Luciérnagas

Susana Corcuera

Fragmento

Título

Luciérnagas, la casa en donde crecí, había sido parte de una de las haciendas de los Carvajal. Supongo que la manera en que llegó a mi familia era común en su época. Resulta que una española atravesó el océano en el siglo XVIII para encontrarse en esta península con su futuro marido. Me la imagino en el camarote del barco, cuidando a su chaperona que murió de mareo en el trayecto. Puedo visualizar el entierro marítimo y escuchar el veloz discurso del capitán que debía volver al timón de un barco impotente ante la tormenta en altamar. Siento la sal que seca la piel de la cara y abre llagas en los labios. Me es fácil cerrar los ojos y descubrir a esa tía, ahora sola, deambulando por los pasadizos del trasatlántico con la esperanza de ser acogida por un hombre al que ni siquiera ha visto en un retrato. Qué importa si la mujer del barco no coincide con la del cuadro en la biblioteca. La de mi historia es alta y delgada, con grandes ojos grises y manos largas. La real heredera de Luciérnagas tiene el cuello corto, el pelo muy negro y los ojos, pequeñitos como los de los cerdos, te siguen si cambias de lugar.

—Es normal que parezca un poco loca —me decía Juan, el mayor de mis hermanos—, llega a un país de salvajes —sí, así lo veían— y se encuentra con su novio en un ataúd.

A mamá le enojaba oírlo decir que parecía loca. Cada Semana Santa ella encendía una veladora y ponía flores bajo su retrato.

—Una mujer valiente, hubiera podido regresar a España en vez de casarse con quien debería ser su suegro. De no ser por ella, no tendríamos Luciérnagas, malagradecido —lo regañaba.

A pesar de sus discusiones —por la tía del cuadro, por el sueldo de los trabajadores, el alma de los animales o la existencia de los aluxes, por cualquier tema que la hiciera enojar—, Juan era su favorito. A él nada le divertía más que esquivar sus manotazos; una vez, furiosa porque le dijo que su religión era tan válida como las prehispánicas, le tiró una pedrada. Pero a él era al único de los tres a quien de pronto le daba un abrazo brusco, espontáneo. Cuando murió mi abuelo, Juan no se separó de ella un segundo. Recordarla sollozar en su hombro me causa una mezcla de celos y alivio.

¿Me hubiera gustado ser la preferida de mamá? No creo, a mí me bastaba creer que nuestra vida en Luciérnagas no cambiaría nunca. Además, yo era la única a quien papá le permitía adormecerse en sus piernas mientras él escrutaba, a veces con una lupa, papeles viejos. La biblioteca era la habitación de casa en donde se podía estar durante la canícula sin morirse de calor. Olía a madera, a tabaco de pipa y al cuero viejo de los archivos de la familia. A mediodía, los postigos mantenían a raya el sol, pero en las tardes se abrían a un pequeño jardín. El único cuadro en las paredes color terracota era una copia del retrato de la tía que, en mi imaginación, se había sacrificado para que nosotros heredáramos la hacienda. Por suerte, no heredamos sus rasgos físicos y me salvé de llevar su nombre: María Auxiliadora.

La curiosidad por la historia de su familia convirtió a mi padre en un paleógrafo autodidacta. Pasaba horas organizando los archivos de Luciérnagas. A mí nunca me han interesado las genealogías, pero algunos pasajes de los documentos me encantan, como el que cuenta, con la letra florida de siglos pasados, el rito de presentación de un becerro. Según el autor del legajo, cuando se sostuvo sobre sus patas, la vaca lo llevó con sus compañeras. Ellas alzaron la cabeza al unísono y caminaron lentamente, sin dejar de rumiar, hasta formar un círculo alrededor del becerrito. Luego, una por una, lo lamieron en señal de bienvenida.

Me pregunto cómo sería ese administrador que intercalaba relatos entre las cuentas, porque no era el único pasaje de este estilo. En uno de ellos incluso había dibujado a un alux que se robaba las herraduras de los caballos. ¿Ves cómo sí existen?, corrí a decirle a mamá cuando mi padre me lo enseñó, pero ella se negaba a dejarnos creer en los duendes divertidos y malcriados de mi tierra, Yucatán. Qué recóndito suena cuando menciono el nombre en Toulouse, exótico cuando Gilles lo pronuncia, ajeno a mi añoranza por oír palabras como papadzul y tirahule, por recuperar ese acento especial que mamá —que era de la Ciudad de México— nos hizo perder a coscorrones. Solo papá lo conservó y, cuando me leía en voz alta extractos de los archivos, su voz era una parte esencial de la atmósfera.

Luciérnagas estaba llena de fantasmas: los muebles amanecían fuera de su lugar o nuestra ropa en charcos. Por si fuera poco, en época de huracanes oíamos a alguien rodar por la escalera que comunicaba la cocina con el patio de servicio. Que comunica, porque, por lejana que me parezca aquí, la casa existe y está habitada. Al estruendo de la caída seguía un lamento largo y triste. Así como reconocíamos el ánima de una anciana por su risa, por el llanto de este fantasma sabíamos que había sido un esclavo. Agobiada por sus esfuerzos por llamar la atención, mamá nos prohibía irnos antes del último lamento. Era una de sus maneras de pedir perdón. Otra era a través de cartas en nombre de los ancestros: “A Diógenes, de unos treinta y dos años, le pide perdón Eduardo Carvajal. Fue adquirido en intercambio de una mula de tres años, en 1801. Su mujer era una india de unos treinta años, con buenos dientes y brazos fuertes. También a tan desafortunada persona se le pide perdón por haberla separado de su marido y por referirse a ella de esta forma, en vez de por su nombre”. O esta otra, más precisa: “Seguramente desde el infierno, Miguel Carvajal se disculpa por la muerte a golpes del indio Cuc”.

Las cartas siguen ahí, en un cofre de madera dentro del nicho que mamá mandó construir en el antiguo patio de los esclavos. De niños, Agustín, mi hermano menor, y yo nos divertíamos leyéndolas a escondidas. Solo años más tarde, cuando incursioné en los archivos, entendí el horror que sentía mamá al pensar que la abundancia en que vivíamos se cimentaba en el esclavismo. A mí lo que me causó conflicto fue descubrir que las miradas bondadosas de mis antepasados en los cuadros de la sala ocultaban la peor crueldad. Su fortuna se debió básicamente a la cría de ganado, pero también comerciaban con palo de tinte. Madera que sangra, así debería llamarse este lugar, decía mamá. Un día me habló de los hombres que se tragan los pecados de los pueblos a cambio de comida. A su manera, ella hacía lo mismo. La culpa por actos que hubiera sido incapaz incluso de imaginar la llevó a convertir el patio de los esclavos en un refugio para indigentes. Por ahí han desfilado todo tipo de personas, desde el aristocrático Manuel —que en pago nos daba clases de francés a mis hermanos y a mí— hasta una mujer que ponía a secar tripas de gato en un tendedero; las usaba para fabricar un tipo de cuerdas. La puerta del refugio siempre estaba abierta y no era raro encontrarla en los jardines de la casa, recolectando una yerba con la que hacía una infusión repugnante. Mi madre me obligó a tomarla después de días con una infección intestinal que ninguna medicina me quita

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