Tumbada en la oscura habitación, con los ojos cerrados, una anciana hurga en sus memorias más tempranas y encuentra allí tres recuerdos: cuando para ella muchas cosas de este mundo aún no tenían nombre, un chico le mostraba un objeto afilado, diciendo: «Cuchillo»; cuando todavía creía en los cuentos de hadas, una voz le susurraba la historia del ave que con el pico se abría el pecho y se arrancaba el corazón; cuando el tacto le decía más que las palabras, una mano se acercaba a su rostro, acariciándolo con una manzana. Aquel chico de sus recuerdos que la acaricia con una manzana, le susurra una historia y le enseña un cuchillo es su hermano Sigmund. La anciana que está recordando soy yo, Adolphine Freud.
—Adolphine —resonó en la oscuridad de la habitación—. ¿Duermes?
—No, estoy despierta —contesté. A mi lado, en la cama, estaba mi hermana Pauline.
—¿Qué hora es?
—Sobre la medianoche, supongo.
Mi hermana se despertaba todas las noches e invariablemente, con idénticas palabras, refería la misma historia:
—Éste es el fin de Europa.
—Muchas veces se ha visto llegar el fin de Europa.
—Nos matarán como a perros.
—Ya lo sé.
—¿Y no te da miedo?
Yo callaba.
—Lo mismo pasó en Berlín en 1933 —prosiguió Pauline. Yo ya no trataba de interrumpir esa historia, a pesar de haberla oído tantas veces—: Cuando el Partido Nacionalsocialista y Adolf Hitler llegaron al poder, los jóvenes empezaron a desfilar al compás de las marchas militares. Igual que marchan ahora aquí. En los edificios aparecieron banderas con la esvástica. Igual que lucen ahora aquí. La radio y los altavoces, colocados en plazas y parques, emitían la voz del Führer. Igual que suena aquí en este momento. Prometía una Alemania nueva, una Alemania mejor, una Alemania limpia.
Era 1938. Tres años antes, mis hermanas Pauline y Marie habían abandonado Berlín para volver a la casa que dejaron al casarse. Pauline estaba casi completamente ciega y alguien tenía que estar todo el tiempo cerca de ella, por eso dormía en la cama que antaño había sido de nuestros padres, mientras que Marie y yo nos turnábamos a su lado. Nos turnábamos porque Pauline despertaba cada noche, y bien Marie o yo —quien se quedara con ella en la habitación— se desvelaba entonces.
—Aquí ocurrirá lo mismo —proseguía mi hermana—. ¿Y sabes qué pasó allí?
—Sí —contesté soñolienta—. Ya me lo has contado.
—Es verdad, te lo he contado. Gente uniformada irrumpía en las casas de los judíos, destrozando todo lo que encontraba, pegándonos y diciéndonos que nos marchásemos. Quienes no pensaban como el Führer y se atrevían a opinar en público desaparecían enseguida, sin dejar rastro. Se rumoreaba que a aquellos que no compartían los ideales sobre los que había de construirse la nueva Alemania los llevaban a campos, donde los obligaban a realizar duros trabajos físicos. Allí los torturaban y acababan matándolos. Aquí pasará lo mismo, créeme.
Yo la creía, pero no decía nada, porque cada palabra mía la habría animado a seguir contando más y más. Algunas semanas antes, las tropas alemanas habían entrado en Austria y habían establecido un nuevo gobierno. Al darse cuenta del peligro, nuestro hermano Alexander huyó con su familia a Suiza. Un día después cerraron las fronteras, y todo aquel que quisiera salir de Austria tenía que dirigirse al Centro de Expedición de Visados de Salida, de reciente creación. Miles de personas presentaban solicitudes, pero a muy pocos se les concedía permiso para abandonar el país.
—Si no nos dejan salir libremente de este país es que tienen un plan para nosotros —dijo Pauline. Yo callaba—. Primero nos lo quitarán todo, y luego nos llevarán a la fosa.
Un par de días antes, unos hombres uniformados habían entrado en el apartamento de nuestra hermana Rosa, mostrándole un documento según el cual se le confiscaba la vivienda junto a los bienes que ésta contenía. «Ahora, en las camas donde antes dormían mis hijos, duermen oficiales», dijo Rosa cuando se mudó a la casa donde vivíamos Pauline, Marie y yo. Llegó con unas cuantas fotografías y un poco de ropa. Así que, en aquel momento, nosotras, las cuatro hermanas, volvíamos a vivir juntas como antaño, en una misma casa.
—¿Me oyes? Nos llevarán a la fosa.
—Cada noche me repites lo mismo —repuse.
—Y aun así no haces nada.
—¿Y qué podría hacer?
—Podrías ir donde Sigmund, y convencerle de que pida visados de salida para las cuatro.
—¿Y adónde iremos después?
—A Nueva York —dijo Pauline. En Nueva York vivía su hija—. Sabes que Beatriz cuidará de nosotras.
Cuando nos despertamos al día siguiente, ya era mediodía; cogí a Pauline del brazo y salimos de casa para dar un paseo. Mientras caminábamos por la acera, vi unos cuantos camiones atravesar la calle. Se detuvieron, y de ellos saltaron soldados que nos metieron en uno de los vehículos. El camión estaba abarrotado de gente asustada.
—Nos llevan para matarnos —dijo mi hermana.
—No, os llevamos al parque para jugar con vosotros —reía uno de los soldados que nos vigilaban dentro del camión. Los vehículos dieron varias vueltas por el barrio judío en el que vivíamos, deteniéndose sólo de cuando en cuando para recoger a más gente. Luego nos llevaron realmente al parque, al Prater. Nos sacaron a empujones de los vehículos y nos obligaron a correr, a agacharnos y saltar, y eso que casi todos éramos viejos y débiles. Cuando nos desplomábamos agotados en el suelo, los soldados nos pateaban el vientre. En ningún momento solté la mano de Pauline.
—Apiádense de mi hermana, por lo menos. Es ciega —supliqué a los soldados.
—¿Ciega, dices? —rieron ellos—. Pues así nos divertiremos mejor.
La obligaron a andar sola, con las manos atadas a la espalda para que no pudiese tantear el camino, y estuvo vagando sin rumbo hasta que tropezó con un árbol y cayó al suelo. Fui hasta allí y, arrodillada junto a ella, le limpié el polvo de la cara y la sangre que chorreaba por su frente. Los soldados reían con frívola despreocupación, ese amargo sonido de quien disfruta del dolor ajeno. Después, nos llevaron hasta los límites del parque, nos formaron y nos apuntaron con sus fusiles.
—¡Daos la vuelta! —ordenaron.
Nos volvimos de espaldas a los fusiles.
—Y ahora, ¡a correr hacia casa si queréis salvar el pellejo! —gritó uno de los soldados, y cientos de pies de ancianos echaron a correr. Corríamos, nos caíamos, nos levantábamos y volvíamos a correr, oyendo a los soldados reírse tras nosotros, con frívola despreocupación, ese amargo sonido de quien disfruta del dolor ajeno.
Aquella noche Rosa, Pauline, Marie y yo permanecimos en silencio. Pauline temblaba, quizás no tanto por su propia vida como por la idea de no ver nunca más a su ser más querido, aquel que había salido de su vientre. Los hijos de Rosa y Marie habían muerto, y en cuanto a mí, el único rastro de la familia que no llegué a formar fue una pálida mancha de sangre en la pared junto a mi cama. Dicen que les es más difícil despedirse de este mundo a quienes dejan descendencia: la muerte separa su propia existencia de la vida que han creado. Pauline estaba sentada en un rincón de la habitación, temblando e intuyendo esa separación.
Al día siguiente fui a casa de Sigmund. Era viernes por la tarde, el momento que él dedicaba a limpiar, de forma ritual, las antigüedades de su despacho. Quería contarle lo que nos había sucedido a Pauline y a mí la tarde anterior, pero él me enseñó un recorte de periódico.
—Mira el texto que ha escrito Thomas Mann —dijo.
—Marie y Pauline tienen cada vez más miedo —dije yo.
—¿Miedo? ¿De qué? —preguntó, dejando el recorte en la mesa.
—Dicen que también aquí sucederá lo que presenciaron en Berlín.
—Lo que presenciaron en Berlín... —luego levantó de la mesa una de las figurillas antiguas, un mono de piedra, y se dispuso a limpiarla con una escobilla—. Nada de eso sucederá aquí.
—Ya está sucediendo. Hay matones que irrumpen en las casas de nuestro barrio, pegando a quien se pone a su alcance. La semana pasada se suicidaron cientos de personas que no pudieron resistir el acoso. Una multitud desmandada entró en el orfanato judío y, después de dejar los cristales de las ventanas hechos trizas, obligaron a los niños a correr sobre los vidrios rotos.
—Obligaron a los niños a correr sobre los vidrios rotos... —Sigmund limpiaba con la escobilla el cuerpecito de piedra del mono—. Todo esto no durará mucho tiempo aquí.
—Si no va a durar, entonces ¿por qué escapa de este país todo aquel que consigue un visado de salida? ¿No has visto por la calle a los que huyen? Abandonan sus casas, se van para siempre: recogen las cosas más indispensables en una o dos bolsas, y se van para salvar el pellejo. Corren rumores de que también aquí se crearán campos de la muerte. Tienes amigos influyentes, tanto aquí como en el extranjero, que pueden ayudarte a obtener cuantos visados de salida les pidas. Pide para toda la familia. La mitad de los vieneses solicitan esos visados, pero no los obtienen. Aprovecha tus contactos para que nos marchemos de aquí —Sigmund dejó el pequeño mono en la mesa, tomó una figurilla de una Diosa Madre y se puso a limpiar su cuerpo desnudo—. ¿Me estás escuchando? —le pregunté con voz seca y cansada.
—¿Y adónde os iríais después?
—Donde la hija de Pauline.
—¿Y qué es lo que haría la hija de Pauline con vosotras, cuatro viejas en Nueva York?
—Entonces trata de conseguir un visado sólo para Pauline —él miraba la Diosa Madre desnuda y yo no estaba segura de que me estuviese escuchando—. ¿Me oyes? A Rosa, a Marie y a mí nadie necesita vernos. Pero Pauline sí tiene necesidad de estar con su hija. Y también su hija necesita estar con su madre. Quiere que ella se ponga a salvo. Llama todos los días, pidiéndonos que con tu ayuda le saquemos un visado de salida. ¿Me escuchas, Sigmund?
Él dejó la Diosa Madre sobre la mesa.
—¿Quieres que te lea sólo un par de líneas del texto de Mann? Se titula Hermano Hitler —tomó el texto de la mesa y se puso a leer—: «¡Cómo no va a aborrecer el psicoanálisis una persona así! Tengo la secreta sospecha de que la ira con la que emprendió su marcha sobre determinada ciudad, en el fondo, estaba dirigida contra el viejo psicoanalista, que tenía allí su residencia y que era su auténtico enemigo: el filósofo y el desenmascarador de la neurosis, el gran desilusionador, el experto y analista incluso de “genios”».[1] Luego, dejando el artículo sobre la mesa, dijo—: ¡Con qué sutil ironía escribió esto Mann!
—De lo que me acabas de leer, sólo lo de «viejo psicoanalista» es cierto. Te lo digo sin ironía sutil. Y la afirmación de que seas el auténtico enemigo de Adolf Hitler, no importa que esté dicho con ironía, resulta una simple estupidez. Tú sabes muy bien que la ocupación de Austria es el primer paso de ese gran plan de Hitler de conquistar el mundo para poder después borrar del mapa a todo aquel que no pertenezca a la raza aria. Esto lo sabe cualquiera: tú, Mann, y hasta yo misma lo sé, aun siendo una pobre anciana.
—No te tienes que preocupar. Las ambiciones de Hitler no se pueden realizar. Dentro de unos días, Francia y Gran Bretaña le obligarán a retirarse de Austria, y después sufrirá otra derrota en la misma Alemania. Allí lo vencerán los propios alemanes; el apoyo que éstos le brindan en la actualidad no es más que una ofuscación pasajera de su entendimiento.
—Esa ofuscación está durando años.
—Es cierto, está durando años. Pero acabará. En la actualidad, los alemanes están dominados por fuerzas oscuras, pero en el fondo mantienen viva la llama de aquel espíritu en el que también yo me formé. La locura de ese pueblo no puede durar siempre.
—Pero hasta entonces todavía queda —dije.
Desde la infancia, a mi hermano le llenaba de entusiasmo el espíritu alemán, y ya entonces a nosotras, sus hermanas, trataba de inculcarnos ese amor. Afirmaba que la lengua alemana era la única que podía expresar en su totalidad los más altos vuelos del pensamiento humano, nos contagió su amor por el arte alemán, nos enseñó a estar orgullosas de pertenecer a la cultura germánica, aun siendo judías que viven en suelo austríaco. Y ahora, cuando llevaba años observando cómo el espíritu alemán se estaba desintegrando y cómo los propios alemanes pisoteaban los frutos más importantes de este espíritu, él no hacía más que repetir, como intentando convencerse a sí mismo, que se trataba de una locura que duraría poco y que, a fin de cuentas, el espíritu alemán volvería a triunfar.
A partir de aquel día, siempre que íbamos a casa de Sigmund nos decían que no estaba o que estaba ocupado con los pacientes, o que no se sentía bien y no podía recibirnos. Preguntábamos si iba a solicitar visados para que saliéramos de Austria, y su hija Anna, su esposa Martha y la hermana de ésta, Minna, nos respondían que no sabían nada al respecto. Pasó un mes entero sin que viésemos a nuestro hermano. El 6 de mayo, cuando él cumplía ochenta y dos años, decidí visitarlo junto a Pauline. Compramos un pequeño regalo —un libro que creíamos que sería de su agrado— y nos encaminamos hacia el número 19 de la Berggasse.
En casa de mi hermano, fue Anna la que nos abrió la puerta.
—Nos habéis pillado ocupados... —dijo, echándose a un lado para que entrásemos.
—¿Ah, sí?
—Haciendo las maletas. Ayer y anteayer enviamos una decena de bultos. Nos queda por seleccionar qué regalos de papá llevar con nosotros.
—¿Os vais? —pregunté.
—No inmediatamente, pero queremos preparar todo el equipaje lo antes posible.
En el despacho de mi hermano, por todos lados rodaban souvenirs, libros, cajas grandes y pequeñas: todo aquello que alguien le había regalado alguna vez y él había guardado. Sigmund estaba sentado en un gran sillón rojo en medio de la habitación, mirando los objetos esparcidos por el suelo. Se volvió hacia nosotras sólo para saludarnos con la cabeza, y de nuevo clavó la mirada en el desorden. Le dije que habíamos llegado para desearle feliz cumpleaños. Nos dio las gracias, dejando nuestro regalo en la mesa que había junto a él.
—Como puedes ver, nos vamos. A Londres —dijo.
—Podría ayudaros con el equipaje —propuse.
Anna dijo que me iría pasando los objetos que había que tirar para que yo los dejara en la caja de las cosas innecesarias, mientras que ella depositaría los objetos seleccionados en las cajas que luego enviarían por correo a Londres. Pauline se quedó de pie junto a la pared.
—¿Esta tabaquera...? —preguntó Anna, dirigiéndose a su padre y enseñándole la cajita de plata con unas cuantas piedrecillas verdes incrustadas.
—Es un regalo de tu madre. Nos la llevamos.
Anna dejó la tabaquera en la caja de cartón a su lado.
—¿Y este dominó de marfil...? —preguntó Anna.
Sigmund reflexionó un par de segundos, y luego dijo:
—No recuerdo quién me lo regaló. Tíralo.
Anna me pasó el dominó y yo lo dejé en una caja a mi lado, donde se había formado una gran pila de libros, souvenirs y otras chucherías que iban a ser tirados a la basura.
—¿Y esto? —preguntó Anna, levantando un libro y acercándolo a los ojos de Sigmund.
—Esta Biblia me la regaló tu abuelo Jacob cuando cumplí los treinta y cinco años. Nos la llevamos.
Anna dijo que se sentía cansada, puesto que había estado trabajando desde la mañana, y quería darse un respiro. Fue al comedor para estirar las piernas y beber un vaso de agua.
—Veo que al final has pedido visados para salir de Austria —le dije a mi hermano.
—Sí, los he pedido —repuso él.
—Me asegurabas que no era necesario huir.
—No estamos huyendo, nos vamos por un tiempo.
—¿Cuándo os vais?
—Martha, Anna y yo, a principios de junio.
—¿Y los demás? —pregunté. Mi hermano callaba—. ¿Cuándo nos iremos Pauline, Marie y yo?
—Vosotras no vais con nosotros.
—¿Ah, no?
—No hace falta —dijo—. Yo me marcho no porque se me haya ocurrido a mí, sino porque unos amigos —diplomáticos franceses y británicos— hicieron gestiones ante las autoridades de aquí para que me dieran visados de salida.
—¿Y?
Habría podido hacer una farsa, decirnos que algún diplomático extranjero había conseguido el permiso para que sus hijos, su mujer y él salieran del país, sin que él mismo tuviera el poder de salvar a otra gente; habría podido hacer una farsa, pero no era lo suyo.
—Me permitieron hacer una lista de personas cercanas que saldrían conmigo de Austria —dijo.
—Y en ningún momento se te pasó por la cabeza que podrías poner también nuestros nombres.
—En ningún momento. Es una medida provisional. Nosotros volveremos.
—Aunque volváis, nosotras ya no estaremos aquí —él callaba. Luego proseguí—: Sé que no tengo derecho a preguntarte eso, pero de todas formas, ¿quién está en tu lista de gente cercana que vas a salvar?
—Sí, dinos, ¿quién está en esa lista? —preguntó Pauline.
Mi hermano habría podido hacer una farsa, decirnos que no había puesto más que los nombres de sus hijos, el suyo y el de su mujer, es decir, aquellos que las autoridades le hubiesen señalado como personas que podían formar parte de la lista de familiares, y que por eso los había incluido sólo a ellos, los más cercanos. Habría podido hacer una farsa, pero no era lo suyo. Sacó una hoja, no sé de dónde, y dijo:
—Aquí tienes la lista.
Miré los nombres escritos en el papel.
—Léemela también a mí —dijo Pauline.
La leí en voz alta. En la lista estaban mi hermano, su mujer, sus hijos con sus respectivas familias, la cuñada de Sigmund, las dos sirvientas, el médico de cabecera de mi hermano con su familia. Y ya, al final de la lista, Jofi.
—Jofi —sonrió Pauline y volvió su rostro hacia el lugar del que le había llegado la voz de Sigmund—. Claro, tú nunca te separas de tu perro.
Anna volvió a la habitación, diciendo:
—No os he preguntado si queréis beber algo, ¿o tal vez tengáis hambre?
—Ni hambre, ni sed —respondí.
Pauline parecía no haber oído las palabras de Anna ni las mías, y prosiguió:
—Está realmente muy bien que hayas pensado en toda esa gente. Has pensado en tu perro, en tus sirvientas, en tu médico y su familia, en tu cuñada. Pero también habrías podido pensar en tus hermanas, Sigmund.
—Si fuera necesario que os marchaseis, lo habría hecho. Nuestra partida no es más que temporal, ya que mis amigos insistieron en que me fuera.
—¿Y por qué insistieron tanto tus amigos, si no es realmente peligroso permanecer aquí? —pregunté.
—Porque ellos tampoco se dan cuenta, al igual que vosotras, de que esta situación no durará mucho —dijo Sigmund.
—Y si este horror no va a durar mucho, entonces ¿por qué no te vas tú solo, así, por poco tiempo, para tranquilizar a tus amigos? ¿Por qué no te vas tú solo, sino que te llevas, además de a tu familia, también a tu doctor y su familia, a las sirvientas e incluso a tu perrito y a tu cuñada? —le pregunté.
Sigmund no dijo nada.
—Yo, Sigmund —dijo Pauline—, yo, a diferencia de Adolphine, te creo. Te creo cuando dices que todo este horror no durará mucho. Pero mi vida durará aún menos. Y yo tengo una hija. Tú, Sigmund, podrías haberte acordado de tu hermana. Debías haberte acordado de mí y de que tengo una hija. Sin duda te acordaste, porque desde que llegué de Berlín y mi Beatriz se marchó a Nueva York, no hago más que hablar de ella todo el tiempo. Llevo tres años sin verla. Y tú habrías podido, con tan sólo escribir mi nombre, ayudarme a ver a mi hija una vez más —dijo, y al pronunciar la palabra ver movió los ojos, que no podían distinguir más que siluetas—. Habrías podido anotar mi nombre ahí, entre los de tu cuñada y el perrito. Podrías haberlo anotado incluso después del perrito, eso también habría bastado para que yo lograra salir de Viena y me encontrara con Beatriz. Mientras que ahora, lo sé muy bien, ella no volverá a verme nunca más.
Anna trató de encaminar la conversación otra vez hacia la selección de los objetos que había que empaquetar y aquellos que había que tirar.
—¿Y esto? —preguntó. En la palma tenía una figura de madera: una góndola del tamaño de un pulgar.
—No sé quién me la regaló —dijo Sigmund—. Tírala.
Anna me pasó la góndola, mi regalo para el vigésimo sexto cumpleaños de mi hermano. No la había visto desde entonces, y ahora estaba allí, como si hubiese atravesado el tiempo. La dejé despacio en la caja con las demás cosas destinadas a la basura.
Mi hermano se puso en pie y, con la espalda erguida, se acercó a la pared de enfrente, al cuadro en que, siete décadas antes, nos habían pintado a nosotros, los hermanos y hermanas Freud. Alexander, quien en la época en que se había hecho el retrato tenía año y medio, más tarde recordaría que, cuando creció un poco, un día Sigmund le señaló el lienzo, diciéndole: «Nosotros y nuestras hermanas somos como un libro. Tú eres el menor y yo, el mayor, y debemos ser como tapas duras que servirán de apoyo y defensa a nuestras hermanas, nacidas después de mí y antes que tú». Y ahora, muchos años más tarde, mi hermano tendía los brazos hacia aquel retrato.
—Este cuadro lo embalaremos aparte —dijo Sigmund, intentando descolgarlo de la pared.
—No tienes derechos sobre ese cuadro —protesté.
Mi hermano se volvió hacia mí, con el cuadro en las manos.
—Tenemos que irnos —dijo Pauline.
A la salida del edificio nos encontramos a la cuñada de mi hermano, volviendo de no sé dónde. Dijo que había ido a comprar cosas de primera necesidad, porque al día siguiente salía de Austria.
—Buen viaje —le dijo Pauline.
Me encaminé hacia casa, llevando a mi hermana de la mano. Por la fuerza con que apretaba los dedos podía adivinar su estado de ánimo. De cuando en cuando volvía la mirada hacia ella: tenía en el rostro aquella sonrisa temblorosa que algunos ciegos muestran de forma permanente, incluso cuando sienten miedo, rabia u horror.
Una mañana sofocante a primeros de junio, Pauline, Marie, Rosa y yo fuimos a la estación de ferrocarril para despedir a mi hermano, a Martha y a Anna, los últimos de la lista de Sigmund que iban a salir de Viena. Los tres estaban de pie junto a la ventanilla abierta de su compartimento, y nosotras cuatro, en el andén. Mi hermano tenía a su perrito en brazos. Sonó el silbato del tren, anunciando la partida. El perrito se sobresaltó, y en su pánico mordió el índice de Sigmund. Anna sacó un pañuelo y le vendó el dedo ensangrentado. El silbato sonó otra vez y el tren se puso en marcha. Mi hermano saludó con la mano levantada; tenía uno de los dedos vendado, los cuatro restantes cerrados, y así, con el índice en alto y envuelto en el pañuelo ensangrentado, nos decía adiós.
Más tarde, al recordar la despedida y el dedo ensangrentado de mi hermano, siempre pensaba en su obra Moisés y la religión monoteísta, cuyo manuscrito nos dejó a nosotras, sus hermanas, antes de partir, probablemente por miedo a perder su copia.
«Privar a un pueblo del hombre que celebra como el más grande de sus hijos no es empresa que se acometerá de buen grado o con ligereza, tanto más cuanto uno mismo forma parte de ese pueblo»[2]; así comenzaba Moisés y la religión monoteísta, y con esta frase mi hermano ponía de manifiesto la intención del ensayo: arrancar a Moisés de su pueblo, probar que Moisés no era judío. No sólo proclamaba a Moisés como «un encumbrado egipcio, príncipe quizá, sacerdote o alto funcionario», sino que describía a los judíos de aquella época como totalmente distintos a él: «Una horda de inmigrantes extranjeros, culturalmente inferiores». Se preguntaba por qué una persona tan distinguida abandonaría su tierra junto a aquella «horda de inmigrantes extranjeros, culturalmente inferiores», y encontraba la respuesta: Moisés era seguidor de la primera religión monoteísta, fundada por el faraón Akenatón, quien en el siglo XIV antes de la era cristiana prohibió el politeísmo, impidiendo a sus súbditos, so pena de muerte, adorar a los dioses en los que habían creído hasta entonces a lo largo de miles de años, y proclamando como único dios a Aton. A los diecisiete años de haber implantado la nueva religión, el faraón murió. Los sacerdotes de antaño, reducidos durante el reinado de Akenatón, indujeron al pueblo, que nunca había olvidado a sus antiguos dioses, a destruir los nuevos templos con fanatismo y sed de venganza, y prohibieron el monoteísmo, restituyendo la antigua religión politeísta. Moisés, quien, según la hipótesis de mi hermano, había formado parte de los círculos más próximos al faraón Akenatón, no habría podido renunciar a su servicio al dios Aton, y forjaría el plan de «fundar un nuevo imperio, de hallar un nuevo pueblo al cual pudiera dar, para rendirle culto, la religión desdeñada por Egipto». Así, según Moisés y la religión monoteísta, las tribus judías no fueron elegidas por Dios, sino por Moisés el egipcio: «A éstas las eligió como su nuevo pueblo». En realidad, según mi hermano, en aquella época los judíos todavía no eran un pueblo, sino —afirmaba— tan sólo «tribus semitas» que habitaban una «provincia limítrofe». Al reunir esas tribus, Moisés crearía un pueblo con el objetivo de difundir la fe en Aton, el dios único, emprendiendo con ellas la marcha hacia Tierra Santa. Pero esa gente no era capaz de desprenderse de sus antiguas creencias, de su politeísmo semítico, por eso cualquiera que renegase de la fe en el nuevo dios recibía un severo castigo a manos de los más fieles seguidores de Moisés, por orden de éste. Por eso mi hermano afirmaba que Moisés no murió de viejo, según contaba la Biblia, sino que «los judíos [...] lo mataron y rechazaron la religión de Aton que les había impuesto». ¿Y qué pasó con ellos después de haber matado a aquel que los adoptó como su pueblo, que les convenció de ser el pueblo elegido por Dios? Más tarde se aliaron con otras tribus, emparentadas con ellos, en la región situada entre Palestina, la península del Sinaí y Arabia, y allí, en un lugar rico en aguas llamado Qadesh, bajo la influencia de los madianitas, adoptaron la nueva religión: la adoración de Yahvé, el dios de los volcanes. Según mi hermano, el culto a Yahvé fue difundido entre los judíos por el pastor madianita llamado como el líder egipcio: Moisés. Pero este segundo Moisés, bajo cuyo liderazgo el pueblo judío conquistó la tierra de Canaán, predicaba un dios que era una imagen totalmente opuesta a Aton: Yahvé era adorado por la tribu árabe de los madianitas como «un demonio siniestro y sanguinario que ronda por la noche y teme la luz del día»; como «un dios local, violento y mezquino, brutal y sanguinario; había prometido a sus prosélitos la “tierra que mana leche y miel”, y los incitó a exterminar “con el filo de la espada” a quienes la habitaban a la sazón», o sea, todo lo contrario de lo que enseñaba Moisés, el egipcio, quien les había dado a los judíos «una representación divina más espiritualizada y elevada, la noción de una deidad única y universal, tan dotada de infinita bondad como de omnipotencia, [...] que impusiera al hombre el fin supremo de una vida dedicada a la verdad y a la justicia». Y aunque «el Moisés egipcio jamás estuvo en Qadesh ni oyó el nombre de Yahvé, y el Moisés madianita nunca pisó el suelo de Egipto y nada sabía de Aton», los dos quedaron en la historia como un solo hombre, porque «la religión mosaica sólo la conocemos en su estructura final, fijada por los sacerdotes judíos unos ochocientos años más tarde, en la época posterior al Exilio». A esas alturas, los dos Moisés ya se habían fundido en una imagen única, al igual que Aton y Yahvé, que ya eran un solo dios con caras tan diferentes como la noche y el día, precisamente por tratarse de la fusión de dos dioses.
Moisés y la religión monoteísta no era sólo la búsqueda de la verdad; era un texto que contenía al mismo tiempo una negación (que Moisés no era judío) y una condena (que los judíos asesinaron a Moisés). Y sonaba así, como odio y venganza contra su propio pueblo. Odio contra los suyos, venganza contra los suyos: ¿por qué? Ser judío para mi hermano formaba parte del destino, algo que le había tocado en suerte al nacer, y no era fruto de su libre albedrío. Allí donde no cabía la posibilidad de elección, en la sangre, era judío. Allí donde podía elegir, se había decantado por la cultura alemana: quería pertenecer a ella, sintiendo que los frutos de esa cultura le pertenecían también a él. Hacia el final de su vida, declaró: «Mi lengua es la alemana. Mi cultura y mis logros son alemanes. Intelectualmente me consideré alemán hasta el momento en que me di cuenta de que los prejuicios antisemitas en Alemania y la Austria Germana se estaban exacerbando. A partir de entonces prefiero llamarme judío». Lo dijo exactamente así: «Prefiero llamarme judío», y no «Me siento judío». Cuando le preguntaban qué quedaba en él de su condición de judío si había abandonado todo aquello que pudiera tener en común con los de su linaje (la religión, el sentimiento nacional, la tradición y las costumbres), él solía contestar: «Lo más importante». Nunca decía qué era, pero se sobrentendía: la sangre, aquello que no se puede cambiar. Esa sangre le daba cierta vergüenza.
Al final de Moisés y la religión monoteísta, mi hermano acusaba a los propios judíos de las desgracias que habían sufrido a lo largo de los milenios. En el principio mismo de la creencia religiosa —afirmaba él— estaba el parricidio: la religión, en sus raíces, era un intento de expiar el pecado cometido por los hijos al matar a su padre en la lucha por la supremacía, pasando a venerarlo después como un antepasado divino. El cristianismo, sostenía mi hermano, era un reconocimiento de ese asesinato: por medio de esta doctrina, al matar a Cristo, el género humano reconocía que, en el pasado, había acabado con la vida de su padre. El cristianismo había sido creado por los judíos y difundido por ellos, pero sólo «una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Quienes la rechazaron siguen llamándose, todavía hoy, judíos, y por esa decisión se han separado del resto de la humanidad aún más agudamente que antes. Tuvieron que sufrir de la nueva comunidad religiosa —que además de a los judíos incorporó a egipcios, griegos, sirios, romanos y, finalmente, también a los germanos— el reproche de haber asesinado a Dios. En su versión completa, este reproche rezaría así: “No quieren admitir que han matado a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido redimidos de esa culpa”. Adviértase entonces cuánta verdad se oculta tras este reproche. Por qué a los judíos les fue imposible participar en el progreso implícito en dicha confesión del asesinato de Dios, a pesar de todas sus distorsiones, es un problema que bien podría constituir el tema de un estudio especial. Con ello, en cierto modo, los judíos han tomado sobre sus hombros una culpa trágica que se les ha hecho expiar con la mayor severidad». De esa manera, los judíos se convirtieron en culpables por sus propios sufrimientos; para cualquier violencia cometida contra ellos, mi hermano encontraba una justificación. Lo hizo en el momento en que su pueblo necesitaba ayuda, cuando la sangre que corría en nuestras venas se estremecía ante el terror que en otras épocas había hecho temblar también a nuestros antepasados.
A lo largo de toda su vida, a través de sus obras, mi hermano trató de demostrar que la culpa es consustancial a la especie humana: todos éramos culpables por haber sido niños alguna vez, y cada niño, compitiendo por el amor de su madre, había