Tormenta sobre Alejandría

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Primera parte. Tiempo de ceniza
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
Segunda parte. El saber ocupa lugar
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Tercera parte. Tormenta sobre Alejandría
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Epílogo
Sobre el autor
Créditos
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Para Luis, que también se gestó entonces

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Transient quae fecit ipse Deus; quanto citius quod condidit Romulus. Non ergo deficiamus, fratres: finis erit terrenis omnibus regnis.

 

AUGUSTINUS HIPPONENSIS

Sermo CV

 

 

Las obras del propio Dios son perecederas; cuánto más no lo serán las de Rómulo. Por tanto, hermanos, no temáis: todos los reinos de la Tierra tendrán su fin.

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Primera parte

 

 

TIEMPO DE CENIZA

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I

 

 

 

 

Por lo que me han contado, el primer cadáver fue encontrado en la piscina del antiguo templo de Isis. Tiempo atrás, en esa misma piscina habían nadado los cocodrilos sagrados que protegían a la diosa; ahora sólo servía para acumular islas de liquen, desperdicios y flores podridas. El sol ácido de marzo rebotaba en la superficie del agua y cegaba el único ojo de Demeas, que indicó con un gesto a uno de sus asistentes que usara la pértiga para aproximar el cuerpo. En el aire se entreveraban la arena del desierto y la sal marina, recubriendo la piel de los presentes con una corteza blancuzca.

—Ahora izadlo, aquí —ordenó Demeas con desgana cuando el cadáver estuvo más cerca.

La multitud apiñada detrás de los soldados avanzó un paso para contemplar el bulto que emergía de las profundidades. Se habían ido congregando poco a poco, a pesar del calor del mediodía, indiferentes al hedor a sudor y la polvareda que desdibujaba las líneas de la plaza bajo una espesa niebla amarilla. La mayoría eran holgazanes, predicadores callejeros, mujeres que volvían de la lonja, mercachifles: curiosos que consideraban que la muerte ajena siempre supone una buena excusa para posponer las tareas monótonas de cada día.

—No debe de llevar mucho tiempo aquí —dictaminó el asistente mientras palpaba el pellejo pálido del cadáver, que se asemejaba al vientre de un sapo—. Los miembros aún no están rígidos, no hay signos de descomposición avanzada.

La cabeza de Demeas asintió mecánicamente, como para dar su aprobación: un acto rutinario, estereotipado, que permitía a su cerebro zafarse de la jaula en que vivía aprisionado y viajar a estadios de allí, fuera de la ciudad acosada por el desierto, del cielo abrasador que le castigaba con su luz, más allá de los rostros reunidos alrededor de aquel trozo de carne que se corrompía, sobre el que pronto hincarían su dentadura los gusanos. Igual que ocurriría con Dafne, sí; con Dafne en su ataúd debajo de la ladera, igual que los gusanos masticarían los brazos y las corvas de Dafne, las fronteras de esa piel que él había acariciado.

—¡Es el secretario del padre Hilario! —gritó alguien entre la multitud, elevando una uña ennegrecida.

Otras voces secundaron a la primera, alguien formuló una acusación, los insultos viajaron de boca en boca y una oleada de brazos y de piernas chocó contra los soldados formados frente a la piscina, que tuvieron que improvisar un dique cruzando sus escudos sobre el abdomen. Demeas los contempló sin comprender, al tiempo que una gota de sudor le resbalaba por la frente y se introducía en la cuenca de su ojo vacío, el derecho. El polvo se había espesado en torno a la plaza, el sol volvía el aire un vapor pesado y opaco que penetraba costosamente en los pulmones y Demeas no sabía qué hacía allí, no sabía por qué sus piernas aún le sostenían y su espinazo se mantenía vertical si Dafne había muerto. Estaba muerta, sí, por todos los dioses de antaño, como las amapolas del último verano, como los pájaros con que jugaba de niño, igual que el trozo de carne blanca que empapaba el pavimento junto a la pila de los cocodrilos sagrados.

—No murió ahogado, duque —Grilo, el asistente principal, había apartado el pliegue de la túnica que cubría el pecho del cadáver—. Tiene una herida profunda. Por Cristo, una herida producida por un arma contundente, un hacha o un garfio. Obsérvala tú mismo.

Cierto, una fea herida, casi una sima que se internaba en las profundidades del torso en busca de los órganos y que de todas maneras no revestía ninguna importancia para Demeas, como no la suscitaban los objetos que seguramente habían pertenecido al difunto y que flotaban sobre el estanque, pliegos de papiro garrapateados, tabletas de cera, cálamos, fajos de páginas que habían sido libros, algunos incluso todavía en el interior de sus fundas de lino: parecían los restos de un naufragio. Él era el duque, el último responsable de las causas criminales en aquella ciudad de todos los demonios, y aunque intentaba cumplir su cometido rebañando las escasas fuerzas que le restaban en el fondo del alma, un perezoso desinterés le presentaba todos aquellos detalles bajo la forma de minucias superfluas que parecía mejor dejar pasar de lado. Suspiró, retirándose el sudor de la frente; a lo lejos, sobre las azoteas, brillaban las estatuas doradas del palacio del prefecto.

—¡Muerte a los paganos! —rugió un hombre de nariz abotargada sobresaliendo de la multitud.

Con cansancio, Demeas chasqueó los dedos y uno de sus soldados hundió el puño en la cara que acababa de hablar. Las cuatro o cinco personas que lo rodeaban retrocedieron, sin atreverse a refrendar su grito. No había mucho más que hacer allí, salvo aguardar a que los funcionarios de justicia retiraran el cuerpo y lo trasladaran al depósito del tribunal, pero el grupo reunido frente a la piscina y aquel vetusto templo que se desmoronaba no parecía dispuesto a disgregarse: la sangre atrae con insistencia a las moscas y a los haraganes. Uno de los asistentes del tribunal se había introducido en el agua y sorteaba con gesto de repugnancia las basuras acumuladas para recoger los libros y los útiles de escritura, que iba depositando a los pies del cadáver. Cerca del cenit, sin nubes que lo amordazaran, el sol no tardaría en hacerse sentir como un insidioso resquemor en los antebrazos y la nuca: Demeas mandó que cubrieran el cuerpo y que dispersasen a los curiosos. Y como si hubiera pronunciado un sortilegio, los presentes comenzaron a abrirse, a dejar claros, aunque no con la intención de abandonar la plaza. Alguien llegaba, alguien importante, un nuevo personaje para el que la muchedumbre improvisaba un corredor de rostros expectantes sin necesidad de la aspereza de una orden.

—Es el obispo, duque —susurró Grilo, después de contabilizar las posesiones del muerto—. Viene a reconocer el cuerpo.

El patriarca Cirilo siempre producía la misma impresión en quien lo miraba de frente: la de estar mirándolo de perfil. Acostumbraba a llevar una vara de fresno para apoyarse al caminar, y era tan delgado que a menudo la gente no identificaba quién era el cayado y quién su dueño. Una alarmante barba negra le manchaba la mitad de la cara y el pecho, creando la sensación de que alguien le había arrojado un balde de petróleo; en el fondo del cráneo rapado, dos ojos del tamaño de ronchas emitían un resplandor escarlata. Esos ojos descendieron hacia el cadáver abandonado junto a la pila con expresión sombría y a continuación interrogaron a Demeas, que prefirió apartar la mirada: encontrarse con el obispo cara a cara solía causarle las mismas molestias que aspirar amoníaco. El hombre y su cayado se inclinaron sobre la herida, la capa ribeteada con la púrpura episcopal ocultó por un momento el manto salpicado de sangre. Detrás de él, dos presbíteros con sayas blancas aguardaban cruzando las manos. Sobre la plaza se imponía ahora un silencio más compacto que la bruma con que la arena esponjaba el perfil de los edificios; sólo el entrechocar de las armas de los soldados quebraba ocasionalmente esa señal de duelo. Después de su examen, el obispo se puso de nuevo en pie y volvió a hacerse indistinto de su vara, en cuya cima un crucifijo parecía haber sido tallado a mordiscos. Las ronchas coloradas se giraron hacia Demeas y él vislumbró, con desaliento, qué iba a suceder a continuación.

—Estaba predicando mi tercer sermón de Cuaresma en la iglesia de San Policarpo Mártir —la voz del obispo parecía surgir de las profundidades de un pozo—, cuando mis fieles me han advertido que mi ayuda era necesaria aquí. Por la bondad de Cristo no quería creer sus palabras, pero ahora compruebo que son ciertas.

—Te agradezco tu presencia, eminente Cirilo —replicó Demeas aún más cansado—. Dispensa que este percance te robe tiempo de ocupaciones más importantes, pero sólo necesitamos de ti una señal de reconocimiento. ¿Era este hombre, como dicen, secretario del venerable Hilario, tu mentor y el de otros hombres santos?

La lumbre rojiza crecía en las cuencas de Cirilo, como si alguien hubiera soplado ascuas.

—Lo era, duque —roncó—. Su nombre era Epiménides, había nacido en Naucratis de Egipto y cumplía devotamente con los preceptos del buen cristiano. Y yo te pregunto ahora, duque, en nombre del poder del emperador que nos protege, ¿hasta cuándo vamos a tener que tolerar esta situación?

Lo que Demeas temía, lo que su fatiga apenas podría tolerar sin desinflarse, sin obligarle a apretar los nudillos: las palabras incendiarias, la arenga fácil, el gentío recalentado por un sol que se aproximaba a mediodía y unas frases que un herrero habría tenido que sostener con tenazas. Así era Alejandría, una tierra incandescente: en vez de cerebro, los cráneos de sus habitantes transportaban sobre los hombros ollas de aceite hirviendo.

—No te comprendo, eminente Cirilo —intentó a la desesperada.

—Sí, creo que sí me comprendes, duque —el eco del fondo del pozo se hizo más sonoro, rebotando en los muros de la plaza—. El emperador ha decretado que la religión cristiana es la única verdadera y que los enemigos del Dios trino y uno deben sufrir el flagelo y la picota. Así que ¿hasta cuándo toleraremos que se nos persiga como el rebaño entregado a los zorros? ¿Hasta cuándo soportaremos que los inicuos propagadores del paganismo intenten estorbar el triunfo de la verdad con el recurso a dagas y cuchillos? —la voz se convirtió en un aullido—. ¡Que la sangre derramada no haga flaquear vuestro ánimo, hermanos, que no os desvíe del único camino que es a la vez verdad y vida! Dijo Cristo delante del Templo de Jerusalén: Se apoderarán de vosotros, y os perseguirán, y os entregarán a las sinagogas, y meterán en las cárceles, y os llevarán por fuerza a los reyes y gobernadores, por causa de mi nombre: lo cual os servirá de ocasión para dar testimonio.

La marejada de puños ya comenzaba a elevarse detrás de los escudos alzados de los soldados. Lo último que Demeas deseaba era ordenar que desenvainaran las espadas, pero sabía de sobra, porque la experiencia se lo había demostrado demasiadas veces, que la palabra es una estopa cuyas llamas no se pueden sofocar con cuatro pisotones.

—Te lo ruego, eminente Cirilo —dijo en un susurro—, no prosigas.

Como respuesta, el cayado con el crucifijo se irguió sobre las cabezas de la muchedumbre: su sombra dibujó un aspa en la frente del cadáver tendido junto a la piscina.

—¿Cómo no he de proseguir, duque? —bramó Cirilo—. Cuando los impíos oyen la verdad arden en cólera sus corazones y crujen sus dientes contra ella, como se cuenta que ocurrió con los asesinos de San Esteban. Y tú sabes dónde se oculta ese nido de serpientes, dónde se esconden esos que sin cesar enredan verdad y mentira y urden asechanzas contra la auténtica religión, aquellos que, como dijo Jesús a San Pablo en la visión, dan coces contra los aguijones. A menos de un estadio de aquí, los que dicen hablar en nombre de la razón disfrazan a sus divinidades paganas bajo los títulos altisonantes de demiurgo, de motor inmóvil, de Uno Superesencial, de Intelecto. Tú sabes, igual que todos, cuáles son la Sodoma y la Gomorra de las que provienen todos nuestros males, dónde se guardan los cuchillos que acaban en los vientres de los fervientes cristianos. ¡Allí, en la cuna de herejes!

Un rugido de la multitud acompañó al brazo de Cirilo a medida que ascendía para señalar más allá de la plaza enturbiada por la niebla amarilla, más allá de las azoteas y el pórtico desquiciado del antiguo templo de Isis, en busca del mar. A breves pasos, como esforzándose por auparse entre las fachadas de su alrededor, se elevaba un edificio contrahecho, el resultado de ensamblar trozos de arquitecturas recogidas de una escombrera, que poco o nada tenían que ver entre sí. La cúpula, pintada de rojo teja, brotaba como un bubón del cuadrado amarillo de la construcción principal; una ringla de estatuas maltrechas sostenía el frontón, recortado por las tijeras de un niño; a los flancos, dos alas en forma de crujías luchaban por contradecirse. Aquel recinto cobijaba la Biblioteca y el Museo de Alejandría, y era una traducción al ladrillo de su contenido: objetos, ideas y páginas incongruentes que el tiempo había ido reuniendo al azar y amontonando en las galerías, bajo una capota de polvo. Ambas instituciones basaban su supervivencia en una antigua superstición: que un techo y una estantería pueden servir para atenuar los efectos del olvido. Cuando la voz del obispo volvió a resonar, el coro de sus devotos la arropó con una salva de injurias. El calor, la furia hicieron palpitar las sienes de Demeas igual que si alguien hubiera confundido su cráneo con un timbal.

—Acaso ignoras, duque —Cirilo resoplaba por las junturas entre los dientes—, que el buen Epiménides acudía diariamente a la Biblioteca por encargo del venerable Hilario, con el fin de consultar obras que luego el santo varón empleaba en sus sermones, siempre al servicio de la doctrina de Cristo. Acaso ignoras también que en esa madriguera de serpientes Epiménides se veía rodeado de paganos y de gentes impuras, que le odiaban y escarnecían públicamente por su devoción sincera y sus palabras en defensa de la fe verdadera. E ignorarás por tanto que cada tarde, al caer el sol, Epiménides regresaba de la Biblioteca a su casa del barrio de la muralla en la soledad de su inocencia, sin duda reflexionando sobre los textos piadosos que había recorrido durante la jornada, alimentándose y consolándose con su ejemplo cristiano. Y así desconocía que estaba ofreciendo su cuello al verdugo, según anunció el profeta: Fue llevado como oveja al matadero y como cordero estuvo mudo delante del que le trasquila. ¿No te das cuenta, duque, representante del poder terrenal de Roma? ¿No entiendes que los viles enemigos de la salvación lo siguieron al dejar la Biblioteca y aprovecharon la quietud de un lugar poco transitado para darle muerte?

Muerte, una palabra que Demeas conocía demasiado bien, una palabra de la que jamás podría desprenderse, un estigma imposible de erradicar, como las cicatrices con que un pasado de espadas y venablos había asperjado su cuerpo: muerte, el abismo en que se diluían todos los recuerdos que aún atesoraba de Dafne, las dos sílabas que ahora repetían con acento histérico las bocas reunidas detrás del obispo, la jauría hambrienta dispuesta a devorar a su presa.

—Aún es pronto, eminente Cirilo —objetó débilmente el duque—. Es prematuro aventurar nada...

Por mucho que le disgustara ese desenlace, comenzaba a entrever que sólo una lluvia de mandobles y la elocuencia de las lanzas harían retroceder a la multitud, sólo el acero saciaría su apetito de santidad. El pobre Grilo no parecía menos agotado que él cuando le palpó el brazo y le indicó que alguien deseaba hablarle: un joven despeinado, con una astrosa túnica de algodón cubriéndole la delgadez de las costillas, acababa de atravesar la plaza por la zona trasera del templo de Isis y le tendía una carta. Demeas apenas tuvo ocasión de reconocer el sello que rubricaba el papiro; un ladrido se elevó sobre las cabezas alineadas frente a los yelmos de los soldados y las piedras reemplazaron a los gritos.

—¡Lo conozco! ¡Es uno de los ordenanzas de la Biblioteca!

Una col podrida alcanzó a Demeas en la frente y le permitió agacharse a tiempo de esquivar objetos más contundentes: trozos de cerámica y ladrillo, tarugos, cabezas de pescado, higos, frutos a medio morder, piedras, muchas piedras. Un canto redondo y pesado en forma de puño voló sobre su hombro y fue a impactar contra el pómulo derecho del joven ordenanza, que se desplomó de inmediato y a punto estuvo de precipitarse en el estanque. Era demasiado: con todo su pesar, el duque dio la orden de cargar. En medio de una caótica turbamulta de chillidos y blasfemias, envuelto en el polvo amarillo que antes había recubierto las aceras, el gentío se disgregó en todas direcciones, buscando ponerse a salvo del filo de las armas.

—¿Te encuentras bien? —inquirió Demeas, acuclillándose frente al ordenanza con una aparatosa flor roja en el lugar de la mejilla—. ¿Puedes incorporarte?

Por encima del estruendo de ganado en desbandada, más allá del muro de polvo que enfoscaba el resplandor del sol, la voz cavernosa del obispo continuaba tronando:

—¡Lo anunció la revelación del apóstol! ¡La bestia que sube del abismo moverá guerra contra ellos, y los vencerá, y les quitará la vida! ¡Y sus cadáveres yacerán en las plazas de la gran ciudad, que se llama místicamente Sodoma, y Egipto, donde asimismo el Señor de ellos fue crucificado!

El viento contaminado de arena provocó un escozor en el ojo de Demeas cuando consiguió, con mucho esfuerzo, descifrar el contenido de la carta:

 

De Hipatia Teónida, ilustre directora de la Biblioteca de Alejandría, a Demeas Antioqueno, óptimo duque militar de la plaza: se te saluda. Por la presente solicito tu asistencia a mi despacho de la Biblioteca, con el fin de conversar sobre ciertas cuestiones relativas a la muerte del secretario Epiménides que juzgarás del mayor interés. Me permito apremiarte para que realices tu visita, se trata de asuntos que no admiten demora. Ten salud.

 

—Mi ama me pide, duque, que insista en que te des prisa en presentarte ante ella —articuló a duras penas el ordenanza, que se enjugaba la sangre con un trapo sucio.

Todo el mundo tenía mucha prisa. Como si al fin y al cabo, pensó Demeas, no fuéramos a alcanzar la misma meta: la que ya había rebasado el cuerpo exangüe que yacía junto a la piscina.

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II

 

 

 

 

Hay sueños que imitan la arquitectura de un palacio oriental: el visitante abre puertas, atraviesa dinteles, cruza patios y columnatas y vestíbulos para jamás alcanzar la salida. Dentro de una de esas pesadillas sin escapatoria creyó hallarse atrapado Demeas cuando, rodeado de su cohorte, se detuvo frente a la fachada roñosa del Museo. Otra muchedumbre, o tal vez la misma de antes, otra masa confusa de puños, lenguas, sudor y mugre sobre la que se elevaba el mismo fragor que creía haber dejado atrás, hostigaba ahora la tapia de acceso al edificio, protegida por una escuálida cancela de bronce. Los insultos eran idénticos, las mismas las acusaciones, se repetían las peticiones de muerte y destierro: el odio es una fuente probada de unanimidad. La escena resultaba habitual en aquel punto de la ciudad; grupos de cristianos soliviantados por los sermones de los presbíteros montaban constantemente guardia delante del Museo, vivero de herejes y último reducto de los dioses paganos, atentos a si algún descarriado entraba o salía y dispuestos a expresarle su disconformidad con una indignada salva de piedras. Sin entender del todo por qué continuaba con aquello, por qué no se marchaba a casa de una vez y se escondía debajo de las mantas por el resto de su vida, Demeas desplegó a los soldados con el fin de que el metal enfriara los ánimos y dejó que el ordenanza que le antecedía le franqueara el paso a través de la cancela. Mientras aguardaba a que se descorriera el cerrojo, se entretuvo en leer los improperios pintarrajeados en la tapia: Cuando necesitéis rezar, mirad en el trastero; Mi perro merece un altar: también copula con su hermana; El Olimpo y la taberna de Bethesda en un día de carreras: demasiada gente. El calor pegaba la túnica a la espalda del duque como una capa de resina.

—¿Sirve de algo la cancela? —interrogó con mirada distraída.

—No demasiado —dijo el ordenanza, haciendo girar los goznes—. Las dos anteriores fueron derribadas a empujones, y siempre pueden saltar el muro, aunque se coloquen cristales en lo alto. No les importa herirse: adoran a un dios con llagas en las manos.

Las pedradas habían mutilado las estatuas de las musas que velaban en el pórtico, bajo el triángulo isósceles del frontón: Terpsícore había perdido los crótalos y en vez de máscara Melpómene sostenía un corcho mordido. El ordenanza abandonó a Demeas en el umbral del edificio, donde le recibió una bocanada de aire fresco y de olor a yeso sin cuajar, y corrió a curarse la herida de la mejilla, de la que manaba aún un reguero de sangre. Al cambiar repentinamente el resplandor dorado del mediodía por la penumbra que imperaba en el interior del Museo, el ojo del duque sufrió un eclipse: por eso no reparó en que un cuerpo avanzaba hacia él a través de la vasta sala recubierta de mármoles con la intención de recibirle. Esa sombra se apostó por un instante detrás de la jamba, como si jugara al escondite, y miró con desconfianza hacia la multitud que afuera, al otro lado de la tapia, seguía disparando guijarros y palabrotas.

—¿Estamos seguros, duque? —dijo la sombra, a la que poco a poco la vista de Demeas fue dotando de rasgos, de perfil, de consistencia—. ¿No atravesarán la cancela?

—Tranquilízate, ilustre Crátilo —replicó Demeas—. No pasarán. Se limitarán a gritar durante un rato, hasta que se cansen, y luego correrán al basurero en busca de más munición contra los enemigos de Cristo. Como de costumbre.

No era la primera vez que Demeas se veía obligado a acudir al Museo en compañía de una docena de hombres armados, antes de que una manada de fanáticos con demasiado entusiasmo por el fuego y los proyectiles acabaran por reducirlo a una escombrera.

—No sé si compartir tu optimismo, duque —sobre la sombra acababan de dibujarse una sarta de legañas y una barba grisácea que se expandía como una llamarada—. He estado calculando los horóscopos para este día y he advertido una serie de señales desasosegantes: los astros andan inquietos y temo alguna desgracia. ¿No has reparado en que estamos en el cuarto día del tercer mes, que sumados dan siete, el mismo número de lunas que nos separa de la luna nueva? ¿Ignoras que siete fueron las plagas de Egipto según el libro sagrado de los judíos, cuatro los jinetes del Apocalipsis en la revelación cristiana, tres las Erinias emisarias del infierno? ¿No son acaso motivos sobrados para no andar tranquilo?

A medida que hablaba el hombre de la barba se volvía lleno de recelo hacia la tapia y acariciaba con la mano izquierda el amuleto que le pendía del cuello, una rama seca del color del carbón. A pesar de su posición como director del Museo, Crátilo de Apamea era un hombre supersticioso: existen incertidumbres a las que la ciencia no puede ofrecer consuelo. Demeas lo había conocido tiempo atrás, durante la investigación motivada por la desaparición del viejo yelmo de Patroclo, que se conservaba en la sala de antigüedades griegas. Se especuló con la posibilidad de que un traficante se hubiera hecho con la pieza con el fin de subastarla entre los coleccionistas de fetiches homéricos, que abundaban entre la clase de los eruditos y los millonarios aburridos; en el mercado negro solían ofertarse a veces espinilleras de Aquiles o puntas de la lanza de Áyax que en realidad habían sido exhumadas de cacharrerías de arrabal. Mediante una compleja indagación en que cotejó pruebas y se entrevistó con diversos testigos, Demeas concluyó que un albañil había confundido el yelmo con un mortero de cemento durante una de las obras de remoción del edificio para luego venderlo a un cabrero del barrio de Rakotis: apareció en un solar invadido de malas hierbas, entre cajas rotas y heces, donde servía de escupidera.

—Yo temo más al suelo que a los astros: mirar a las alturas puede hacerte tropezar —formuló Demeas, poniéndose filosófico sin querer—. Dispénsame, Crátilo, la ilustre Hipatia me aguarda en su despacho. Ten salud.

A menudo el tiempo se comporta como un analfabeto y pisotea los logros de la cultura; los siglos habían ajado el Museo sin respeto por cuanto contenía, royendo sus cimientos, descoyuntando sus columnas y cubriendo de caries el mármol de los zócalos. Un ejército de obreros, armados de palustres y artesas, se hallaba en constante pie de guerra y escalaba andamios y escarbaba zanjas en lucha contra la descomposición de los muros: de ahí el olor a argamasa sin secar que flotaba insistentemente sobre el atrio principal. Las paredes, fracturadas, mostraban aberturas en las que podría haberse cobijado un nido de palomas; los frescos se desteñían bajo los ventanales como los sueños de madrugada; la mampostería del techo hacía encanecer a los visitantes rociándoles con una minuciosa nieve gris: aquella construcción estaba librando una batalla contra la ruina perdida de antemano, que forzosamente debía concluir, como la vida de los hombres, en la arena y el albañal.

La amargura de esos pensamientos hizo virar la mente de Demeas, una vez más, hacia los recuerdos de Dafne. Dafne, la adorable Dafne de tobillos de mazapán; esos brazos en que buscaba una residencia confortable siempre que el destino se revelaba más áspero de la cuenta le rodeaban ahora la garganta casi sin permitirle respirar, sin concederle un instante de tregua. Demeas tenía la costumbre de acudir con ella al Museo cuando sus obligaciones le dejaban algún resquicio, y de pasear displicentemente por las salas desconchadas contemplando los cristales de las geodas y los huesos monumentales de la ballena; las manos de Dafne, que parecían hechas para sostener mariposas, rozaban con dulzura la superficie rugosa del meteoro y se demoraban en acariciar los faisanes disecados. No supo si era el sudor enfriado en sus omóplatos o la memoria terca de una mujer muerta lo que le provocó un estremecimiento mientras avanzaba hacia la escalinata principal, que conducía a la segunda planta del recinto y a la zona de la Biblioteca. Pocas personas, fantasmas vagos, se aventuraban a visitar el Museo: a veces una sombra erraba silenciosamente a través de las galerías. Antes de alcanzar la escalera, Demeas sorprendió a un anciano sentado en un banco que miraba fijamente la grieta de una pared; tenía una verruga sobre la sien izquierda y dos ojos azules que no parpadeaban, abstraídos en la contemplación de aquel espectáculo deslumbrante.

Había penetrado en la célebre Biblioteca de Alejandría pocas veces en el curso de su vida, más por motivos de curiosidad o de ejercicio de su cargo que en busca del consejo de los libros. Por eso no fue capaz de llegar más allá de la estatua de Anacrites, el arquitecto causante de toda aquella sucesión de pasillos y cámaras, que saludaba al visitante desde lo alto de la escalinata con una mano en que sostenía un compás de mármol. Demeas se detuvo frente al pedestal, vacilante, sin saber qué dirección tomar: un corredor se abría a su izquierda hacia rincones en que se entreveían anaqueles imprecisos, a su derecha el camino desaparecía detrás de una tajante puerta de bronce. Hubiera permanecido allí el resto del día, el resto de esos días monótonos que le separaban de la muerte, en un mundo en el que Dafne ya no existía, de no ser porque alguien acudió en su ayuda y se tomó la libertad de servirle de guía. Dio un brinco al sentir que un objeto suave y liviano, como la pluma de un avestruz, le refregaba la pantorrilla: un gato negro estaba haciéndole señas con la cola. Era ágil: cuando Demeas se acuclilló para pasarle los dedos por el lomo se zafó de sus piernas y se perdió detrás de la puerta de bronce que se abría a la derecha. La indiferencia o un poso de intuición sugirió al duque seguir sus pasos.

En persecución del animal, que se desplazaba acrobáticamente por los aleros y las balaustradas, atravesó dos o tres pasillos decorados con grecas e irrumpió en habitaciones donde ardían trípodes solitarios. Al girar en un recodo, el gato le hizo desembocar en la sala principal de la Biblioteca, la sala de consulta, que se extendía en círculo bajo la pesada bóveda grabada con figuras geométricas; la luz del sol se convertía en una columna amarilla al introducirse por el óculo, para luego repartirse por las mesas en las que los estudiosos permanecían inclinados sobre sus libros, algunos de ellos tan pegados a las páginas que en lugar de leerlas parecían escuchar su voz. Las estatuas de los antiguos directores de la Biblioteca, Demetrio de Fálero, Calímaco de Cirene, Eratóstenes y Zenódoto, presenciaron desde el polvo de sus nichos cómo Demeas importunaba el silencio de la sala con el eco de sus sandalias y desaparecía tras un dintel del fondo, en pos de una sombra negra.

Antes de advertirlo se halló en un despacho que olía a sándalo y malabatro, cuyas ventanas mostraban el Gran Puerto y el asta lejana del Faro. El gato culebreó por debajo de las sillas y de un salto se posó en la mesa cubierta de documentos, desde la que la mujer daba instrucciones a los ordenanzas reunidos a su alrededor.

—Ah, querido Faraón —dijo la mujer con voz masculina hundiendo sus uñas en el pelaje de la criatura—, has traído al duque hasta aquí. Muy bien. En fin, basta de cháchara, estoy harta de vuestras excusas estúpidas y de tener que disculpar vuestros estropicios en el archivo, que parece verdaderamente un muladar. Creo que no hay nada más que añadir, conocéis vuestras instrucciones: el inventario debe ser actualizado cada dos lunas y no toleraré más volúmenes con desperfectos en las varillas. Ahora marchaos, tengo otros asuntos que tratar.

La bandada de ordenanzas se retiró con cabezas gachas y ojos de rencor, ofendidos por el tono autoritario de la mujer. Hipatia, hija de Teón, siempre fue así, y lo digo yo que la conocí bien, desde que sólo era una niña que tropezaba en las aceras de la Vía Canópica del brazo de su padre: una persona voluntariosa, enérgica, brusca a veces, inflexible con las torpezas del prójimo cuando consideraba que la razón figuraba en su bando. En la época de mi relato hacía ya tiempo que Hipatia había dejado de ser joven: la piel había comenzado a cuartearse en las palmas de sus manos y las arrugas acosaban los ojos verdes que había oscurecido el hábito de los libros. Aun así continuaba siendo esa mujer espigada, de carnes magras y pelo del color del óxido que había distraído del estudio de Platón y Epicuro a muchos devotos de la filosofía. Las ajorcas de sus muñecas sonaron rítmicamente cuando dio la vuelta a la mesa para saludar a Demeas con un varonil apretón de manos; luego, sosteniendo al gato en su regazo, le rogó que tomara asiento. Había alguien más en el despacho, aparte de la mujer, el hombre y el felino: un nubio que rozaba el techo, con los brazos cruzados sobre el torso descubierto; los únicos puntos de luz en la penumbra de su piel eran el blanco de los ojos y el alambicado tatuaje en forma de mano que le ocupaba el plexo.

—No receles de Zonaras, mi sirviente personal —rogó Hipatia volviéndose hacia aquel bloque oscuro—. Comparte todos mis secretos y estoy segura de que no los hará caer en oídos extraños: los amos a los que perteneció en el pasado le cortaron la lengua. Él es el cayado de que me sirvo para recorrer las galerías de la Biblioteca. En cuanto a Faraón, creo que ya has tenido oportunidad de conocerlo.

Una mascota negra, un esclavo negro: era patente que la directora sentía predilección por el color de la noche, el color que patrocina a los ladrones y a los enamorados. La brisa procedente del mar irrumpía a través de las ventanas abiertas y hacía retemblar los mapas extendidos en las paredes, en que se representaban las tres partes del mundo; los frescos con mirlos y gacelas habían sufrido tiña y ahora sólo retrataban animales decapitados. Cuando Hipatia lo dejó sobre la mesa, el gato mojó una uña en el tintero y comenzó a garabatear una hoja de papiro en blanco, con el mismo gesto de un escriba que copia al dictado. Trazaba signos asimétricos, violentos, simulacros bárbaros de las letras del alfabeto.

—Lo hace desde que sólo era un cachorro —sonrió la directora—. Hay quien opina que se limita a imitar a los copistas de la sala de lectura, junto a los que ha crecido, pero yo creo que en realidad escribe, está redactando algo. Guardo un cajón lleno de papiros poblados de esos mismos signos, una obra larga y prolija a la que dedica todo su tiempo y que nadie puede descifrar; salvo, tal vez, otro gato. Quizá se trate de su propia biografía, o de una crónica de cuanto sucede en la Biblioteca. ¿Puedo ofrecerte una copa de vino de Quíos? Si lo deseas, ordenaré que te lo calienten.

Demeas hizo un gesto negativo con la cabeza y aceptó el recipiente de metal labrado con espirales y hojas de laurel. Buscó alivio a su desorientación en aquel caldo espeso, que resbalaba perezosamente por su garganta, pero el mundo no perdió opacidad después del primer trago.

—Creo que tenías prisa por verme, ilustre Hipatia —dijo.

Aunque podría haber recurrido a un sirviente o despertar al esclavo nubio de su pose escultórica, Hipatia prefirió desplazarse hasta la esquina del despacho, donde se hallaba una mesa de tres pies con un jarro y varias copas, y servirse el vino ella misma. Los abalorios de su cuello y sus muñecas entrechocaron sordamente al caminar como dados en el interior de un vaso. Antes de hablar, sostuvo su copa con las dos manos y bebió; el destello verde de sus ojos se repitió en el acero bruñido del recipiente.

—Alejandría es una ciudad difícil —comenzó—. Sus habitantes sienten un extraño favoritismo por la metafísica y la teología, y están dispuestos a llegar a las manos por discrepancias en materia de divinidades con el mismo fervor con que en otras partes discuten por las carreras de caballos. La diferencia es que aquí el equipo de los azules o de los verdes ha sido sustituido por el toro de Mitra y la cruz de Cristo. Eso convierte a la ciudad en un hervidero y hace que los palos y las piedras frecuenten las calles más de lo deseable.

—Perdóname, ilustre Hipatia —Demeas contemplaba el embaldosado, donde se alternaban rombos blancos y negros—, pero después de ocupar mi cargo durante diez años puedo asegurarte que conozco bien los disturbios de esta ciudad, la locura que se apodera de sus vecinos cuando oyen hablar de dioses y los motivos que suelen hallarse detrás de reyertas y linchamientos. Presumo que tu urgencia en verme no estará relacionada con el orden público.

La directora buscó las palabras con que replicar en el silencio que siguió a la hosca aclaración de Demeas. El único sonido que llenaba la habitación era el rumor de la uña del gato al rascar el papel.

—Está bien, duque —ella dejó su copa sobre la mesa, junto a una revolución de folios y el busto de un hombre con los ojos demasiado abiertos—. La muerte del escriba Epiménides coloca a la Biblioteca en una situación incómoda. Más incómoda de lo habitual, si cabe.

—Las noticias tienen alas en Alejandría. Epiménides murió anoche.

—Y yo he sido culpada de haberlo matado esta misma mañana —los ojos verdes se incendiaron con furia—. Acaso ignoras que no existe crimen en esta ciudad, robo, asalto, asesinato que no se impute inmediatamente a los paganos que se refugian en el Museo y la Biblioteca, sobre todo si son perpetrados contra cristianos. Ven, Demeas, asómate a la ventana. Contemplarás el séquito que me recibe cada mañana al entrar en este edificio a cumplir con mi labor y el orfeón que solaza mis oídos mientras trabajo a lo largo de la jornada. Asómate y te regalarás con su música.

No era el mar que se extendía como una cristalera sobre el semicírculo del Gran Puerto, no eran las naves alineadas en la dársena, cargadas de especias y esclavos, haciendo ondear sus velas bermejas al viento de poniente, no era el Faro que la luz del mediodía convertía en un obelisco de sal y arena, nada de aquello era a lo que Hipatia deseaba que prestara atención. Más cerca, al otro lado de la tapia que rodeaba la zona posterior del edificio, detrás de los troncos podridos y las enramadas invadidas de insectos que eran los últimos vestigios del jardín botánico, un tropel de hombres desarrapados aullaban y arrojaban desperdicios. El eco llevó a la ventana trozos de insultos, amenazas de muerte, alaridos entreverados con un estruendo de cacerolas. El odio no descansa: es el mejor antídoto contra el olvido.

—Haré que los dispersen —aseguró Demeas desde el fondo de la fatiga, allí donde las sensaciones se vuelven resbaladizas y las ideas se quedan a oscuras. En realidad, tampoco aquello le importaba lo más mínimo.

—Y ellos regresarán mañana —dijo amargamente Hipatia, dedicando a los agitadores la misma mirada de repugnancia con que habría contemplado los gusanos que muerden un cadáver—. ¿Entiendes por qué te he hecho venir, Demeas?

No se conocían de tan lejos después de todo, su relación cabía dentro de los márgenes de un puñado de encuentros casuales en el palacio de la prefectura durante los festejos oficiales y a las puertas del Museo cada vez que los enemigos de la idolatría se volvían más molestos de la cuenta. Y sin embargo entre ambos había surgido una especie de sentimiento que no se atrevían a llamar franqueza, esa facilidad de trato que a veces vuelve las apostillas ociosas y suele allanar las conversaciones, alisando los senderos para despejarlos de socavones y baches. Hipatia encontraba en el duque un hombre sólido, armado de unos valores mucho más resistentes a las eventualidades que los cimientos sobre los que se asentaba el maltrecho edificio en que se habían encontrado; para Demeas, ella era una personificación del coraje dotada de una perturbadora cabellera rojiza. Aquella mañana el camino que ambos acostumbraban a recorrer sin tropiezos se mostraba más tortuoso de lo habitual; con el fin de no lesionarse con pasos inoportunos, Demeas resolvió hablar a las claras:

—En realidad, no tienes ninguna información novedosa que ofrecerme sobre Epiménides y su muerte. Sólo quieres convencerme de tu inocencia. La Biblioteca no ha sido verdugo, sino víctima.

La garra de Faraón crujió sobre la hoja de papiro, como si hubiera anotado a toda prisa la última frase pronunciada por el duque.

—Así es, Demeas —Hipatia retomó su copa—. No te oculto que me preocupa nuestra situación, la situación de la institución que dirijo. Sabemos ya que los cristianos son gentes prontas a perder los estribos, no en vano están habituados a las coronas de espinas, los flagelos y las crucifixiones, y además tienen a las autoridades imperiales detrás de ellos. Les resulta cómodo tachar de paganismo todo lo que huela a filosofía griega, todo lo que no se pliegue a su credo monótono de dioses que crean mundos a partir de la nada, como prestidigitadores de feria, y jóvenes vírgenes que fueron preñadas por un palomo.

—Ilustre Hipatia —el duque adoptó un tono severo—, te recomiendo que atemperes tus comentarios.

—Sí, es cierto, tú eres un representante de la autoridad, del emperador que ha decretado que la religión cristiana es la única verdadera. Además de Gran Meretriz, concubina del diablo y perra idólatra, tus amigos de la cruz me han acusado de practicar la brujería y la adivinación, cosa que sabes de sobra es falsa. De todos modos, no me hacen falta poderes de esa clase para prever el futuro inmediato: la muerte de Epiménides va a ser utilizada en nuestra contra y el obispo no va a escatimar esfuerzos en mezclarnos entre los culpables.

—Pero vosotros sois inocentes.

A pesar de haber sido educada en la filosofía y de haber aprendido desde pequeña la doctrina estoica que enseña a sumergir el ardor de las pasiones en la indiferencia, a veces Hipatia, hija de Teón, era víctima de un corazón demasiado fogoso. Faraón huyó espantado del tintero cuando la copa de su ama golpeó violentamente la mesa.

—No capto tu ironía, óptimo Demeas, o digamos que prefiero no hacerlo. Por supuesto que somos inocentes: no sentimos la misma devoción por la sangre que los feligreses de esa religión de esclavos y viejas. Nuestros ámbitos son la ciencia y el pensamiento puro, no los aperos de la matanza. Si alguno de los estudiosos de esta casa tenía sus diferencias con Epiménides habría recurrido al filo de la palabra antes que al del acero.

—¿Es cierto que Epiménides contaba con enemigos en la Biblioteca?

—Abusas de los términos al calificarlos de enemigos —la directora entornó los ojos y respiró con tesón, luchando por serenarse—. Debo confesarte que no se trataba de una persona precisamente popular: a menudo su comportamiento importunaba al resto de escribas de la sala de lectura. Sé que tenía el hábito de silbar tonadas o murmurar por lo bajo

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