1
Septiembre de 1923
Leo tenía prisa. En la escalera, apartó a los de primer curso, se deslizó junto a un grupo de niñas que parloteaban y entonces tuvo que parar porque alguien lo agarró de la mochila.
—A la cola —dijo Willi Abele con sorna—. Los ricachones y los amiguitos de los judíos atrás.
Eso iba por su papá. Y por Walter, su mejor amigo, que ese día no había ido a clase porque estaba enfermo y no podía defenderse.
—¡Suelta o te doy! —le advirtió.
—Venga, orejotas, atrévete.
Leo intentó zafarse, pero el otro lo sujetaba con mano de hierro. A derecha e izquierda, el río de alumnos bajaba la escalera hacia el patio y desde allí inundaba la calzada de Rote Torwall. Leo logró arrastrar a su adversario hasta el patio y entonces se le rompió una correa de la mochila. Tuvo que darse la vuelta rápidamente y cogerla para que Willi no se la quedara con todos los libros y los cuadernos.
—¡Melzer, zancudo, cagueta y calzonudo! —se burló Willi, e intentó abrir el cierre de la mochila.
Leo se puso hecho una furia. Estaba harto de esa cancioncilla. A los niños de los barrios obreros les gustaba gritarle esas maldades porque iba mejor vestido que ellos y Julius a veces iba a recogerlo con el coche. Willi Abele le sacaba una cabeza y era dos años mayor, pero eso a él le daba igual. Le dio una patada en la rodilla, el chico aulló de dolor y soltó el botín. Leo tuvo el tiempo justo de dejar la mochila en el suelo antes de que el otro se abalanzara sobre él. Los dos cayeron al suelo. Leo recibió una lluvia de golpes, se le desgarró la chaqueta, oyó que su adversario jadeaba y luchó con saña.
—¿Qué está pasando aquí? ¡Abele! ¡Melzer! ¡Separaos!
Aquello de que los últimos serán los primeros se hizo realidad, ya que Willi, que estaba encima porque iba ganando en la pelea, recibió el castigo de la mano del profesor Urban. En cambio a Leo se limitó a agarrarlo del cuello y a ponerlo de pie; como le sangraba la nariz, se libró de la bofetada. Los dos muchachos escucharon con gesto contenido la reprimenda del profesor, pero eran mucho peor las risitas burlonas y los murmullos de los compañeros que habían formado un círculo en torno a los gallos de pelea. Sobre todo las niñas.
—Le ha dado una buena.
—Pegar a los pequeños es de cobardes.
—Leo se lo tiene merecido, es un chulo.
—Pero Willi Abele es un canalla.
Mientras tanto, el sermón del profesor Urban les entraba por un oído y les salía por el otro. Siempre decía lo mismo. Leo sacó el pañuelo y se limpió la nariz, y al hacerlo se dio cuenta de que se le había desgarrado la costura de la manga. Las niñas le lanzaban miradas de compasión y admiración, algo que lo incomodaba muchísimo. Entonces Willi afirmó que Melzer «había empezado» y el profesor Urban le propinó una segunda bofetada. Merecida.
—Y ahora daos la mano.
Ya conocían ese ritual; tenía lugar después de todas las peleas y no servía para nada. Aun así, aceptaron los consejos asintiendo con la cabeza y prometieron llevarse bien. La maltrecha patria alemana necesitaba jóvenes sensatos y trabajadores, y no bravucones.
—¡A casa!
Quedaron liberados. Leo se echó al hombro la mochila; le habría gustado salir corriendo, pero no quería dar la impresión de estar huyendo de su contrincante, así que midió sus pasos hasta que llegó a las puertas del colegio. Solo entonces echó a correr. Se detuvo un instante en Remboldstrasse y miró con odio hacia atrás, hacia el gran edificio de ladrillo. ¿Por qué tenía que ir a ese maldito colegio de Rote Torwall? Papá le había contado que él había ingresado directamente en el instituto de San Esteban, en una clase preparatoria. Allí solo había niños de buena familia a los que se les permitía llevar gorros de colores. Y no había chicas. Pero la República quería que todos los niños fueran antes a una escuela primaria. La República era una porquería. Todos renegaban de ella, y la que más la abuela, que siempre decía que todo era mejor con el emperador.
Se sonó otra vez la nariz y comprobó que ya no le sangraba. Tenía que darse prisa, seguro que ya lo estaban esperando. Subió corriendo por San Ulrico y Santa Afra, atravesó un par de callejuelas hasta Milchberg y después por Maximilianstra... Se paró en seco. Música de piano. Conocía esa pieza. La mirada de Leo ascendió por la pared gris del edificio. La melodía salía del segundo piso, donde una de las ventanas estaba abierta. No veía nada, una cortina blanca se lo impedía, pero, tocara quien tocase, sonaba sublime. ¿Dónde había oído esa música? ¿Habría sido en algún concierto de la sociedad de música a la que mamá solía llevarlo? Era maravillosa y al mismo tiempo triste. El martilleo de los acordes le atravesaba el cuerpo. Se habría quedado allí escuchando durante horas, pero el pianista interrumpió la melodía para practicar con más detalle un pasaje. Lo repetía una y otra vez y resultaba aburrido.
—¡Ahí está!
Leo se estremeció. Era la voz aguda y penetrante de Henny. Vaya, se acercaban en dirección contraria. Pues sí que habían tenido suerte, él podría haber tomado otra callejuela. Corrían de la mano hacia él por la acera, Dodo con sus trenzas rubias al viento y Henny con el vestido rosa que le había cosido mamá. De su mochila colgaba una pequeña esponja, ya que había empezado la escuela ese año y aún estaba aprendiendo a escribir en la pizarra.
—¿Por qué miras al aire? —le preguntó Dodo cuando llegaron jadeando junto a él.
—¡Te hemos estado esperando cien años! —exclamó Henny en tono de reproche.
—¿Cien años? ¡Entonces ya estarías muerta!
Henny no aceptó sus objeciones. Siempre hacía caso solo de lo que le convenía.
—La próxima vez nos iremos sin ti.
Leo se encogió de hombros y miró de reojo a Dodo, pero esta no parecía dispuesta a defenderlo. De todos modos, los tres sabían que él las recogía solo porque la abuela se había empeñado. En su opinión, dos niñas de siete años no podían atravesar la ciudad solas, menos aún en esos tiempos tan convulsos. Por eso habían encargado a Leo que después de las clases se acercara a Santa Ana para acompañar a su hermana y a su prima sanas y salvas a la villa de las telas.
—Vaya pinta tienes... —Dodo había descubierto el desgarrón en la manga y la sangre que le había salpicado el cuello.
—¿Yo? ¿Por qué lo dices?
—¡Has vuelto a pelearte, Leo!
—¡Aj! ¿Eso es sangre? —Henny le tocó el cuello de la camisa con el dedo índice. No estaba muy claro si aquellas motas rojas le parecían repugnantes o emocionantes.
Leo le apartó la mano.
—Para. Tenemos que irnos.
Dodo seguía escudriñándolo con los ojos entrecerrados y los labios apretados.
—Willi Abele otra vez, ¿verdad?
El chico asintió de mala gana.
—Ojalá hubiera estado allí. Primero lo habría agarrado del pelo y después... ¡un buen escupitajo!
Lo dijo muy seria y asintió dos veces con la cabeza. A Leo lo conmovió, aunque al mismo tiempo le resultaba vergonzoso. Dodo era su hermana, era valiente y siempre estaba de su parte. Pero no era más que una chica.
—¡Vamos de una vez! —exclamó Henny, para quien el tema de la pelea ya estaba zanjado—. Tengo que pasar por Merkle.
Eso significaba dar un rodeo.
—Hoy no. Llegamos tarde.
—Mamá me ha dado dinero para que compre café.
Henny siempre quería mangonear. Leo se había propuesto no volver a caer en sus trampas, pero no era fácil porque ella siempre encontraba una razón convincente. Como ese día: tenía que comprar café.
—¡Mamá ha dicho que no puede vivir sin café!
—¿Quieres que lleguemos tarde a comer?
—¿Quieres que mi mamá se muera? —replicó Henny, indignada.
Lo había vuelto a conseguir. Pusieron rumbo a Karolinenstrasse, donde la señora Merkle ofrecía «Café, confituras y té» en un pequeño local. No todo el mundo podía permitirse esas delicias, Leo sabía que muchos de sus compañeros de clase solo tomaban un plato de sopa de cebada al mediodía; ni siquiera llevaban almuerzo al colegio. Muchas veces sentía lástima, y en un par de ocasiones había compartido su bocadillo de paté. Casi siempre con Walter Ginsberg, su mejor amigo. Su madre también tenía una tienda en Karlstrasse, vendía partituras e instrumentos musicales. Pero el negocio no iba bien. El papá de Walter había caído en Rusia, y a eso había que sumarle la inflación. Todo era cada vez más caro y, como decía mamá, el dinero ya no valía nada. El día anterior la cocinera Brunnenmayer se lamentaba de haber tenido que pagar treinta mil marcos por una libra de pan. Leo ya sabía contar hasta mil. Eso era treinta veces mil. Menos mal que desde la guerra ya casi no había monedas, solo billetes, si no la señora Brunnenmayer habría tenido que alquilar un carro de tiro para llevar el dinero.
—Mira, la tienda de porcelanas Müller ha cerrado —dijo Dodo señalando un escaparate cubierto con papel de periódico—. La abuela se pondrá muy triste. Seguía comprando ahí las tazas de café cuando se rompía alguna.
Eso se había convertido en algo habitual. Muchas tiendas de Augsburgo estaban cerradas, y las que continuaban abiertas colocaban género antiguo e invendible en los escaparates. Papá había dicho hacía poco en la comida que eran unos timadores, que se guardaban la mercancía buena para cuando llegaran tiempos mejores.
—Mira, Dodo. Ositos bailarines.
Leo miró con desdén a las niñas, que pegaron la nariz contra el cristal de la panadería. A él no le gustaban aquellos pegajosos ositos de goma roja y verde.
—Compra el café de una vez, Henny —refunfuñó—. Merkle está ahí mismo.
Se detuvo porque en ese momento se dio cuenta de que junto a la tienda de la señora Merkle estaba el negocio de sanitarios de Hugo Abele, el padre de Wilhelm Abele, Willi, ese canalla. ¿Habría llegado ya a casa? Leo avanzó un poco y miró el escaparate desde el otro lado de la calle. No tenían demasiadas cosas expuestas, solo un par de mangueras y grifos. Al fondo se alzaba un retrete de porcelana blanca. Se protegió los ojos del bajo sol de septiembre y comprobó que la refinada pieza llevaba un logotipo azul y estaba cubierta de polvo.
—No querrás comprar un retrete... —comentó Dodo, que lo había seguido.
—Claro que no.
Dodo también fisgoneó el escaparate y torció el gesto.
—Es la tienda de los padres de Willi Abele, ¿no?
—Mmm...
—¿Willi está dentro?
—Es posible. Siempre tiene que ayudar.
Los hermanos se miraron. Algo brilló en los ojos de color azul grisáceo de Dodo.
—Voy a entrar.
—¿Para qué? —Leo parecía preocupado.
—Voy a preguntar cuánto cuesta el retrete.
Su hermano negó con la cabeza.
—No lo necesitamos.
Pero Dodo ya había cruzado la calzada y al instante siguiente se oyó la campanilla de la tienda. La niña desapareció en el interior.
—¿Qué hace ahí? —preguntó Henny, y le puso delante de la nariz una bolsa de papel llena de regaliz y ositos de goma.
Vaya, no debía de haber sobrado mucho dinero para el café. Leo cogió una rueda de regaliz sin perder de vista la tienda.
—Está preguntando por el retrete.
Henny lo miró indignada, después sacó un osito verde de la bolsa y se lo metió en la boca.
—Tú te crees que soy tonta —masculló ofendida.
—Pregúntaselo tú misma.
La puerta se abrió y vieron que Dodo hacía una reverencia y salía. Tuvo que esperar un poco porque un coche de caballos pasó con gran estrépito, y después corrió hacia ellos.
—En la tienda está el papá de Willi. Es un señor grande con bigote gris. Tiene un aspecto raro, como si quisiera comerte.
—¿Y Willi?
Dodo sonrió. Willi estaba sentado en la trastienda clasificando tornillos en cajitas. Se había vuelto hacia él un instante y le había sacado la lengua.
—Puede que estuviera furioso, pero como su papá estaba allí no podía decir nada.
Y el retrete costaba doscientos millones de marcos. Precio especial.
—¿Doscientos marcos? —preguntó Henny—. Es mucho dinero para un retrete tan feo.
—Doscientos millones —corrigió Dodo.
Ninguno de ellos sabía contar tanto.
Henny frunció el ceño y pestañeó pensativa mirando hacia el escaparate, en cuyo cristal se reflejaba ahora el resplandeciente sol de mediodía.
—Yo también voy a preguntar.
—¡No! Tú te quedas aquí. ¡Henny!
Leo quiso sujetarla del brazo, pero ella se deslizó hábilmente junto a dos señoras mayores y lo dejó allí plantado. El muchacho negó con la cabeza y vio que los rizos rubios y el vestidito rosa de Henny desaparecían tras la puerta de la tienda.
—¿Estáis locas o qué? —le gruñó a Dodo.
Cruzaron la calle cogidos de la mano y miraron dentro a través del escaparate. En efecto, el papá de Willi lucía un bigote gris y tenía una mirada extraña. ¿Tendría los ojos irritados? Willi estaba al fondo, sentado a una mesa llena de cajas de cartón pequeñas y grandes. Solo se le veían la cabeza y los hombros.
—Me envía mi mamá —pio Henny, obsequiando al señor Abele con su mejor sonrisa.
—¿Y cómo se llama tu mamá?
Ella sonrió aún más e ignoró la pregunta.
—A mi mamá le gustaría saber cuánto cuesta el retrete.
—¿El del escaparate? Trescientos cincuenta millones. ¿Quieres que te lo apunte?
—Sería muy amable por su parte.
Mientras el señor Abele buscaba un papel, Henny se volvió rápidamente hacia Willi. Desde fuera no se podía ver lo que hacía, pero a Willi se le abrieron los ojos como platos. Henny salió orgullosa de la tienda con un pedazo de papel en la mano y le pareció increíble que Dodo y Leo la hubieran estado observando por el escaparate.
—¡Déjame ver! —Dodo le cogió la nota de la mano.
Se leía «350» y después la palabra «millones».
—¡Qué tramposo! ¡Pero si hace un momento eran doscientos millones! —exclamó Leo, indignado.
Henny ni siquiera sabía contar hasta cien, pero había entendido que ese hombre era un estafador. ¡Menudo granuja!
—¡Voy a entrar otra vez! —gritó Dodo, decidida.
—Mejor déjalo estar —le advirtió Leo.
—¡Ahora sí que no!
Leo y Henny se quedaron delante de la tienda y espiaron por el cristal. Tuvieron que acercarse mucho y hacer sombra con las dos manos porque el reflejo del sol les impedía ver. Oyeron el tono enérgico de Dodo y después la profunda voz de bajo del señor Abele.
—¿Y ahora qué quieres? —refunfuñó.
—Me ha dicho que el retrete costaba doscientos millones.
El hombre la miró fijamente, y Leo se imaginó los engranajes del cerebro del señor Abele poniéndose en movimiento.
—¿Qué he dicho?
—Antes ha dicho que costaba doscientos millones. Es correcto, ¿verdad?
El hombre miró a Dodo, después hacia la puerta, y por último hacia el escaparate donde estaba la pieza de porcelana blanca. Entonces descubrió a los dos niños pegados al cristal.
—¡Mocosos! —rugió enfadado—. Fuera de aquí. No voy a permitir que me toméis el pelo. ¡Largo de aquí u os echo a patadas!
—¡Pero tengo razón! —insistió Dodo con actitud temeraria.
Entonces se dio la vuelta a toda prisa porque el señor Abele se acercaba amenazador e incluso había extendido el brazo para agarrarla de las trenzas. La habría pillado junto a la puerta si Leo no hubiera entrado y se hubiera puesto delante de su hermana para protegerla.
—Maldita pandilla de alborotadores —bramó el señor Abele—. ¿Me tomáis por tonto? Esto es lo que te mereces, muchachito.
Leo se agachó, pero el señor Abele le había agarrado el cuello de la chaqueta y la bofetada lo alcanzó en la nuca.
—¡No pegue a mi hermano! —chilló Dodo—. O le escupiré.
Y le escupió. Parte llegó a la chaqueta del señor Abele, pero por desgracia también le dio a Leo en el cogote. Entretanto, en la tienda había aparecido la madre de Willi, una mujer delgada de pelo negro, y tras ella salió su hijo.
—¡Me han sacado la lengua, papá! Ese es Leo Melzer. ¡Por su culpa hoy el profesor me ha dado una bofetada!
Al oír el apellido Melzer, el señor Abele se quedó quieto. Leo se agitaba porque no le soltaba el cuello de la chaqueta.
—¿Melzer? ¿No serán los Melzer de la villa de las telas? —preguntó el señor Abele, y se volvió hacia Willi.
—¡Ay, Dios! —exclamó su esposa, y se llevó las manos a la boca—. Te vas a buscar la ruina, Hugo. Suelta al niño, te lo pido por favor.
—¿Eres un Melzer de la villa de las telas, sí o no? —le rugió el dueño de la tienda a Leo.
Este asintió. Entonces el señor Abele lo soltó.
—Pues aquí no ha pasado nada —murmuró—. Me he confundido. El retrete cuesta trescientos millones. Puedes decírselo a tu padre.
Leo se frotó la nuca y se puso bien la chaqueta. Dodo miró al hombretón con desprecio.
—A usted seguro que no le compraremos ningún retrete —dijo altanera—. Ni aunque fuera de oro. ¡Vamos, Leo!
Leo seguía atontado. No rechistó cuando Dodo lo agarró de la mano y tiró de él. Luego enfilaron la calle en dirección a la puerta Jakober.
—Como se lo cuente a papá —balbuceó.
—¡Qué va! —lo tranquilizó Dodo—. Pero si el que tiene miedo es él.
—¿Dónde se ha metido Henny? —dijo Leo, y se detuvo.
La encontraron en la tienda de la señora Merkle. Al final había conseguido un cuarto de libra de café a cambio del dinero que le quedaba.
—¡Porque somos muy buenos clientes! —dijo resplandeciente.
2
Marie levantó sobresaltada la vista de su dibujo cuando se abrió la puerta.
—¡Paul! Cielos, ¿ya es mediodía? ¡He perdido la noción del tiempo!
Paul se acercó a ella por detrás, insinuó un beso en su cabeza y echó un vistazo al bloc de dibujo con curiosidad. Estaba diseñando vestidos de noche. Muy románticos. Sueños de seda y tul. Y en esos tiempos.
—No deberías mirar por encima de mi hombro —se quejó ella al tiempo que tapaba la lámina con ambas manos.
—Pero ¿por qué no, cariño? Lo que dibujas es precioso. Tal vez... tal vez un poco recargado.
Marie echó la cabeza hacia atrás y él posó los labios en su frente con suavidad. Tres años después seguían apreciando el inmenso regalo de estar juntos de nuevo. A veces Marie se despertaba por la noche atormentada por la horrible idea de que Paul todavía estaba en la guerra, pero luego se arrimaba a su cuerpo en reposo, sentía su respiración y su calor y volvía a dormirse tranquila. Sabía que a él le sucedía lo mismo, ya que solía cogerle la mano antes de quedarse dormido, como si quisiera tenerla a su lado cuando lo venciera el sueño.
—Son vestidos de fiesta. La gracia está en que sean un poco recargados. ¿Quieres ver los trajes y las faldas que he diseñado? Mira... —Sacó una carpeta de la pila. Desde que Elisabeth se había mudado a Pomerania, Marie utilizaba su habitación como estudio para dibujar y coser alguna que otra prenda. Pero casi siempre que encendía la máquina era para hacer remiendos y arreglos.
Paul admiró los diseños y afirmó que eran muy originales y atrevidos. Lo único que le sorprendía era que todos fueran tan largos y estrechos. ¿Es que solo concebía trajes para damas con silueta de alfiler?
Marie soltó una risita. Estaba acostumbrada a las bromas de Paul sobre su trabajo, pero sabía que en el fondo se sentía orgulloso de ella.
—Querido mío, la nueva mujer es delgadísima, lleva el pelo corto, tiene poco pecho y las caderas estrechas. Se maquilla de forma llamativa y fuma con boquilla.
—¡Espantoso! —exclamó él—. Espero que nunca sigas esa moda, Marie. Ya es suficiente con que Kitty vaya por ahí con ese corte de pelo masculino.
—Oh, pues seguro que el pelo corto me sentaría bien.
—No, por favor.
El tono de súplica era tan exagerado que Marie casi se echó a reír. Tenía el pelo largo y durante el día lo llevaba recogido. Pero por la noche, antes de irse a la cama, Marie se ponía delante del espejo para soltarse el peinado y Paul la observaba. Lo cierto es que su amor era bastante anticuado en algunas cosas.
—¿Los niños no han llegado aún? —preguntó Marie.
Miró el reloj de péndulo de la pared. Era uno de los pocos objetos que había dejado Elisabeth, pues se había llevado todos los muebles excepto el sofá y un par de alfombritas.
—Ni los niños ni Kitty —comentó Paul en tono de reproche—. Mamá está sola en el comedor.
—¡Oh, no!
Marie cerró la carpeta de golpe y se levantó a toda prisa. Alicia, la madre de Paul, estaba delicada de salud, y a menudo se quejaba de que nadie tenía tiempo para ella. Ni siquiera los niños, que preferían hacer diabluras por el parque con los chiquillos de Auguste; nadie se preocupaba por su educación. Alice decía que las niñas estaban «asalvajadas». En sus tiempos, se contrataba a una señorita que cuidaba a las niñas en la casa, les enseñaba cosas útiles y se ocupaba de su desarrollo personal.
—¡Espera un momento, Marie!
Paul se interpuso entre ella y la puerta con una sonrisa pícara, como si fuera a cometer una travesura. Marie no pudo evitar reír. ¡Cómo le gustaban esas caras que ponía!
—Quiero contarte una cosa, cariño —dijo—. Algo entre nosotros, sin público.
—Ah, ¿sí? ¿Algo entre nosotros? ¿Un secreto?
—No es un secreto, sino una sorpresa. Algo que deseas desde hace mucho tiempo.
«Ay, Dios mío», pensó ella. «¿Y qué es lo que deseo? En realidad soy feliz. Tengo todo lo que necesito. Sobre todo a él. Paul. Y a los niños. Bueno, esperábamos tener otro hijo, pero seguro que llega en algún momento.»
Él la miraba nervioso y sintió una pequeña decepción al ver que se encogía de hombros.
—¿No se te ocurre nada? Te doy una pista: aguja.
—Aguja. Coser. Hilo. Dedal.
—Frío —respondió Paul—. Muy frío. Otra pista: escaparate.
El juego le parecía divertido, pero la inquietaba que mamá los estuviera esperando. Además, ahora se oían también las voces de los niños.
—Escaparate. Precios. Panecillos. Embutido.
—¡Madre mía! —exclamó él entre risas—. Estás perdidísima. Te daré una pista más: atelier.
¡Atelier! Por fin lo entendió. Cielos, ¿sería verdad?
—¿Un atelier? —musitó—. ¿Un... atelier de moda?
Él asintió y la abrazó.
—Así es, cariño. Un atelier de moda para ti sola. Sobre la puerta pondrá «Casa de Modas Marie». Sé que llevas mucho tiempo soñando con ello.
Tenía razón, era su gran sueño, pero con todos los cambios que se habían producido tras el regreso de Paul de la guerra casi lo había olvidado. Había sentido alegría y alivio al ceder la responsabilidad de la fábrica para dedicarse por completo a la familia y a Paul. Bueno, al principio siguió participando en las reuniones de negocios, era necesario para poner a Paul al corriente. Sin embargo, después él le había hecho saber, con cariño pero también con énfasis, que el destino de la fábrica de paños Melzer volvía a estar en sus manos y en las de su socio Ernst von Klippstein. Así debía ser, sobre todo porque el tiempo apremiaba y había que tomar decisiones importantes. Paul había sido astuto y previsor, su padre habría estado orgulloso de él. Lo primero que hicieron fue renovar las máquinas, habían sustituido todas las selfactinas por hiladoras de anillo construidas a partir de los planos del padre de Marie. Con el resto del capital que había aportado Von Klippstein, Paul había comprado varios terrenos, así como dos edificios en Karolinenstrasse.
—Pero ¿cómo es posible?
—La tienda de porcelanas Müller ha cerrado.
Paul suspiró, los dos ancianos le daban lástima.
Por otro lado, para Marie tampoco era un cierre inesperado. Hacía años que el negocio no les iba bien, y la inflación desbocada había hecho el resto.
—¿Y qué será de ellos?
Paul levantó los brazos y los dejó caer con resignación. Permitiría que vivieran en la parte de arriba del edificio. Aunque de todos modos sufrirían penurias, ya que la inflación se tragaría enseguida el dinero de la venta de la casa.
—Les echaremos una mano en lo que podamos, Marie. Pero el local y los cuartos del primer piso serán tuyos. Allí podrás hacer realidad tu sueño.
Estaba tan conmovida que apenas podía hablar. Eso sí que era una muestra de amor. Al mismo tiempo sentía remordimientos por construir su futuro profesional sobre la desgracia de los Müller. Entonces pensó que, al fin y al cabo, cuidarían de ellos, y que quizá incluso fuera una suerte para los ancianos porque muchos otros, en situaciones similares, no contarían con eso.
—¿No te alegras? —La cogió de los hombros y observó su rostro con una ligera decepción.
Pero ya la conocía. No le resultaba fácil expresar sus sentimientos.
—Claro que sí —dijo con una sonrisa, y se apoyó en él—. Solo necesito un poco de tiempo. Me cuesta creerlo. ¿Seguro que no estoy soñando?
—Tan seguro como que estoy aquí contigo.
Quiso besarla, pero en ese instante la puerta se abrió de golpe y se separaron como si los hubieran pillado cometiendo algún pecado.
—¡Mamá! —exclamó Dodo en tono de reproche—. ¿Qué hacéis aquí? La abuela está muy enfadada, y Julius ha dicho que no puede mantener caliente la sopa más tiempo.
Leo echó un vistazo a sus padres y desapareció en el cuarto de baño. En cambio Henny le tiró de una de las trenzas a Dodo.
—Tonta —susurró—. Querían darse un beso.
—Y a ti qué más te da —le espetó Dodo—. ¡Son mis padres!
Marie agarró a su hija y a su sobrina por los hombros y las empujó en línea recta por el pasillo hacia el baño. Se oyó el gong con el que Julius los llamaba con insistencia para comer.
Kitty salió de su cuarto y se lamentó en voz alta de que en esa casa, con ese molesto pim, pam, pum cada cinco minutos, no podía desarrollar su creatividad.
—¡Henny, enséñame las manos! Pero si están pegajosas. ¿Qué es esto? ¿Ositos bailarines? Corre al baño a lavarte. ¿Dónde se ha metido Else? ¿Por qué no está cuidando de los niños? Ay, Paul, estás resplandeciente. Deja que te abrace, hermanito.
Marie dejó que Paul y Kitty se adelantaran y corrió con Henny y Dodo al cuarto de baño, donde Leo se miraba en el espejo con gesto crítico y se secaba la cara con una toalla. Su entrenado ojo de madre enseguida se percató de que llevaba el cuello de la camisa metido hacia dentro.
—Déjame ver, Leo. Vaya. Corre y ponte otra camisa. Rápido. Henny, no hace falta que salpiques todo el baño. Esa es mi toalla, la tuya está ahí colgada.
Unos minutos antes estaba pensando en la elegante cola de un vestido de noche de seda negra, pero en ese momento se había metido de lleno en el papel de madre. ¡Leo había vuelto a pelearse! No quería entrar en detalles delante de Dodo y Henny, y en la mesa no abordaría el tema. Lo hablaría con él a solas. Su infancia en el orfanato le había enseñado lo crueles y malvados que podían ser los niños. Marie tuvo que enfrentarse a ello sola. Sus hijos no se sentirían así jamás.
Cuando entraron en el comedor, Paul y Kitty ya estaban sentados en sus respectivos sitios. Paul había logrado aplacar el enfado de su madre. No hizo falta mucho, una pequeña broma, un comentario cariñoso... Alicia se derretía en cuanto su hijo le prestaba atención. Kitty tenía el mismo efecto sobre su padre, era su hija preferida, la niña de sus ojos, su princesita, pero Johann Melzer los había dejado cuatro años atrás. De vez en cuando Marie tenía la sensación de que ese amor paterno y esa permisividad excesiva no habían preparado a Kitty para la vida. La quería mucho, pero su cuñada siempre sería una princesa malcriada y caprichosa.
—Recemos —dijo Alicia con solemnidad, y todos juntaron las manos sobre el regazo.
Solo Kitty levantó la mirada hacia el techo decorado con estuco, un gesto que a Marie no le pareció muy inteligente teniendo en cuenta que los niños estaban allí.
—Señor, te damos las gracias por los alimentos que vamos a comer, bendice esta mesa y a los pobres también. Amén.
—¡Amén! —repitió el coro familiar, en el que destacó la voz de Paul.
—Que aproveche, queridos míos.
—Igualmente, mamá.
Cuando Johann Melzer vivía, no celebraban aquel ritual diario, pero ahora Alicia insistía en bendecir la mesa. En teoría era por los niños, que necesitaban orden y rutina, pero Marie sabía tan bien como Kitty y Paul que era por la propia Alicia, que solía hacerlo de niña y desde que era viuda hallaba consuelo en ello. Desde que su marido murió, vestía siempre de negro; había perdido la alegría por los vestidos bonitos, las joyas y la ropa colorida. Por fortuna, aparte de los habituales ataques de migraña, parecía gozar de buena salud, pero Marie se había propuesto cuidar de su suegra.
Julius apareció con la sopera, la dejó sobre la mesa y comenzó a servir. Llevaba tres años trabajando como lacayo en la villa, pero no gozaba de tantas simpatías por parte de los señores y el personal de servicio como Humbert. Antes había trabajado en un hogar noble de Múnich y miraba al resto de los empleados por encima del hombro, lo que provocaba cierto rechazo.
—¿Otra vez cebada? Y encima con cachitos de nabo —lloriqueó Henny.
Respondió a las miradas severas de la abuela y del tío Paul con una sonrisa inocente, pero cuando Kitty frunció el ceño, sumergió la cuchara en la sopa y empezó a comer.
—Solo lo decía porque los cachitos de nabo son tan... tan... blandos —murmuró.
Por la cara que puso, Marie supo que en realidad quería decir «pastosos», pero se había contenido por si acaso. Por muy generosa e irreflexiva que fuera Kitty como madre, cuando se ponía seria, Henny sabía que era mejor obedecer. Leo parecía perdido en sus pensamientos mientras comía. Dodo lo miraba una y otra vez, como si quisiera decirle algo, pero callaba y masticaba pensativa un trocito de tocino ahumado que antes flotaba en su sopa.
—¿Por qué Klippi ya no viene a comer, Paul? —preguntó Kitty cuando Julius recogió los platos—. ¿No le gusta nuestra comida?
Ernst von Klippstein y Paul llevaban varios años siendo socios. Se conocían desde hacía mucho tiempo y se entendían bien. Paul se ocupaba de la parte profesional, mientras que Ernst se hacía cargo de la administración y las cuestiones de personal. Marie nunca le contó a Paul que cuando Von Klippstein estuvo en el hospital de la villa gravemente herido, él se le declaró de forma bastante inequívoca. Con el tiempo se había convertido en un asunto sin importancia, y solo habría entorpecido las buenas relaciones entre ambos.
—Ernst y yo hemos acordado que él se quede en la fábrica mientras yo descanso al mediodía. Después él se ausenta por poco tiempo para ir a comer. Para el ritmo de trabajo es mejor así.
Marie guardó silencio, y Kitty negó con la cabeza y comentó que el pobre Klippi cada vez estaba más delgado, que Paul debía vigilar que no se lo llevara el viento un día. Sin embargo, a Alicia le pareció una afrenta personal que el señor Von Klippstein no fuera por lo menos a la villa a tomar un tentempié.
—Bueno, mamá, es un hombre adulto y tiene su vida —dijo Paul con una sonrisa—. No hemos hablado sobre ello, pero creo que Ernst está pensando en volver a formar una familia.
—¡No me digas! —exclamó Kitty, alterada.
Era evidente que a su cuñada le estaba costando morderse la lengua mientras Julius servía el plato principal: fideos de patata con chucrut, la comida favorita de los niños. Paul también contempló satisfecho su plato y afirmó que la señora Brunnenmayer era una artista del chucrut.
—Si me permite el comentario, señor Melzer —intervino Julius, e inspiró con fuerza por la nariz, como solía hacer—, yo rallé toda la col. Después la señora Brunnenmayer la metió en los botes.
—Valoramos mucho su trabajo, Julius —dijo Marie con una sonrisa.
—¡Muchas gracias, señora Melzer!
Julius sentía un afecto especial por Marie, quizá porque siempre lograba limar las asperezas que surgían entre los empleados. Alicia le había cedido encantada esa labor, la fatigaban esos asuntos. Antes era su querida Eleonore Schmalzler, el ama de llaves, quien se ocupaba de que no se produjeran fricciones en la convivencia, pero la señorita Schmalzler se había jubilado merecidamente y ahora vivía en Pomerania. Alicia y su antigua empleada mantenían una correspondencia regular, de la que sin embargo apenas informaba al resto de la familia.
—Voy a explotar —dijo Dodo, y se metió el último fideo en la boca.
—Y yo ya he explotado —la superó Henny—. Pero da igual. Mamá, ¿puedo tomar más fideos?
Kitty dijo que no, que debía comerse primero el montoncito de chucrut que le quedaba en el plato.
—Pero es que no me gusta. Solo me gustan los fideos.
Kitty negó con la cabeza y suspiró. De dónde habría sacado su hija esa tendencia a la crítica, se preguntó en voz alta. Ella desde luego era muy severa con Henny.
—Sin duda —confirmó Marie con suavidad—. Al menos de vez en cuando.
—¡Dios mío, Marie! No soy ningún ogro. Es cierto que le permito alguna que otra libertad. Sobre todo por las noches, cuando no puede dormir, entonces la dejo andar por ahí hasta que se cansa. O con los dulces, en eso también soy permisiva. Pero en lo que respecta a la comida soy muy estricta.
—Eso es verdad —confirmó Alicia—. Es en lo único en lo que te comportas como una madre sensata, Kitty.
—Mamá —intervino Paul, conciliador, y le cogió la mano a Kitty, que estaba a punto de protestar—. No discutamos otra vez por este tema. Hoy no, por favor.
—¿Hoy no? —se sorprendió Kitty—. ¿Y por qué hoy no, Paul? ¿Acaso es un día especial? ¿Me he perdido algo? ¿No será vuestro aniversario de boda? Ay, no, que es en mayo.
—Es el principio de una nueva era comercial —dijo Paul con solemnidad mientras sonreía a Marie.
A Marie no le gustó que Paul anunciara su propósito conjunto a toda la familia, pero comprendía que lo hacía por amor hacia ella, así que le devolvió la sonrisa.
—Estamos a punto de abrir un atelier de moda, queridas mías —dijo Paul, y observó satisfecho los rostros de sorpresa.
—¡No me digas! —chilló Kitty—. ¡Marie tendrá su propio atelier! Me voy a volver loca de emoción. Ay, Marie de mi corazón, te lo has ganado con creces. Diseñarás creaciones maravillosas y en Augsburgo todo el mundo llevará tus modelos.
Se había levantado de un salto para echarse al cuello de Marie. ¡Así era Kitty! Espontánea, excesiva en su alegría, jamás se mordía la lengua, todo lo que pensaba y sentía le brotaba sin más. Marie aceptó el abrazo, su entusiasmo la hizo sonreír, y se emocionó al ver que Kitty derramaba incluso lágrimas de alegría.
—Oh, decoraré todas las paredes de tu estudio, Marie. Será como la antigua Roma. ¿O prefieres jovencitos griegos? Como en los Juegos Olímpicos, ya sabes, cuando se enfrentaban sin apenas ropa.
—No creo que eso sea muy apropiado, Kitty —comentó Paul con el ceño fruncido—. Pero tu idea me parece muy buena, hermanita. Deberíamos decorar con cuadros algunas paredes, ¿no te parece, Marie?
Marie asintió. Madre mía, ni siquiera había visto las estancias, solo la tienda de los Müller en la planta baja, abarrotada de estanterías; no conocía los cuartos del primer piso. Todo iba demasiado rápido. Casi sintió miedo ante la inmensa tarea que Paul le endosaba tan a la ligera. ¿Y si sus diseños no gustaban? ¿Y si pasaban los días y ningún cliente entraba en el atelier?
Los niños también querían participar en la conversación.
—¿Qué es un atelier, mamá? —preguntó Leo.
—¿Ganarás mucho dinero, mamá? —preguntó Dodo.
—¿Quieres mi chucrut, tío Paul? —aprovechó Henny la ocasión.
—Está bien, pesadita. ¡Trae aquí!
Mientras Paul explicaba que ya había contratado a unos operarios para que vaciaran el local y que quería pasarse con Marie por Finkbeiner para elegir colores y papel pintado para las paredes, Henny engullía satisfecha el resto de los fideos de la fuente. Sin embargo tuvo problemas con el postre, que consistía en una pequeña ración de crema de vainilla con una mancha de mermelada de cereza.
—Ahora me encuentro mal —se lamentó cuando la abuela les indicó que podían levantarse de la mesa.
—No me extraña —gruñó Leo—. Te atiborras hasta ponerte mala y otros niños ni siquiera tienen para comer.
—¿Y qué? —repuso Henny encogiéndose de hombros.
—Hemos rezado por los pobres, ¿no? —apoyó Dodo a su hermano.
Henny los miró con los ojos muy abiertos. Parecía ingenua y un poco desvalida, pero en realidad estaba analizando la situación para defender sus intereses. Había aprendido muy pronto que los gemelos siempre se ayudaban mutuamente, también en contra de ella.
—Es que he estado pensando en los niños pobres todo el rato y me he comido un par de fideos por ellos.
A Paul la respuesta le hizo gracia; Kitty también sonrió. Alicia fue la única que frunció el ceño.
—Creo que Leo tiene algo de razón —dijo Marie en voz baja pero firme—. Podríamos recortar gastos en la comida. Y tampoco hace falta que sirvamos postre todos los días.
—¡Ay, Marie! —exclamó Kitty, y se agarró del brazo de su cuñada con alegría—. Qué buena eres, serías capaz de pasar hambre con tal de dar tu postre a los pobres. Aunque me temo que con eso no alimentarías ni a uno solo. Ven, querida, quiero enseñarte cómo me imagino los murales. ¿Cuándo podremos hacer una visita al local? ¿Hoy? ¿No? Entonces, ¿cuándo?
—En los próximos días, Kitty. ¡Qué impaciente eres, hermanita!
Marie siguió a Kitty hacia el pasillo, donde ya esperaba Else. Después de comer, su labor consistía en cuidar de los niños mientras hacían los deberes. A continuación tenían varias horas para jugar, y las visitas de los compañeros de clase debían anunciarse con antelación y recibir la aprobación de las madres.
—Me gustaría ir a ver a Walter —pidió Leo—. Está enfermo y no ha ido al colegio.
Marie se detuvo y miró hacia el comedor. Paul regresaría enseguida a la fábrica, pero de momento estaba hablando con Alicia. Tendría que decidir ella sola.
—Pero solo un rato, Leo. Que Hanna te acompañe después de los deberes.
—¿No puedo ir solo?
Marie negó con la cabeza. Sabía que Paul y Alicia no aprobarían esa decisión, a ninguno de los dos les gustaba demasiado que Leo fuera amigo de Walter Ginsberg. No porque los Ginsberg fueran judíos, en ese aspecto al menos Paul no tenía prejuicios. Pero a los dos chicos los unía la pasión por la música, y Paul temía que a su hijo pudiera ocurrírsele convertirse en músico; un miedo absurdo a ojos de Marie.
—Ven de una vez, Marie. No serán más que un par de minutos. Tengo que ir a ver a mi querido Ertmute por lo de mi exposición en el club de arte. ¿Está listo el coche, Julius? Lo necesitaré enseguida.
—Muy bien, señora. ¿Quiere que la lleve?
—Gracias, Julius. Conduciré yo misma.
Marie siguió a Kitty escaleras arriba hasta su habitación, que había convertido en un estudio de pintura. Además había ocupado el antiguo dormitorio de su padre, algo a lo que Alicia solo había accedido tras muchas dudas. Pero claro, la pobre Kitty no podía dormir entre todos aquellos cuadros a medio terminar y respirar el olor de la pintura por las noches.
—Mira, también podría pintarte un paisaje inglés. O esto: Moscú bajo la nieve. ¿No? Bueno. Ya está, París. Notre Dame y los puentes del Sena, la torre Eiffel... No, mejor no, esa cosa es realmente fea.
Marie escuchó las ocurrencias de Kitty, que había dado rienda suelta a su imaginación desbordante, y después comentó que todas eran ideas maravillosas pero que había que pensar que se trataba de exponer sus vestidos, así que el fondo no podía dominar demasiado.
—Tienes razón. ¿Y si en el techo te pinto un cielo estrellado y en las paredes un paisaje envuelto en niebla, misterioso y en tonos pastel?
—Será mejor que esperemos a ver el local, Kitty.
—Está bien. De todos modos tengo que irme. ¿Me has acortado la falda azul? ¿Sí? Ay, Marie, eres un sol. Marie de mis amores.
Después de un besito y un abrazo, Marie se vio liberada de las atenciones de su cuñada y se encontró de nuevo en el pasillo. Aguzó el oído: Paul seguía en el comedor, lo oía hablar. Qué bien, lo acompañaría por el vestíbulo hasta la puerta y allí le diría que estaba muy contenta. Antes se había quedado un poco decepcionado al ver que no prorrumpía en gritos de júbilo, y no quería que volviera con esa sensación al trabajo.
Saludó con la cabeza a Julius, que corría hacia la escalera de servicio para sacar el coche del garaje, y cuando fue a empujar la puerta entornada del comedor se detuvo.
—No, mamá, no comparto tus dudas —oyó decir a Paul—. Marie tiene toda mi confianza.
—Mi querido Paul, sabes que aprecio mucho a Marie, pero por desgracia, y aunque ella no tenga la culpa, no fue educada como una joven dama de nuestra posición.
—¡Ese es un comentario de mal gusto, mamá!
—Por favor, Paul. Solo lo digo porque me preocupa tu felicidad. Mientras tú estabas en el campo de batalla, Marie hizo muchísimas cosas por nosotros. Hay que reconocérselo. Pero por eso tengo miedo de que ese atelier de moda la lleve por el camino equivocado. Marie es ambiciosa, tiene talento y... No te olvides de quién fue su madre.
—¡Ya está bien! Disculpa, mamá, no comparto tus reservas y me niego a seguir discutiendo sobre ello. Además, me esperan en la fábrica.
Marie oyó los pasos de Paul e hizo algo de lo que se avergonzó pero que en ese momento le pareció la mejor solución. Abrió la puerta del despacho sin hacer ruido y desapareció tras ella. Ni Paul ni Alicia debían saber que había escuchado su conversación.
3
—«Porque es una chica excelente, porque es una chica excelente, porque es una chica excelenteee... ¡y siempre lo será!»
El coro sonaba muy desigual, destacaban la voz de bajo de Gustav y la excéntrica vocecilla de soprano de Else, pero de todos modos Fanny Brunnenmayer se emocionó porque sabía que sus amigos cantaban de corazón.
—Gracias, gracias.
—«Que tenga muchos hijos, que tenga muchos hijos...» —siguió cantando Gustav impasible, hasta que un codazo de su esposa Auguste lo hizo callar. Miró a su alrededor con una sonrisa y se alegró de haber hecho reír al menos a Else y a Julius.
—¡Eso de los hijos mejor os lo dejo a vosotros, Gustav! —comentó Fanny mirando a Auguste, que volvía a estar embarazada. Pero el cuarto sería el último. Bastante difícil era ya llenar tres bocas hambrientas.
—Pues sí, no tengo más que colgar los pantalones junto a la cama y mi Auguste ya está embarazada.
—No hacen falta tantos detalles —se quejó Else, sonrojada.
Fanny Brunnenmayer ignoró la frívola charleta y le hizo una señal a Hanna para que sirviera el café. Esa noche la larga mesa de la cocina estaba decorada con flores, Hanna se había esforzado al máximo e incluso había rodeado el plato de la señora Brunnenmayer con una corona de encina. La homenajeada cumplía sesenta años, una edad que no aparentaba en absoluto. Solo el cabello sujeto en un moño tirante, que antes era gris oscuro, se había teñido de blanco en los últimos años, pero su rostro seguía rosado, redondo y liso como siempre.
Había platos con bocadillos repartidos por la mesa, y luego los esperaba una tarta de nata con cerezas confitadas, una de las especialidades de la señora Brunnenmayer. Aquellas delicias eran un obsequio de los señores para que la cocinera festejara su cumpleaños por todo lo alto. Por la mañana ya lo habían celebrado arriba, en el salón rojo, al que habían invitado a los empleados. La señora Alicia Melzer había dado un discurso en honor de Fanny Brunnenmayer, le había agradecido sus treinta y cuatro años de fiel servicio y la había calificado de «maravillosa maestra» de su oficio. La cocinera se había puesto su vestido negro de fiesta para la ocasión, y se había colocado un broche que los señores le regalaron diez años antes. Con aquella ropa, a la que no estaba acostumbrada, además de las atenciones y los regalos, se había sentido incómoda, y se alegró cuando pudo volver a la cocina y ponerse su ropa de diario y el delantal. No, las estancias de los señores no eran para ella, siempre andaba con miedo de tirar un jarrón o, aún peor, tropezar con una alfombra y caerse de bruces. Sin embargo allí abajo se sentía como en casa, gobernaba la despensa, la bodega y la cocina de forma indiscutible, y pensaba seguir haciéndolo durante muchos años.
—Adelante, queridos, servíos. ¡Hasta que se agoten las existencias! —exclamó con una sonrisa, y cogió uno de los bocadillos de paté que Hanna y Else habían adornado con pepinillo picado.
No hizo falta que lo repitiera. Durante los siguientes minutos, aparte del siseo del hervidor de agua en el fogón, lo único que se oyó en la cocina fue el ruido que hacían algunos al beber café.
—Este paté de hígado pomerano es una maravilla —comentó el lacayo Julius, y se limpió la boca con la servilleta antes de repetir.
—El embutido ahumado tampoco está nada mal. —Hanna suspiró—. Qué suerte tenemos de que la señora Von Hagemann nos envíe paquetes con comida.
Else asintió pensativa, masticaba solo por el lado izquierdo porque el derecho le dolía desde hacía días. Por el momento no quería ir al dentista, tenía un miedo atroz a que le quitaran un diente, y esperaba que los dolores desaparecieran por sí solos.
—Quién sabe si será feliz allá en Pomerania, entre vacas y cerdos —comentó Else en tono dubitativo—. Al fin y al cabo, Elisabeth von Hagemann es una Melzer y se crio aquí, en Augsburgo.
—¿Y por qué no iba a ser feliz? —preguntó Hanna encogiéndose de hombros—. Tiene todo lo que necesita.
—Y que lo digas —intervino Auguste con malicia—. Tiene a su marido y también a su amante. Seguro que está muy entretenida.
Auguste agachó la cabeza al ver la mirada furibunda de la cocinera y cogió el último bocadillo de paté. El lacayo Julius, que no desaprovechaba ninguna historia picante, le guiñó el ojo a Hanna, que hizo como si no se diera cuenta. Julius ya había intentado confundirla con indirectas numerosas veces, pero ella era prudente y no le hacía caso.
—¿Y cómo te va con la huerta, Gustav? —cambió de tema la señora Brunnenmayer—. ¿Tenéis mucho trabajo?
Gustav Bliefert llevaba dos años trabajando por su cuenta en un negocio de horticultura. Justo antes de que la inflación engullera los ahorros de Auguste, la pareja había comprado un prado no muy lejos de la villa de las telas, había construido un cobertizo y había abonado la tierra. Paul Melzer había permitido que la pequeña familia siguiera ocupando la casa del jardín, hasta que sus ingresos les alcanzasen para alquilar otra vivienda. En primavera, Gustav había hecho un buen negocio con la venta de plantones de hortalizas, ya que gran parte de la población de Augsburgo seguía alimentándose de los frutos de su propio jardín. Incluso en la ciudad la gente aprovechaba cualquier trocito de tierra para cultivar zanahorias, apio o un par de coles.
—Más bien poco —respondió Gustav—. Solo arreglos funerarios y guirnaldas para las fiestas.
Julius comentó con expresión remilgada que un negocio como ese necesitaba una buena contabilidad, y se ganó una mirada furibunda de Gustav. Todos sabían que no era hábil con los números. Y que Auguste, que antes era doncella en la villa, tampoco había aprendido a anotar gastos e ingresos de forma detallada. El problema era que ahora Auguste era la única que conseguía que entrara dinero en la casa, ya que trabajaba en la villa a media jornada tres veces por semana. No le resultaba fácil, porque debía realizar todas las tareas pendientes que nadie quería hacer, incluso aquellas que no le correspondían a una doncella, como recoger leña para el fuego o fregar el suelo. Como su niño nacería en diciembre, ya podía prever que los ingresos en Navidad serían escasos.
—Es una desgracia —dijo disgustada—. Hoy el pan cuesta treinta mil marcos, pero mañana serán cien mil, y quién sabe cuánto costará la semana que viene. ¿Quién va a comprar flores así? Y ahora necesitamos cristales para los nuevos cajones protectores. Lo mejor sería un invernadero grande como es debido. Pero ¿de dónde vamos a sacarlo? Estos días es imposible ahorrar. Lo que ganas hoy mañana ya no vale nada.
Fanny Brunnenmayer asintió comprensiva y le acercó a Gustav la bandeja de los bocadillos. El pobre tenía hambre. Al menos Auguste comía en la villa, a veces incluso le permitían llevarse una jarra de leche, o la cocinera le daba algún tarro de conserva a escondidas para Liese y los dos chicos. Gustav, en cambio, se contenía, se lo daba todo a los niños y pasaba hambre.
Auguste había adivinado las buenas intenciones de la señora Brunnenmayer, pero no le gustaba que tratara a su marido como si fuera un muerto de hambre. Solo un par de años atrás, Auguste había anunciado a voz en grito que la era de las doncellas y los ayudas de cámara llegaba a su fin, que pronto no quedarían empleados domésticos, y por eso Gustav dejó su trabajo en la villa y abrió su propio negocio. Por desgracia, la realidad había demostrado que seguía siendo bueno tener un empleo en la villa. Allí tenían suficiente para salir adelante y vivían sin angustiarse por el futuro.
—Más de uno lo ha perdido todo —dijo Auguste, aludiendo a desgracias ajenas para apartar sus propios temores—. En Augsburgo cierra una tienda tras otra. En MAN también han despedido a trabajadores porque el ejército ya no necesita artillería. Cierran incluso las asociaciones, hasta las más piadosas. Su dinero se ha desvanecido en el banco. ¿Os habéis enterado de que el orfanato también se ha arruinado?
No lo sabían, la noticia era reciente y causó un gran revuelo.
—¿El orfanato de las Siete Mártires? —preguntó Fanny Brunnenmayer, apesadumbrada—. ¿Lo van a cerrar? ¿Y adónde irán esos pobrecillos?
Auguste se sirvió lo que quedaba de café y rellenó la taza con un buen chorro de nata.
—No es para tanto, señora Brunnenmayer. Las monjas de Santa Ana se harán cargo del orfanato. Las hermanas lo hacen por amor a Dios. Pero la señorita Jordan pronto estará en la calle porque ya no hay dinero para pagar su salario.
Maria Jordan trabajó años atrás como doncella en la villa, pero dejó el empleo y, por una feliz casualidad, terminó como directora del orfanato de las Siete Mártires. Al parecer eso se había acabado. Fanny Brunnenmayer no siempre había mantenido una buena relación con la señorita Jordan, sobre todo no soportaba su afición a echar las cartas y el teatrillo que montaba con sus supuestos sueños. Pero aun así le daba pena. Maria Jordan no era de las que lo tenían fácil en la vida, algo que en parte se debía a su carácter difícil, pero también a diversas desgracias de las que no tenía ninguna culpa. En cualquier caso, era una luchadora y volvería a salir adelante.
—Entonces pronto recibiremos visita —se quejó Else, que no se llevaba nada bien con la señorita Jordan—. Y también podremos echar un vistazo a nuestro futuro, seguro que se trae las cartas.
Julius se rio. Esos abracadabras, como él los llamaba con desprecio, no le interesaban lo más mínimo. No eran más que un refinado método para sacar dinero a los bobos y los crédulos.
—Verdades sí que dice —intervino Hanna en voz baja—. Eso lo ha demostrado. La cuestión es si debemos conocer la verdad o si es mejor no saber.
—¿La verdad? —Julius se volvió hacia ella y dijo con desdén—: No me irás a decir que esa estafadora tiene la menor idea de lo que sucederá en el futuro, ¿no? Solo le dice a la gente lo que quiere oír y se lleva su dinero.
Hanna negó con la cabeza pero no dijo nada. La cocinera sabía muy bien a qué se refería. En su día, la señorita Jordan predijo que Hanna tendría un amante joven de pelo negro, y también que la haría sufrir. Las dos cosas resultaron ser ciertas, pero ¿qué significaba eso?
—La señorita Jordan no dice más que la pura verdad —exclamó Auguste entre risas—. Lo sabe todo el mundo, ¿a que sí, Else?
Else apretó las muelas de rabia y el dolor hizo que se estremeciera.
—Lo único que te hace feliz es hablar mal de los demás, ¿no? —le espetó.
Todos sabían que la señorita Jordan le había vaticinado un gran amor a Else tres veces. Sin embargo, hasta el momento no había aparecido ningún príncipe a su medida, y la maldita guerra no había mejorado sus posibilidades. Los hombres jóvenes y sanos escaseaban en el país.
—¡El gran amor! —comentó Julius arqueando las cejas con menosprecio—. ¿Qué es eso? Primero quieren morir el uno por el otro y después no pueden vivir el uno con el otro.
—¡Jesús, señor Kronberger! —exclamó Auguste, y miró alrededor con una sonrisa burlona—. Qué forma más bonita de decirlo.
—Al barón Von Schnitzler, mi antiguo señor, le gustaba expresarse así —contestó Julius intentando no mostrar su irritación—. Por cierto, querida Auguste, puedes llamarme Julius, para simplificar las cosas.
—Vaya, vaya... —dijo Gustav, algo celoso.
El lacayo ya se había ganado fama de mujeriego insistente aunque con poca fortuna.
—Eso no va por usted, señor Bliefert. ¡Al fin y al cabo ya no es empleado de la villa!
Gustav se puso rojo: Julius le había dado donde más le dolía. Se arrepentía de haber dejado su empleo tan a la ligera. Su abuelo, que había fallecido hacía un año, bien que se lo había advertido. «Los Melzer nos han cuidado durante toda la vida», le había dicho el anciano. «No seas soberbio y sigue siendo lo que eres.» Pero él hizo caso a Auguste y en menudo lío se había metido.
—De todas formas, por el nombre de pila solo me dirijo a mis amigos —le gruñó—. ¡Y usted no es uno de ellos, señor Kronberger!
—¡Ya basta! —gritó Fanny Brunnenmayer, y dio un puñetazo en la mesa—. Es mi cumpleaños, así que hoy no se discute. ¡Si no, me comeré la tarta yo sola!
Hanna comentó que era una vergüenza, que no debían pelearse en el aniversario de la señora Brunnenmayer. Pero al decirlo no miró a Gustav, sino al lacayo Julius.
—Qué razón tienes, Hanna —dijo Else con expresión llorosa. Tenía la mano sobre la mejilla derecha porque el dolor no remitía—. Si la buena de la señorita Schmalzler siguiera con nosotros, no permitiría que los empleados se hablaran así.
Gustav murmuró algo para sí mismo, pero se calmó cuando Auguste le acarició la espalda con suavidad.
Julius levantó la barbilla y resopló un par de veces. Aseguró que no lo había dicho para molestar y que él no tenía la culpa de que hubiera gente tan susceptible.
—Por lo que decís, esa tal señorita Schmalzler tenía poderes milagrosos, ¿no? —Julius lo dijo en tono irónico, le molestaba que mencionaran sin cesar a la legendaria ama de llaves.
—La señorita Schmalzler siempre supo aceptarnos a todos como éramos —afirmó Fanny Brunnenmayer con esa determinación suya—. Era una persona que infundía respeto. Pero en el buen sentido, ¿entiende?
Julius cogió su taza de café y se la llevó a la boca, entonces se dio cuenta de que estaba vacía y volvió a dejarla en la mesa.
—Claro —dijo esforzándose por ser amable—. Una gran dama. Entiendo. Ojalá disfrute muchos años de su merecida jubilación.
—Eso le deseamos todos —dijo Hanna—. Ella y la señora de la casa mantienen correspondencia de manera regular. Creo que la señorita Schmalzler se acuerda mucho de nosotros. Y hace poco la señora metió fotografías en el sobre. De sus nietos.
Auguste, que nunca había sido muy amiga del ama de llaves, comentó que al fin y al cabo la señorita Schmalzler se había marchado por deseo propio. Si ahora añoraba la villa, solo podía reprochárselo a sí misma.
—Por cierto, usted también recibió carta hace poco, señora Brunnenmayer. De Berlín. Y si no me equivoco, también contenía fotografías.
La cocinera sabía adónde quería ir a parar Auguste. Sin embargo, no deseaba enseñar en la cocina las fotos de Humbert; Julius, sobre todo, no las habría entendido. Humbert actuaba en un cabaret berlinés vestido de mujer. Y con gran éxito, por lo visto.
Fanny Brunnenmayer encontró la solución para evitar ese espinoso tema.
—Hanna, trae el cuchillo grande y la pala para la tarta. ¡Else! Platos limpios y tenedores de postre. Hoy comeremos como la gente elegante. Julius, ponga la cazuela con agua en la mesa para que pueda sumergir el cuchillo cuando corte el pastel.
Al ver la blanca y esponjosa maravilla de nata adornada con láminas de chocolate y las palabras «Feliz cumpleaños», todos se pusieron de buen humor. Olvidaron las susceptibilidades y los disgustos. Julius sacó su mechero —un regalo de su antiguo se