CAPÍTULO 1

Tras un año de esclavitud en las minas de sal de Endovier, Celaena Sardothien había acabado por acostumbrarse a andar de acá para allá encadenada y a punta de espada. Había miles de esclavos en Endovier y casi todos recibían un tratamiento parecido, aunque Celaena solía ir y volver de las minas acompañada por media docena de guardias más que el resto. Era de esperar, siendo, como era, la asesina más famosa de Adarlan. Aquel día, sin embargo, la aparición de un hombre de negro encapuchado la tomó por sorpresa. Aquello era nuevo.
Su acompañante la sujetaba del brazo con fuerza mientras la conducía por el suntuoso edificio donde se alojaban casi todos los funcionarios y capataces de Endovier. Recorrieron pasillos, subieron escaleras y dieron vueltas y más vueltas para que Celaena no tuviera la menor posibilidad de encontrar la salida.
Al menos eso pretendía el desconocido, pues ella se dio cuenta enseguida de que habían subido y bajado la misma escalera en cuestión de minutos. También se percató de que la obligaba a avanzar en zigzag por distintos niveles aunque el edificio tenía una estructura de lo más común, una cuadrícula de pasillos y escaleras. Pero Celaena no era de las que se desorientan fácilmente. De hecho, se habría sentido insultada si su escolta hubiera escatimado esfuerzos.
Enfilaron por un pasillo particularmente largo donde no se oía el menor sonido salvo el eco de sus pasos. Advirtió que el hombre que la agarraba del brazo era alto y estaba en forma, pero Celaena no podía ver los rasgos ocultos bajo la capucha. Otra táctica pensada para confundirla e intimidarla. La ropa negra seguramente formaba parte de esa misma estratagema. El hombre la miró y Celaena esbozó una sonrisa. Él devolvió la vista al frente y la agarró del brazo aún con más fuerza.
Celaena se tomó el gesto como un cumplido, aunque no sabía a qué venía tanto misterio, ni por qué aquel hombre había ido a buscarla a la salida de la mina. Tras una jornada entera arrancando rocas de sal de las entrañas de la montaña, verlo allí plantado junto a los seis guardias de rigor no la había puesto de buen humor precisamente.
No obstante, había aguzado bien el oído cuando el escolta se presentó ante el capataz como Chaol Westfall, capitán de la guardia real. De pronto, el cielo se había vuelto más amenazador, las montañas habían crecido a sus espaldas y hasta la misma tierra había temblado bajo sus rodillas. Hacía tiempo que no se permitía a sí misma probar el sabor del miedo. Todas las mañanas, al despertar, repetía para sí: «No tengo miedo». Durante un año, esas mismas palabras habían marcado la diferencia entre romperse y doblarse; habían impedido que se hiciera pedazos en la oscuridad de las minas. Pero no dejaría que el capitán averiguara nada de eso.
Celaena observó la mano enguantada que la sujetaba del brazo. El cuero oscuro del guante hacía juego con la porquería de su propia piel.
La muchacha era muy consciente de que, aunque solo tenía dieciocho años, las minas ya habían dejado huella en su cuerpo. Reprimiendo un suspiro, se ajustó la túnica, sucia y raída, con la mano libre. Como se internaba en las minas antes del amanecer y las abandonaba después del anochecer, rara vez veía la luz del sol. Por debajo de la mugre asomaba una piel mortalmente pálida. En el pasado había sido guapa, hermosa incluso, pero… En fin, aquello ya carecía de importancia.
Doblaron por otro pasillo y Celaena se entretuvo mirando el elegante forjado de la espada que portaba el desconocido. El reluciente pomo tenía forma de águila a medio vuelo. Al percatarse de que la chica observaba el arma, el escolta posó su mano enguantada sobre la dorada cabeza del pájaro. La muchacha volvió a sonreír.
—Está muy lejos de Rifthold, capitán —le dijo. Luego carraspeó—. ¿Lo acompaña el ejército que escuché marchar hace un rato?
Escudriñó las sombras que escondían el rostro del hombre, pero no vio nada. Aun así, notó que el desconocido posaba los ojos en ella para juzgarla, medirla, ponerla a prueba. Celaena le devolvió la mirada. El capitán de la guardia real parecía un adversario interesante. Quizás incluso mereciera algún esfuerzo de su parte.
Por fin el hombre separó la mano de la espada y los pliegues de su capa cayeron sobre el arma. Al desplazarse la tela, Celaena vio el dragón heráldico de oro bordado en su túnica. El sello real.
—¿Qué te importan a ti los ejércitos de Adarlan? —replicó él. A Celaena le encantó advertir que el capitán tenía una voz muy parecida a la suya, fría y bien modulada, aunque fuera un bruto repugnante.
—Nada —contestó Celaena encogiéndose de hombros. Su acompañante lanzó un gruñido de irritación.
Cuánto le habría gustado ver la sangre de aquel capitán derramada sobre el mármol. En una ocasión Celaena había perdido los estribos; una sola vez, cuando su capataz eligió un mal día para empujarla con fuerza. Aún recordaba lo bien que se había sentido al hundirle el pico en la barriga, y también la pegajosa sangre del hombre al empaparle la cara y las manos. Era capaz de desarmar a dos guardias en un abrir y cerrar de ojos. ¿Correría el capitán mejor suerte que el difunto capataz? Volvió a sonreír mientras sopesaba las distintas posibilidades.
—No me mires así —le advirtió él, y de nuevo posó la mano en la espada.
Celaena escondió su sonrisilla de suficiencia. Pasaron ante una serie de puertas de madera que habían dejado atrás hacía pocos minutos. Si hubiera querido escapar, le habría bastado con girar a la izquierda en el siguiente pasillo y bajar tres tramos de escaleras. El intento de desorientarla solo había servido para ayudarla a familiarizarse con el edificio. Idiotas.
—¿Cuánto va a durar este juego? —preguntó con dulzura mientras se apartaba de la cara un mechón de pelo enmarañado. Al ver que el capitán no respondía, Celaena apretó los dientes. Había demasiado eco en los pasillos como para atacarlo sin alertar a todo el edificio, y Celaena no había visto dónde se había guardado el militar la llave de las esposas; además, los seis guardias que los acompañaban también opondrían resistencia. Eso por no hablar de los grilletes que le encadenaban los pies.
Enfilaron por un corredor de cuyo techo pendían varios candiles. Al mirar por las ventanas que se alineaban en la pared, descubrió que había anochecido; los faroles brillaban con tanta intensidad que apenas quedaban sombras entre las que esconderse.
Desde el patio oyó el avance de los otros esclavos, que caminaban arrastrando los pies hacia el barracón de madera donde pasaban la noche. Los gemidos de dolor y el tintineo metálico de las cadenas componían un coro tan familiar como las monótonas canciones de trabajo que los presos entonaban durante todo el día. El solo esporádico del látigo se sumaba a la sinfonía de brutalidad que Adarlan había creado para sus peores criminales, sus ciudadanos más pobres y los rehenes de sus últimas conquistas.
Si bien algunos de aquellos presos habían sido encarcelados por supuestas prácticas de hechicería —cosa muy improbable, teniendo en cuenta que la magia había desaparecido de la faz del reino—, últimamente llegaban muchos rebeldes a Endovier, cada día más. Casi todos procedían de Eyllwe, uno de los pocos reinos que aún se resistían al dominio de Adarlan. Cuando Celaena les pedía información del exterior, muchos se quedaban embobados, con la mirada perdida. Habían renunciado. Celaena se estremecía solo de pensar en los sufrimientos que debían de haber soportado a manos de los soldados de Adarlan. A veces se preguntaba si no habría sido mejor para ellos que los mataran… y si no le habría convenido a ella también perder la vida la noche en la que la traicionaron y la capturaron.
No obstante, mientras proseguía su marcha, tenía cosas más importantes en las que pensar. ¿Finalmente se proponían ahorcarla? Se le revolvió el estómago. Celaena era lo bastante importante como para ser ejecutada por el capitán de la guardia real en persona. Ahora bien, si pensaban matarla, ¿por qué molestarse en conducirla antes a aquel edificio?
Por fin se detuvieron ante unas puertas acristaladas en rojo y dorado, tan gruesas que Celaena no alcanzaba a atisbar el otro lado. El capitán Westfall hizo un gesto con la cabeza a los dos guardias que flanqueaban la entrada y estos golpearon el suelo con las lanzas a modo de saludo.
El capitán volvió a sujetarla con tanta fuerza que le hizo daño. Tiró de Celaena hacia sí, pero los pies de la muchacha se negaron a moverse.
—¿Prefieres quedarte en las minas? —le preguntó él en tono de burla.
—Quizá si me dijeras a qué viene todo esto, no me sentiría tan inclinada a oponer resistencia.
—No tardarás en descubrirlo por ti misma —contestó el capitán.
A Celaena comenzaron a sudarle las palmas de las manos. Sí, iba a morir. Finalmente le había llegado la hora.
Las puertas se abrieron con un crujido y ante sus ojos apareció un salón del trono. Un candil de cristal en forma de parra ocupaba gran parte del techo y proyectaba semillas de diamante en las ventanas que se alineaban al otro extremo de la sala.
—Aquí —gruñó el capitán de la guardia, y la empujó con la mano que tenía libre.
Por fin liberada, Celaena tropezó y sus pies encallecidos resbalaron en el suelo liso cuando intentó incorporarse. Miró hacia atrás y vio entrar a otros seis guardias.
Catorce en total más el capitán. Todos llevaban el dorado emblema real bordado en la pechera de los uniformes negros. Formaban parte de la guardia personal de la familia real: soldados despiadados y rapidísimos, entrenados desde niños para proteger al rey con su propia vida. Celaena tragó saliva. Aturdida y acongojada volvió a mirar al frente. Sentado en un ornamentado trono de madera de secuoya aguardaba un atractivo joven. Su corazón se detuvo al ver que todos le hacían una reverencia.
Se encontraba ante el mismísimo príncipe heredero de Adarlan.
CAPÍTULO 2

—Alteza —dijo el capitán de la guardia.
Tras hacer la reverencia de rigor, se incorporó y, retirándose la capucha, dejó a la vista un pelo castaño muy corto. Al parecer, se había presentado encapuchado con el objeto de intimidarla y evitar así que tratara de escapar durante el paseo. ¡Como si esa clase de trucos pudieran funcionar con ella! A pesar de su irritación, Celaena se quedó pasmada al ver la cara de su escolta. Era muy joven. No tendría más de veinte años.
No le pareció demasiado guapo, pero se sintió cautivada, sin poder evitarlo, por sus facciones duras y por la claridad de sus ojos color miel. La muchacha ladeó la cabeza, demasiado consciente del mal aspecto que ella misma ofrecía.
—¿Es ella? —preguntó el príncipe heredero de Adarlan, y Celaena volvió la cabeza al tiempo que el capitán asentía.
Los dos hombres se quedaron mirándola, como esperando a que hiciera una reverencia. Al ver que no se movía, Chaol se movió inquieto y el príncipe miró brevemente a su capitán antes de levantar la barbilla un poco más.
¡Ni en sueños le haría una reverencia! Si iban a ahorcarla no pensaba dedicar los últimos minutos de su vida a arrastrarse ante nadie.
Unos pasos atronadores resonaron a su espalda y alguien la agarró del cuello. Celaena solo alcanzó a ver unas mejillas rubicundas y un bigote rojizo antes de que la empujaran al frío suelo de mármol. Notó un terrible dolor en la cara y una luz la cegó. Se le resintieron también los brazos, pero las esposas le impedían estirarlos. Aunque intentó evitarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Así es como tienes que saludar a tu futuro rey —la espetó el hombre de rostro congestionado.
Celaena bufó y enseñó los dientes mientras intentaba torcer la cabeza para mirar a aquel hijo de puta que la había obligado a arrodillarse. Era casi tan grande como el capataz que tenía asignado en las minas e iba vestido con ropas de tonos rojizos y anaranjados que no desentonaban con su escaso pelo. Los negros ojos del hombre brillaron cuando le apretó el cuello con más fuerza. Si hubiera podido mover el brazo derecho solo un poco, Celaena le habría hecho perder el equilibrio y le habría robado la espada. Los grilletes se le clavaban en el estómago y una rabia incontenible le congestionaba la cara.
Al cabo de un momento, que a Celaena se le hizo eterno, el príncipe heredero habló:
—No entiendo por qué tienes que obligar a alguien a que haga una reverencia cuando el propósito del gesto es mostrar lealtad y respeto.
Sus palabras delataban un glorioso aburrimiento.
Celaena intentó mirar al príncipe de reojo, pero apenas alcanzó a ver unas botas de piel negra sobre el suelo blanco.
—Salta a la vista que tú me respetas, duque perrington, pero me parece innecesario poner tanto empeño en obligar a Celaena Sardothien a compartir tu opinión. Ambos sabemos de sobra que no siente aprecio alguno por mi familia, así que quizá tu intención sea humillarla —se quedó callado, y la muchacha habría jurado que la miraba a ella—. Pero creo que ya tuvo más que suficiente —volvió a guardar silencio unos segundos y luego preguntó—: ¿No tienes una reunión con el tesorero de Endovier? No me gustaría que llegaras tarde, sobre todo cuando has venido hasta aquí para reunirte con él.
El torturador de Celaena comprendió que estaban invitándolo a marcharse. Lanzó un gruñido y la soltó. Ella separó la mejilla del mármol, pero se quedó tendida en el suelo hasta que el duque se puso en pie y abandonó el salón. Si lograba escapar quizá persiguiera al tal perrington para devolverle el caluroso recibimiento que le había dispensado.
Cuando se levantó, a Celaena le molestó descubrir la marca de mugre que su piel había dejado en aquel suelo inmaculado y advertir que el ruido metálico de sus grilletes rompía el silencio de la sala. Sin embargo, había sido entrenada para ser asesina desde los ocho años, desde el día en el que el Rey de los Asesinos la encontró medio muerta a la orilla de un río helado y la llevó a su fortaleza. No pensaba sentirse humillada por cualquier cosa, y menos por aparecer hecha un asco ante un rey. Hizo acopio del orgullo que le quedaba, se echó la larga trenza hacia atrás y levantó la cabeza. Su mirada y la del príncipe se cruzaron.
Dorian Havilliard le dedicó una sonrisa. Fue una sonrisa refinada, que apestaba a encanto cortesano. Arrellanado en el trono, tenía la barbilla apoyada en una mano y su corona de oro brillaba iluminada por la tenue luz. Llevaba un jubón negro en el que el sello real bordado en tonos dorados ocupaba casi la totalidad de la pechera. Su capa roja caía con gracia envolviéndolos a su trono y a él.
Algo en sus ojos, sorprendentemente azules —del color de las aguas de los países del sur—, y la forma en que contrastaban con su pelo negro como el carbón, la desarmaron. Era dolorosamente guapo y no debía de tener más de veinte años.
«Se supone que los príncipes no tienen que ser atractivos. ¡Son criaturas quejumbrosas, estúpidas y repugnantes! pero este…, este… Qué injusto de su parte pertenecer a la realeza y ser guapo al mismo tiempo».
Celaena se revolvió en su sitio cuando el príncipe, con el ceño fruncido, la escudriñó a su vez.
—¿No les había pedido que la bañaran? —preguntó el príncipe al capitán Westfall, que dio un paso al frente.
Por un momento Celaena había olvidado que había otros presentes en la sala. Bajó la vista hacia los harapos que la envolvían, hacia su piel mugrienta y, sin poder evitarlo, sintió una punzada de vergüenza. ¡Cómo le dolía verse en aquel estado, con lo hermosa que había sido!
A simple vista se podía llegar a pensar que los ojos de Celaena eran azules o grises, quizás incluso verdes, según el color de su atuendo. Pero si uno se fijaba atentamente, el brillante anillo dorado que rodeaba sus pupilas contradecía aquella primera impresión. No obstante, la melena dorada era sin duda su rasgo más sobresaliente, un pelo que aún conservaba parte de su antiguo esplendor. En resumidas cuentas, Celaena Sardothien estaba bendecida con algunos atributos exquisitos que realzaban el conjunto de sus facciones, por lo demás bastante comunes. Además, en su adolescencia más temprana había descubierto que con ayuda de los afeites podía hacer que el conjunto de su fisionomía estuviera a la altura de sus rasgos más destacables.
Pero allí estaba, ante Dorian Havilliard, como poco más que una rata de cloaca. Se ruborizó aún más al oír la respuesta del capitán Westfall.
—No quería hacerlo esperar.
El príncipe heredero negó con la cabeza cuando Chaol se acercó a ella.
—Deja el baño para más tarde. Intuyo su potencial —el príncipe se incorporó sin separar los ojos de Celaena—. Creo que nunca hemos tenido el placer de que nos presenten, pero como probablemente ya sabrás, soy Dorian Havilliard, el príncipe heredero de Adarlan; quizás a estas alturas sea ya el príncipe heredero de casi toda Erilea.
Celaena hizo caso omiso del estallido de emociones en conflicto que le provocaba aquel nombre.
—Y tú eres Celaena Sardothien, la mayor asesina de Adarlan. Quizá la mayor asesina de toda Erilea —se quedó mirando el cuerpo en tensión de la muchacha y luego enarcó unas cejas bien cuidadas—. No me esperaba que fueras tan joven —apoyó los codos en los muslos—. He oído algunas historias fascinantes sobre ti. ¿Qué te parece Endovier tras la vida de excesos que llevabas en Rifthold?
«Cerdo engreído».
—No podría estar más contenta —canturreó a la vez que se clavaba las uñas rotas en las palmas de las manos.
—Después de un año aquí parece que sigues más o menos viva. ¿Cómo lo has logrado, cuando la esperanza de vida en estas minas apenas supera un mes?
—Es todo un misterio, no me cabe duda.
Obsequió al príncipe una mirada seductora y se recolocó las manillas como si fueran guantes de encaje.
El príncipe heredero se dirigió a su capitán.
—Vaya deslenguada, ¿eh? Y no habla como un miembro de la plebe.
—¡Eso espero! —exclamó Celaena.
—Alteza —la espetó Chaol Westfall.
—¿Cómo? —preguntó Celaena.
—Debes dirigirte a él como «alteza».
Celaena le mostró una sonrisa burlona y luego devolvió su atención al príncipe.
Para su sorpresa, Dorian Havilliard se echó a reír.
—Sabes que eres una esclava, ¿verdad? ¿Acaso no has aprendido nada en todo el tiempo que llevas cumpliendo condena?
Si Celaena no hubiera estado encadenada, se habría cruzado de brazos.
—Aparte del manejo del pico, no veo qué más se puede aprender trabajando en una mina.
—Y ¿nunca has intentado escapar?
Una sonrisa lenta y amarga asomó al rostro de Celaena.
—Una vez.
El príncipe arqueó las cejas y miró al capitán Westfall.
—No se me comunicó.
Por encima del hombro Celaena echó una ojeada a Chaol, que miró al príncipe con expresión de arrepentimiento.
—El capataz jefe me ha informado esta tarde de que hubo un incidente. Tres meses…
—Cuatro meses —lo interrumpió ella.
—Cuatro meses —prosiguió Chaol— después de su llegada, Sardothien intentó huir.
Celaena se quedó esperando el resto de la historia, pero el capitán la dio por concluida.
—¡Y eso no es lo mejor! —añadió ella entonces.
—Ah, pero ¿hay algo mejor? —preguntó el príncipe heredero con una expresión entre molesta y divertida.
Chaol la fulminó con la mirada antes de volver a hablar.
—No hay modo humano de escapar de Endovier. Tu padre se aseguró de que todos y cada uno de los centinelas fueran capaces de abatir a una ardilla a doscientos pasos de distancia. Cualquier intento de fuga equivale a un suicidio.
—Pero tú sigues viva —le dijo el príncipe.
La sonrisa de Celaena se desvaneció ante el dolor de los recuerdos.
—Sí.
—¿Qué pasó? —preguntó Dorian.
La mirada de la muchacha se volvió fría y dura.
—Que renuncié.
—¿Esa es la forma que tienes de explicar lo sucedido? —la confrontó el capitán Westfall—. Mató al capataz de su grupo y a veintitrés centinelas antes de que la detuvieran. Estaba a un paso de la muralla cuando los guardias la dejaron inconsciente de un golpe.
—¿Y? —preguntó Dorian.
Celaena sintió que le hervía la sangre.
—¿Cómo que «y»? ¿Sabes qué tan lejos está la muralla de las minas? —el príncipe la miró perplejo. Ella cerró los ojos y suspiró exageradamente—. Desde mi pozo estaba a ciento diez metros. Hice que alguien lo midiera.
—¿Y? —repitió Dorian.
—Capitán Westfall, ¿qué distancia suelen recorrer los esclavos que intentan escapar de las minas?
—Un metro —murmuró el otro—. Los centinelas de Endovier son capaces de abatir de un disparo a un hombre antes de que lleve recorridos dos metros.
No era un silencio la reacción que ella esperaba provocar en el príncipe heredero.
—Sabías que era un suicidio —replicó él por fin, sin la menor traza de humor.
Quizás había sido mala idea sacar la muralla a colación.
—Sí —dijo.
—Pero no te mataron.
—Tu padre ordenó que me mantuvieran con vida el mayor tiempo posible… para que soportara ese sufrimiento que Endovier ofrece en abundancia —la recorrió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura de la sala—. En realidad nunca tuve intención de escapar.
Celaena hubiera querido golpear al príncipe para borrar de su cara aquella expresión compasiva.
—¿Tienes muchas cicatrices? —preguntó él.
La chica se encogió de hombros. Esbozando una sonrisa tranquilizadora, el príncipe descendió de la tarima.
—Date media vuelta, quiero verte la espalda.
Celaena puso cara de pocos amigos, pero obedeció. Dorian echó a andar hacia ella y Chaol se acercó un poco más.
—No logro distinguirlas con tanta suciedad —dijo el príncipe mientras examinaba la piel de la muchacha. Ella se dejaba examinar enfurruñada, y se irritó aún más cuando lo oyó exclamar—: ¡Y qué hedor tan terrible!
—Cuando se te niega el acceso a los baños y a los perfumes no es fácil oler tan bien como tú, alteza.
El príncipe heredero hizo un gesto desdeñoso y prosiguió su examen. Chaol y todos los guardias presentes los seguían con la mirada sin separar las manos de las empuñaduras de sus espadas. Y hacían bien. Celaena habría podido rodear la cabeza de Dorian con los brazos y aplastarle la tráquea con las esposas en menos de un segundo. La muchacha pensó que el ataque habría valido la pena solo por verle la cara a Chaol. Pero el príncipe seguía observándola, totalmente ajeno al peligro que corría. Se sentía casi insultada por su actitud.
—Por lo que veo —anunció Dorian—, hay tres grandes cicatrices… y quizás alguna otra más pequeña. No es tan horrible como esperaba, pero… bueno, supongo que las vestiduras las ocultarán.
—¿Vestiduras?
Celaena tenía al príncipe tan cerca que podía apreciar el exquisito bordado de su jubón y oler el aroma que despedía, no a perfume, sino a hierro y a caballos.
Dorian sonrió.
—¡Qué ojos tan increíbles tienes! ¡Y qué enfadada estás!
El hecho de tener al príncipe heredero de Adarlan, hijo del hombre que la había condenado a una muerte lenta y dolorosa, a su merced ponía a prueba su autocontrol, como si estuviera bailando al borde de un precipicio.
—Exijo saber… —comenzó a decir, pero el capitán de la guardia tiró de ella con una fuerza brutal antes de que pudiera acercarse al príncipe—. ¡No pensaba matarlo, bufón!
—Cuidado con lo que dices, no sea que vuelva a arrojarte a las minas —dijo el capitán con sus ojos marrones clavados en ella.
—No creo que te atrevas.
—Y ¿se puede saber por qué? —replicó Chaol.
Dorian regresó al trono a grandes zancadas y se sentó. Su mirada azul zafiro brillaba más que nunca.
Celaena paseó la mirada de uno a otro y a continuación se irguió.
—Porque quieren algo de mí, algo que desean fervientemente. Si no, no habrían acudido hasta aquí en persona. No soy tonta, aunque cometí la estupidez de dejar que me capturaran. Salta a la vista que están aquí en cumplimiento de una especie de misión secreta. ¿por qué otra razón iban a abandonar la capital y aventurarse a acudir a un lugar tan alejado? Me están poniendo a prueba para averiguar si estoy en buenas condiciones físicas y mentales. Sé que no estoy loca y que sigo en posesión de mis facultades, a pesar de lo que el incidente de la muralla pudiera sugerir. Por eso exijo que me digan por qué han venido hasta aquí y qué necesitan de mí, si es que mi destino no es la horca.
Los dos hombres se miraron. Dorian unió las yemas de los dedos de ambas manos.
—Vine a hacerte una proposición.
Celaena se quedó sin aliento. Jamás, ni en el más descabellado de sus sueños, hubiera imaginado que tendría ocasión de hablar con Dorian Havilliard. Podía matarlo fácilmente, arrancarle aquella sonrisa de la cara… podía destrozar al rey igual que él la había destrozado a ella…
Pero quizás aquella proposición podría ayudarla a escapar. Si la llevaban al otro lado de la muralla lo conseguiría. Correría como alma que lleva el diablo, desaparecería en las montañas y viviría sola entre la vegetación, en plena naturaleza, con una alffombra de hojas de pino a sus pies y un manto de estrellas en el firmamento. Era posible. Le bastaría con alcanzar el otro lado de la muralla. La vez anterior había estado tan cerca…
—Soy toda oídos —se limitó a decir.
CAPÍTULO 3

Los ojos del príncipe brillaban con diversión ante su insolencia, pero se demoraron en su cuerpo un instante más de la cuenta. Celaena podría haberle clavado las uñas en la cara por su descaro, pero que se hubiera molestado en mirarla a pesar de su aspecto… Lentamente, una sonrisa asomó a su rostro.
El príncipe cruzó sus largas piernas.
—Déjennos a solas —ordenó a los guardias—. Chaol, quédate donde estás.
Celaena dio un paso al frente mientras los guardias abandonaban la estancia y cerraban la puerta. Chaol permaneció impasible. ¿De verdad pensaba que sería capaz de contenerla si intentaba escapar? La muchacha irguió la espalda. ¿Qué tramaban y por qué se comportaban de un modo tan irresponsable?
El príncipe se echó a reír.
—¿No te parece imprudente mostrarte tan descarada conmigo cuando es tu libertad lo que está en juego?
De entre todas las cosas que Dorian podía haber dicho, aquella era la que menos se esperaba.
—¿Mi libertad?
Al mencionar la palabra vio una tierra cubierta de pinos y nieve, acantilados bañados por el sol y mares bordeados de espuma, una tierra donde la luz se fundía con el verde aterciopelado de promontorios y hondonadas…, una tierra que ya había olvidado.
—Sí, tu libertad. Así que te recomiendo, señorita Sardothien, que controles tu arrogancia si no quieres que te devuelva a las minas —el príncipe descruzó las piernas—. Aunque quizá tu actitud nos resulte útil. No voy a fingir que el imperio de mi padre se construyó sobre las bases de la confianza y el entendimiento. Pero eso ya lo sabes —Celaena cerró los puños a la espera de que el príncipe reanudara el discurso. La mirada de Dorian se encontró con la de ella, sagaz, penetrante—. A mi padre se le ha metido en la cabeza que necesita una campeona. Celaena tardó unos maravillosos segundos en comprenderlo.
Luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Tu padre quiere que yo sea su campeona? ¡No me digas que se las ha arreglado para eliminar a todos los nobles de ahí afuera! Debe de quedar al menos un caballero cortés, un señor de corazón y valor inquebrantables.
—Cuidado con lo que dices —le advirtió Chaol.
—Y ¿qué pasa contigo? —le preguntó la chica al capitán arqueando las cejas. Aquello sí que tenía gracia. ¡Ella… la campeona del rey!—. ¿Acaso nuestro querido rey te considera algo torpe?
El capitán se llevó una mano a la espada.
—Si te callaras podrías escuchar lo que ha venido a decir su alteza.
Celaena miró al príncipe.
—¿Y bien?
Dorian se arrellanó en el trono.
—Mi padre necesita un poco de ayuda con el imperio. Alguien que lo ayude a resolver los casos más complicados.
—O sea que necesita un criado que le haga el trabajo sucio.
—En resumidas cuentas, sí —contestó el príncipe—. Su campeona mantendría callados a sus adversarios.
—Callados como una tumba —apuntó ella con dulzura. Dorian esbozó una sonrisa, pero no cambió de expresión.
—Sí.
Trabajar para el rey de Adarlan como su leal servidora. Celaena levantó la barbilla. Aquello suponía matar por él, ser un colmillo en la boca de la bestia que ya había destruido media Erilea…
—¿Y si acepto?
—Después de seis años de servicio te concederá la libertad.
—¡Seis años!
Sin embargo, la mera mención de la palabra «libertad» la hizo volver a estremecerse.
—Si no aceptas —dijo Dorian adelantándose a la siguiente pregunta— te quedarás en Endovier.
Su mirada color azul zafiro se endureció y Celaena tragó saliva. Solo le había faltado añadir: «Hasta que mueras».
Seis años convertida en la daga más letal del rey… o acabar sus días en Endovier.
—Ahora bien, hay un inconveniente —añadió el príncipe. Celaena permaneció impasible mientras él jugueteaba con uno de sus anillos—. Mi padre no te está ofreciendo el puesto a ti. De momento. Solo quiere divertirse un poco. Va a celebrar una competencia para elegir al campeón. Ha invitado a veintitrés miembros de su consejo para que cada uno patrocine a un aspirante al título. Mientras dure el concurso los participantes serán entrenados en el castillo de cristal. Si ganaras tú —añadió medio sonriendo—, serías oficialmente la Asesina de Adarlan.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—Y ¿quiénes exactamente serán mis rivales?
Al advertir la expresión de la chica, la alegría del príncipe se esfumó.
—Ladrones, asesinos y guerreros de toda Erilea —Celaena abrió la boca para hablar, pero él se adelantó—: Si ganas y demuestras que eres hábil y digna de confianza, mi padre ha jurado concederte la libertad. Además, mientras seas su campeona recibirás un sueldo considerable.
Celaena apenas había oído las últimas palabras. ¡Una competencia! ¡Contra un elenco de muertos de hambre procedentes de quién sabe dónde! ¡Y asesinos!
—¿Qué otros asesinos? —quiso saber.
—No los conozco. Ninguno es tan famoso como tú. Y eso me recuerda… que no competirás con el nombre de Celaena Sardothien.
—¿Cómo que no?
—Competirás bajo un alias. Imagino que no te has enterado de lo que sucedió después de que se celebró tu juicio.
—No es fácil estar al tanto de las noticias cuando trabajas día y noche en una mina.
Dorian soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Nadie sabe que Celaena Sardothien es una chica joven. Todos piensan que eres mucho mayor.
—¿Qué? —volvió a preguntar ella, ruborizada—. ¿Cómo es posible?
Debería estar orgullosa de haber engañado a todo el mundo y sin embargo…
—Mantuviste tu identidad en secreto durante todo el tiempo que estuviste en activo. Tras el juicio, mi padre pensó que sería más… sensato no informar a Erilea quién eras en realidad. Y quiere que siga siendo así. ¿Qué dirían nuestros enemigos si se enteraran de que una chiquilla nos tenía a su merced?
—¿De modo que me estoy matando al trabajar en este agujero miserable por un nombre y un título que ni siquiera me pertenecen? Y ¿quién piensa la gente que es la Asesina de Adarlan?
—No lo sé y tampoco me importa mucho. Lo que sí sé es que fuiste la mejor y que la gente aún baja la voz cuando pronuncia tu nombre —se quedó mirándola fijamente—. Si estás dispuesta a luchar por mí, a ser mi campeona durante los meses que durará la competencia, me encargaré de que mi padre te libere dentro de cinco años.
Aunque el príncipe intentaba disimularlo, Celaena advirtió que estaba tenso. Quería que aceptara. Necesitaba que aceptara tan desesperadamente que estaba dispuesto a negociar. A Celaena le brillaron los ojos.
—¿Cómo que «fui la mejor»?
—Llevas un año en Endovier. Tal vez has perdido facultades.
—A mis facultades no les pasa nada, muchas gracias —contestó Celaena, y empezó a hurgarse las uñas rotas. Luchó contra las arcadas al ver la mugre que acumulaban. ¿Cuándo se había lavado las manos por última vez?
—Eso está por verse —dijo Dorian—. Conocerás todos los detalles sobre el torneo cuando lleguemos a Rifthold.
—Dejando a un lado lo mucho que se van a divertir ustedes los nobles intercambiando apuestas, la competencia me parece innecesaria. ¿por qué no me contratas y quedamos en paz?
—Ya te he dicho que debes demostrar que eres digna del título.
Celaena se llevó una mano a la cadera y el tintineo de las cadenas resonó en toda la sala.
—Bueno, creo que el hecho de ser la Asesina de Adarlan es prueba más que suficiente.
—Sí —contestó Chaol con un destello en sus ojos de color bronce—. Eso prueba que eres una criminal y que no deberíamos confiarte un asunto privado del rey.
—Juro solemnemen…
—Dudo mucho que el rey confíe en la palabra de la Asesina de Adarlan.
—Claro, pero no entiendo por qué tengo que someterme al entrenamiento y a la competencia. Es normal que esté un poco… fuera de forma, pero… ¿qué se puede esperar de una persona que lleva tanto tiempo en este lugar entre picos y rocas?
Miró a Chaol con rencor. Dorian frunció el ceño.
—Entonces, ¿no vas a aceptar la oferta?
—Pues claro que la voy a aceptar —replicó ella. El roce de las esposas contra la piel de las muñecas le arrancaba lágrimas—. Seré su absurda campeona, pero solo si aceptas liberarme dentro de tres años en vez de cinco.
—Cuatro.
—Está bien —repuso Celaena—. Trato hecho. Tal vez esté cambiando una forma de esclavitud por otra, pero no soy ninguna necia.
Iba a recuperar la libertad. Libertad. Comenzó a sentir el aire fresco del mundo exterior, la brisa que soplaba desde las montañas y la empujaba. Viviría en el campo, lejos de Rifthold, la capital que un día fue su reino.
—Esperemos que tengas razón —repuso Dorian—. Y esperemos que estés a la altura de tu reputación. Tengo intención de ganar, y no quedaré satisfecho si me dejas en ridículo.
—¿Y si pierdo?
El brillo desapareció de los ojos del príncipe cuando contestó:
—Volverás aquí para cumplir el resto de tu condena.
Las hermosas visiones de la muchacha se convirtieron en nubecillas de polvo, como si hubiera cerrado un libro de golpe.
—Antes me tiro por cualquier ventana. Un año en este lugar me ha destrozado. Imagina lo que sucederá si regreso. Al segundo año estaré muerta —echó la cabeza hacia atrás—. Tu oferta me parece suficientemente justa.
—Claro que lo es —dijo Dorian, y le hizo un gesto con la mano a Chaol—. Llévala a sus aposentos para que se dé un baño —añadió, y luego se quedó mirándola fijamente—. Partimos hacia Rifthold por la mañana. No me decepciones, Sardothien.
Todo aquello era absurdo, por supuesto. No le costaría nada eclipsar, dejar en evidencia y después eliminar a sus competidores. No sonrió, pues sabía que de hacerlo estaría cediendo el paso a una esperanza que llevaba mucho tiempo evitando. Aun así, tenía ganas de tomar al príncipe y ponerse a bailar. Intentó pensar en alguna pieza musical, en una melodía alegre, pero solo consiguió recordar un verso de los tristes lamentos que entonaban los esclavos de Eyllwe mientras trabajaban, profundos y lentos como miel que cae de un tarro: «Y volver por fin a casa…».
No se dio cuenta de que el capitán Westfall la guiaba al exterior de la habitación, ni tampoco de que recorrían pasillo tras pasillo.
Claro que iría, a Rifthold y a cualquier parte; cruzaría incluso las puertas del Wyrd y entraría en el mismísimo infierno si eso la ayudaba a conseguir la libertad.
«Al fin y al cabo, por algo te llaman la Asesina de Adarlan».
CAPÍTULO 4

Cuando Celaena se dejó caer por fin en la cama tras la reunión del salón del trono no logró conciliar el sueño pese al cansancio que aplastaba cada palmo de su cuerpo. Unas rudas criadas la habían bañado sin ningún miramiento. Le escocían las heridas de la espalda y se sentía como si le hubieran lijado la cara hasta llegar al hueso. Se dio media vuelta para tumbarse de lado y así aliviar el dolor que sentía en la espalda vendada. Pasó una mano por el colchón y parpadeó al darse cuenta de cuánto había echado de menos aquella libertad de movimientos. Antes de que se metiera en el baño, Chaol le había quitado los grilletes. Celaena había permanecido atenta a cada detalle: la vibración de la llave al girar en la cerradura de las manillas, el ruido de los grilletes al soltarse y caer al suelo. Todavía tenía la sensación de que unas esposas fantasmas le tensaban la piel de las muñecas. Miró al techo, movió las articulaciones, que seguían en carne viva, y dejó escapar un suspiro de satisfacción.
Estar allí, tumbada sobre un colchón, le producía una sensación extraña: la caricia de la seda en la piel, la presión de la almohada contra la mejilla. También había olvidado el sabor de cualquier alimento que no fueran hojuelas de avena rancias y pan duro, e incluso la increíble sensación de tener el cuerpo limpio y la ropa recién lavada. Todo aquello le resultaba ajeno. Aunque la cena no había resultado tan maravillosa. Aparte de que el pollo asado había dejado bastante que desear, después de unos cuantos bocados tuvo que precipitarse al excusado para depositar el contenido de su estómago. Quería comer hasta hartarse, llevarse la mano a la barriga hinchada, lamentar su glotonería y jurarse que jamás volvería a probar bocado. En Rifthold le darían bien de comer, o eso esperaba. Y, lo que era aún más importante, su estómago volvería a funcionar con normalidad.
Estaba escuálida. Se le marcaban las costillas a través del camisón y donde debería haber carne solo se veían huesos. ¡Y sus pechos! Antes llenos y bien formados, ahora no eran mayores que cuando estaba en plena adolescencia. Se le hizo un nudo en la garganta y se apresuró a tragar saliva. Aquel colchón tan mullido la estaba asfixiando, de modo que volvió a cambiar de postura para tumbarse de espaldas, a pesar del dolor que le provocaba el roce.
Cuando se miró en el espejo del baño sus facciones no le habían causado mejor impresión. Estaba demacrada: tenía los pómulos afilados, la mandíbula muy marcada y los ojos hundidos, no excesivamente pero sí de un modo inquietante. Trató de respirar a un ritmo más regular y se dedicó a saborear la esperanza. Comería. Mucho. Y haría ejercicio. Volvería a estar en forma. Por fin, imaginando que disfrutaba de suntuosos banquetes y que recuperaba su antigua gloria, logró conciliar el sueño.

Cuando Chaol acudió a buscarla a la mañana siguiente, la encontró durmiendo en el suelo, envuelta en una manta.
—Sardothien —la llamó. Ella murmuró algo y enterró la cara aún más en la almohada—. ¿Qué haces durmiendo en el suelo?
Celaena abrió un ojo. Por supuesto, el capitán se abstuvo de mencionar cuán distinta estaba ahora que le habían quitado toda aquella mugre.
Cuando se puso en pie no se molestó en taparse con la manta. Los metros de tela a los que denominaban camisón ya tapaban bastante.
—La cama era muy incómoda —empezó a decir, pero se olvidó del capitán en cuanto vio la luz del sol.
Unos rayos frescos, puros, cálidos. Si lograba la libertad pensaba pasarse días y días disfrutando de la luz del sol, hasta ahogar en ella la interminable oscuridad de las minas. Los rayos se colaban a través de las pesadas cortinas y se derramaban por toda la habitación en haces gruesos. Celaena estiró un brazo con cautela.
Tenía la mano pálida, casi esquelética, pero algo en ella —más allá de las magulladuras, los cortes y las cicatrices— la hacía aparecer hermosa y nueva bajo aquella luz matutina.
Corrió hacia la ventana y estuvo a punto de arrancar las cortinas al abrirlas de un tirón para poder contemplar las montañas grises y el desolado paisaje de Endovier. Los guardias apostados bajo la ventana no alzaron la vista y Celaena se quedó mirando boquiabierta el cielo azul grisáceo y las nubes que se desplazaban perezosas hacia el horizonte.
«No tengo miedo». Por primera vez en mucho tiempo le pareció que aquellas palabras adquirían sentido.
Separó los labios y sonrió. El capitán arqueó una ceja, pero no dijo nada.
Estaba contenta —radiante, en realidad—, y su humor mejoró aún más cuando las criadas le recogieron la trenza en un moño y la vistieron con una saya de montar sorprendentemente refinada que disimulaba su patética delgadez. Le encantaba la ropa —adoraba notar el roce de la seda, el terciopelo, el satén y la gasa en la piel— y le fascinaba la gracia de las costuras y la intrincada perfección de una superficie repujada. Cuando ganara aquella ridícula competencia, cuando fuera libre… podría comprarse toda la ropa que quisiera.
Se echó a reír cuando Chaol, harto de esperar a que dejara de mirarse en el espejo, la sacó a rastras de la habitación. Al ver aquel cielo matutino le entraron ganas de bailar y saltar por los pasillos que conducían al patio principal. Sin embargo, su alegría se disipó cuando vio los montículos de roca color hueso que se erguían en la otra punta del complejo y las pequeñas figuras que entraban y salían de los muchos agujeros semejantes a bocas excavados en las montañas.
La jornada de trabajo ya había comenzado, un trabajo que proseguiría cuando ella partiera y los dejara a todos abandonados a su miserable suerte. Con un nudo en el estómago, Celaena evitó mirar a los prisioneros e intentó seguir el paso del capitán, que la conducía hacia una caravana de caballos situada junto a la imponente muralla.
Se oyeron unos ladridos y tres perros negros salieron corriendo del centro de la caravana para saludarlos. Los tres eran delgados como flechas y sin duda procedían del criadero del príncipe heredero. Celaena apoyó una rodilla en el suelo y sus heridas vendadas protestaron cuando posó las manos en la cabeza de los animales para acariciarles el suave pelo. Le lamieron los dedos y la cara mientras sus colas azotaban el suelo como látigos.
Unas botas negras se detuvieron ante ella. Los perros se calmaron de inmediato y se sentaron. Celaena levantó la vista y su mirada se cruzó con los ojos azul zafiro del príncipe heredero de Adarlan, que la observaba con una leve sonrisa en los labios.
—Qué raro que se hayan fijado en ti —comentó a la vez que rascaba a uno de los perros por detrás de las orejas—. ¿Les diste algo de comer?
Celaena negó con la cabeza mientras el capitán se situaba tras ella, tan cerca que sus rodillas rozaron los pliegues de su capa de terciopelo verde hoja. La muchacha calculó que necesitaría dos movimientos para desarmarlo.
—¿Te gustan los perros? —preguntó el príncipe. Ella asintió. ¿por qué hacía tanto calor a una hora tan temprana?—. ¿Voy a tener el placer de oír tu voz, o estás decidida a guardar silencio durante todo el viaje?
—Me temo que tus preguntas no merecen una respuesta verbal.
Dorian le hizo una exagerada reverencia.
—¡Discúlpame pues, milady! ¡Qué terrible debe de ser rebajarse a contestar! La próxima vez intentaré hacer preguntas más estimulantes.
Dicho esto, giró sobre sus talones y se alejó seguido de los perros.
Celaena frunció el ceño. Y se enfurruñó aún más cuando descubrió que el capitán de la guardia sonreía mientras avanzaban hacia la compañía de soldados que los aguardaba en mitad del barullo de los preparativos. Sin embargo, el irresistible impulso de estrellar a alguno de sus acompañantes contra una pared desapareció cuando le ofrecieron una yegua torda como montura.
Montó y al instante se sintió más cerca del cielo, que se extendía infinito sobre su cabeza y se alejaba en dirección a reinos de los que jamás había oído hablar. Celaena se agarró al pomo de la silla. Por increíble que fuera, se marchaba de Endovier. Todos aquellos meses sin esperanza, todas aquellas noches gélidas… habían quedado atrás. Respiró hondo. Sabía —lo sabía, sin más— que si lo intentaba con todas sus fuerzas podría salir volando de su silla. Lo supo… hasta que sintió el frío del hierro contra la piel de los brazos.
Era Chaol, que le ceñía las esposas a los vendajes de las muñecas. Una larga cadena la unía al caballo del capitán y desaparecía bajo las alforjas. Chaol montaba un purasangre negro y Celaena consideró la idea de saltar de su caballo y usar la cadena para colgarlo del árbol más cercano.
Era una compañía bastante numerosa, veinte hombres en total. Detrás de los dos guardias que portaban la bandera imperial cabalgaban el príncipe y el duque perrington. A continuación marchaba un grupo de seis guardias reales, tan sosos como las hojuelas de avena, pero bien entrenados para proteger al príncipe… de ella. Celaena golpeó las cadenas contra la silla y miró a Chaol, que no reaccionó.
El sol estaba cada vez más alto. Tras inspeccionar por última vez las provisiones, el grupo partió. Como casi todos los esclavos trabajaban en las minas y solo unos cuantos lo hacían en los destartalados galpones de refinado, el gigantesco patio estaba casi desierto. La muralla se alzaba imponente ante ellos y el corazón de Celaena latía con fuerza. La última vez que había estado tan cerca de la muralla…
Sonó el restallido de un látigo seguido de un grito. Celaena miró por encima del hombro, más allá de los guardias y del carromato de las provisiones, en dirección al patio prácticamente vacío. Ninguno de aquellos esclavos abandonaría jamás aquel lugar, ni siquiera al morir. Todas las semanas excavaban nuevas fosas comunes detrás de los galpones de refinado. Y todas las semanas las tumbas se llenaban.
De pronto fue muy conciente de las tres largas cicatrices que le surcaban la espalda. Aunque consiguiera la libertad… aunque lograra vivir en paz en el campo… esas cicatrices siempre le recordarían lo que había padecido. Y que aunque ella fuera libre, otros no lo eran.
Celaena miró al frente y desechó esos pensamientos mientras cruzaban el paso que atravesaba la muralla. En el interior, el aire estaba cargado, hediondo y húmedo. Los cascos de los caballos retumbaban como truenos.
Se abrieron los portones de hierro, y la chica atisbó el infame nombre de la mina antes de que se dividiera en dos y le cediera el paso. Unos segundos después las puertas se cerraron tras ellos con un chirrido. Estaba fuera.
Movió las manos y descubrió que el tramo de cadena que la unía al capitán se balanceaba y tintineaba. Estaba enganchada a su silla que, a su vez, estaba cinchada al caballo; cuando hicieran un alto podría, disimuladamente, azuzar a su yegua para que arrancara la silla del capitán, que caería al suelo, y entonces ella…
Notó que el capitán Westfall la estaba mirando con el ceño fruncido y una mueca en los labios. Ella se encogió de hombros y dejó caer la cadena.
A medida que transcurría la mañana, el cielo adquiría un tono azul brillante y las nubes desaparecían del firmamento. Avanzaron por el camino del bosque y rápidamente pasaron los páramos montañosos de Endovier hasta llegar a un paraje más alegre.
Mediada la mañana, alcanzaron el bosque de Oakwald, que circundaba Endovier y servía como línea divisoria entre los reinos «civilizados» del este y las tierras inexploradas del oeste. Aún circulaban leyendas sobre los peligrosos y desconocidos pueblos que habitaban aquel territorio, los crueles y sanguinarios descendientes del desaparecido Reino Embrujado. Celaena había conocido a una muchacha procedente de aquella tierra maldita, y, aunque efectivamente había resultado ser cruel y sanguinaria, seguía siendo un ser humano. Y había sangrado como la persona que era.
Después de varias horas en silencio, Celaena se dirigió a Chaol.
—Se rumora que cuando haya finalizado la campaña del rey contra Wendlyn, empezará a colonizar el oeste —comentó en tono indiferente, aunque esperaba obtener una respuesta. Mientras más supiera de la situación actual del rey y de sus maniobras, mejor. El capitán la miró de arriba abajo, frunció el ceño y desvió la vista—. Estoy de acuerdo —añadió ella, y dejó escapar un profundo suspiro—. Tampoco a mí me preocupa la suerte que corran esas llanuras anchas y vacías, y esas miserables regiones montañosas.
El oficial apretó los dientes.
—¿Hasta cuándo piensas ignorarme? El capitán Westfall arqueó las cejas.
—No sabía que estuviera ignorándote.
Celaena hizo un mohín para controlar su irritación. No pensaba darle aquella satisfacción.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
Celaena le hizo una caída de ojos y observó atentamente su reacción.
—¡Qué joven! —ronroneó—. Has ascendido muy deprisa.
Él asintió.
—Y ¿cuántos años tienes tú?
—Dieciocho —contestó ella, pero el capitán guardó silencio—. Ya lo sé. Es impresionante que haya llegado tan lejos a una edad tan temprana.
—El crimen no es ninguna hazaña, Sardothien.
—Cierto, pero llegar a ser la asesina más famosa del mundo sí lo es —el capitán no contestó—. Podrías preguntarme cómo me las he ingeniado.
—¿Para hacer qué? —replicó él con sequedad.
—Para hacerme famosa y cultivar mi talento en tan poco tiempo.
—No quiero saberlo.
Esa no era la respuesta que Celaena esperaba oír.
—No eres muy amable —replicó ella entre dientes. Si quería sacarlo de quicio, tendría que esforzarse mucho más.
—Eres una criminal. Yo soy capitán de la guardia real. No estoy obligado a demostrarte ninguna amabilidad ni a hacerte conversación. Da gracias de que no te hayamos encerrado en el carromato.
—Sí, bueno, apostaría que eres bastante arisco aunque te hagas el simpático con los demás —como él seguía sin responder, Celaena no pudo evitar sentirse un poco tonta. Transcurrieron unos instantes—. ¿El príncipe heredero y tú son buenos amigos?
—Mi vida personal no es de tu incumbencia.
La muchacha chasqueó la lengua.
—¿Eres de alta alcurnia?
—Lo suficientemente alta —repuso él, y lev
