Patrick Radden Keefe y el IRA: un regreso literario a los años de plomo en Irlanda del Norte
No digas nada, del escritor y periodista Patrick Radden Keefe, un ejemplo magnífico de no ficción con vuelo literario, reconstruye con pulso vibrante el conflicto en Irlanda del Norte. El autor conversa desde Nueva York sobre su manera de entender el oficio.
Por Olga Merino

Divis Flats, Belfast. Crédito: Jez Coulson.
Un sabor a plomo impregna las páginas de No digas nada (Reservoir Books), a plomo de cuando las noticias se montaban en las cajas de la linotipia, entre trago y trago de leche para paliar los efluvios tóxicos del metal. Saben a asfalto y polvo, a zapatos que se patean la calle, al periodismo que ha moldeado al norteamericano Patrick Radden Keefe (Dorchester, New Hampshire, 1976) en la redacción del semanario The New Yorker, fundado en 1925, una de las pocas que cuenta todavía en plantilla con un verificador: alguien que contrasta cualquier información antes de llevarla a imprenta. Con ese espíritu viajó el autor a Irlanda del Norte para reconstruir la urdimbre de los Troubles (los problemas), el eufemismo con que se conoce un conflicto armado que se cobró al menos 3.500 vidas entre finales de los años sesenta y los acuerdos de paz de Viernes Santo de 1998. Fueron sus años de plomo.
«(...) alude a la manera de hablar de los Troubles, casi en susurros, como si hubiera una ley del silencio en torno al asunto. De ahí el título de mi libro... Pude persuadir a alguna gente, pero no a todos. Gerry Adams, por ejemplo, no quiso hablar.»
Privado de los viajes de promoción por culpa del coronavirus, el periodista y escritor se aviene a una charla telefónica desde su domicilio, en Nueva York. A través de Zoom, se advierte una vida doméstica apacible, libros, una maceta en el alféizar de la ventana… Patrick Radden Keefe pide acabar la conversación unos minutos antes de lo previsto para llevar al pediatra a uno de sus hijos.
Su nombre y su segundo apellido son irlandeses. ¿Fue esa la espoleta de No digas nada?
Por vía paterna, tengo ancestros de la República de Irlanda que se afincaron en Boston hace más de un siglo. Pero el verdadero embrión del libro [en un principio, fue un reportaje para la revista The New Yorker] surgió cuando leí, en enero de 2013, el obituario publicado en el diario The New York Times tras el fallecimiento de Dolours Price, antiguo miembro del IRA Provisional [los provos]. El texto incluía un par de detalles que me llamaron poderosamente la atención. El primero, la idea de cómo alguien que en la juventud ha estado metido en la política radical —llámese resistencia armada o terrorismo— sobrevive luego a todo eso cuando envejece, cómo reevalúa los actos cometidos a una edad temprana, después de que el paso del tiempo y los cambios políticos los hayan cuestionado.
En efecto, el obituario hablaba del precio pagado por la fallecida tras los años de pólvora y fuego: depresión, alcohol, abusos con las drogas, estrés postraumático… Dolours Price, muerta a los sesenta y un años, era una mujer de vanguardia y bien parecida, como muestran las fotos que incluye No digas nada. Vestía minifalda, como mandaban los cánones de la época, en parte también para despistar a los soldados británicos en las calles de Belfast. Atracó bancos disfrazada de monja, no le tembló el pulso cuando tuvo que conducir a compañeros de lucha a la ejecución y fue encarcelada por participar en atentados con bomba, como el que aterrorizó Londres, alrededor del Old Bailey, en marzo de 1973.
¿Y el segundo? ¿Qué otro pormenor despertó su curiosidad?
El hecho de que se tratara de una mujer. Yo no tenía ni idea de la existencia de estas dos hermanas, Dolours y Marian Price, quienes, una vez encarceladas, mantuvieron una huelga de hambre de 203 días, hasta que fueron obligadas a recibir alimentación a través de un tubo hasta el estómago. ¡No sabía nada!
Como si los Troubles los hubiesen protagonizado solo los hombres.
¡Exacto! Mire, yo crecí en Boston, en un área con bastante población de origen irlandés, y puedo contarle de pe a pa toda la historia de Bobby Sands y su huelga de hambre [falleció el 5 de mayo de 1981 en la cárcel de Maze, tras 66 días de ayuno, con el que reclamaba un estatus especial para los presos republicanos]. En cambio, las dos hermanas Price han sido borradas completamente del relato, aun cuando ellas habían hecho lo mismo una década antes… También me interesó la conexión con Jean McConville. El hecho de que dos mujeres estuvieran unidas por un acto de violencia perpetrado en 1972 me resultó muy intrigante.
La ley del silencio
En verdad, el libro, un ejemplo magnífico de no ficción literaria, se lee con el pulso narrativo de una novela. Jean McConville, una viuda protestante de treinta y ocho años y madre de diez hijos, fue secuestrada y asesinada por el IRA en 1972, porque la creían informante del ejército británico. Sus restos no fueron descubiertos hasta 2003, en una playa. Huesos rotos, dedos amputados, un tiro en la nunca. El marido de Jean era católico —formaban una pareja «mestiza» poco habitual—, y la familia vivía en un bloque de pisos de protección (Divis Flats), situado en el enclave católico de Falls Road, allí donde se advertían las discriminaciones que estos venían padeciendo frente a los protestantes: viviendas indignas, falta de poder político, empleos precarios. En el curso de la investigación, siete viajes a Irlanda del Norte espaciados en cuatro años, Patrick Radden Keefe logró conversar con dos de los hijos de una víctima, convertida en mártir lealista.
¿Cómo consiguió que la gente se le abriera? ¿Que le confiaran sus experiencias después de tanto dolor?
Yo creo que jugó a mi favor el hecho de ser norteamericano, un outsider sin sesgos ni ideas preconcebidas de ningún bando. También fue muy efectivo seguir viajando allí una y otra vez, que los interlocutores vieran que no se trataba de un reportaje de fin de semana, de esos en que llamas a cuatro timbres y te largas. Volvía siempre, y usaba como tarjeta de visita el artículo largo que ya había escrito para The New Yorker: «¿Ven? Así es como trabajo».
No debió de ser fácil.
No. Seamus Heaney tiene un poema titulado Whatever You Say, Say Nothing (Digas lo que digas, no digas nada) que alude a la manera de hablar de los Troubles, casi en susurros, como si hubiera una ley del silencio en torno al asunto. De ahí el título de mi libro… Pude persuadir a alguna gente, pero no a todos. Gerry Adams, por ejemplo, no quiso hablar.
El político norirlandés, expresidente del Sinn Féin, emerge en el libro con un perfil frío y cínico, entre sombras muy densas. Con él no hay término medio: o santo o demonio, y Radden Keefe lo dibuja en el medio: ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas a la vez. Gerry Adams siempre negó su pertenencia al IRA, aunque algunos excompañeros de lucha lo incriminaron como el gran comandante de Belfast. El autor pudo tener acceso a una fuente vital: los archivos del Boston College, que custodian grabaciones secretas con paramilitares, tanto republicanos como lealistas. Las cintas, objeto de disputa durante muchos años entre EE.UU. y el Reino Unido, constituyen una especie de «historia oral» de los Troubles.
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Gerry Adams, político del Sinn Féin. Crédito: Jacqueline Arzt/AP/REX/Shutterstock.
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Hombre pasa por delante de un edificio en llamas. Crédito: Colman Doyle. Cortesía de la National Library of Ireland.
¿Cuántas veces intentó hablar con Gerry Adams?
La respuesta corta es dos. Mientras estaba escribiendo el artículo, le envíe múltiples peticiones, y pareció por un momento que iba a conseguirlo. Pero hubo otra ocasión más…
Cuente, por favor.
Una noche, Gerry Adams vino a Nueva York a dar una conferencia en el hotel Sheridan, de Manhattan, en un gran salón con centenares de personas dispuestas a escucharlo. Antes de la charla fui al lavabo, y al salir vi a Gerry Adams al final del pasillo. Estaba solo, ¡completamente solo!, con un par de tarjetas en la mano, tomando notas para el discurso… Era la oportunidad perfecta para abordarlo, pero pensé que su círculo, sus relaciones públicas, se enojarían y echaría por la borda todo mi esfuerzo.
Vaya.
Me arrepentí de no hacerlo. Creo, además, que con Adams cometí el error de insistir en mi idea de «voy a trabajar duro, quiero encontrar la verdad». Eso solía convencer a la mayoría de la gente, pero no era precisamente lo que Gerry Adams quería escuchar.
Leyéndole, parece usted una persona muy empática.
Espero serlo. Creo que este conflicto está lleno de verdades muy enrevesadas, y algunas personas, algunos de los muchos libros que se han escrito al respecto, han pretendido explicarlo de una manera muy simplista: o blanco o negro. Para mí la verdad siempre está en el medio, entre los matices del gris. Por eso quise mostrar empatía hacia todas las partes involucradas.
¿Ha habido reconciliación en Irlanda del Norte?
No.
¿Es inviable? ¿Considera, pues, que no hay otro camino para la reconciliación que el olvido absoluto?
Está poniendo usted el dedo en la llaga. Se trata de la pregunta más difícil, y no sé cuál es la respuesta. Aunque no lo digo en el libro, esa era la gran cuestión que planeaba sobre el proyecto. Nadie lo expresó así, en los términos que usted emplea, pero algunas personas pensaban que, con el fin de conseguir la paz, hubo que enterrar la verdad. No puedes obtener ambas cosas a la vez. La parte de mí que es periodista y cree en la verdad, se resiste por instinto a aceptarlo. Pero considero que mucha gente en Irlanda del Norte, si los apretaras hasta el límite, llegaría a decir eso.
En España hemos tenido un problema muy similar con ETA.
Mientras escribía el libro, aunque intentaba focalizarme solo en mi tema, me resultaba inevitable pensar en otros conflictos: España, la ex–Yugoslavia, Ruanda… Pero me convencí de que cometería un error si insinuaba «esto es como en el País Vasco» o aquello es «lo mismo que sucedió con los bosniacos». Aun así, es bien sabido que hubo contactos entre Gerry Adams, el Sinn Féin, ETA y otros interlocutores para sondear qué tipo de paz y reconciliación podían tejerse.
¿Sería posible un resurgir de la violencia en Irlanda del Norte?
Sí y no. Desde luego, en los márgenes hay grupos disidentes, y en el último año se ha registrado algún episodio. Pero incluso con el brexit, que complica el panorama —¿quién desea levantar otra vez el muro que costó tanta sangre derribar?—, no creo que vayamos a presenciar un retorno de los Troubles. La gente normal, los norirlandeses de a pie, no quiere volver atrás.
«Creo que este conflicto está lleno de verdades muy enrevesadas, y algunas personas, algunos de los muchos libros que se han escrito al respecto, han pretendido explicarlo de una manera muy simplista: o blanco o negro.»
Son malos tiempos para el periodismo. Su forma de abordar los temas, tan metódica a la hora de recabar datos, ¿es la vía para la redención del oficio?
No lo sé. Es mi única forma de trabajar, no conozco otra. Para mí resulta básico documentarlo todo. Quise escribir un libro sobre los Troubles que fuera atractivo incluso para gente sin ningún interés previo en el asunto. Se trata al fin de una historia sobre personas… Pero estoy de acuerdo con usted; son tiempos muy difíciles para el periodismo. Primero, por los problemas financieros —la gente quiere leer los reportajes gratis por internet— y, segundo, porque la publicidad devenga muy pocos ingresos. Pero también porque, cada vez más, las personas viven en su propio ecosistema informativo, con ideas y hechos poco contrastados, que solo encajan en su propia percepción del mundo. Y lo que pretendía hacer con el libro era complicarle la vida al lector, cuestionar ideas preconcebidas en torno a Irlanda del Norte, al conflicto o al mismo Gerry Adams.
¿Qué está investigando ahora?
Estoy terminando un libro que se publicará en primavera, en Estados Unidos y el Reino Unido, titulado Empire of pain, sobre la familia Sackler… ¿Ha oído hablar de ellos?
No, lo siento.
Es una de las familias más ricas del mundo, famosa por su filantropía: han hecho donaciones millonarias en obras de arte al Museo del Louvre y al Metropolitan, y tienen una biblioteca en Oxford con su nombre. Pero, hasta hace bien poco, no se sabía que gran parte de su fortuna proviene de la venta del medicamento OxyContin, a través de la farmacéutica Purdue, un analgésico que ha originado una epidemia de adictos a los opioides en Estados Unidos.
¿No le tienta la ficción?
Cuando estaba en la facultad, escribía relatos de ficción, y mi gran sueño era que me los publicaran en The New Yorker, pero no dejaban de rechazármelos. Creo que no eran muy buenos... [se ríe]. Así que he trazado mi camino en la no ficción. Pero, quién sabe, puede que algún día la aborde de nuevo.