Octavio Paz en 1968: el año axial

Ángel Gilberto Adame

Fragmento

Título

OCTAVIO PAZ: CONCIENCIA DEL 68

La conciencia, decía André Breton, es aquello que, “ocurra lo que ocurra, nos lleva a oponernos a todo lo que atente contra la dignidad de la vida”. La conciencia es lo opuesto a la razón de Estado.

OCTAVIO PAZ,
El ogro filantrópico (1977)

Octavio Paz retornó a México en 1953, luego de casi una década de servicio diplomático en Estados Unidos, Francia, la India, Japón y Suiza. Se quedaría en el país cinco años, con salidas esporádicas, antes de ser enviado de nuevo a Francia y a la India. Ese lustro en México fue fructífero: activo en revistas y suplementos, publicó los ensayos El arco y la lira (1956) y Las peras del olmo (1957) y mucha poesía, de Semillas para un himno (1954) a La estación violenta (1958), pasando por Piedra de Sol (1957). La publicación en Francia de Aigle ou soleil? en 1957, en la traducción de Jean-Clarence Lambert, fortalecía la pertinencia de su voz en el escenario mundial.

Además de su trabajo en Relaciones Exteriores, Paz fue procurado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que lo invitó a participar en sus Cursos de Invierno, en diversos programas de Radio Universidad y, desde luego, volver a su vieja iniciativa, Poesía en voz alta, que estrenó su obra teatral La hija de Rappaccini (1956).

Su retorno lo llevó a constatar que la Revolución mexicana hallaba su cauce en el crecimiento de una clase media que se beneficiaba de conquistas como el acceso a la educación superior y, con ella, de la aparición de una “clase” estudiantil nacional cuyas exigencias de democracia —junto a las de algunos movimientos obreros y gremiales— comenzaban a modificar el escenario político y a sacudir el monopolio del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Percibía cómo el lento desarrollo social y político chocaba con el autoritarismo, el corporativismo oficial, el patrimonialismo, la farsa democrática y, desde luego, con la enorme corrupción aledaña.

Su enfado se manifestó de diferentes maneras. Durante un viaje en ferrocarril hacia el norte del país escribió “El cántaro roto” (1955), quizá su poema más combativo desde su juventud en Yucatán y en la España en guerra civil. Un testimonio rabioso contra el protagonismo del “sapo” caciquil de la historia mexicana; también, una descarga de ira contra sí mismo, como un “hombre roto” más. Lo publicó en el primer número de la Revista Mexicana de Literatura, dirigida por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo, y guiados de cerca por Paz. En el centro del poema se pasea, orondo, impávido, venerado —“los fines de semana en su casa blindada junto al mar, al lado de su querida cubierta de joyas de gas neón”—, el cacique gordo de Cempoala que, como explica Enrique Krauze,1 es “el aliado de Cortés, pero reencarnado, a través de la historia, en el sacerdote azteca, el obispo católico o el inquisidor, el caudillo del siglo XIX, el general revolucionario o el banquero”:

El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,

¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?

¿Sólo está vivo el sapo,

sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,

sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?2

Y sin embargo, castigado bajo el oprobio, el poeta siente que respira la “palabra perdida” que debemos desenterrar entre todos, pues puede resarcirlo todo: la palabra que permite soñar y que augura cantar, la que propicia “dormir con los ojos abiertos”.

Además de escribir, pensar y criticar, revive el fervor rebelde de su juventud. Por ejemplo, durante la huelga ferrocarrilera de 1958, entusiasmado con la posibilidad de un movimiento obrero independiente del control estatal, participa en algunas manifestaciones y firma manifiestos que piden en la prensa respeto a la libertad sindical. Por ejemplo, el 30 de agosto rubricó un desplegado —con Carlos Pellicer, Alvar Carrillo Gil, Alí Chumacero, Abel Quezada, Carlos Fuentes, Jaime García Terrés, Fernando Benítez, Guillermo Haro, Emilio Uranga, Ricardo Martínez, Juan Soriano y Pedro Coronel— en el que refrendaba su posición sobre las demandas sociales, expresando su incomodidad aún en su condición de funcionario público:

Somos testigos de un movimiento obrero que desea la purificación del sindicalismo nacional y que repudia a los dirigentes que durante años han traicionado los fines que legitiman la asociación de los trabajadores, desviando la lucha obrera en su provecho y con propósitos personalistas. Hemos escuchado a los obreros y estudiantes, hemos leído con atención sus argumentaciones y pensamos que en todas estas expresiones alienta un sincero deseo de establecer el verdadero diálogo entre el pueblo y sus gobernantes.3

Se incorporó así con firmeza en una nueva corriente crítica que lo situó como un intelectual antagónico a sus pares que eran próximos al gobierno: “se interroga cada día con mayor ansiedad sobre la naturaleza del sistema político mexicano, sobre todo luego de su experiencia en Estados Unidos y Francia”.4 Que no se le despidiera por hacerlo ya era indicio de que algo comenzaba a cambiar. En su trabajo, recibió un ascenso y colaboró muy cerca con el poeta José Gorostiza, su superior jerárquico, quien lo encaminó al área de Organismos Internacionales desde donde Paz combatió, en la medida de sus posibilidades, en favor de una apertura a la modernidad. Pero no había mucho espacio hacia donde moverse, y la vida en la oficina lo deprime, incluso más que en 1951, cuando escribió la “Visión del escribiente”:

Y llenar todas estas hojas en blanco que me faltan con la misma, monótona pregunta: ¿a qué hora se acaban las horas? Y las antesalas, los memoriales, las intrigas, las gestiones ante el Portero, el Oficial en Turno, el Secretario, el Adjunto, el Substituto. Vislumbrar de lejos al Influyente y enviar cada año mi tarjeta para recordar —¿a quién?— que en algún rincón, decidido, firme, insistente, aunque no muy seguro de mi existencia, yo también aguardo la llegada de mi hora, yo también existo. No, abandono mi puesto.5

A finales de 1958, después de publicar Piedra de Sol, se apoderó de él un deseo ferviente de volver a París, cerrar su historia con Elena Garro y reencontrarse con viejos camaradas y nuevos afectos. Gracias a su amigo Manuel Moreno Sánchez, que intervino en su favor, el presidente entrante Adolfo López Mateos —quizá inquieto con la creciente militancia del poeta— ordenó que se le enviara de nuevo a París. Luego de un rápido divorcio unilateral,6 Paz arribó a Francia con la esperanza de una nueva vida. Un entusiasmo inicial que fue satisfactorio en términos intelectuales y creativos, pero que fue trastocándose en decepciones y desamores, hasta que llegó, con su ascenso al rango de embajador, la orden de trasladarse como tal hacia la India.

Parti

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