La paz de los sepulcros

Jorge Volpi
Jorge Volpi

Fragmento

La paz de los sepulcros

A veces la muerte inmortaliza: así pensé al verlos, con el espanto y con la indiferencia que me revisten desde hace años; a veces la muerte vuelve célebre a quien la ha sufrido, rescata al yacente de la futilidad y le otorga una fama que jamás alcanzó mientras vivía, o al menos modifica su figura, borra sus altibajos, sus miserias y temores, y lo convierte en objeto de exhibición —en cadáver—, ataviado con una imagen postrera, única e inmutable ya, que desde ese instante será recordada para siempre, con asco o admiración, como si nunca hubiese tenido otra. A veces la muerte no conduce al olvido sino a la sustitución: el muerto halla una nueva existencia en los ojos de quienes lo han visto, y entonces su deceso trae al mundo un nuevo ser, como si se produjera un alumbramiento, el de un ser ni querido ni deseado que ahora carga con el peso de su inmortalidad. A veces la muerte vivifica. Pero más doloroso que la pérdida, la incertidumbre y el tránsito, es reconocer que esa muerte que inmortaliza, ese acto fulminante que hace del incógnito un héroe o un villano —en todo caso alguien memorable—, ni siquiera depende del cadáver. Porque la muerte no es, ni siquiera en el suicidio, una decisión racional o consentida: sorprende incluso al moribundo y, cuanto más inesperada o arbitraria, mayor temor e irritación provoca en quienes sobreviven, y más grande es la posibilidad del muerto de acceder a lo eterno (a la pobre eternidad que cabe en las neuronas de los hombres). Así, esa última imagen —esa luz—, trágica o cómica, digna o ridícula, o atroz, se torna imborrable, la máscara que sustituirá al rostro enterrado, sin importar que el sujeto hubiese sido lúdico con una muerte trágica o sobrio con un fin degradante. La muerte es, a la postre, lo único que del muerto ha de quedarnos. Así los encontré aquella madrugada, muertos, muy muertos, tendidos sobre densos charcos de sangre, en posiciones extrañas, pero definitiva, absolutamente muertos, sus cuerpos idénticos e inexpresivos, o quizá no tan inexpresivos sino marcados por ese rictus súbito y vacuo que había comenzado a habitarlos y del cual ya no podían desprenderse. Parecía como si se empeñasen en ocultar el dolor impensable y artero que los llevó a ese estado pero que ya no se encontraba en ellos. Quedaron atrapados, presentí, en el instante en que habían dejado de ser conscientes de sus padecimientos (que debieron ser atroces: interminables), cuando el dolor había dejado de ser dolor, detenido en un espasmo imposible, por más que el verdugo o verdugos, el asesino o asesinos, apretasen o cortasen o desangrasen o rompiesen o hiriesen o destrozasen. Aparentaban cierta apacibilidad detrás del pánico, cierta calma a pesar de las llagas y las contusiones, como si en el último momento hubiesen reconocido la cercanía de la muerte: quizás entonces ya no sentían miedo ni angustia, apenas una punzada artera que se difuminaba conforme se aproximaban al vacío. Apareció así en sus rostros un destello de tranquilidad y de reposo: el alivio antes del fin. Cuando a lo largo de la vida uno ha visto tantos cadáveres como yo, tantos muertos distintos, resulta difícil llorar o vomitar o desencajarse por más desoladora que resulte la escena, por más sangre o vísceras esparcidas que se contemplen, por más muerto que esté el muerto. Ese día, 26 de agosto, no fue distinto de otros: ni el fotógrafo Juan Gaytán (lamentable nombre con rima) ni yo, encaramados en los hombros de varios policías para tener acceso al espectáculo, teníamos ganas de llorar o vomitar o desencajarnos, aunque el olor fuese casi insoportable, y nos limitamos a llevar a cabo, con el profesionalismo que nos caracteriza, nuestro trabajo: él, Juan Gaytán, el fotógrafo, conservar para la posteridad, y para el inmediato morbo de miles, con sus negativos y sus placas, el fugaz retrato de los muertos; y yo, mirar y copiar en mi mente, con la mayor precisión posible, sin olvidar ningún detalle (no llevaba grabadora ni libreta), cuanto allí había y ocurría. La foto de Juan Gaytán terminaría dando la vuelta al mundo, sin que ninguno de los dos —Juan Gaytán y yo— sospechara que así iba a inmortalizar a esos muertos. La imagen impresa, que muchos consideraron obscena y que la televisión se negó a transmitir (¿dónde termina el derecho a la información y dónde comienza la ética periodística?), que los lectores buscaban con desesperación en los estanquillos para horrorizarse a solas y para que sus esposas los reprendieran por comprar y fomentar ese espanto —la fascinación de la violencia—, y que llegó a ser prohibida en la televisión y en las escuelas, se convirtió en el único referente de esos hombres. En cuanto comenzó a circular ya nadie pensó en cómo eran ellos antes del incidente (resultaba difícil creer que alguna vez estuvieron vivos), por más que días después la prensa decente reprodujese viejas fotos suyas con sonrisas y saludos y brillo en las de la Víctima uno, y con rabia, locura y pasmo en las de la Víctima dos. Desde el 27 de agosto ellos ya no fueron sino los muertos de esa muerte horrible y cómplice que los había destruido (la gente comentaba que no era posible que las fotos de antes y las de más tarde pertenecieran a los mismos individuos y fomentaba mil teorías sobre el paradero real de esos muertos que de seguro no lo estaban). Ahora sólo eran los sujetos de una inmortalidad que los dibujaba como cadáveres nauseabundos y mutilados, partícipes de un crimen escandaloso y maligno, máscaras desprovistas de pasado y de memoria, de la vida con sus padres, parientes, esposas y amantes, de voz y de defensa, de pasión y de movimiento, de raptos y tazas de café por las mañanas, o de baños o lecturas o francachelas nocturnas, simples retazos en la (atroz) fotografía tomada por Juan Gaytán. El lugar era un sórdido cuarto de hotel (¿por qué se dirá que los cuartos de los moteles u hoteles de paso son sórdidos, cuando ahí se resuelven tantos conflictos, cuando entre sus sábanas y el olor a semen y a sudor se desarrolla lo mejor de la vida nocturna de esta ciudad, cuando ahí la pasión, comprada o alquilada o regalada, es siempre más una fiesta que un delito?), acaso, sí, más sucio y destartalado que otros, o al menos el desorden y la sangre lo hacían ver así, con una cama deshecha al centro, un espejo enorme en la pared de enfrente y otro más, apenas dispuesto a brillar, incrustado en el techo rosado, justo encima de la cama, para que el amante que se encontrase boca arriba —en las películas siempre es la mujer, pero en la realidad, más veces de lo que se supone, el hombre: nosotros disfrutamos más las visiones aéreas— pudiese disfrutar de un ángulo que, de otro modo, le estaría vedado: la espalda y las nalgas en movimiento de su amante. Una pequeña ventana permanecía abierta, quizá porque la camarera o la policía que encontró los cuerpos había intentado despejar la peste, y a través de ella se alcanzaba a ver, con un poco de esfuerzo, el cielo negro sin nubes (serían las cuatro de la mañana) y unos cuantos destellos psicodélicos (“Medias Foreva” y “Calzones Trueno”). En torno a la ventana había un par de cortinas de terciopelo rojo o naranja, desgarradas, y restos de papel tapiz en el cual debió lucir, en alguna época

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