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«Los conocimientos científicos afirman que el intestino es un órgano central en el bienestar psicofísico de una persona, enfatizando el nuevo concepto de intestino como “segundo cerebro”.
Es cierto que la alimentación actual constituye un reto real para el funcionamiento gastrointestinal y la salud del microbioma.
El método sugerido por Adamski deja libertad de elección entre alimentos, no es restrictivo, tiene como objetivo limpiar el intestino utilizando combinaciones de alimentos; creo que puede ser una buena elección».
Prof. Maria Pia Villa
Catedrática de Pediatría en la Universidad de Roma «La Sapienza»
Directora del Servicio de Pediatría del Hospital Sant’Andrea de Roma
LA COMIDA ME CAE BIEN
El motor de la felicidad
Una necesidad personal, una teoría universal
Toda búsqueda, sobre todo si es apasionada, nace de una necesidad. Con mucha frecuencia, de la urgencia de darle una respuesta a cuestiones pendientes; otras veces, de la necesidad de resolver un problema que nos afecta personalmente. Esto ocurre de forma particular en el campo de la investigación científica aplicada a la salud. Y es precisamente eso lo que me sucedió a mí cuando, hace más de treinta años, comencé a indagar la estrecha relación entre el correcto funcionamiento del aparato digestivo y la salud general del organismo.
Pero empecemos por el principio.
Caer...
A comienzos de los años setenta yo era un chico de dieciséis años que desbordaba energía por todos los poros y cultivaba una gran pasión: el deporte. Tenía la impresión de haber nacido para moverme en el espacio, para entrenar mi cuerpo hasta lograr que fuera perfecto; natación, equitación, artes marciales, no existía disciplina que no tuviese ganas de probar y en la que no destacase con excelencia. Es fácil imaginar cuál era mi sueño: ¡convertirme en deportista profesional!
Pero, por desgracia, el talento y la determinación no sirven de mucho contra los impedimentos físicos. Poco después comencé a advertir un leve dolor en la espalda; sin duda, pensé, debido al excesivo esfuerzo de los entrenamientos. Y como la molestia se volvió cada vez más intensa, decidí acudir a un médico. Ahí me topé con la cruda realidad: sufría la enfermedad de Scheuermann, una deficiente mineralización de las vértebras. Se trata de un mal que no condiciona los aspectos fundamentales de la vida de una persona, pero que, sin embargo, ¡sí trajo grandes cambios a la mía! Se me dijo, en esencia, que nunca podría hacer del deporte mi profesión. Seguir forzando mi físico como había hecho hasta entonces quedaba descartado. ¡Adiós a los sueños de gloria!
Por supuesto, nunca podría haber renunciado a la actividad física y, de hecho, no lo hice. Pero tuve que encontrar una forma más «suave» de entrenarme, una que no estimulase mi espalda de un modo incorrecto y peligroso.
... ¡y volver a levantarse!
Abandonar el camino que, desde años atrás, veía como el único posible para mi futuro me produjo desilusión y amargura. Pero toda esperanza negativa, si se afronta de un modo constructivo, puede llevarnos a resultados positivos; paradójicamente, el límite representado por la enfermedad me animó a sondear nuevas posibilidades para mi vida. Así enfilé un nuevo sendero: el que me llevaría a explorar el territorio fascinante y desconocido de los cuidados personales.
De hecho, una vez terminada la enseñanza superior, me resultó la cosa más natural del mundo estudiar kinesioterapia, una rama de la medicina que investiga el efecto beneficioso del movimiento sobre la salud. Obviamente, dada la situación que sufría en primera persona, decidí especializarme en el tratamiento de los problemas de espalda. Ese, me doy cuenta ahora, era mi modo de ir más allá del dictado impuesto por mi enfermedad: superar la imposibilidad de moverme..., ¡moviéndome! Y, por supuesto, ampliar mis conocimientos del cuerpo humano ayudando a otros a hacer lo mismo.
Más allá de los síntomas
Gracias a la kinesioterapia aprendí a aliviar el elevado número de molestias que acumulan aquellos que padecen habitualmente de dolores de espalda o en las articulaciones. Pero muy pronto advertí que lo que había aprendido hasta ese momento no satisfacía mi sed de conocimientos. Cuanto más estudiaba los síntomas de mis pacientes, más me daba cuenta de lo profundo que podía resultar el origen de muchos problemas de salud aparentemente banales. Ofrecer soluciones a corto plazo, que tendían a aliviar los síntomas sin resolver el problema subyacente, ya no me bastaba.
Decidí entonces profundizar en mis conocimientos en el ámbito osteopático, y comencé a interesarme por el funcionamiento del organismo en su conjunto. Fue a través de esos nuevos estudios como logré establecer el pilar fundamental de mi método: la inmensa mayoría de los trastornos funcionales —es decir, no solo los dolores de espalda, sino también las jaquecas, la mala circulación, la obesidad o el insomnio, por citar algunos— dependen todos de una única variante fundamental: el tránsito intestinal.
El origen del método Adamski
Seguro de mis convicciones, comencé una larga fase de investigación. Partí de una base completamente experimental, y es que, hace veinte años, nuestros conocimientos sobre el intestino eran pocos y vagos.
Me resultaron muy útiles los estudios de Bernard Jensen, uno de los mayores especialistas mundiales en el ámbito de la gastroenterología y un infatigable defensor de la hidroterapia de colon, una limpieza de colon destinada a la desintoxicación. Jensen fue uno de los primeros en «examinar de cerca» el tramo final del tubo digestivo recurriendo a las radiografías abdominales. Fue a partir de sus resultados cuando me hice una idea más precisa de lo que le sucede a un alimento después de que lo hayamos ingerido: qué recorrido sigue, cómo se transforma durante su «viaje» y, sobre todo, a qué velocidad se mueve. ¡Y aquí es donde llegamos al meollo de la cuestión! Porque es precisamente en la velocidad de caída de los alimentos ingeridos donde se sostiene el principio fundamental del método Adamski: aprender a organizar la propia alimentación a partir de una división racional de los alimentos, distinguiendo entre aquellos de caída rápida (o «ácidos») y aquellos de caída lenta (o «no ácidos»), y alimentarse del modo más apropiado para no sobrecargar ni obstruir el intestino.
Nadie hasta entonces había profundizado en este aspecto de la digestión. Solo pude contar con las pruebas establecidas por las radiografías de Jensen. Así, sobre la base de estos pocos datos y de mis deducciones, atribuí una velocidad de «caída» de cuatro o cinco horas a determinados alimentos (que denominé «lentos») y de treinta minutos a otros (a los que llamé «rápidos»), y a valorar los efectos de las asociaciones entre alimentos pertenecientes a ambas categorías.
Dime cuántas veces vas...
Fue así como descubrí que combinar alimentos lentos y rápidos ralentiza de forma espectacular el tránsito digestivo (¡incluso hasta dieciocho horas!), bloquea el intestino e impide una evacuación regular, condición esencial para mantener una buena salud.
Pero ¿qué entendemos por «evacuación regular»? ¿Una vez al día? ¿Cada dos días? ¿Después de cada comida? Haced la prueba y preguntadlo por ahí: nadie sabe decirlo con certeza. El único dato seguro al respecto parece tener que ver con el estreñimiento: se nos puede considerar estreñidos si vamos al baño menos de tres veces a la semana. De lo que sería normal, en cambio, por algún misterioso motivo, no se habla en absoluto.
Pues bien, ¡ha llegado el momento de hacerlo! En mi opinión, vuestro tubo digestivo se encuentra en buenas condiciones si hacéis caca una vez al día, todos los días. Sin embargo, esta no es la única condición necesaria para su (y vuestra) salud: es fundamental que aquello que expulsáis una vez al día no sea lo que hayáis comido, por así decir, hace cuatro días.
Mis estudios han revelado que toda mala asociación alimentaria comporta un aumento de los procesos de fermentación y putrefacción a nivel intestinal, con una producción de veneno ¡que incluso duplica lo que sería normal! Cuando un alimento efectúa un tránsito excesivamente lento en el interior del intestino, dispone del tiempo suficiente para fermentar, provocar intoxicaciones y adherirse a las paredes del tubo digestivo como si fuera una capa de yeso. Evitar estos daños no es solo posible, sino también sencillo. De hecho, no existe ningún motivo para no hacerlo.
El método Adamski es un concepto global de salud basado en el tubo digestivo. Seguirlo significa garantizar la máxima absorción de todos los principios nutritivos saludables que nos aportan los alimentos y, lo que es igualmente importante, reducir a cero el depósito de toxinas y desechos producidos por un intestino «desgastado» por los malos hábitos alimentarios.
Un juez supremo único
La mayor parte de las dietas y de las sugerencias de los nutricionistas se concentra en los aspectos beneficiosos de tal o cual alimento. ¿Cuántas veces habéis oído decir que es bueno comer arándanos para mejorar la vista? ¿A cuántas personas conocéis que beben un vaso de agua tibia con limón cada mañana para «desintoxicar el hígado»? Ya os lo digo yo: muchas. ¡Muchísimas! Pero lo que no dicen estas dietas es que no basta con ingerir un alimento saludable para que este tenga efectos beneficiosos. No somos nosotros quienes decidimos lo que cura nuestro organismo y lo que no. Existe un juez supremo único: ¡el tubo digestivo! Si este se encuentra atascado y funciona mal, ninguno de los remedios más o menos comunes que saturan internet o las revistas de salud y bienestar producirá el efecto esperado.
Pondré un ejemplo: los arándanos pueden ser beneficiosos para la vista porque contienen muchos antioxidantes que mejoran los niveles de vitamina C en la sangre. Perfecto. Pero si el tubo digestivo se encuentra atascado, ¡ninguno de esos preciados antioxidantes contenidos en los arándanos podrá llegar a la sangre ni beneficiar al organismo! Además, los arándanos no harán sino alojarse durante mucho tiempo en el intestino, fermentar, pudrirse y contribuir también a atascar aún más el tubo digestivo, colaborando en un círculo vicioso que con los años hará que la salud empeore cada vez más.
Otro ejemplo, en sentido contrario: una opinión muy extendida es que la coliflor «hincha» la tripa de aire, y por tanto no es recomendable para quien padezca aerofagia. Nada podría ser más equivocado. ¡No es la coliflor la que nos provoca flatulencias! O, mejor dicho, no es la coliflor por sí misma; una vez más, depende todo del tubo digestivo. En uno desgastado y atascado, la coliflor se pudrirá y llenará la tripa de un aire fétido. En uno liberado y limpio, la pobre e inocente coliflor se deslizará sin ningún problema de la boca al intestino delgado y, en el recorrido que lo transforma en caca, contribuirá a mejorar la salud mediante su fantástico aporte de vitaminas, fibra y sales minerales.
¿He dicho caca?
Sí, he dicho caca. La palabra (¡paradójicamente!) menos pronunciada por los dietistas, nutricionistas y naturópatas es, en realidad, el concepto clave en el que debemos profundizar para vivir bien. Y, sin embargo, de ella se habla poquísimo. ¿Por qué? ¿Qué tiene de escandaloso concentrarse en el material de desecho? La caca es lo que resulta de la elaboración de los alimentos que comemos por parte del intestino. Precisamente por ello es un reflejo de nuestra salud. Es importante observarla, comprenderla y mejorar