manos y la cara, me peinó y me ordenó ponerme la chamarra. Fui a sacarla, doblada, del ropero, asegurándole que no tenía nada de frío, que tenía muchísimo calor. “Póntela para que vayas elegante”. Enfrente de ella me la puse mientras la halagaba porque era hecha en España, “nada como la ropa española”. Yo esperaba que en cualquier momento viera las manchas y brotara estentóreo y vergonzoso el regaño, cuando le cambió la cara: se quitó, apresurada, sin despegar de mi cuerpo la mirada atónita, la bata blanca de manga corta y cierre al frente que usaba para trabajar en su laboratorio y no ensuciar la ropa (aunque nunca vi manchada su impecable bata blanca), la tomó como un trapo en la mano y con una punta de la bata empezó a pegarme, a darme duro, a asestarme golpes sin que yo entendiera qué pasaba… Me asustó, pero no le tuve miedo. Las lágrimas y los gritos se me salían ante la imagen de la abuela que no alcanzaba a articular palabra, roja pero no de ira, golpeando a la nieta con un remedo de trapo y sin cejar… Ni me pasó por la cabeza que me estuviera pegando para reprenderme por lo de las manchas, porque conmigo nadie usó los golpes como medida coercitiva. ¿Por qué entonces blandía contra mi cuerpo el trapo-bata y por qué con tanta fuerza y tanta furia? Estaba fuera de sí y parecía fuera de sí la sala bañada por la cortina de llanto que cubría los ojos, y fuera de sí estaba mi corazón atónito…
Dejó de golpearme y me mostró, sin hablar, sacudiéndolas con el trapo, lo que había intentado (con fortuna) apagar o sofocar: la vida de cuatro arañas gordas, negras como si estuvieran cargadas de tinta. Sacudiendo sus cadáveres y pasándoles un trapito húmedo, mi chamarra quedó limpia, sin marcas de nada, ni de arañas ni de tinta.
No le cobré miedo al ropero, ni pensé nunca volver a ver a la abuela en ese estado. Con serenidad me di tiempo de pensar: ¿de qué era capaz ese mueble? y ¡qué fácil era sacar a la abuela de sus casillas!
Ahora, ¿soy miedosa? Lo soy de mil maneras. ¿Una? Yo no sería capaz, no tengo valor, de volver a vivir lo que viví de niña. Mis recuerdos me dan miedo, traicionan la serenidad de la memoria…
No mentí cuando les aseguré que era placentero recurrir a los recuerdos. Así es aunque me atemorice. No me atrevería a volver a vivir lo que fui de niña porque, recuperados por la memoria, los hechos se tornan peligrosas agujas que coserían mi alma, que escocerían mi alma, que harían pedazos de carne muerta mi alma. Cuando vivimos apenas nos damos cuenta de lo que estamos viviendo… Volver a vivir lo que hemos visto con la limpia y directa mirada del recuerdo sería intolerable, o por lo que toca a mí, no tendría valor para hacerlo.
Ahora bien, ¿fantasear me da miedo?, porque en lugar de recordar podría fantasear, imaginar recuerdos, falsear imágenes y sucesos. No lo he hecho así, cuanto les he dicho me ocurrió, fue real: no he inventado una sola palabra, he descrito tratando de apegarme lo más posible a los hechos. Claro, pude haber usado palabras más acertadas que las que en el discurso he ido hilando (algunas he tratado de corregir, otras he perdonado porque no encuentro mejores para narrar), pero no he faltado a la verdad, todo lo aquí contado ocurrió en mi escuela, en mi casa, en la ciudad que habité y que no sé si aún existe o si ha cambiado de apariencia, si ha dejado su rostro de ciudad limpia, joven, de virgen bíblica…
Mas no tendría para mí objeto imaginar. O venzo el miedo que siento (y disfruto el placer) al recordar y modular las palabras que describen mis recuerdos, o me callo. Para qué las fantasías, para qué las imaginaciones, para qué las mentiras… No le veo sentido, no me daría placer alguno y, ¿qué tal que también me da miedo lo que produjera mi imaginación si la tuviera? Si la tuviera, porque no queda en mí nada de ella. No soy más que un poquito de carne a quien los recuerdos le impiden pudrirse, llenarse de gusanos y de moscas hasta acabarse.
X
Hace rato, al describirles el mundo de mis sueños, dije el desorden que habitó salvajemente el mundo de mis sueños. ¿Por qué usé la palabra salvaje? Pude haber dicho atropellado, violento o triste, pero hubiera sido imprecisa la definición del desordenado mundo de mis sueños, ya que la palabra salvaje, con las dos acepciones que le conocí de niña, resultaba irle como anillo al dedo: salvajes eran los habitantes de tierras remotas que se comportaban de un modo tan distinto al nuestro (como mis sueños, poblados de cacerías, de entierros, de personas sin ropa corriendo por lugares selváticos o desérticos, de casas que nada tenían que ver con las nuestras, de ritos inhumanos) y lo salvaje era también lo violento, lo destructor, lo que podía acabar con todo.
Por supuesto que no todos mis sueños eran iguales. Su desorden salvaje podía consistir en acciones variadas, en situaciones diversas. Por ejemplo:
Frente a una bandeja de dulces que un señor con sombrero inclinó hacia mí, yo sacaba una moneda de cobre de la bolsa de mi vestido y compraba un muégano. Al pegar mi boca al dulce y calar la primera bolita de masa frita, hueca y cubierta de caramelo, la noche se hizo llegar apresurada al parque: aunque lo iluminaron lámparas altas como soles pequeños que una mano invisible encendió, una enorme oscuridad lo amenazaba. El muégano estaba muy duro, no podía arrancarle ningún fragmento, morderlo sólo me lastimaba los dientes, pero se los clavaba con insistencia. Continué caminando y encontré una fuente con surtidor vertical en el centro, redonda y de piedra volcánica, en medio de la cual un chorro se alzaba alto y blanco, como agua rebelde. Empezó a llover muy fuerte. El surtidor continuó en su camino habitual, mientras el agua de la lluvia se encharcaba opaca y gris oscureciendo el parque. La lluvia deshacía el dulce que intentaba detener en una mano, lo disolvía volviéndolo primero una masa gomosa y luego quitándomelo, entregándoselo a la tierra. El hombre de la bandeja pasó corriendo: ya no llevaba en ella golosinas, llevaba a el (o la) clavitos: aquella niña que yo había pintado herida, y que había regalado a Esther.
Donde el disparejo piso de tierra formaba pozas en las que, de poner los pies en alguna de ellas, no sólo se mojarían mis zapatos sino también los calcetines, empezaron a brotar surtidores idénticos al de la enorme fuente, pero de tamaño proporcional al agua que cada poza contenía. A fuerza de tanto llover, el agua de la fuente central se derramó al piso de tierra y más y más pozas se formaban y en cada una de ellas se reproducía la forma y la mecánica del surtidor, diminutas fuentes sin pretil de piedra. En cada uno de estos surtidores brillaban todas las lámparas del parque y eran tantas que el piso parecía iluminado, parecía lleno de enormes estrellas. Sentí que no tenía dónde pisar, que el piso era el cielo y que en el gris cielo de la tormenta nunca volvería a brillar la luz de un sol que me indicara dónde colocar mis pies para no caerme en el fondo de la noche.
Una de las pequeñas fuentes saltó mojándome la falda y los calzones: sentí que con voluntad. Puse la planta del pie sobre ella para acallarla.
Entonces la lluvia se calmó. Las fuentes del piso dejaron de serlo, regresando a ser charcos inertes, y la fuente enorme del parque lentamente también se fue apagando. Me acerqué a la fuente: salamandras de colores la recorrían pronunciando palabras que no pude entender, hasta que, brincando del agua, extendieron sus alas y se perdieron en el cielo oscuro que, al devorarlas, dejó al parque en el más puro silencio: ya no había ni un paseante, ni vendedores, ni siquiera el ruido del agua o el de las hojas o el de las ratas que pasaban por aquí y por allá sin que las viera. Yo también —lo sentí con claridad— desaparecí poco a poco, me dejé vencer por la sombra. Lo último que permaneció de mí fueron los ojos: vi cómo el parque se apagó y —no sé, tal vez así fue— se retiró conmigo del sueño.
¿Para qué les cuento un sueño? Hago mal en dispersar el orden de mi narración. Tomé la palabra sueño al vuelo porque quiero contarles cómo fue que de un día a otro dejé de soñar: me quedé para siempre sin un sueño más.
Hacía poco tiempo que me había quedado sin las curativas piedras blancas de la jardinera de los vecinos y de que cuatro arañas gordas bajaran por el saco en que yo las había pintado por el solo hecho de permanecer un momento adentro de un ropero vacío, cuando, una noche, buscando racional salida para el miedo, decidí solicitar piedritas blancas al ropero. Me dormí tranquila ensayando en la mente cómo iba a pintarlas para que se parecieran a las que yo solicitaba, recordando cómo eran y tratando de recordar en qué punto de su pequeña geografía reflejaban la luz, como había recomendado hacer mi maestro de pintura (un pelón que a veces usaba lentes, según yo sólo para preguntarme si yo era hija de Esther, mirándome incrédulo y maravillado con unos ojos grandes como sapos, a lo que yo contestaba que sí, que sí, y que sí). Al día siguiente (no había clases, o era fin de semana o día festivo o periodo de vacaciones, no me acuerdo —mientras más trato de forzar la memoria, de provocarla, menos recuerdo—) pedí que me llevaran a casa de la abuelita. Ya ahí, sin despegarme de ella, me puse a dibujar, por lo que la abuela no paraba de decir “igualita que tu mamá”, sin prestar