Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Agradecimientos
XVII Premio Alfaguara de Novela
Premio Alfaguara de novela
Premios Alfaguara
Sobre el autor
Créditos
A Valeria, mi mundo de adentro
BOLETÍN INFORMATIVO N.º 034
FUERZAS MILITARES DE COLOMBIA
EJÉRCITO NACIONAL
Medellín, 9 de agosto de 1971
El comandante de la IV Brigada, coronel Gustavo López Montúa, se permite informar a la ciudadanía que el día 8 de los corrientes, a las 18.20, fue secuestrado el señor Diego Echavarría Misas en las inmediaciones de su residencia «El Castillo», en el barrio El Poblado de esta ciudad. El secuestro se produjo cuando el señor Echavarría Misas llegaba a su residencia en compañía de algunos familiares y amigos, siendo interceptado por tres antisociales armados, quienes lo redujeron a la impotencia, intimidando a sus acompañantes, y lo transportaron en el vehículo Jeep Comando de placas L4531 color blanco.
Las autoridades hacen un llamado al espíritu cívico de las gentes de bien de la ciudad de Medellín, y del departamento de Antioquia en general, con el fin de que presten su valiosa colaboración a las autoridades informando oportunamente cualquier indicio que pueda conducir a la localización y rescate de don Diego, y a la captura de los secuestradores.
1.
Apenas se oye el viento que opaca desde lo alto, como un manto protector, el rumor encajado de las textileras, de la siderúrgica, de buses, carros, motos y hasta del tren que cruza Medellín en sus últimos viajes. La loma del castillo es empinada y se aleja con arrogancia del bullicio diario. Solo tiene dos carriles pavimentados, un poco más anchos que los neumáticos de los carros. Se llama loma de los Balsos porque alguna vez estuvo sembrada de balsos desde abajo hasta la cima. Los aviones sacuden la tranquilidad de la montaña cuando vuelan pegados a la cordillera. Si alguien va en el lado derecho del avión, puede ver desde el aire el castillo y sus jardines. Y si tiene suerte, puede ver a la princesa saludando con la mano a los que vuelan sobre ella.
Abajo, al fondo, el valle se parte en dos por un río que suelta olores y sobre el que revolotean los gallinazos atentos a lo que salga de las alcantarillas. La corriente lenta arrastra basura, excrementos y espumas, y a lado y lado vivimos un poco más de setecientas mil personas en barrios simples y tranquilos. También hay fábricas que ensucian el aire con humo.
Oímos historias de bandidos y de atracos, del robo a una casa donde se llevaron los cubiertos de plata, o de un asalto a un banco, de peleas en las cantinas, de infidelidades, de algún padre que le pegó un tiro a un muchacho que se escapó con su hija, de un demonio que se le apareció a alguien o de un hechizo con el que alguna mujer se sonsacó un marido.
En el vecindario del castillo hay dos colegios para señoritas, una iglesia, un convento donde las monjas venden recortes de hostias, y nuestras casas: amplias y modernas, entre solares y cañadas. A los árboles llegan tucanes de montaña, barranqueros, azulejos, turpiales, tórtolas y colibríes, a los que la princesa también llama picaflores. En las noches nos dormimos con el ruido de las ranas y las chicharras, y en las mañanas nos despierta el jolgorio de los pájaros. Esos sonidos que oímos son los mismos que arrullan y levantan a la princesa.
Llueve en las noches y en el día brotan las flores mientras nosotros corremos por los lotes baldíos, loma abajo, loma arriba. Nos gusta merodear por el castillo, siempre de lejos por miedo a lo que tienen: torres, sótanos, bóvedas y fantasmas, a pesar de que en ellos vivan princesas y reyes. En este de la loma hay una princesa a la que vemos saltar por los jardines, seguida de una señora sin aliento.
¡Isolde, Isolde!, oímos el vozarrón de Hedda cuando la llama. La niña se escabulle por entre los anturios y las musaendas y el resplandor de su vestido queda enredado en las heliconias. Salta matas en un mundo que todavía no le parece estrecho. Corre, escapándose de Hedda, que la llama a los gritos desde las torres, orientada por la risa de la niña, a quien le hacen gracia la voz de hombre y el acento crudo de la institutriz. Se esconde para obligar a Hedda a salir al sol.
—Isolde, wo bist Du?
Hay un paje, dos mucamas, dos cocineras, un chofer y un jardinero que se llama Guzmán y que le sigue a la niña el juego de esconderse. Hedda le pregunta por ella y él le dice que la vio correteando hace un rato. Hedda la llama con otro grito, la busca un rato más hasta que la vence el sofoco y entra al castillo a tomar agua y aliento para ponerle la queja a Dita.
—No aparece, siempre se esconde cuando le toca clase de bordado. Tampoco llega a la lección de aritmética, no se esmera en geografía, se la pasa metida en la selva.
Dita sonríe al oírla referirse así a su jardín. Lo habrá dicho por los cauchos, los ciruelos, las arecas y los amplísimos samanes. Mira el reloj en su muñeca. Lo mira con tanta frecuencia que da la impresión de estar siempre a punto de salir para algún lado. Dice que es para saber qué horas son en Herscheid, porque ella vive seis o siete horas más temprano. Le dice a Hedda, déjala jugar otros quince minutos.
Hedda no oculta la molestia, no fue para que la desautorizaran que dejó Alemania, y si la niña no va a un colegio como cualquier otra, tiene que seguir las normas para hacer de ella una mujer de bien en un país salvaje. Dita nota el gesto de Hedda, mira el reloj de nuevo y dice, está bien, ya voy a buscarla.
Solo la llama una vez y la niña sale de los helechos, con briznas de hierba en el pelo y cadillos pegados a las medias. Corre hasta su mamá y le dice:
—No quiero entrar a clase.
Dita le promete que después del almuerzo puede salir a jugar de nuevo. Entonces entra resignada a tomar su clase de bordado.
En el salón de las tapicerías la niña borda el animal que había dibujado antes sobre la tela. Un conejo con orejas largas inclinadas hacia atrás, dos dientes grandes y un cuerno en espiral que le sale del centro de la frente. Un almiraj, dijo cuando lo trazó. Hedda resopló, pero cedió con tal de que bordara.
Después toma chocolate caliente con pandequeso en el comedor auxiliar, con Hedda y su mamá. Y cuando termina, le recuerda la promesa que le hizo de dejarla salir otra vez al jardín.
—Todavía hay sol —dice, y corre hasta la ventana.
La institutriz respira hondo, pero antes de que alguien pueda decir algo, antes de que Dita pueda arrepentirse o de que una nube tape el sol, o de que el mismo sol se meta detrás de las montañas, antes de que aterrice el último avión del día, solo un poco antes de que suenen las sirenas de las fábricas para que los obreros se vayan a casa, justo antes sale la princesa al jardín y sube al bosque, alumbrada por la última luz de la tarde y acariciada por las ráfagas tibias de los vientos de su reino.
Ya no está Guzmán para vigilarla. Entró a su casita, en un costado de los jardines, y escucha en el radio las noticias de la tarde. Hedda está encerrada en el cuarto y se pregunta, como todos los días, qué estoy haciendo aquí en este país de bestias, aplastando cucarachas con los pies y zancudos con las manos, lejos de ti o al menos lejos de tu recuerdo, más lejos de tu silencio con un océano de por medio. Las cocineras, en las despensas, se ingenian los platos para la cena y las mucamas planchan las sábanas y los cubrelechos. Dita, sentada al tocador frente al espejo, se echa laca en el pelo, se pone polvo y perfume como una esposa que al final del día espera a su marido.
A Medellín lo cubre una luz gris, tanto que don Diego, sentado atrás en la limusina, le dice a Gerardo, prenda las luces, hombre, ya casi no se ve nada. Desde la ventana donde suspira, Hedda es la primera en ver las luces del carro por el camino de cipreses. Entonces corre abajo y corre afuera.
—¡Isolde, Isolde, ya llegó tu papá! —grita hacia el jardín, y justo en ese momento suena el pito y Guzmán sale apurado a abrir la reja. Dita se levanta del tocador y alisa su falda. Las mucamas y las cocineras dicen, ¡llegó el señor! Hugo, el paje, camina derecho, con pasos cortos y rápidos hasta la puerta principal, y maldice porque siempre que se pone los guantes se le van dos dedos donde solo cabe uno.
Gerardo abre la puerta de la limusina y don Diego se baja, vestido de negro de la cabeza a los pies. Respira profundo el olor de las azucenas y va hasta las escaleras amplias donde lo reciben Hugo y su venia.
La niña sale del bosque saltando sobre hortensias, crisantemos, santolinas y begonias. Esquiva las raíces de los cauchos que brotan de la tierra como anacondas. Don Diego oye los pasos que vienen en carrera, oye el jadeo y el esfuerzo de ella por llamarlo en medio de la emoción. La ve abajo del porche, a su princesa, que brilla en la penumbra con el pelo hecho un disparate: cuatro cadejos enroscados le caen como los cuernos de un gorro de bufón, en el centro le sale un mechón en cono y en la punta, una flor.
2.
—Antes de volverme malo, yo también quería decirle como usted, Isolda mía, abrazado a ella. Yo no quería su plata, doctor, quería a su hija. Yo también la espiaba al igual que sus vecinitos, esos niños ricos que merodeaban por su castillo todo el día.
Don Diego apenas parpadeó, con los ojos puestos en un punto cualquiera de la pared. El Mono Riascos se quedó esperando a que dijera algo, pero don Diego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, como lo hacía en su castillo cuando quería olvidarse del mundo. El Mono miró su taza con fastidio: en el fondo reposaba un asiento de nata grumosa. Ya entiendo por qué no come, dijo, y puso la taza a un lado. Lo que no entiendo, continuó, es por qué no facilita las cosas para que pueda salir de aquí. Llamó al Cejón, ¡Cejón!, y le pidió que se llevara las tazas. Me tomé esa porquería, le dijo, y mire lo que me salió en el fondo. El Cejón miró la nata espesa sobre el ripio de café y levantó las cejas.
—Es la leche —dijo.
—Pues claro que es la leche —dijo el Mono—, pero por qué no le consiguen leche fresca, por aquí hay vacas para donde uno mire.
—Nos advertiste que no saliéramos —le alegó el Cejón.
—Sí —le refutó el Mono—, pero también les dije que me atendieran bien a don Diego, y lo primero es lo primero, ¿o no, mi doctor?
Don Diego seguía con los ojos cerrados y respiraba pesadamente, abrazado a sí mismo, mortificado por el frío de Santa Elena.
—Mañana me le traen leche recién ordeñada, se la sirven bien hervida para que no le caiga mal y con lo que sobre le hacen quesito —ordenó el Mono, siempre mirando a don Diego, nunca al Cejón—. Y ahora váyase y llévese eso.
El Mono caminó por el cuarto cuando el Cejón cerró la puerta. Le echaba miradas a don Diego, que seguía quieto, como dormido. Ya le dije que una de mis virtudes es la paciencia, entre muchas otras, le dijo el Mono. Me podía quedar toda una tarde atisbando a Isolda en el jardín, sentado en la rama de un árbol, con el culo tallado y usted me perdonará la expresión, pero es que a la hora de estar ahí ya no sabía cómo acomodarme, así me cambiara de rama era lo mismo, y cuando ella no salía se sentía más la incomodidad. Y los aguaceros. Usted sabe que cuando en Medellín llueve, llueve con rabia, y más en su castillo, donde se mete el frío de la montaña. ¿Tiene frío, don Diego? El Mono le pasó la cobija. Tenga, arrópese, le dijo. Don Diego miró la cobija empolvada y rota, frunció los labios y el Mono no supo si fue por molestia, por humillación o por tragarse su silencio intransigente. Era muy poco lo que había hablado desde que dijo, por mí no van a pagar ni un peso.
—Lo peor eran los aguaceros y el viento —continuó el Mono, enruanado, con las manos en los bolsillos y todavía de pie—. Pero valía la pena la espera. Cuando su hija salía era como si... —el Mono notó que don Diego apretaba los ojos y se quedó callado hasta que vio que volvió a aflojarlos—. El jardín resplandecía —siguió el Mono—, soplaba una brisa tibia y cuando se reía era como si, como si... —la emoción lo dejó sin palabras hasta que dijo—: Incluso paraba de llover cuando ella salía y ya no me importaba que las ramas fueran duras, lo único que de verdad me preocupaba era que alguno de ustedes me fuera a descubrir —el Mono acercó un butaco de madera y medio chueco—. Con su permiso me siento.
Don Diego abrió los ojos y como el Mono lo estaba mirando, por un segundo, y por primera vez en la noche, se cruzaron las miradas. Luego don Diego volvió a lo suyo, a los ojos cerrados, a la cabeza inclinada hacia atrás, al frío de los huesos.
—Era como si saliera el sol —dijo el Mono—, y a mí me daba susto que tanta luz me fuera a delatar por más que me escondiera en las ramas más tupidas. Aunque yo sabía cuidarme, porque lo de Mono no me viene de lo rubio que fui cuando chiquito sino de mi habilidad para encaramarme en los árboles —el Mono intentó reírse, pero le salió un gemido.
Afuera del cuarto hubo un estruendo de risas que molestó al Mono, como si lo hubieran escuchado y se estuvieran burlando, pero apenas oyó la carcajada de Twiggy entendió el desorden y se molestó más. Se estregó la cara con las manos, se rascó la cabeza, se revolvió el pelo y dijo, con resignada desesperación, por qué las mujeres serán tan cabeciduras. De un envión abrió la puerta y les gritó que se callaran.
Quedó un silencio tan dramático que lo único que se oyó en el cuarto fue la respiración apretada de don Diego, que seguía despierto con los ojos cerrados. Afuera gorjeó una gallinaciega, pit, pit, pit, que le recordó a don Diego las que anidaban en las matas del castillo.
—¿De qué se ríe? —le preguntó el Mono y don Diego volvió a ponerse serio—: ¿De los de afuera?, ¿de mí?, ¿se está riendo de mí? —el Mono Riascos se rio con una risa falsa y dijo—: Eso sí que está bueno —como un perro le dio dos vueltas al butaco antes de volver a sentarse, apoyó la cabeza en la pared y dijo—: Vamos a ver si cuando termine todo esto le van a quedar ganas de reírse, don Diego. ¿O es por ella?, ¿se acordó de algo de ella?, ¿sonrió por nuestra Isolda?
Don Diego abrió los ojos con furia.
—¿Nuestra? —dijo.
El Mono, ahora sí, se rio de verdad. A mí me pasa igual cuando la recuerdo, a veces, sin darme cuenta, me pillan riéndome por nada, me preguntan si me estoy acordando de alguna diablura pero me pasa como a usted, doctor, es por ella, sonrío por nuestra Isolda, así usted se enfurezca cuando digo nuestra.
El Mono se levantó y caminó hasta la ventana trancada con tablones y largueros, clavados con resentimiento contra el muro y los postigos. Caminó despacio, moviendo los labios como si hablara consigo mismo. De pronto alzó un poco la voz para que el viejo oyera lo que recitaba casi en silencio:
—La vida es buena para aquel que la sufre y la soporta. Yo que siempre la tuya he visto llena de martirios, angustias y congojas, con la playa de infecunda arena, más dichas te daré, que verdes hojas los árboles frondosos a los nidos, y la tarde, al ocaso, nubes rojas.
Se calló de repente y miró a don Diego con curiosidad. Vio que respiraba más rápido, con más ahogo y con la cara enrojecida. Yo sé, doctor, que a usted no le gustan los poetas de ruana, pero si no fuera por el maestro Flórez no habría aguantado tanto tiempo esperando a que Isolda saliera. Me aprendí todos sus versos. Ahora, ya mayor, es que se me han ido olvidando. Me los aprendí para recitárselos a ella. El Mono se quedó pensativo y caminó hasta otra silla. No se sentó, sino que apoyó las manos en el espaldar. Y mire cómo es la vida, dijo, mire a quién me tocó recitárselos. Suspiró y añadió, y en qué circunstancias. Con los dedos tamborileó en la silla. Miró su reloj y se excusó, qué pena, don Diego, pero tengo que interrumpir nuestra conversación. Tengo muchos asuntos por resolver. Entre otras cosas, debo llamar a su casa, hace días que no hablo con ellos. No me quieren pasar a su señora, ella dizque no quiere hablar conmigo.
—Gracias, Dita —susurró don Diego.
—¿Qué dijo? —preguntó el Mono, pero don Diego no repitió—. Igual yo cumplo con llamar, si quieren dejarlo aquí, ya es cosa de ellos.
El Mono volvió a tamborilear en el espaldar, esperó en silencio a ver si don Diego hacía otra cosa que no fuera quedarse quieto mirando al techo, incómodo sobre un catre viejo.
—Que pase buena noche —le dijo el Mono.
Salió y le puso candado a la puerta. Caminó cabizbajo por el pasillo oscuro y encontró a los otros en la sala, cuchicheando entre risas.
—Mono, Monito —Twiggy saltó y se paró frente a él. Le sonrió como si no pasara nada.
—¿Vos es que no entendés? —le reclamó el Mono—. ¿En qué idioma tengo que hablarte?
Twiggy pestañeó rápido con sus ojos cargados de rímel. Me hacés falta, Monito, dijo aniñando la voz. Te extraño, necesito verte. No vengás, le dijo el Mono, si te necesito te busco y punto. Twiggy agarró con las manos el dobladillo de su minifalda verde eléctrico, como si de esa falda dependiera su vida, y dijo:
—Es que si yo no te busco, vos no me buscás.
—Ya —dijo el Mono levantando la mano. Se paró en medio del salón y miró al Cejón, a Carlitos y a Maleza—. ¿Dónde está Caranga? —les preguntó.
—Salió a buscar leche —dijo el Cejón.
—¿A esta hora?
—Esa fue tu orden.
—Dos potreros más allá hay unas vacas —dijo Maleza.
—¿Salió a ordeñar a esta hora? —insistió el Mono.
—No —aclaró el Cejón—, van a traerse una vaca. Es mejor tenerla aquí para no tener que salir.
El Mono tuvo que sentarse. Otra vez se restregó la cara y se revolvió el pelo. Entonces ¿fueron a robarse una vaca?, preguntó ofuscado. Esa fue tu orden, dijo el Cejón. De un tirón, el Mono se quitó la ruana. Qué hijueputas tan brutos, dijo. Twiggy se sentó a su lado, a cierta distancia. Dije que consiguieran leche, explicó el Mono, no que se robaran una vaca. Pero Mono, dijo el Cejón, la tienda más cercana queda a una hora. El Mono lo interrumpió, entonces mañana el dueño de la vaca se da cuenta de que le falta una, la busca, no la encuentra, se va para la estación de policía, pone la denuncia, luego los tombos empiezan a averiguar entre los vecinos, ¿sí me estás poniendo atención, Cejón?, y qué pasa, a ver, ¿cuál de ustedes me puede decir qué pasa cuando la policía aparezca por acá buscando la puta vaca?
Ninguno habló hasta que Twiggy dijo:
—Yo acabo de llegar, Mono, no sé de quién fue la idea.
—¡Imbéciles! —estalló el Mono, y Twiggy se apartó un poco más, mordiéndose los nudillos. Él tomó aire para calmarse y dijo—: Carlitos, salí y decile al Pelirrojo que busque a Caranga y que se devuelva ya.
Carlitos, fruncido, miró al Cejón.
—¿Qué pasa? —preguntó el Mono.
—Es que el Pelirrojo también se fue con Caranga —dijo el Cejón.
El Mono se paró, metió las manos en los bolsillos, caminó despacio alrededor de la mesa de centro y luego la levantó de una patada. Todo lo que había encima voló por los aires: revistas, vasos, un cenicero y los platos de peltre. Una botella de gaseosa quedó girando en el piso y cuando terminó de voltear, el Mono preguntó:
—Entonces ¿no hay nadie de guardia?
3.
Yo no conozco a nadie que se vista como él, ni que tenga paje y limusina, ni mucho menos que viva en un castillo como los de Francia, ni que tome el té en una terraza rodeada de fuentes, con monstruos de cemento que botan agua por la boca. Nunca he oído de otros niños que no tengan que ir al colegio sino que estudien en su casa, como Isolda, con una institutriz extranjera y maestras particulares. Para nosotros ir a Europa es como ir a la Luna y ellos van cada año como si fuera allí no más. Él tiene todo tan puesto, tan armonioso, tan perfecto que las vidas y las casas de los que habitamos alrededor del castillo parecen simples, a pesar de que son casas grandes, nos damos gustos y vivimos bien.
Lo de ir a la Luna lo digo porque todos queremos ser astronautas desde el mes pasado, cuando un hombre pisó por primera vez la Luna frente a nuestros ojos pegados al televisor. La señal venía de muy lejos y a veces la imagen se retorcía como si le costara atravesar la atmósfera, pero así y todo nos mantuvo atentos hasta la madrugada. Y felices, porque con ese primer paso el presente ya es cosa del pasado y el futuro, el tiempo que empezamos a vivir.
Mientras muchos duermen, don Diego llena el castillo con la música de Wagner, o de cualquier otro. Isolda aprovecha para bajar en puntillas con las pantuflas que tienen bordadas sus iniciales y la madera de la escalera cruje pero el ruido se pierde en la orquesta. Ella sale por una de las puertas de atrás y camina en lo oscuro hasta donde no llega el resplandor del castillo, hasta el punto donde, a la altura de sus ojos, aparece el firmamento de cocuyos.
Dita, en su habitación, mira el reloj y piensa en su hermana en Alemania, dormida y tapada con el edredón hasta las narices. Hedda, con el pelo suelto, escribe una carta y busca las palabras precisas para llenarla con dolor y despecho. No hagas más enorme esta distancia con tu silencio, con tu indiferencia, necesita palabras de reclamo que no hieran o la dejen sin la esperanza de recibir respuesta. Desesperada, arruga el papel y lo bota al suelo. Maldita música, maldito Wagner, malditos estos zancudos que me devoran, maldita distancia. Maldice en alemán, en inglés y en español.
Aparte de las angustias de Hedda, todo parece estar en calma. Arriba, don Diego pasa una página más buscando comprender la ambigüedad de Jünger o, simplemente, intenta descifrar los misterios de la vida diaria. Dita se cepilla el pelo antes de irse a la cama, tal como le enseñó su madre, como a las dos les enseñó la abuela. Lo cepilla antes de acostarse y en la mañana se lo recoge atrás con una moña que le da un aire de alcurnia. Junto a la fuente croan las ranas y el silencio de la noche lo atraviesan murciélagos, lechuzas, mochuelos, zarigüeyas y perros. Y todos, el paje y las criadas, el jardinero, la institutriz con su desasosiego, el padre y la madre hacen a Isolda durmiendo a esa hora.
Ella atraviesa el bosque como un astronauta suelto en el espacio abierto, maravillada por el centelleo de las luciérnagas y escoltada por cinco almirajes que hurgan con el cuerno entre los arbustos para espantar los bichos que puedan asustarla. Isolda lleva un frasco de vidrio con la tapa perforada, y a él entran las luciérnagas sin tener que cazarlas. Son solo un préstamo, así se lo ha prometido a los almirajes. Más tarde, cuando vuelva a su cuarto, quitará la tapa para que salgan volando mientras ella se duerme, y en la mañana abrirá la ventana para que regresen al bosque.
A los demás nos despierta el sol, o la dulzaina de un afilador, el silbido de una cafetera o el cansancio de haber dormido lo suficiente en una ciudad donde se mira mal la pereza. Nobles y plebeyos nos ponemos de pie muy temprano dispuestos a capotear necesidades, alegrías y tristezas. Y ella, la princesa, a lidiar con su soledad y a estudiar la vida de los muertos.
4.
Medellín tenía un letrero a lo Hollywood pegado en la montaña, más arriba del barrio Enciso, no muy lejos de la casa donde vivía el Mono Riascos, con el nombre de una empresa textil. Coltejer, decían las letras que de noche alumbraban de verde neón.
—Esa empresa la fundó un pariente suyo, don Diego, ¿no cierto? —dijo el Mono—. Hasta ese letrero subía yo de joven con el Cejón y con Caranga, a ver Medellín desde arriba, mucho más arriba que los aviones que aterrizaban en el Olaya Herrera, más alto que los gallinazos que planeaban sobre el río. Allá hacíamos planes, aunque todavía no se me había cruzado usted por la cabeza, doctor. Los planes eran sueños de muchachos que querían hacerse ricos. Muchachos que aparte de dormir no teníamos mucho que hacer. A veces las nubes pasaban tan bajitas que creíamos que las podíamos tocar y la mariguana nos ayudaba a volar. Hablábamos de cosas que no teníamos. Caranga hablaba de la guitarra de Jimi Hendrix y cantaba Purple haze all in my brain, y seguía cantando sin saber inglés.
—¿Qué significa purple haze, Caranga? —le preguntó el Cejón.
Caranga soltó la guitarra imaginaria, inspiró con la nariz apuntando al cielo, levantó los brazos como un vencedor y dijo, es algo poderoso, my friend.
El Mono les habló de un Plymouth Barracuda, azul metálico, coupé, con motor V8, como el que tenía don Abelardo Ramírez, el dueño de los billares de la Primero de Mayo, que cuando pasaba tronando les paraba el pelo engominado a los hombres y a las mujeres les daba dizque un no sé qué.
—¿Y vos para qué querés un carro si ni siquiera sabés manejar? —comentó el Cejón.
—Pues para eso, precisamente, Cejón güevón.
—Yo me contentaría con una pickup —alegó.
—Vos te contentás con nada —lo interrumpió mientras Caranga volvía a coger la guitarra de Jimi Hendrix.
—Ese letrero era parte de ella. Las ocho letras en sus andamios cuentan la historia de nuestra Isolda, don Diego. Y marcan un territorio. Así como los gringos nos mostraron que la Luna era de ellos cuando le clavaron su bandera, así marcaron ustedes Medellín con el letrero de Coltejer. ¿Usted no ha subido? Debería ir y pararse debajo de la E, la letra de su apellido, para que vea lo chiquito que uno se ve.
Don Diego ni lo miró. El Mono soltó un suspiro para retomar el recuerdo de otra época:
—Pará de cantar, Caranga, dejá la berreadera y primero aprendé a hablar inglés.
—Mono, dejame ser feliz, ¿sí?
El Cejón no volvió a hablar desde que el Mono le dijo que él se contentaba con nada. Se sentó debajo de la R y se puso a mirar para el frente. Caranga le hizo caso y dejó de cantar, aunque siguió haciendo ruidos de guitarra eléctrica.
—Algún día le voy a comprar ese carro a don Abelardo —dijo el Mono.
—Cuando llegue ese día —sentenció Caranga—, va a haber un millón de carros más nuevos.
El Mono botó el porro de un papirotazo, antes de quemarse los dedos. Se levantó, se sacudió los pantalones y se fue.
—Le decía, don Diego, que al lado de las letras uno se ve insignificante, aunque en la montaña lo que se ve chiquito es el letrero. Y no demoran en llegar hasta ahí los barrios de invasión. No sé qué irá a pasar con el letrero, entonces. Yo no he vuelto por allá desde que me dio por ir a su castillo. Pero allá arriba, alumbrado por el resplandor verde, mirando titilar a Medellín, fue que decidí que por encima de todo, incluso de mi vida, su princesa, don Diego, sería para mí.
El Mono pegó la frente y los diez dedos contra la pared y, embelesado, le recitó al muro:
—Si a la lucha me provocas, dispuesto estoy a luchar; tú eres espuma, yo, mar que en sus cóleras confía...
—Qué mal verso —lo interrumpió don Diego.
—Recitar no es mi fuerte —dijo el Mono.
—Así lo recitara el mismo Julio Flórez seguiría siendo malo —insistió don Diego.
El Mono metió una mano debajo de la camiseta y se rascó la barriga. Sacudió la cabeza para despejarla de la molestia que la fue llenando.
—Isolda recitaba muy bello —susurró don Diego. El Mono paró de rascarse pero dejó la mano metida bajo la camisa, para calentarla.
—¿Y qué recitaba? —preguntó.
Don Diego le respondió con desgana nombres que al Mono no le decían nada: Verlaine, Hugo, Darío... Se aprendió incluso varios poemas en francés, enfatizó don Diego, y luego se quedaron callados. Empezaban a acostumbrarse a los silencios.
—Recitaba —murmuró después el Mono, con emoción.
Don Diego siguió sentado en el catre, recostado en la pared mohosa, con la cobija hasta el pecho. Los niños crecen muy rápido, empezó a decir, mirando a la nada. Uno se acostumbra a su risa y a los alborotos, y el día menos pensado crecen y dejan de sonar como niños, y ahí es cuando uno comienza a extrañar su bulla y sus carcajadas.
El Mono botó el aire que había contenido mientras don Diego hablaba. Luego le preguntó, ¿por qué no tuvo más hijos? Don Diego lo miró y algo empezó