Resonancia

Celine Kiernan

Fragmento

Resonancia

EL DIOS SE DESVANECE

SEÑORÍO FARGEAL, 1890

pleca

El ángel lo miró directamente a los ojos por un momento, y Cornelius sintió que el corazón le daba un salto de alegría y de terror.

«¿Puedes verme? ¿Sabes que estoy aquí?», pensó.

Bajó dos escalones, deseando contra toda lógica que el ángel por fin hubiera percibido su presencia; sin embargo, el rostro temible y luminoso de la criatura se dio la vuelta casi de inmediato y el ángel retomó su deambular, palpando los muros con las manos radiantes, mientras sus enormes alas de luz rozaban el techo y el suelo, y Cornelius maldijo el ridículo arrebato de esperanza que había albergado. Desde luego que el ángel no lo había visto; no veía nada, no oía nada salvo, quizá, sus propios pensamientos desolados.

Cornelius se hincó sobre el escalón húmedo a observar el deambular del ángel.

Escuchó en su mente la advertencia que Vincent le hacía a menudo; su irónica voz resonó, clara y suntuosa, en sus oídos.

«Pasas demasiado tiempo en presencia de la criatura, mi amigo. Vuelve arriba a reunirte con nosotros».

«Déjame ser —contestaba él con voz suave—. Sólo un momento».

«No dejes que te toque, que no se te olvide lo que le ocurrió a la tripulación».

Cornelius resopló. Como si pudiera olvidarlo; incluso dos siglos después, seguía atormentándolo el horrible suplicio de la muerte de la tripulación: la rápida pérdida de dientes y cabello, el fárrago de llagas que se había abierto en su piel.

¿Por qué tenía Vincent que hablar de eso?

Cerró los ojos para que la presencia del ángel lo reconfortara.

Una vez, en un momento de melancolía, muchas décadas después de la muerte de la tripulación, Cornelius le había contado a Raquel sobre aquel final. Ella había sonreído y había apretado su mano con dulzura.

—Ya, ya, meu caro, tú sabes tan bien como yo que fue su castigo por haberle puesto las manos encima a un instrumento de Dios —había dicho. En ese momento, Cornelius asintió, pero en su fuero interno no estaba tan seguro de que fuera cierto. Después de todo, la tripulación sólo había seguido las órdenes que Vincent y él le habían dado. Si ese castigo había sido su destino, ¿no debió el ángel atormentar también a quienes habían pagado para que le arrojaran la red encima? ¿A los que hasta ahora lo mantenían prisionero?

La verdad era que Cornelius dudaba que el ángel comprendiera en realidad lo que ocurría a su alrededor. Cornelius sospechaba que todo ese tiempo atrás, incluso en el momento en que las redes cayeron sobre él y unos pocos valientes lo habían arrojado al suelo, incluso mientras lo arrastraban, luchando en silencio, sobre el pasto arrasador hacia las profundidades húmedas de los túneles, el ángel sólo había tenido una tenue comprensión de su sufrimiento.

Desde entonces, Cornelius había sido el único con el valor o la curiosidad suficientes como para seguir bajando a verlo y, a lo largo de las décadas, había llegado a sospechar que el ángel no era más consciente de su presencia que del aire que lo rodeaba. Al parecer, para el ángel los seres humanos eran tan invisibles e intrascendentes como la multitud de partículas y criaturas diminutas que, según insistía Vincent, vivían en el aire y en el agua alrededor de la humanidad.

Cornelius se preguntó si era así como la humanidad se presentaba ante la conciencia inmortal de Dios. En su juventud, su padre le había dicho que Dios lo veía todo: que lo juzgaba todo. Esta concepción había colmado de horror a Cornelius de tan sólo pensar que Dios pudiera ver dentro de él y descubriera su terrible debilidad. Sin embargo, ahora se preguntaba si Dios podía verlo siquiera. Si el ángel, el instrumento de Dios en la tierra, no podía registrar su presencia, entonces, ¿era proporcionalmente invisible para Dios mismo? ¿Quizá la humanidad no era más que un cuenco de larvas para su divino creador, una masa informe que se retorcía y se esforzaba por vivir sus minúsculas vidas y morir sus insignificantes muertes sin que lo percibiera su gran mente impenetrable?

Cornelius pensaba que de ser así, se explicarían muchas cosas. Cambiarían muchas cosas: si no los veía, no los juzgaría. Raquel no iba a estar de acuerdo con esa idea: ella despreciaba a Dios como a un padre brutal cuyos hijos jamás podían satisfacer. En su filosofía, la humanidad sólo existía para que Dios la afligiera, la castigara y, después, la destruyera.

Cornelius se encogió más dentro de su saco. Quizá ella tenía razón.

Observó que el ángel se adentrara en las entrañas húmedas más profundas de los túneles. Como siempre, iba sondeando con los dedos las vetas de los muros exteriores, con la cara cerca de las rocas por las que se filtraba el agua, como si ésta pudiera susurrarle algo desde la fosa que había detrás. Cornelius esperó a que se alejara por el corredor antes de subir las escaleras y cerrar la puerta con cautela para encerrarlo abajo.

Siglos de costumbre hicieron que echara llave al cerrojo, aunque, hasta donde él sabía, el ángel nunca había tratado de subir. Puso la mano sobre la superficie de la gruesa puerta y se imaginó que la cálida luz de su presencia se movía a través de la oscuridad eterna que había bajo el castillo.

Su poder estaba debilitándose. Cornelius llevaba mucho tiempo sintiéndolo; había sentido incluso que el dolor empezaba a rezumar a la superficie. Vincent también lo había percibido, pero los más jóvenes no lo habían notado hasta muy recientemente; entonces, lo advirtieron todo de una vez.

Cornelius suspiró: una vez más, había llegado el tiempo de las fiestas y las canciones. Pero, ¿cómo se hacían esas cosas ahora? En la antigüedad, mucho tiempo antes de la época de Cornelius, al parecer todo había sido simple: las personas se entregaban a ello voluntariamente y con entusiasmo. En tiempos de Cornelius, las habían engañado con facilidad, las habían usado y los demás nunca las habían echado en falta. ¿Podría ser que estos tiempos no tuvieran esa simplicidad? Cornelius no lo sabía, tendría que enviar a alguien al mundo para averiguarlo.

El mundo: se fatigaba de tan sólo pensar en él.

La prolongada exposición al resplandor del ángel había dejado una imagen vagabunda en los ojos de Cornelius, quien deambuló cerca de la puerta esperando a que se desvaneciera. Poco a poco, la radiante presencia se diluyó de su visión y la oscuridad se cerró sobre él. Después, lentamente, con mucha más lentitud de la común, su entorno volvió a aparecer; conforme recuperaba la visión nocturna, las paredes, el piso y el techo de piedra tosca volvieron a definirse en sus contornos fantasmales bañados de un verde titilante.

Cornelius comenzó el largo y arduo camino de regreso. En las habitaciones superiores, los niños por fin se habían quedado en silencio, lo que era un alivio. Habían estado gritando todo el día con una rabia tan feroz que había hallado la forma de perturba

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