Los hijos

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Nota del autor

Bibliografía

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Para mis hijas,

Pamela Frances

y

Catherine Gay

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Resulta difícil escribir acerca de las ambiciones de la gente que nunca se hizo muy rica, que no fundó ninguna dinastía ni ninguna empresa duradera, y que vivió en las categorías media e inferiores del mundo de los negocios, pues casi nunca constan en ninguna parte.

Pero el carácter de una sociedad se ve enormemente influenciado por la forma que tomaron esas ambiciones, y por hasta qué punto quedaron colmadas o frustradas.

 

THEODORE ZELDIN

France, 1848-1945: Ambition and Love

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1.

 

En invierno la playa estaba fría y solitaria, y la isla quedaba humedecida por las gélidas rociadas de las olas del océano que azotaban implacables los malecones, y las vigas cubiertas de algas que sustentaban las casas blancas situadas sobre las dunas crujían tan silenciosas como los cangrejos que reptaban a su lado.

El paseo marítimo, que en verano era un lugar festivo de parejas bronceadas y globos infantiles, de melodías de tiovivo y luces de colores que giraban por la noche en la noria, en invierno quedaba ocupado por centenares de gaviotas que se posaban sobre la barandilla de hierro encarada al viento. Cuando no descansaban, se pavoneaban delante de las puertas cerradas de las tiendas ahora vacías, o describían círculos por el cielo, con una almeja en el pico que pronto dejarían caer sobre el paseo marítimo con un ruido de salpicadura. A continuación bajaban en picado y se lanzaban sobre la carne expuesta, picoteando y tirando hasta que no quedaban más que las esquirlas irregulares, saladas y blancas de las conchas vacías.

A mitad de invierno, el paseo esparcido de conchas era un inmenso cementerio de almejas, y, desde lejos, el suelo plano, alargado y elevado del paseo marítimo parecía un portaaviones varado que sufriera el ataque de unos bombarderos suicidas; y en extraña yuxtaposición, en medio de la niebla, detrás de las dunas, asomaban los restos oxidados de lo que antaño fuera una esbelta embarcación de cuatro mástiles que durante una galerna, en el invierno de 1901, había encallado en aquella pequeña isla del sur de Nueva Jersey llamada Ocean City.

La embarcación de casco de acero, que exhibía una bandera británica y alardeaba de unos mástiles de cuarenta y cinco metros, navegaba con rumbo norte siguiendo la costa de Nueva Jersey en dirección a la ciudad de Nueva York, donde debía entregar un cargamento navideño valorado en un millón de dólares que había recogido cinco meses antes en Kobe, Japón. Pero en mitad de la noche, mientras gran parte de la tripulación se emborrachaba de ron y cerveza en un brindis prematuro por el final del largo viaje, se desató una terrible tormenta y destruyó las velas del barco, partió los mástiles y lo empujó a un banco de arena a menos de cien metros del paseo marítimo de Ocean City.

Despertados por las bengalas de auxilio que centelleaban en la noche, los alarmados residentes de Ocean City —una comunidad conservadora fundada en 1879 por pastores metodistas y otros prohibicionistas que deseaban establecerse en una isla de abstinencia y decoro— corrieron para socorrer a los marineros, y pronto descubrieron que se hallaban un tanto maltrechos, pero por lo general ilesos, apestando a sudor, agua salada y alcohol.

Después de haber acompañado a la orilla a los treinta y tres hombres de la tripulación, les dieron refugio y los alimentaron durante días bajo los auspicios de los abstemios ancianos y las esposas de los pastores de la localidad; y mientras los marineros expresaban su gratitud por dicha hospitalidad, en privado maldecían su destino por haber naufragado en una isla tan sobria y tranquila. Pero las autoridades náuticas británicas pronto los reubicaron, y todo lo que se pudo salvar del cargamento se transportó a Nueva York en barcazas, donde se vendió a precio de saldo. Y la población regresó al tedio invernal.

Sin embargo, la enorme embarcación permaneció para siempre alojada en aquella arena suave y blanca: inamovible, hundiéndose poco a poco, una imagen que recordaba diariamente a los píos guardianes de Ocean City las nefastas consecuencias de la intemperancia. Pero cuando yo era niño, a finales de la década de 1930, más de treinta años después del naufragio —cuando, con la marea baja, los restos visibles consistían tan solo en el borde de la cubierta superior incrustado de percebes, la corroída barra del timón y un único mástil torcido—, consideraba aquella embarcación un símbolo de la aventura y el riesgo; y durante mi infancia, mientras paseaba por la playa, me quedaba embelesado con exóticas fantasías de noches en puertos extranjeros, combatiendo las olas y el viento en compañía de hombres disolutos, escapando a los rígidos confines de aquella isla en la que había nacido y donde nunca acababa de encontrarme a gusto.

Me veía como un forastero, un extranjero, un vagabundo que, al igual que los marineros del naufragio, había llegado allí por accidente. Me sentía distinto de mis amigos en casi todo: diferente en el corte de la ropa, la comida que llevaba en la fiambrera, la música que oía en el tocadiscos de mi casa, las ideas y los pensamientos más íntimos que revelaba en aquellas raras ocasiones en que me mostraba abierto y sincero.

Era de piel olivácea en una población de gente pecosa, y ni siquiera me sentía emparentado con mis progenitores, sobre todo con mi padre, que ciertamente era un extranjero: un hombre singular en su actitud y su manera de vestir, al que no me parecía nada y con el que nunca me pude identificar. Esbelto y elegante, de pelo ondulado y oscuro y un bigotillo color teja, mi padre hablaba inglés con acento y recibía cartas con unos sellos de aspecto extraño.

Las cartas contenían a veces fotografías de soldados que llevaban un uniforme con insignias y charreteras que no se parecían en nada a las que había visto en los carteles de reclutamiento que cubrían la isla. Eran mis tíos y mis primos, me explicó un día mi padre a principios de la Segunda Guerra Mundial, cuando yo tenía diez años; combatían en el ejército italiano, y —era innecesario que lo añadiera— entre sus enemigos se hallaba el gobierno de los Estados Unidos.

Cada semana, cuando veía el noticiario en el cine local, aquel hecho me inquietaba más y más; junto a mis compañeros de clase, que nada sabían, contemplaba con íntimo horror la destrucción, por parte de los bombarderos aliados, de pueblos de montaña y ciudades del sur de Italia con los que estaba emparentado a través de una relación históricamente inoportuna con mi padre italiano. Casi esperaba ver en la pantalla, en cualquier momento, mirándome desde un camión del ejército de los Estados Unidos cubierto de polvo y lleno de prisioneros italianos de pelo alborotado inmovilizados a punta de rifle, alguna cara triste que pudiera identificar con alguna de las fotografías de mi padre.

Por otro lado, mi padre, durante los años de la guerra, no pareció compartir mi confusa idea del patriotismo. Formaba parte de un comité de ciudadanos que patrullaba la costa y que de noche hacía guardia en el muelle. Vigilaban con binoculares bajo las farolas del paseo marítimo, que en el lado del océano estaban pintadas de negro para que no las descubrieran los submarinos enemigos.

Apareció en los titulares del periódico local después de pronunciar un aclamado discurso en el Rotary Club en el que reafirmó su lealtad a la causa aliada, declarando que si no fuera demasiado mayor para ir a combatir (tenía treinta y nueve años), probablemente ya formaría parte de las tropas estadounidenses que estaban en el frente, enfundado en un uniforme cortado y cosido de manera entusiasta por sus propias manos.

En su pueblo natal había aprendido el oficio trabajando con un sastre, y más tarde había sido ayudante de cortador en una importante tienda de París donde trabajaba un primo suyo italiano mayor que él. Mi padre había llegado a Ocean City en 1922 de manera impulsiva a los dieciocho años, tras un viaje accidentado, con muy poco dinero, un amplio guardarropa, y el aspecto de un hombre que sabía exactamente adónde iba, cosa que, de hecho, no podía estar más lejos de la verdad. No conocía a nadie en la ciudad, apenas hablaba el idioma, y sin embargo, con una seguridad en sí mismo que siempre me ha desconcertado, se adaptó a esta isla singular con la misma facilidad con que podía cortar tela de cualquier talla y forma.

Tras fijarse en un cartel de «Se vende» en el escaparate de una sastrería del centro de la ciudad, se acercó al asmático propietario, que estaba desesperado por abandonar la isla en busca del clima más seco de Arizona. Tras una breve negociación, mi padre adquirió el negocio, comenzando así una prolongada y ardiente campaña para llevar la moda desenfadada que solía verse por los bulevares continentales a los comparativamente continentes hombres de la costa del sur de Jersey.

Pero después de decorar sus escaparates con maniquíes de cara larga, que llevaban un cigarrillo en la mano y un borsalino en la cabeza, y de cubrir sus mostradores con rollos de exquisitas telas importadas —y exhibir en las paredes un emblema tan presumiblemente convincente como el diploma de su maestro francés flanqueado de querubines y una diosa griega—, mi padre vendió tan poco durante el primer año que al final se vio obligado a introducir en su tienda un truco muy poco digno llamado el Club del Traje.

Al precio de un dólar por semana, los miembros del Club del Traje imprimían sus nombres y direcciones en unas tarjetitas blancas, las cuales, después de colocarlas en un sobre sin marcar, se depositaban en un jarrón grande y opaco colocado de manera prominente sobre una mesa cubierta de terciopelo situada junto a una fotografía publicitaria en la que se veía a un hombre y una mujer muy atildados, posando con un galgo en la pradera de una recargada casa solariega.

Cada viernes por la noche, justo antes de la hora de cerrar, mi padre invitaba a uno de los miembros del Club del Traje allí reunidos a cerrar los ojos y sacar un sobre del jarrón, que revelaba al afortunado ganador de un traje gratis que sería confeccionado con la tela que seleccionara ese individuo; tras probárselo dos veces, al cabo de siete días ya podría llevarlo.

Puesto que pronto hasta trescientas y cuatrocientas personas pagaban un dólar por semana para participar en esa rifa, mi padre ganaba con cada traje gratuito un beneficio que quizá ascendía al triple del coste medio de un traje hecho a medida en aquellos días, por no hablar del dinero adicional que obtenía cuando tentaba al ganador masculino a comprar unos pantalones extra a juego.

Pero la bonanza de mi padre terminó de golpe un día de 1928, cuando alguien —posiblemente un sastre rival— envió una queja anónima al ayuntamiento, afirmando que el Club del Traje era una forma encubierta de juego a todas luces ilegal según los estatutos de la ciudad; así acabó para siempre el compromiso a tiempo completo de mi padre con la vida respetable pero precaria de un artista de la aguja y el hilo. Mi padre no había descendido de una montaña empobrecida del sur de Italia y renunciado a las luces esplendorosas de los escaparates de París para, tras navegar miles de kilómetros hasta las costas más oportunistas de los Estados Unidos, acabar como un sastre pobre en Ocean City, Nueva Jersey.

Así que se diversificó. Se anunció como un peletero de señoras capaz de transformar o remodelar abrigos viejos y proporcionar relucientes abrigos nuevos (que le conseguía en depósito un inmigrante ruso judío que residía en la vecina Atlantic City), y amplió su tienda para dar cabida a un almacén de pieles refrigerado, alargando la parte de atrás del edificio para incluir una tintorería supervisada por un diácono baptista negro que durante la Ley Seca también llevaba un pequeño negocio de tráfico de licores. Posteriormente, en la década de 1930, mi padre añadió una boutique para señoras, y tuvo como socia y esposa a una mujer de buenas medidas que antes había trabajado de encargada de compras en unos grandes almacenes de Brooklyn.

La conoció en una boda italiana celebrada en aquel barrio en diciembre de 1927. Ella era dama de honor, una mujer elegante y esbelta de veinte años, de ojos oscuros y tez clara y un estilo que mi padre inmediatamente reconoció como femenino y agradable. Después de unos cuantos bailes en la recepción, bajo la atenta mirada de los padres de ella y la mirada ceñuda del saxofonista de la banda, con el que ella había salido hacía poco en una discreta cita doble, mi padre decidió aplazar su marcha de Brooklyn un día o dos para poder congraciarse con ella. Y lo hizo con tanta gracia que al cabo de un año estaban prometidos, y seis meses después se casaron tras comprar una casita blanca cerca de la playa de Ocean City, donde, en el invierno de 1932, yo nací y me desperté en adelante cada mañana con el olor del café expreso y el rugido de las olas.

El primer recuerdo que tengo de mi madre es el de una figura solitaria y distinguida que camina entre el viento del paseo marítimo empujando un cochecito de niño con una mano mientras con la otra mantiene en equilibrio un sombrero con plumas de los que entonces estaban de moda, para que no se incline ante el ímpetu del viento.

A medida que iba creciendo averigüé que era una mujer que le daba mucha importancia a la pulcritud en el aspecto, a que la ropa sentara perfectamente y las costuras estuvieran rectas; y, excepto cuando se colocaba sobre un pedestal de la tienda, mientras mi padre le tomaba las medidas para un vestido nuevo, prefería mantenerse a distancia de los demás, conversar con los clientes con el mostrador de por medio y comunicarse con sus amigos más por teléfono que en persona. En las raras ocasiones en que sus parientes de Brooklyn venían a visitarnos, observaba lo rápidamente que apartaba el rostro tras ofrecer la mejilla para un beso de saludo. Una vez, antes de que yo fuera a la escuela, y mientras la acompañaba a hacer un recado, intenté cogerle la mano, y la busqué en el bolsillo de su abrigo no solo por el calor, sino para sentir más cerca su presencia. Pero cuando intenté cogerle la mano, ella, con amabilidad pero con firmeza, la apartó.

Parecía incapaz de mantener contacto íntimo con nadie que no fuera mi padre, al que sin duda adoraba hasta el punto de excluir a todos los demás; y durante toda mi infancia tuve la persistente impresión de que yo era una especie de huérfano bajo la custodia de una pareja compatible cuyo modo de vida resultaba extraño y desconcertante.

Una noche, mientras cenábamos, de manera despreocupada cogí una hogaza de pan italiano y la coloqué boca abajo en el cesto. Mi padre se puso furioso y, sin más explicaciones, colocó la hogaza en la posición correcta y me exigió que aquello no volviera a repetirse. Cada vez que íbamos al cine juntos nos salíamos antes del final, posiblemente por la incapacidad o nula disposición de mis padres para sintonizar con lo que contaba la película, ya fuera un drama o una comedia. Y aunque pasaron toda su vida de casados viviendo junto al mar, jamás los vi navegar, pescar ni nadar, y casi nunca se aventuraban a ir siquiera a la playa.

En el caso de mi madre, sospecho que evitaba la playa porque no quería que el sol quemara y oscureciera su tez clara. Pero creo que la aversión de mi padre al mar se basaba en algo más profundo, más complejo, algo relacionado con su infancia en el sur de Italia. Lo sugiero porque a menudo le oía referirse a la costa de esa región como un lugar de mal agüero y poblado de malaria, un lugar de piratería e invasiones; y como ávido lector de la mitología griega —nació no lejos de la renombrada roca de Escila, donde el monstruo marino homérico devoró a los marineros que habían huido del remolino de Caribdis—, mi padre era propenso a asignar un significado quimérico a sucesos estrafalarios e inexplicables ocurridos durante su juventud en los ríos y lagos que se veían desde su aldea.

Cuando tenía once o doce años, recuerdo haber oído a mi padre quejarse a mi madre de que acababa de pasar la noche en blanco porque le habían molestado los ruidos de la playa, pues le recordaban el aullido —lejano pero nítido— de los lobos, y también una terrible noche de 1914 en la que todo el pueblo se despertó por culpa de esos sonidos; cuando los aldeanos fueron a averiguar la causa, descubrieron que las aguas azules de su lago eran ahora de un rojo turbio.

Mi padre le explicó a mi madre que aquello no había presagiado nada bueno: su padre había muerto de manera inesperada por culpa de una enfermedad mal diagnosticada, y la sangrienta guerra mundial había segado las vidas de muchísimos de sus jóvenes compatriotas, entre ellos su hermano mayor.

Yo también había oído en Ocean City, por las noches, lo que parecían lobos resonando sobre las dunas de arena; pero sabía que en realidad eran perros extraviados, parte de la enorme población de mascotas malnutridas y perros guardianes abandonados cada otoño por los comerciantes y turistas llegados en verano durante los peores años de la Depresión, cuando el refugio de animales de la ciudad andaba escaso de personal o estaba cerrado a cal y canto.

En la época de la Depresión, incluso en verano los perros deambulaban libremente por el paseo marítimo, mezclándose con el escaso número de turistas que paseaban arriba y abajo, pasando junto a los restaurantes cuyas mesas estaban casi todas desocupadas, el quiosco de música que había delante del pabellón, ahora en silencio, y los caballos de madera del tiovivo, en el que ya no montaba nadie.

Mi madre detestaba la visión y el olor de aquellos perros; y como si su desaprobación despertara los peores instintos de los canes, la seguían a todas partes. Poco después de salir de nuestra casa para acompañarme a la escuela, y antes de que recorriera kilómetro y medio a través de calles desiertas hasta la tienda donde trabajaba con mi padre, los perros aparecían detrás de las cercas y los patios poblados de maleza y seguían su estela varios pasos por detrás en un suave trotecillo, gañendo y gimiendo suavemente, o gruñendo o jadeando con la lengua fuera.

Aunque había unos cuantos pointers y terriers, spaniels y beagles, la mayoría eran chuchos de todas las razas y colores, y ninguno de ellos parecía en lo más mínimo intimidado por mi madre, ni siquiera cuando ella se volvía bruscamente y, tras lanzarles una mirada iracunda, intentaba espantarlos con un amplio gesto de la mano derecha. Nunca la atacaron ni se le acercaron lo bastante como para mordisquearle los tacones altos; era sobre todo un juego de dominio territorial que cada mañana jugaban con ella. En el invierno de 1940 los perros habían vencido de manera definitiva.

En aquella época mi madre cuidaba a su segundo y último hijo: una niña que tenía cuatro años menos que yo; y creo que la responsabilidad diaria de criar a los hijos, ayudar en la tienda, y verse perseguida, incluso cuando sus hijos la acompañaban, por ese séquito irregular de perros —algunos se detenían a menudo para copular en la calle mientras mi hermana y yo los mirábamos sobrecogidos de asombro— impulsó a mi madre a pedirle a mi padre que vendiera nuestra casa del aislado extremo norte de la isla y nos trasladáramos al más poblado centro de la ciudad.

Mi padre lo hizo sin vacilar, aunque el deprimido mercado inmobiliario de la época le obligó a vender a un precio desfavorable. Pero también se benefició de esas condiciones al obtener una ganga en la calle principal de Ocean City: un gran edificio de ladrillo que anteriormente había albergado las oficinas de un semanario que había quedado absorbido en una fusión. La espaciosa primera planta del edificio, con sus techos altos y su balcón, sus gruesos muros y su profundo interior, su anexo y su aparcamiento, proporcionaba espacio más que suficiente para las diversas empresas de mi padre: la tienda de ropa y el servicio de tintorería, el depósito de pieles y la sastrería.

Sin embargo, más importante para mi madre era la planta vacía del edificio: una zona abierta tan grande como un salón de baile que se convertiría en un apartamento que le proporcionaría una conveniente proximidad a mi padre y la opción de mantenerse a distancia de cualquiera cuando así lo deseara. Puesto que ella decoró ese espacio de acuerdo con su máxima de que una vivienda ha de diseñarse no tanto para habitarla como para que la gente la admire, mi hermana y yo pronto nos encontramos residiendo en un domicilio que era, en esencia, una extensa sala de muestras. Estaba iluminada por arañas de cristal y velas esculpidas en candelabros de plata, y contenía varias mesitas bajas de mármol con patas de bronce en forma de garra, todas ellas rodeadas de sofás y butacas de terciopelo que delataban confort y gusto, pero que también transmitían el mensaje de que si mi hermana y yo nos tomábamos alguna vez la libertad de recostarnos sobre sus cojines y almohadas, al levantarnos deberíamos procurar no dejarlos arrugados ni desperdigados, ni siquiera en ángulos asimétricos en relación con los brazos.

Mi padre no solo no puso ninguna objeción a ese maniático ambiente decorativo, sino que incluso lo acentuó instalando en el apartamento grandes espejos que doblaban la impresión de casi todo lo que estaba a la vista, y también ocultaban, en la parte de atrás, la existencia de tres remedos de dormitorio que por alguna razón mis padres preferían no reconocer.

Cada dormitorio quedaba encerrado de manera separada dentro de un tabique de poco más de tres metros de alto y forma de L que en su parte interior estaba cubierto de estanterías y armarios, y en la exterior completamente revestido de espejos. Todo lo que se ganaba con esta disposición se perdía cada vez que un visitante chocaba con un espejo. Y aunque no recuerdo haber sido nunca testigo involuntario y nocturno de la intimidad de mis padres, sé que, por lo demás, en esa doméstica sala de espejos casi nunca, como familia, nos perdíamos de vista los unos a los otros.

Lo que más me incomodaba eran aquellos momentos en los que, al entrar en el apartamento sin previo aviso después de la escuela, veía reflejada en un espejo, delante de una pequeña hornacina, la cabeza gacha de mi padre mientras permanecía arrodillado sobre el terciopelo rojo de un reclinatorio situado frente a un retrato colgado en la pared en el que se veía a un monje medieval barbudo, enfundado en una túnica marrón. El monje tenía la cara demacrada, los labios parecían resecos, y estaba sobre una roca calzado con sandalias y con un báculo en equilibrio en el brazo derecho; sus ojos sombríos miraban hacia lo alto, como si buscara alivio celestial de los pecados que lo rodeaban.

Desde mi más tierna juventud había oído repetir a mi padre una y otra vez relatos asombrosos acerca de ese monje que, en el siglo XV y en el sur de Italia, había obrado diversos milagros: San Francisco de Paula. Había curado a los cojos y revivido a los muertos; había multiplicado la comida y levitado; y con las manos había impedido que grandes rocas cayeran de la montaña sobre las aldeas; y un día, en su ermita, después de que una atractiva joven lo tentara a romper el celibato, se había retirado apresuradamente y saltado a un río helado para apagar la pasión.

El rechazo del placer, la renuncia a la belleza y los valores mundanos habían dominado la vida de San Francisco, recalcaba mi padre, añadiendo que el santo, de niño, había dormido sobre piedras en una gruta cerca de la aldea donde mi padre había nacido; Francisco había ayunado y rezado y se había flagelado, y finalmente había fundado un credo de piedad y devoción severísimas que todavía persiste hasta el día de hoy en el sur de Italia, casi seiscientos años después de su nacimiento.

Yo mismo había visto otros retratos de San Francisco en Filadelfia, en las casas de algunos de los amigos italianos de mi padre a los que visitábamos ocasionalmente los domingos por la tarde; y aunque jamás puse en duda abiertamente la veracidad de las proezas de Francisco, nunca me sentía cómodo después de haber subido los numerosos peldaños de la escalera privada que conducía al apartamento y haber abierto la puerta de la sala para encontrarme a mi padre arrodillado y rezando delante de esa pintura al óleo, casi grotesca, de una figura santa cuya aura sugería dolor y desesperación.

Rezar era para mí o bien un acto privado presenciado exclusivamente por Dios, o bien un acto público llevado a cabo por la congregación o por mí y mis compañeros de clase en la escuela religiosa. No me parecía apropiado para el salón familiar, pues entonces se convertía en un acto en el que yo, como observador no participante, me sentía de repente como un intruso, un intruso atrapado en un espacio espiritual, un joven que se sentía violento porque no se atrevía a interrumpir la meditación de su padre anunciando su presencia. Y sin embargo, no podía retirarme de la habitación discretamente, ni permanecer allí como si aquello no me afectara o incluso me asustara, escondido tras la pared, escuchando durante aquellos años de guerra de la década de 1940 las palabras que susurraba mi padre mientras pretendía que San Francisco le concediera nada menos que un milagro.

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2.

 

Aparte de sus actividades patrióticas con la patrulla costera de Ocean City durante la Segunda Guerra Mundial, y sus discursos proamericanos en el Rotary Club local, que pronto le elegiría presidente, mi padre se sentía calladamente aterrado por la exitosa invasión de Sicilia por parte de las fuerzas aliadas en 1943, y su inevitable plan de desplazarse hacia la península italiana para combatir a las tropas nazis y fascistas acampadas en aquella región meridional donde él había nacido.

Su madre viuda todavía habitaba la antigua casa de piedra de la familia Talese situada en las colinas, en compañía de casi toda la parentela de mi padre, excepto los que combatían en el frente, conchabados con los alemanes contra los bombarderos y las unidades de infantería aliada en pleno avance.

La parte más meridional de Italia era prácticamente indefendible, me reconocía mi padre durante el desayuno después de leer la noticia de la caída de Sicilia en The New York Times; era la punta frágil de la bota italiana, una zona abierta donde las tierras de labranza en pendiente y las colinas escarpadas descendían desde los picos más altos del norte y quedaban rodeadas casi por completo por masas de agua desprotegidas. Al este se encontraba el mar Jónico, al oeste el Tirreno, y al suroeste el estrecho de Mesina, que apenas separaba la punta sur de Italia de la isla de Sicilia.

Aunque el pueblo de mi padre —Maida— se hallaba a cien kilómetros al noreste de Mesina, su situación era precaria. Las curvas de la costa de los mares Jónico y Tirreno se adentraban profundamente en la tierra, hasta tal punto que los tres mil quinientos habitantes de la población de Maida se apiñaban en casas de piedra beige en el interior rocoso de la parte más estrecha de Italia. La distancia entre las dos costas la podía cruzar un motorista en poco más de una hora; y para que Maida todavía resultara más vulnerable a la invasión, dijo mi padre, había una ancha meseta debajo de su pendiente occidental que serviría como pasillo o zona de ataque para un gran número de tropas que se desplazaran con armamento pesado. De hecho, esa tierra ya había sido escenario de una brutal batalla entre los soldados de Francia e Inglaterra durante la época de Napoleón Bonaparte.

Había ocurrido una calurosa mañana de julio de 1806, dijo mi padre, cuyo relato de la historia iba siempre acompañado de detalles precisos; sucedió después del desembarco sorpresa de más de cinco mil soldados británicos en la costa de guijarros del mar Tirreno, en el borde exterior de la meseta de Maida.

Las tropas británicas las lideraba un osado oficial nacido en los Estados Unidos y nativo de Georgia: el general John Stuart, cuyos padres, terratenientes en América del Sur, habían permanecido leales a la corona durante la Revolución americana. Después de su regreso a Inglaterra, el joven Stuart fue nombrado oficial británico en 1778. En 1780 participó en el asedio de Charleston, Carolina del Sur; posteriormente en la invasión de Carolina del Norte y por último en la de Virginia, donde, gravemente heridos, él y otras unidades de los casacas rojas bajo el mando de Lord Cornwallis se rindieron a los norteamericanos en Yorktown en 1781.

Después de recuperarse de las heridas y regresar a Inglaterra, Stuart reemprendió su carrera militar, que durante las décadas siguientes lo llevó a comandar regimientos, brigadas y divisiones británicas entre Flandes y Alejandría, en un conflicto casi constante con los franceses que culminó, tras zarpar con sus tropas en Sicilia y pasar la roca de Escila hacia el norte en dirección a esa meseta, en la batalla de Maida de 1806.

En 1806 la península italiana permanecía en buena medida bajo el influjo del emperador Napoleón Bonaparte, algo que no desagradaba a un gran porcentaje de Italia. Como mi padre decía a menudo, los italianos consideraban a Napoleón más italiano que francés, porque descendía de una familia que había emigrado del norte de Italia a Córcega cuando aquella isla estaba gobernada por la República Italiana de Génova, la cual, a pesar de las protestas de muchos corsos, la cedió a Francia poco antes del nacimiento de Napoleón en Córcega en 1769.

Entre los agitadores corsos antifranceses de la época se encontraba el padre de Napoleón, que acabó resignándose a la ocupación francesa de la isla solo después de que el líder de la resistencia corsa se viera obligado a huir. Como resultado de la posterior cooperación y el politiqueo de su padre con la administración gala, el joven Napoleón consiguió salir de Córcega y recibir los beneficios de una educación superior en la Francia continental. Sin embargo, durante sus años escolares y su veloz ascenso dentro del ejército francés, Napoleón siguió deletreando su apellido al estilo italiano, «Buonaparte», incluso después de que lo nombraran general de brigada en 1793, a la edad de veinticuatro años.

Fue ese mismo año cuando el oficial británico John Stuart ascendió a teniente coronel, a los treinta y cuatro años; pero, como mi padre señalaba, era mucho más difícil ascender dentro del cuerpo de oficiales británicos que entre los oficiales franceses, porque Francia estaba inmersa en su Reino del Terror, lo que provocaba frecuentes vacantes en la cúpula del ejército galo debido a las numerosas deserciones, expulsiones e incluso ejecuciones de oficiales franceses aristócratas.

Fue durante ese mismo año de 1793, de hecho, cuando los franceses decapitaron al rey Luis XVI y a su mujer, María Antonieta. Aquello horrorizó a los reyes de todo el mundo, pero se lloró de una manera más personal en el palacio de Nápoles, la capital del reino del sur de Italia, cuyo trono ocupaban la reina María Carolina (hermana de la guillotinada María Antonieta) y el rey Borbón Fernando, miembro de una rama de la misma dinastía que el rey francés caído.

En Nápoles, además de tristeza y cólera, reinaba también un fuerte sentimiento de inseguridad entre la élite gobernante del reino del sur de Italia, pues no ignoraban que en Maida, al igual que en decenas de otros pueblos, sociedades secretas revolucionarias maquinaban derrocar a las privilegiadas familias que habían gobernado las colinas y tierras de labranza desde que los conquistadores normandos llevaran el feudalismo al sur de Italia en el siglo XI.

Mi padre me dijo que a principios del siglo XX aún seguía en pie un castillo normando construido en Maida en el siglo XI; y a pesar de su estado destartalado, cuando él era niño todavía se utilizaba a veces como cárcel mientras el acusado esperaba que lo trasladaran a otra prisión más grande. Pero la mazmorra del castillo también sirvió para recordarle a mi padre lo arraigada que estaba la mentalidad medieval en su tierra nativa, y hasta qué punto seguían vigentes algunos de sus métodos arcaicos. De hecho, el valle de Maida, donde en 1806 tendría lugar la batalla entre los mosqueteros de Napoleón y los invasores de Stuart —los británicos ganaron la contienda después de cuatro días feroces, y posteriormente lo conmemoraron poniéndole a un distrito de West London el nombre de Maida Vale, por el pueblo de mi padre—, sin duda se había empapado de la sangre de dos mil años de guerra, si nos remontábamos a los días de las cuadrigas romanas y los elefantes de Aníbal, de los salvajes jinetes magiares y los piratas sarracenos, quienes, mientras navegaban hacia el sur de Italia entre clarines y trompetas, llenaban el cielo soleado de dardos envenenados.

Si bien siempre me impresionó la vívida descripción que hacía mi padre de la historia, a veces dejaba de prestar atención durante esas conferencias largas y a menudo repetitivas que tenían lugar después de cenar entre la música suave, pero que a menudo me distraía, de Puccini y Verdi, procedente de los rayados discos de cristal de la vieja vitrola de mi padre. Y sin embargo, su vehemencia no me permitía olvidar su casi obsesiva necesidad de hablar de sí mismo, de explicarse y quizá justificarse mientras me describía su pasado y trazaba su odisea a lo largo del mar Tirreno hasta París y posteriormente a través del océano Atlántico hasta la orilla de Jersey, donde ahora me tenía como público cautivo. A mí me podía confesar su angustia y, tal vez, su culpa, o al menos revelar un lado de sí mismo que su gusto sartorial por las apariencias le impedía mostrar más allá de los muros del apartamento rodeado de espejos.

De manera irónica, mientras suspendía la asignatura de Historia de los Estados Unidos en el colegio —donde también me veía sometido a difamaciones étnicas por parte de unos cuantos muchachos católicos irlandeses cuyos hermanos mayores acababan de participar en la conquista de Sicilia—, bajo la tutela de mi padre me estaba convirtiendo en un erudito renuente en la historia de la punta sur de Italia, la cual, si los peores temores de mi padre se materializaban, pronto quedaría borrada del mapa.

Quizás eso explicaba su determinación a ilustrarme acerca de esa etapa, para que, al igual que él, yo mantuviera viva su recóndita historia contándola una y otra vez, y me enorgulleciera, al tiempo que encontraba consuelo, al poder relacionar Italia con la rica cronología anterior a su alianza con la Alemania nazi.

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3.

 

Mi padre me había contado a menudo cómo el sur de Italia floreció mucho antes del apogeo del Imperio romano y el nacimiento de Cristo, y en su aldea nativa de Maida y la región circundante —que se extiende desde el sur de Nápoles a través de antiguas colinas y valles para formar la punta y el talón de la bota italiana— ocurrieron escenas y espectáculos históricos que constituyeron muchos siglos de experiencia humana para lo peor y lo mejor, en su aspecto más bárbaro y más estético, más lujoso y más miserable.

Una palabra sinónimo del lujo y la satisfacción sexual —sibarita— deriva, según me contó mi padre, de una ciudad cristiana al norte de Maida llamada Sibaris, fundada en el año 720 a. C. por unos emprendedores colonos griegos que combinaron una próspera economía con cierta tendencia a la comodidad y el capricho: las luminosas calles de Sibaris estaban sombreadas de toldos; sus ciudadanos más ilustres se bañaban regularmente en saunas atendidas por esclavos; y sus mujeres aparecían en suntuosos banquetes adornadas con diademas de oro en el pelo, zapatos de tacón alto importados de Persia y vestidos de escote profundo que revelaban parte de sus pechos.

Al sur de Sibaris, en la costa oriental del sur de Italia, se encontraba la ciudad de Crotona, poblada de intelectuales de la categoría de Pitágoras y donde existía una administración restrictiva que llegó a sentir tanta envidia y desprecio de Sibaris que en el año 510 a. C. la atacó, la saqueó e incendió, y, después de desviar el río Cratis, la sumergió por completo bajo el agua y el barro.

La propia aldea de mi padre fue asaltada y saqueada varias veces durante la era precristiana, en una ocasión por el rey griego Pirro de Epiro, un hombre más recordado por aniquilar a miles de romanos en las victorias pírricas que destruyeron también a casi todas sus tropas. Espartaco atravesó asimismo el territorio de Maida en sus enfrentamientos con los romanos, y las campañas y rebeliones antirromanas a las que se unieron casi todos los italianos del sur provocaron posteriormente crueles represalias de los romanos: se demolieron templos, las mujeres fueron violadas, las granjas se incendiaron, y se talaron tantos árboles para construir embarcaciones romanas y otros fines que las colinas del sur quedaron al fin denudadas. Hubo deslizamientos de rocas y barro, el agua de los lagos quedó estancada y se convirtió en un foco de malaria.

Aquellas aguas seguían siendo un foco de malaria cuando en 1903 nació mi padre, y ese hecho, sumado al eterno temor de los aldeanos a los navegantes invasores, probablemente contribuyó a la tradición hidrofóbica que persiste en mi familia y que trasladó al Nuevo Mundo mi padre inmigrante, el cual, extrañamente, se estableció en la costa del sur de Jersey junto al mar que tanto evitaba. Y fue allí donde yo crecí a finales de la década de 1930, contemplando las olas con temblorosa fascinación, pero jamás en mi vida me atreví a aprender a nadar.

Que mi padre hubiera cruzado el océano Atlántico hasta llegar a los Estados Unidos al principio me pareció un triunfo extraordinario del valor sobre la timidez, hasta que un día me confesó que había pasado aquel turbulento viaje aterrado y mareado, y sin parar de rezar a San Francisco para que le permitiera sobrevivir. Aunque ninguno de los tres hermanos de mi padre le siguió a los Estados Unidos —permanecieron en Maida con su madre y hermana hidrofóbicas—, el padre de mi padre, Gaetano Talese (cuyo nombre heredé al nacer, en 1932, en la forma anglicanizada «Gay») fue un viajero atípicamente intrépido, si bien sus cinco viajes transatlánticos tuvieron menos que ver con su amor por el mar que con su desprecio por la tierra que estaba condenado a heredar en Maida.

Gaetano Talese, según mi padre —que casi nunca le vio, que le conoció muy poco, pero siempre lo tuvo idealizado—, era un hombre apuesto y errante de metro ochenta y cara enjuta y delicada, unos grandes ojos castaños que se parecían a los míos y una pequeña cicatriz sobre la sien derecha que se produjo cuando era soltero y vivía en Maida. Una noche, mientras estaba debajo del balcón de una joven, entabló con esta una conversación que el celoso pretendiente de la mujer encontró quizá demasiado íntima; el pretendiente, tras escuchar a escondidas en las sombras, de repente atacó a Gaetano por la espalda y le cortó con un cuchillo, tras lo cual se perdió en la noche.

Aunque ese brutal instinto posesivo hacia las mujeres había sido desde siempre una costumbre masculina en Maida —al igual que en otros pueblos del sur donde existía un historial de invasiones extranjeras, y donde en ocasiones persistía el dominio de barones feudales que se arrogaban el derecho de pernada con las novias de los aldeanos que estaban en deuda con la baronía—, Gaetano Talese aborrecía esa permanente manifestación de emociones primitivas, considerándolas un síntoma de una sociedad atrasada en la que no veía futuro para él. Todo lo que había en su aldea parecía impenetrable al cambio, demasiado profundamente arraigado, tan estancado como los lagos infestados de malaria que habían dejado los romanos.

En Maida, las campesinas todavía caminaban con vasijas de barro en equilibrio sobre la cabeza, y el polvo que se levantaba a lo largo de las carreteras abrasadas por el sol, detrás de los carruajes tirados por caballos y los bueyes de los granjeros, era posiblemente el mismo polvo que habían levantado siglos antes los elefantes de Aníbal, los caballeros normandos que habían galopado por allí en el siglo XI, y la elaborada caravana del rey Federico II, el conquistador alemán de Italia del siglo XIII, cuyo séquito de viaje incluía bailarinas árabes, bufones acróbatas y eunucos negros que portaban palanquines rodeados de cortinas que contenían las figuras acostadas y de cara cubierta con velo del harén real.

Casi todas las casas que se alzaban en la ladera de la colina de Maida se apoyaban unas contra otras en ángulos inverosímiles, alzándose torcidas sobre unos cimientos oblicuos, y las estrechas calles empedradas que subían y bajaban la colina entre las hileras desordenadas de casas y tiendas eran tan curvas e irregulares que solo podían recorrerlas cómodamente las mulas y las cabras.

Los habitantes de Maida generalmente caminaban como si hubieran bebido demasiado vino, y sin embargo, a pesar de caminar escorados y dando bandazos, y de inclinarse ahora a un lado ahora al otro, sus expresiones faciales nunca sugerían que se sentían incómodos por lo mucho que les costaba desplazarse. Quizá ni siquiera se daban cuenta de que vivían en un pueblo torcido; después de todo, era el único que habían visto.

Y así, exceptuando algunos jóvenes aventureros como Gaetano, que a menudo se iba a caballo hasta el mar para ver los barcos que hacían la ruta entre Nápoles y Mesina, y soñaba con escapar, los pobladores de Maida parecían satisfechos con seguir encaramados en aquella ladera, donde se habían acostumbrado a todo lo que estaba torcido, aunque desde luego esperaban y rezaban por que no tuviera lugar ningún otro terremoto que pudiera alterar la estructura ya deforme de su población, que en el pasado se había visto sometida a la naturaleza veleidosa de Dios.

Maida se alza en el incierto centro sísmico de Italia. Situada entre dos grandes volcanes —el Vesubio al norte y el Etna al sur—, los habitantes de Maida y las aldeas vecinas eran siempre conscientes de que en cualquier momento podían ser arrojados al olvido por alguna convulsión calamitosa. Quizá esta sea una de las razones por las que los italianos meridionales han sido siempre tan religiosos, pues casi todos ellos moran en un terreno peligrosamente elevado que basa su estabilidad en la buena voluntad de las fuerzas omnipotentes que periódicamente reafirman su poder zarandeando a la gente y poniéndola de rodillas.

Un día, muchas décadas antes del nacimiento de Gaetano, mientras unas nubes negras y unas vibraciones en el lado de los acantilados se desplazaban por la línea costera del suroeste de Italia hacia el pueblo de Paula, al norte de Maida, pareció que un dios vengativo quisiera anticiparse a la profanación del santuario del hijo más idolatrado del sur de Italia, San Francisco de Paula: una perspectiva que llenaba de pánico a los aldeanos e impulsó a los sacerdotes a guiarlos hasta el emplazamiento de la gran estatua de San Francisco e instarlos a que se postraran y suplicaran misericordia a Dios.

Al cabo de una hora, mientras aquella multitud desesperada permanecía apiñada en plena oración en torno a la base temblorosa de la estatua, las nubes negras comenzaron a disiparse, el cielo se hizo más claro y los temblores de tierra parecieron remitir hasta cesar del todo. La única transformación ocurrida en el paisaje afectó a la estatua de San Francisco, que antes miraba hacia el mar, y que ahora, después de haber girado lentamente por obra y gracia de las vibraciones, miraba hacia el pueblo.

La gran casa de piedra beige donde había nacido Gaetano en 1871 tenía los muros agrietados, los suelos inclinados, una fachada erosionada y una escalera exterior que casi tenía forma de concha como resultado de las innumerables erupciones que habían sacudido Maida a lo largo de los siglos. La casa, junto con los dos edificios tambaleantes que la flanqueaban, eran restos de la propiedad feudal del siglo XVI que compró a un hombre empobrecido el padre de Gaetano, Domenico Talese, quien, si nos atenemos al modesto nivel de vida de finales del siglo XIX, era una persona relativamente próspera e influyente.

Además de la granja de considerable tamaño que tenía en el valle —que contenía parte del olivar de otro hombre, un olivar que había salido disparado hacia el cielo durante un terremoto y que, después de aterrizar intacto, fue adquirido por Domenico tras un pleito en los tribunales, donde argumentó que aquellos olivos aerotransportados se los había confiado la voluntad del Altísimo—, Domenico poseía un molino harinero y un porcentaje del acueducto local, así como un próspero negocio como prestamista. Agobiados por los elevados intereses de Domenico, los habitantes de Maida equiparaban la ocupación de prestamista —o, por usar su propio vocablo, strozzino— con la de un vulgar asesino.

Aunque Domenico se casó con una refinada mujer llamada Ippolita que descendía de una familia de rancio abolengo de una aldea cercana, la rama de los padres de Ippolita vivía casi en la indigencia; sin embargo, en Maida la gente continuaba dirigiéndose a ella con una respetuosa reverencia y con el nombre de «Donna Ippolita», mientras que a su marido, el prestamista y nuevo propietario de una baronía antigua, jamás tenían la deferencia de llamarle «don Domenico», sino que a sus espaldas lo denominaban «Domenico el Strozzino».

Ser consciente de que recibía un apelativo tan poco halagüeño hería enormemente el quisquilloso orgullo de Domenico. Hervía por dentro al tiempo que no aflojaba las rigurosas condiciones de su negocio, y mantenía las distancias con los habitantes de la aldea, excepto para la procesión anual del día de San Francisco de Paula, en que los acompañaba y ayudaba a transportar la pesada estatua a través de las calles estrechas y sinuosas hacia el santuario de piedra en pendiente, el cual el propio santo había bendecido cuatro siglos antes.

Aparte de esa procesión anual, y de su asistencia cada domingo a misa —se cubría con una capa de largo vuelo y calzaba botas bien lustradas, y en la mano llevaba su sombrero de fieltro con una pluma y el misal—, Domenico siempre aparecía solo en público, ya fuera a pie o a caballo, se dirigiera o volviera de su hilera de casas de piedra en la colina, que ocupaba con arrogancia de barón acompañado de su extenso clan familiar, cuyo afecto por él casi siempre se limitaba a reconocer que estaban en deuda. Todos trabajaban para él —en la granja, en el molino harinero o en el acueducto—, y él gobernaba la familia del mismo modo que su negocio, en la tradición autocrática de un señor medieval. El hecho de que el sistema feudal de amos y siervos hubiera quedado prohibido en la Italia posrevolucionaria no desalentó a Domenico Talese a la hora de intentar extender el pasado hacia el presente y sacar de ello todo el provecho que pudiera; y en lugares aislados como Maida todavía se podía sacar mucho provecho, pues allí el pasado lejano y el presente apenas eran distinguibles.

Las antiguas supersticiones y las tradiciones religiosas habían perdurado a través de días y noches inmemoriales, y mi abuelo Gaetano —el hijo primogénito de Domenico— creció sintiéndose a menudo tan desarraigado y desplazado como los árboles y las rocas del pueblo. Cada mañana se despertaba con el triple repicar del yunque del herrero, que imploraba a la Santísima Trinidad, y prácticamente creía, como afirmaban todos, que las polillas que revoloteaban al caer la tarde representaban las almas del purgatorio. En ciertas fiestas de guardar, y los martes y viernes, que eran días de mal agüero, Gaetano observaba a los flagelantes, tocados con coronas de espinas, mientras subían las calles rocosas sobre las rodillas sangrantes. También le afectaban, aun cuando se empeñara en ser diferente de su anticuado padre, supersticiones tales como la temida jettatura.

La jettatura era un poder vengativo que, se decía, existía dentro de los ojos de ciertos forasteros; aunque viajaban por las zonas rurales con palabras de buena voluntad y ademanes corteses, estos poseían, dentro de su mirada hipnótica, el brillo de una maldición que presagiaba el desastre, o la muerte misma, o alguna inimaginable tribulación que seguramente azotaría al aldeano a no ser que llevara un amuleto para neutralizar la amenaza. Las mujeres de Maida, además de portar siempre amuletos protectores, intentaban desviar la jettatura, cuando la percibían en los ojos de un forastero, colocando las manos dentro de los pliegues de sus largas faldas y apuntando con los pulgares, que colocaban debajo del dedo índice, al individuo potencialmente peligroso. Cuando los hombres de Maida sentían la proximidad de algún forastero que llevaba una maldición, por lo general hundían las manos en los bolsillos y corrían a tocarse los testículos.

Si las tierras de labranza sufrían un ataque de langostas o alguna otra plaga que amenazara las cosechas, se llamaba al sacerdote del pueblo para que leyera un libro que contenía ciertos conjuros prescriptivos que constituían una maldición; y si las lluvias de primavera llegaban demasiado tarde, o se daba un período prolongado de traicionera sequía, los granjeros sacaban la estatua de San Francisco de Paula de la iglesia y desfilaban lentamente por los campos.

En esas colinas llenas de peligros, gobernadas durante siglos por una distante aristocracia demasiado a menudo irresponsable e incompetente, cuando no siempre malvada, los aldeanos habían adquirido la costumbre de pedirle al cielo consuelo y apoyo. Desde ancianos fanáticos como Domenico hasta escépticos más jóvenes como Gaetano —y el hijo de Gaetano, Joseph, mi padre, que lleva a cabo la transición del Viejo Mundo al Nuevo—, existía un vínculo de fe en los poderes que Dios había imbuido en San Francisco de Paula, el monje místico del siglo XV que, según testigos presenciales, había resucitado a los muertos, dado voz a los mudos, reparado a los deformes, multiplicado la comida para los hambrientos y, durante las sequías, provocado la lluvia.

Un día, tras descubrir un valle agostado al sur de Maida que precisaba irrigación, se dice que San Francisco recorrió un kilómetro y medio hasta la fuente más cercana y, con su báculo, trazó una línea en el suelo desde allí hasta los acres resecos. No tardó en seguirle un arroyuelo por la línea que había dibujado.

En otra ocasión, después de que el capitán de un ferry que cruzaba el estrecho de Mesina, en la punta más meridional de Italia, hubiera rechazado la petición del santo de que lo llevara a Sicilia, Francisco simplemente se quitó su gran capa y la colocó plana sobre la orilla arenosa. A continuación, tras enganchar un extremo de la tela al borde de su báculo, y levantándola en el aire como si fuera una vela, de repente se vio impelido por una ráfaga de viento y aterrizó suavemente sobre el mar, encima de su capa a guisa de balsa e hinchada la vela que había improvisado, que a continuación guio con calma a través de los seis kilómetros del estrecho que lo separaba de Sicilia.

 

Doscientos años antes, en Sicilia y en el sur de Italia, quien tenía más influencia sobre el pueblo era un partidario del Papa llamado Carlos de Anjou, a quien el Pontífice había insistido para que erradicara los últimos vestigios de la irreverente influencia del tres veces excomulgado gobernante alemán de Italia, Federico II, que diversificaba su hedonismo entre un harén, y que había participado de manera poco entusiasta en las Cruzadas de la Iglesia contra el mahometismo de Oriente Medio, todo lo cual le había convertido en un paria espiritual a ojos de Roma.

Hermano del devoto rey Luis IX de Francia (posteriormente canonizado como San Luis), Carlos de Anjou llegó a Italia con credenciales pías, como queda ejemplificado en la gran pintura heroica que mi padre había visto de niño colgada en la iglesia de Maida, adonde la familia Talese asistía a misa. En el retrato, Carlos aparece como una figura benévola, casi envuelto en una luz celestial, mientras es bendecido por el Papa. Según mi padre, sin embargo, la invasión y conquista de los dominios de Federico II en el sur de Italia y Sicilia que llevó a cabo Carlos de Anjou en el siglo XIII se caracterizó —amén de la construcción por parte de Carlos de muchas iglesias espléndidas para pacificar al papado— más exactamente por las actividades de los soldados, que quemaron las cosechas, extorsionaron a campesinos a los que luego asesinaron, y secuestraron y violaron a las mujeres.

Después de varios años soportando ese comportamiento, el pueblo se rebeló en un movimiento de tal magnitud que culminó con la muerte de dos mil soldados franceses de ocupación y la rápida disminución del tamaño e influencia de la dinastía de Carlos de Anjou en el reino del sur de Italia.

La chispa de la insurrección prendió en Sicilia durante una tranquila tarde, en un parque en las afueras de Palermo. Corría el año 1282. Era lunes de Pascua, un día soleado en el que muchos hombres, mujeres y niños se habían puesto sus ropas de domingo y paseaban o se relajaban en el parque, sentados en la hierba rodeados de cestos llenos de frutas, queso y vino.

Los soldados franceses también estaban en el parque, patrullando la zona en parejas, y de vez en cuando se sumaban a algún picnic sin que los invitaran, se servían vino y hacían comentarios que, aunque avergonzaban a las mujeres, los sicilianos procuraban ignorar.

Pero a medida que iban bebiendo y los comentarios de los soldados eran más atrevidos y groseros, algunos sicilianos comenzaron a expresar su malestar. Cuando dos hombres se pusieron en pie para increpar a los soldados, un oficial francés borracho apareció en escena y ordenó a sus subalternos que registraran a los hombres para determinar si llevaban cuchillos u otros objetos peligrosos. Al no descubrir nada, el oficial exigió que también se registrara a las mujeres de la zona; mientras lo hacían, el oficial distinguió a una hermosa joven que caminaba por un sendero, acompañada del hombre con el que se había casado aquella mañana.

El francés señaló a la mujer y anunció que la registraría él mismo, y mientras los soldados sujetaban al marido, el oficial introdujo sus manos por debajo de las faldas y a continuación en el interior de la blusa, donde le manoseó los pechos, provocando que la mujer se desmayara. El angustiado marido comenzó a chillar a la multitud: «¡Muerte a todos los franceses!».

De repente, detrás de los árboles y arbustos surgieron sicilianos armados con cuchillos que acometieron por la espalda al oficial y sus soldados. Después de confiscar las armas de los franceses muertos, formaron una turba armada sobre todo con cuchillos, palos y piedras, y salieron del parque con espíritu belicoso, exacerbado a medida que se les unían cientos de sicilianos impacientes por atacar y matar a todos los franceses que encontraran.

Superaban en número a las guarniciones galas de la isla, y no solo mataron a los soldados, sino también a las mujeres y niños franceses: cualquiera que fuera francés se enfrentaba a la posibilidad de una muerte brutal. El método que utilizaba la turba para identificar a los ocupantes franceses era obligarles a punta de cuchillo a que pronunciaran una palabra: ciceri. Es el nombre de una pequeña verdura, una judía color beige del tamaño de un guisante, y la pronunciación adecuada (chi-che-ri) estaba tan fuera del alcance de ningún francoparlante que la sola pronunciación errónea era ya prueba suficiente para la multitud de que esa persona merecía que le cortaran el cuello. En cuanto las noticias de la masacre llegaron a oídos de Carlos de Anjou, que por aquel entonces viajaba cerca de Roma, mandó ciento treinta barcos armados en dirección a Sicilia, mientras él mismo se ponía al frente de cinco mil soldados de caballería en dirección a la costa, cruzando el valle de Maida hacia la punta meridional de Italia.

Pero antes de que Carlos de Anjou pudiera abrirse paso a través del estrecho de Mesina para reconquistar Sicilia, los rebeldes consiguieron el apoyo del rey de España, Pedro de Aragón, que abandonó con diez mil soldados la campaña que mantenía en África contra los moros y zarpó hacia la costa occidental de Sicilia. Desde allí cruzó la isla y contribuyó a la destrucción de la caballería y la flota francesas.

Además del ejército del rey Pedro, muchas de las nobles familias de Sicilia y el sur de Italia apoyaron la causa de la multitud, que mientras tanto se había organizado en grupos secretos liderados por jefes clandestinos que, según mi padre, fueron los primeros «padrinos» de la Mafia. Mi padre insistía en que así fue como comenzó la Mafia: una resistencia revolucionaria dedicada a derrocar a déspotas extranjeros tan tiránicos como Carlos de Anjou. Y aunque estas metas posteriormente quedaron corrompidas y reemplazadas por otras que simplemente servían al interés personal, la red clandestina de la Mafia, que fue por primera vez operativa en la masacre antifrancesa de 1282 (conocida popularmente como las Vísperas Sicilianas y que inspiró una ópera a Verdi que a menudo oía sonar en la vitrola de mi padre cuando era niño), sigue existiendo sin interrupción como fuerza vengativa en Sicilia y en el sur de Italia.

Entre otras cosas, la Mafia organizó el crimen como arma política en una sociedad en buena parte campesina que era apolítica, explicó mi padre. Satisfacía la necesidad de poder entre unas personas que no tenían ninguno, y cuyos gobernantes e invasores extranjeros, en cambio permanente, no dedicaban la menor atención a su pobreza y sufrimiento.

Mi padre decía que la Mafia había llenado un vacío. Allí donde las clases marginadas carecían de influencia, la Mafia imponía la suya. Allí donde había una economía empobrecida controlada por una aristocracia explotadora, la Mafia introducía un provechoso negocio de hurtos, contrabando, extorsión y secuestro de niños para conseguir un rescate. Cuando un barón imponía unos impuestos excesivos en la tierra o en la cosecha de un granjero, un mafioso se ofrecía a negociar en nombre del granjero, y, por un precio, no descansaba hasta conseguir lo que quería. Y el mafioso se comportaba de manera igualmente implacable, añadió mi padre, si lo contrataba el barón para que negociara con el granjero.

Poco a poco, en aquella tierra atrasada, los líderes de la Mafia se convirtieron en intermediarios, descarados funcionarios cuyo papel permanecería en gran medida inmutable desde el medievo hasta la época moderna. Y al igual que la antigua clase dirigente de la que aprendió sus métodos, la Mafia pasaba de manera fácil y rápida de los buenos modales a la violencia. Cuando una mujer inocente sufría los abusos de un oficial o soldado extranjero de ocupación, la Mafia transmitía a su familia palabras de condolencia, y le proporcionaba la satisfacción de vengarse con el cuchillo.

Aunque mi padre nunca aprobó la existencia de la Mafia, siempre dijo que comprendía perfectamente que hubiera perdurado. Cuando tenía ganas de exagerar, incluso sugería que de no haber sido por la amenaza de represalias por parte de la Mafia en esos lugares en los que permanentemente había invasores y agitación —y de no haber sido también por la influencia moral de la mejor cara de la Iglesia, personificada por San Francisco de Paula—, la historia social y sexual de Sicilia y el sur de Italia, y desde luego de la aldea de Maida, podría haber consistido en siglos de sufrimiento sin desquite y ligues de una noche.

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4.

 

Mi madre tenía un primo en Brooklyn que era miembro de la Mafia, o eso supuse siempre, porque, aunque jamás aguantó mucho en ningún empleo, invariablemente se presentaba en la casa de los padres de mi madre, cuando había alguna cena familiar, al volante de un coche nuevo, y luciendo trajes de seda y camisas adornadas con gemelos y agujas de corbata donde siempre asomaba un diamante; e inclinado sobre la frente caía un sombrero negro a prueba de balas, un bombín forrado de acero.

Yo sabía que estaba forrado de acero porque un fin de semana, después de haber acompañado a mi madre y a mi padre a una gran fiesta nupcial en Brooklyn, mientras estaba sentado en el borde de la pista de baile cerca de este primo, y él intentaba quitarse el sombrero para saludar a alguien, se le cayó de manera accidental y fue a estrellarse sobre mi pie izquierdo, y debido a aquello tuve un dedo hinchado y dolorido durante varios días.

Cuando le pregunté por él a mi madre, me explicó que no era más que un primo «lejano» que solía visitar a sus padres sin que lo invitaran, y añadió que desde que ella se había casado con mi padre y se había establecido en Ocean City, le aliviaba y le alegraba mucho vivir a más de ciento cincuenta kilómetros de su primo de Brooklyn, cuyas apariciones nunca eran bien recibidas.

Entonces, un día muy caluroso de finales de agosto de 1941, mientras yo patinaba cerca de la tienda de mis padres en la calle principal de Ocean City, vi aparecer lentamente por la avenida, en busca de aparcamiento, un gran automóvil negro conducido por un hombre que llevaba una chaqueta oscura y un sombrero negro y redondo. En días soleados, los hombres elegantes de Ocean City llevaban sombreros de paja, y sus trajes solían estar hechos de franela blanca o lino beige; y puesto que la gente que pasaba sus vacaciones en ese enclave veraniego era casi exclusivamente de Filadelfia o de algún otro lugar de Pensilvania, resultaba muy poco corriente ver un coche con matrícula de fuera del Estado, y el que yo acababa de ver mostraba placas de Nueva York.

Como tenía pocas dudas acerca de la identidad del conductor, patiné tan rápido como pude hacia la tienda de mis padres, y a continuación crucé de puntillas la alfombra de la sala de muestras de manera torpe y haciendo mucho ruido, soporté las miradas de desaprobación de los dependientes y esperé impaciente para hablar con mi madre, que en ese momento estaba ocupada con un clienta. Mi madre me había dicho que nunca la interrumpiera cuando trataba con un cliente, así que en aquel momento observé en silencio mientras ella sacaba un vestido de una percha y se lo entregaba a una mujer redondeada y pechugona que miraba a hurtadillas a través de la puerta entreabierta de un probador.

Era el último día de las rebajas de verano, y en los estantes había mucha mercancía sin vender que mi madre estaba impaciente por reemplazar con las prendas de otoño, que, en el anexo, ya habían sacado de las cajas, aunque todavía no las habían pagado. No había sido una buena temporada en la costa, donde la economía local aún se hallaba en declive por culpa de la escasez de veraneantes causada por la Gran Depresión de la década de 1930. Un rato antes, en la avenida, había visto cómo mi padre se dirigía hacia el banco, donde, sabía yo por mi conversación con mi madre a la hora del desayuno, esperaba mejorar las condiciones de un préstamo desfavorable. Todavía no había regresado a la tienda mientras yo aguardaba para advertir a mi madre de la llegada de su primo. Pero antes de que pudiera hablar con ella, vi aparecer al primo delante del escaparate, una figura corpulenta y tocada con un sombrero negro a contraluz, que mantenía los ojos levantados hacia el cartel que había sobre la puerta para confirmar que había llegado a su destino.

Antes de que pudiera distinguirme, patiné hacia uno de los probadores vacíos y me quedé mirando detrás de una cortina, con tanta curiosidad como miedo. El primo se abrió paso lentamente entre la multitud y pasó junto a los mostradores y estantes de ropa en dirección a mi madre, con una sonrisa formándose en su cara ancha, el sombrero apretado firmemente en una mano mientras la otra (que rebasaba un reluciente gemelo) se extendía en previsión de un cálido abrazo.

Cuando mi madre le vio, le sonrió sin el entusiasmo que prodigaba a sus clientes. Aunque le ofreció la mejilla para un leve beso, rápidamente le cogió del brazo y lo llevó hasta la otra punta de la sala de muestras, lejos de los compradores y los dependientes, y al lado del probador tras cuya cortina yo me ocultaba, en precario equilibrio sobre los patines inmóviles.

—Prima Catherine —le oí decir—, he venido por negocios, y como estaba cerca se me ocurrió dejarme caer y pasar el fin de semana con vosotros, y a lo mejor tomar un poco el sol.

Mi madre negó inmediatamente con la cabeza.

—Lo siento —dijo—, pero no puedo tener invitados en casa en esta época del año.

Atónito ante esa respuesta, el primo se transformó de repente y, mirándola ceñudo con una ceja enarcada, afirmó en tono solemne:

—Catherine, soy tu primo.

Aquello no afectó a mi madre, que levantó la mano derecha y, señalando con el dedo, dirigió su atención a las hileras de vestidos sin vender que se extendían por toda la tienda.

—En verano —dijo—, solo esos son mis primos.

Por mucho que el primo intentó convencerla de que cambiara de opinión, mi madre se negó a alojarlo, y antes de que mi padre regresara a la tienda, el primo ya se había marchado.

Me quedé en el probador, pues todavía no estaba preparado para abandonar mi escondite; y sentado cuidadosamente sobre los cojines del banco, con cierta dificultad comencé a sacar los pies de los patines metálicos que llevaba tan apretados contra las suelas de mis zapatos Buster Brown. Mientras giraba y sacudía la llave combada del patín, observé que mi padre había llegado, y que mi madre se le había acercado para hablar con él. Aunque me encontraba demasiado lejos para oír lo que decían, por la expresión que había en la cara de mi padre comprendí que no le hacía feliz lo que mi madre le estaba contando.

Era un hombre serio por naturaleza, y en aquel momento miraba al suelo casi con aire lastimero, asintiendo lentamente con la cabeza mientras mi madre hablaba, los brazos cruzados y apretados delante del pecho de un modo que fruncía la nueva gabardina que hacía poco se había diseñado y confeccionado: una prenda de corte estrecho y entallado, con solapas puntiagudas que ahora parecían levantarse como las orejas de un conejo en estado de alerta. Mi madre había sido poco hospitalaria con un mafioso, ni más ni menos que un primo: aquello era un grave insulto social que, en la Italia meridional donde había nacido mi padre, bien podría haber provocado una vendetta.

Pero mientras yo observaba a mi madre, me di cuenta de que ella no compartía la preocupación de mi padre. Después de todo, ella había nacido en los Estados Unidos; y aunque sus padres procedían de algún lugar de Italia, al igual que mi padre, mi madre había conseguido distanciarse de sus antiguas costumbres y miedos; había creado, con su ropa a la moda y su actitud distante, a la mujer moderna que parecía ser aquel día, firmemente aposentada en sus zapatos blancos de tacón alto, tan fría e imperturbable como los esbeltos maniquíes del escaparate que con tanta distinción había vestido y a los que se parecía. Si algo le preocupaba después de haberse librado de su primo, era probablemente que las transacciones del último día de rebajas de verano no cumplieran sus expectativas más optimistas.

Mi madre estaba casada con el negocio de la ropa. Cuando era niña y vivía en Brooklyn, vestía a sus muñecas con un variado guardarropa que cambiaba con las estaciones, y nunca permitía que ninguna de sus cuatro hermanas jugara con esos mimados ídolos, ni siquiera que los tocaran; y esas hermanas, mis tías, al relatármelo años más tarde, transmitían una leve aunque permanente sensación de resentimiento hacia aquella niña distante y poco dada a compartir que quizá en una época fue mi madre.

Al acabar la secundaria, vendió vestidos en unos grandes almacenes de Brooklyn, donde posteriormente se convertiría en encargada adjunta de compras; creo que de no haber conocido a mi padre, no le habría importado permanecer en aquellos almacenes durante el resto de su vida laboral. Aquello proporcionaba a mi madre, que de otro modo se habría visto limitada por el aislamiento de su barrio italiano y las prosaicas expectativas de sus padres, un pasaporte a la vastedad de los Estados Unidos, al gran bazar de negocios y nuevas ideas, de ilusiones y fantasías, de tentaciones en una gran variedad de colores, formas y tamaños. Allí aprendió todo lo que sabía del marketing y el dinero, y se relacionó con empleados cuya educación y cuya vida eran diferentes de las suyas —a menudo almorzaba con la decoradora y su novio—, y allí también estudió las actitudes y el comportamiento de los inveterados mirones y los consumidores frugales, los compradores impulsivos y los malgastadores, los buscadores de gangas y los cleptómanos.

Aquellos almacenes eran un sustituto de los viajes que no había podido hacer y la educación universitaria a la que no había tenido acceso; en el interior dorado y espacioso de las numerosas plantas de los almacenes se sentía como una princesa dentro de un castillo iluminado por arañas de cristal, rodeada de flores recién cortadas y música en el aire. Allí había innumerables vestidos, batas y négligés, trajes de noche y elegantes cajas de regalo, y también mostradores de cristal llenos de joyas, que cada día reflejaban las caras de los clientes que se paseaban unidos en su avidez por todo aquello que era deseable, daba categoría y marcaba la moda del momento.

Pero cuando regresaba a casa por las tardes, luciendo los vestidos llenos de color que había obtenido en los almacenes con su descuento de empleada, tenía que volver a adaptarse al ambiente cerrado del hogar familiar, en cuyas paredes colgaban crucifijos y cuadros de santos, y donde sus padres generalmente vestían de negro. Estos, antes de casarse entre ellos, habían experimentado un matrimonio trágico en sus años juveniles, y el hábito precoz de llevar luto había sobrevivido al dolor provocado por sus difuntos cónyuges.

El primer marido de la madre de mi madre, Angelina, murió de malaria en Maida durante los primeros meses de su matrimonio, y Angelina quedó viuda y sin hijos a los diecinueve años; estuvo tres sin que nadie la cortejara, hasta que recibió por correo una fotografía procedente de Brooklyn en la que se veía a un viudo que era amigo del tío que había emigrado a los Estados Unidos y de su emprendedor hijo, que todavía no se distinguía por llevar bombines negros forrados de acero.

Aunque el viudo de la fotografía parecía un tanto serio y al menos diez años mayor que ella, las parientes casamenteras de Angelina en los Estados Unidos lo describieron de manera favorable como un hombre enérgico con el que no le faltaría de nada. Trabajaba de cochero y asistente personal de un magnate inmobiliario en el sur de Manhattan y Brooklyn, y a causa de su bigote rojizo y su mata de pelo pelirrojo, todo el mundo lo conocía como Rosso.

Así que Angelina consintió en abandonar Maida y visitar a sus parientes de Brooklyn durante dos meses a fin de conocer a Rosso. Durante aquella época, Rosso iba a cenar cada domingo por la noche, a veces le llevaba flores, casi nunca decía gran cosa, pero a menudo su actitud o estado de ánimo sugerían impaciencia.

Si cenaban tarde, se quitaba el reloj de oro de una cadena que le colgaba del bolsillo del chaleco negro y lo miraba, y cinco minutos después lo volvía a mirar. Su obsesión de cochero por la puntualidad iba acompañada por su postura de cochero, pues se sentaba con el tronco rígido y la espalda erguida, y sujetaba los cubiertos con firmeza y rectos, como si agarrara las riendas de un tiro de caballos malhumorados, y en su expresión había siempre un aire enérgico, el gesto de ojos apretados de un hombre acostumbrado a viajar en medio del viento, la niebla, la lluvia, el aguanieve e infinitas adversidades invisibles pero claramente imaginadas.

Sin embargo, había en ese hombre una fortaleza y una terquedad que lo redimían, y que Angelina encontraba reconfortantes, y también era cierto que la simpatía, la sensibilidad y el romanticismo no eran requisitos imprescindibles entre las parejas italianas que se cortejaban en los Estados Unidos de final de siglo. Para ellos la vida era un asunto práctico, y sin duda lo era para ese viudo y esa viuda que en el Brooklyn de 1902 veían correr el reloj de sus vidas. Angelina quería hijos. Rosso quería una esposa. Los parientes de ella querían librarse de la responsabilidad de encontrarle un marido. Y lo consiguieron. Angelina se casó con Rosso, y así comenzó una prolongada relación durante la cual Angelina se resignó, con la ayuda de abundantes oraciones y su propia perseverancia, a la carga de ser la esposa de Rosso.

Y él resultó ser un hombre de extrema seriedad, la cualidad que Angelina había percibido en él tras verlo por primera vez en la foto que le habían enviado a Maida. Y aunque siempre mantuvo un aire formal de cortesía hacia ella, después del nacimiento de su primer hijo a Angelina comenzó a preocuparle que su severidad, aquel temperamento que casaba con el encendido color de su pelo, tarde o temprano le costara el empleo, sobre todo después de que una mañana le oyera insultar a grito pelado en la calle al magnate inmobiliario corpulento, prusiano y con monóculo que era su jefe.

Para su alivio, sin embargo, el prusiano respondió tan solo encogiéndose de hombros y negando lentamente con la cabeza mientras con aire sumiso se subía al carruaje. Luego, después de que Rosso se hubiera encaramado vigorosamente a su asiento y encasquetado el sombrero de copa, el carruaje se puso en marcha con una sacudida mientras azotaba el pellejo de los caballos dos veces con su látigo.

Y como Rosso seguía manteniendo el mismo empleo, llegó un segundo hijo, y luego un tercero, y luego tres más en la década siguiente: un total de cinco hijas y un hijo, ninguno de los cuales se parecía físicamente a los demás. La primera hija era una morena de ojos color esmeralda y tez olivácea. La siguiente era una pelirroja de ojos castaños y rostro rubicundo. La tercera, mi madre, tenía el pelo color caoba, ojos muy oscuros y la piel clara. El cuarto era un muchacho alto, de cara pecosa y pelo castaño. La quinta era una rubia rolliza y de mejillas sonrosadas que parecía una soprano wagneriana. La sexta era una chica grácil y de piel cetrina, pelo color avellana y unos ojos almendrados y rasgados que solo precisaban de un velo de seda y una serpiente para seducir a un sultán.

Fue como si los genes y las líneas de sangre de Rosso y Angelina se hubieran fusionado con la historia híbrida de aquellos italianos meridionales que durante siglos habían sido invadidos, conquistados, reconquistados y en parte asimilados por griegos y romanos, godos y sarracenos, normandos y francos; por los albaneses que huían y sus perseguidores turcos; por los herejes valdenses y los inquisidores papistas; por los simpatizantes jacobinos y los asesinos que los atacaban liderados por el ejército de bandoleros del cardenal Fabrizio Ruffo; por los mosqueteros de los Borbones españoles, que se vieron obligados a cruzar el sur de Italia y entrar en Sicilia empujados por el ímpetu de la caballería de Napoleón, él mismo hostigado por los barcos de guerra de Lord Nelson, que controlaba el Mediterráneo y pronto desembarcó a sus tropas británicas en la playa sitiada de la propia Maida.

A medida que los ojos de los vástagos de Angelina reflejaban los variados matices y tonos de un mosaico bizantino, también las diferentes personalidades y el comportamiento de sus hijos representaban la heterogeneidad del sur de Italia.

La primera hija había nacido para las labores del hogar, y de niña se agarraba a las cuerdas del delantal de su madre; permaneció cerca de esta hasta su muerte, momento en el cual a la hija, ya mayor, y habiéndose casado hacía poco por primera vez (con un viudo), ya se le había pasado la edad de tener hijos.

La segunda hija, la pelirroja, se convirtió en una rebelde agnóstica que desafió la voluntad de su padre al aceptar un trabajo nocturno de telefonista (Rosso afirmaba que casi todas las operadoras de Brooklyn trabajaban además de prostitutas), y luego lo volvió a desafiar cuando comenzó a salir con un obrero muy politizado, que estaba suscrito a publicaciones comunistas y los fines de semana tocaba el trombón en las orquestas de Broadway; al final se matriculó en la escuela de arte y estudió minuciosamente la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, hasta el punto de intentar mejorarla.

La siguiente hija, mi madre, fue la fantasiosa de la familia, la que se evadía de la realidad, la que cubría las paredes de su dormitorio con pósters de la joven Lillian Gish, la que invariablemente mantenía la puerta cerrada para evitar cualquier contacto con su familia y los invitados de esta; cuando no estaba cosiendo vestidos para sus muñecas o probándose su propia ropa delante del espejo, se mecía lentamente en su silla blanca de mimbre, escuchaba su caja de música y se imaginaba que estaba en otra parte.

Su hermano, el cuarto hijo de la familia, se convirtió en campeón de boxeo aficionado antes de terminar la secundaria; acabó dedicándose prematuramente al deporte después de ser expulsado de clase por pegarle a un profesor que le había llamado «espagueti». Cuando no boxeaba en el ring, trabajaba para el jefe de su padre, el prusiano, como vigilante en un gran garaje en el que había aparcadas varias furgonetas de reparto, y también un gran automóvil negro cuyo propietario era el primo que llevaba el bombín forrado de acero. Rosso también trabajaba allí. Un día, siguiendo las órdenes de su jefe, Rosso le dijo a su hijo que condujera la furgoneta de una lavandería hasta cierto muelle de Brooklyn, donde unos hombres aguardaban para vaciarla. Cuando llegó al muelle, el joven observó que debajo de los montones de manteles y ropa de cama había varias cajas de whisky, que furtivamente fueron a parar a una lancha motora que esperaba el material.

La quinta hija de la familia, la rubia de aspecto teutón, era la glotona y bromista de la casa, una joven de humor desenfadado y naturaleza indulgente. Fumaba; bebía; se aplicaba generosamente carmín y colorete; y los fines de semana, cuando también ayudaba a su hermana mayor y a su madre en la tienda de comestibles, era quien cargaba y degustaba la pasta en la cocina antes de que se sirviera en la mesa para la gran comilona del domingo.

La última hija de Angelina, al ser la benjamina de la familia, se acostumbró a que la mimaran y adoraran, quedaba eximida de casi todas las tareas domésticas e iba por la vida con un aire despreocupado. En la década de 1920 fue una adolescente frívola y superficial, y siempre un poco coqueta; resultó la más atractiva de las hijas de Angelina, la mejor bailarina con mucho, la más pretendida por los hombres y social y políticamente liberal. Tras divorciarse de su marido, se hizo amiga de un hombre que era negro.

Si los seis hijos de Angelina y Rosso tenían algo en común, era probablemente un permanente afecto por su madre y un desafecto por su padre, un hombre cuyo apoyo era más que nada económico (y no siempre de buen grado) y que prefería cenar solo en la cocina, servido por su mujer exactamente a las siete, y sin tener que aguantar ningún alboroto o conversación con sus hijos, con los que nunca aprendió a comunicarse.

Parte del problema era el idioma. Rosso insistía en hablar en casa su propio dialecto del sur de Italia, un dialecto que sus hijos nunca comprendieron del todo, ni quisieron comprender, pues si ignoraban sus palabras era más fácil evitar la responsabilidad de tratar directamente con él. Lo que necesitaba claramente aquella familia era alguien que sirviera de intérprete entre los hijos y los padres, y también le tradujera a Rosso las cartas y documentos comerciales que, al estar escritos en un inglés oficial, no conseguía entender.

Puesto que Rosso no confiaba en nadie que no fuera la familia para llevar a cabo esa tarea, y puesto que ninguno de sus hijos deseaba hacerlo de manera voluntaria, un día ordenó a mi madre, que era más obediente, que asumiera el papel de intérprete e intermediaria con el mundo de habla inglesa. En la escuela primaria mi madre había aprendido a hablar y escribir inglés perfectamente, y ahora, cada tarde, cuando volvía a casa después del instituto, iba a clases particulares de italiano con un profesor de barba blanca que había nacido en Maida pero que vivía en el barrio.

Al cabo de un año mi madre hablaba y leía italiano con la competencia suficiente para clarificar todos los problemas de comunicación de la familia, incluso para solventarlos. Un interesante resultado de esta experiencia fue que mi madre, al convertirse en la secretaria y confidente doméstica de su padre, al tratar con él cada día en su propio dialecto, comenzó a comprender a ese individuo discutidor y distante. Después de haber examinado sus viejas cartas, documentos extranjeros y recuerdos —y por lo que él le contaba de vez en cuando durante esos inusitados momentos de franqueza—, comenzó a verlo como un hombre dolido y vulnerable que se evadía de la realidad mucho más que ella: era un fugitivo de algo oscuro que había en su alma, un misántropo indefenso que había huido de una austera inclusa en la que le habían metido unos parientes a los que apenas recordaba.

De adolescente se embarcó con otros inmigrantes ilegales y acabó trabajando de aprendiz de albañil en Brasil, pero detestaba la vida en América del Sur, y regresó a Italia dos años más tarde con ahorros suficientes para comprarse dos caballos y comenzar a trabajar de carretero y cochero. En aquella época, sin embargo, la economía del sur de Italia era de morirse de hambre, y casi todos sus pasajeros de la década de 1880 eran hombres que abandonaban el suelo estéril y las colinas sin horizonte, que acarreaban pesadas maletas de madera: se dirigían a la terminal del ferrocarril para esperar el tren rumbo a Nápoles, que los llevaría hasta los transatlánticos que zarpaban hacia la tierra prometida de los Estados Unidos.

En la plaza de Maida, al igual que en los pueblos de toda la península, había carteles que afirmaban que en los Estados Unidos había buenos trabajos para los hombres que estuvieran sanos y fueran trabajadores. Los carteles afirmaban que los billetes del vapor los pagarían por adelantado sus jefes americanos, que luego deducirían el importe del salario.

Y así era como en las poblaciones de las colinas y las aldeas de pescadores de Italia los jóvenes planeaban su marcha, y Rosso llevó a muchos en su carreta por las polvorientas carreteras, lejos de sus parientes envejecidos, las mujeres con las que se acababan de casar y los niños pequeños que se despedían de ellos hasta que la carreta dejaba de verse. Rosso oía sus últimas palabras, veía sus lágrimas, observaba sus abrazos y besos, pero, como nada sabía de la intimidad, no tenía ni idea de cómo se sentían realmente durante esos momentos de separación. Lo único que sabía era que, cuando regresaba al pueblo, la vida parecía estar cambiando.

Había un cambio en concreto que cada domingo, en la plaza, observaba con cierto agrado. El lugar había sido siempre un coto masculino, un espacio donde los hombres se reunían (mientras las mujeres asistían a misa o estaban ocupadas en casa) para beber un carajillo y discutir de la política local, o deambular del brazo exhibiendo sus mejores trajes, fumando cigarrillos o puritos mientras hablaban de negocios, intercambiaban chistes verdes, o admitían despreocupadamente cosas que las mujeres solo confesaban con gran renuencia ante un sacerdote.

Esa procesión en torno a la plaza se denominaba la passeggiata. Y aunque tenía lugar en el enclave más público del pueblo, sin embargo era un asunto privado. Solo que ahora, como Rosso estaba comprobando, algunas jóvenes desobedecían la antaño aceptada exclusión de las mujeres y, sin invitación ni explicación, se inmiscuían en el camino de la passeggiata.

Al igual que los hombres, esas mujeres caminaban del brazo y hablaban animadamente entre ellas. Mantenían las distancias con las parejas masculinas que caminaban delante o detrás de ellas y evitaban todo contacto visual, pero no mostraban ninguna deferencia, ni tampoco parecían intimidadas por los hombres que las miraban lascivamente en los cafés, sin decir nada, aunque alguna vez emitían algún sonido sibilante mientras exhalaban con fuerza el humo del cigarrillo entre los dientes.

Esta novedad que tenía lugar en la plaza no escapaba, como es de suponer, a la insaciable curiosidad de las mujeres más tradicionales de Maida, incluyendo aquellas ancianas ataviadas de negro que no se perdían nada ni siquiera cuando permanecían sentadas delante de sus casas de cara a la pared, adhiriéndose al discreto estilo de las ancianas griegas o árabes que habían disfrutado de ese mismo sol. Tampoco pasaban desapercibidas para las núbiles vírgenes de la aldea, las cuales, ataviadas con blusas de lino blanco y faldas festivas, se asomaban a los balcones que daban a la passeggiata mientras arreglaban flores, y furtivamente intercambiaban rápidas miraditas con los hombres solteros de su edad que se reunían alrededor de la fuente los domingos, donde cantaban y tocaban la guitarra.

Las mujeres que caminaban eran mujeres de otros hombres; eran las esposas de los ambiciosos jóvenes que habían abandonado el pueblo para hacer dinero en América. Eran, por tanto, mujeres dignas de respeto, y los domingos, en la iglesia, a menudo se las veía encendiendo velas junto al altar y, era de presumir, rezando por el seguro y pronto regreso de sus esposos, de los que se sabía que a veces permanecerían lejos del pueblo durante dos años o incluso más. Sin embargo, muy pocas de esas mujeres que llevaban mucho tiempo privadas de sus maridos parecían sufrir pena o depresión. Y aunque esporádicamente pudieran sentirse en privado más semejantes a una viuda, en público irradiaban alegría y seguridad, y a menudo vestían con los mismos colores claros que las esperanzadas doncellas. Por eso se las llamaba «viudas blancas».

Como es natural, también despertaban cierto chismorreo, y todo lo que se necesitaba para activar las lenguas más incansables de la aldea era que una de las viudas blancas no recibiera el santo sacramento con la regularidad de las demás mujeres. Como es de suponer, la envidia circulaba tan libremente como las omnipresentes moscas a través de los bancos y las naves de altas bóvedas, e incluso las más intocables de esas mujeres tradicionales se sentían a veces amenazadas por esas señoras relativamente libres y semicasadas, que, gracias a los provechosos esfuerzos de sus maridos en ultramar, tenían más dinero para gastar en ellas y sus hijos que las mujeres de los hombres que habían decidido quedarse en la granja o salir adelante mal que bien como vendedores ambulantes o artesanos.

Sin embargo, el dinero que recibían las viudas blancas suponía un gran refuerzo para la economía local. Las viudas lo gastaban en el mercado, invertían en mejoras para la granja, y lo compartían con sus parientes carnales o políticos, o con cualquier otro en cuya casa estuvieran viviendo, donde proporcionaban el principal medio de sustento. Las mujeres de familias normales nunca habían tenido una posición de poder económico semejante, y con él las viudas blancas personificaban un matriarcado en evolución, una especie de hermandad compuesta de mujeres tenaces que en ausencia de sus maridos asumían la responsabilidad de criar a sus hijos y gestionar los asuntos de sus propiedades. También decidían cómo pasaban las horas de ocio del día y quizá parte de la noche.

Durante ese período hubo considerables tensiones matrimoniales, pues una mayoría de aquellos pioneros emigrantes de Italia no podían o no querían trasladar a sus familias a los Estados Unidos. A pesar del dinero que ganaban allí, durante las décadas de 1880 y 1890 los trabajadores generalmente vivían en abarrotadas casas de huéspedes o en vagones de ferrocarril, o en las tristes barracas de las frías y remotas poblaciones de la empresa, donde, en lugar de levantarse cada mañana con los relajantes sonidos de la aldea, como el repicar de las campanas o el canto de los gallos, se despertaban al alba oyendo los estridentes silbidos de la fábrica, que los emplazaban a su cita con la mina de carbón, la planta de laminación de acero, la cantera o la gravera, de las que salían exhaustos al crepúsculo, cubiertos de polvo, suciedad y sudor, y con un mal humor de mil demonios.

Así que esos hombres obraban prudentemente al mantener a sus esposas e hijos en el entorno familiar del pueblo, convencidos de que la soleada pobreza de Italia era mucho más habitable y sana que la polucionada prosperidad de América. Aunque a menudo recibían cartas de sus esposas donde les transmitían su soledad y sensación de abandono, imaginaban que sus mujeres sabían que esos años de separación terminarían en cuanto hubieran ganado y ahorrado dinero suficiente para alcanzar una solvencia económica en el sur de Italia.

Casi todos los hombres mandaban expresiones de afecto y palabras tranquilizadoras en las cartas que acompañaban al dinero, los vestidos y zapatos fabricados en América, y los juguetes para los niños. A veces, en un impulso, ellos mismos cruzaban el mar y llegaban a la estación de Maida para hacer una visita sorpresa a sus familiares en ocasión del aniversario de boda, de un cumpleaños, o para asistir al festival anual de San Francisco de Paula, que en todo el sur de Italia se consideraba un día lleno de dicha y de solidaridad espiritual.

Mi abuelo materno, Rosso, a menudo era la primera persona que saludaba a los que llegaban a la estación, y durante el trayecto de cuarenta minutos cuesta arriba, en su carreta cargada con el equipaje y los paquetes llenos de regalos, informaba a los hombres de los últimos sucesos y escuchaba sus aventuras en ultramar, experimentando por persona interpuesta el placer de regresar a casa.

Sin embargo, una mañana, en la terminal, se le acercó un hombre que se apeó del tren sin equipaje. Al parecer malhumorado e impaciente, le pidió a Rosso que lo condujera inmediatamente a la posada que se encontraba en el cruce situado cerca del muro normando que bordeaba la linde occidental de Maida. Rosso nunca había visto a ese hombre, que iba pulcramente vestido con lo que imaginó era un traje hecho en América; aunque el hombre no dijo gran cosa durante el trayecto, le confió que una reciente disputa familiar le había obligado a regresar a Italia. Pero, añadió, estaba seguro de que podría solucionar el problema en un día, y le pidió a Rosso que fuera a recogerlo al cruce a la mañana siguiente para que pudiera tomar el tren de mediodía de vuelta a Nápoles.

Rosso estaba allí al día siguiente, tal como el hombre le había pedido, y durante el viaje de vuelta el pasajero permaneció callado en el pescante, contemplando pensativo el paisaje y a veces tocándose los ojos con los dedos como si se secara las lágrimas.

Al llegar a la terminal pagó a Rosso, y este, después de darle las gracias con una inclinación de cabeza, observó cómo el hombre se subía al tren cubierto de polvo que se alejaba lentamente entre susurros de vapor y el repiqueteo de las campanillas. Rosso regresó al pueblo, donde más tarde fue abordado por la policía e interrogado acerca del hombre que había llevado al tren.

Dos personas de Maida habían recibido disparos fatales de pistola durante la noche, le contó la policía. Una de las víctimas era una mujer que se había casado con un trabajador que estaba en América. La otra víctima era un hombre que residía en Maida y supuestamente era su amante. Rosso le contó a la policía lo poco que sabía, y el recepcionista de la posada no pudo añadir nada importante, pues el hombre había entrado tan solo para tomar una copa en el bar y se había marchado sin registrarse para pasar la noche.

La policía no pareció molesta ni decepcionada por esa insuficiente información, ni tampoco dijo que planeara proseguir la investigación. Después de todo, era un crimen pasional, y eso no resultaba infrecuente en el sur de Italia, donde existía una larga tradición de comprender, cuando no de respetar, a un cornudo que buscaba venganza matando a su esposa —en este caso una viuda blanca— y su amante. Así que la policía dejó ir a Rosso y el recepcionista sin más preguntas, y pronto el caso quedó cerrado sin más incomodidad para nadie, excepto para esa pareja que quizá había estado enamorada.

 

En aquella época Rosso también estaba enamorado, no de una de esas mujeres que se mostraban en público en la passeggiata, sino de una joven recatada y delicada a la que a menudo había visto sentada en su balcón y a la que hacía poco había tenido el honor de acompañar a casa en su carruaje al salir de la iglesia.

Se llamaba Rosaria. Su padre, a quien Rosso conocía ligeramente, era un viudo mayor que caminaba cojeando, pues lo habían herido décadas antes mientras servía como soldado en el ejército del general Giuseppe Garibaldi, el héroe cuyos triunfos durante la revolución de 1860 finalmente habían unificado la península y liberado el sur de Italia de más de una década de inflexible dominio de los Borbones españoles.

El padre de Rosaria pasaba ebrio gran parte del tiempo, y, salvo por la pensión de soldado que recibía de manera esporádica, comía gracias al dinero que su hija única ganaba como asistenta en el deteriorado palacio que poseía una de las últimas familias nobles de Maida.

La celeridad con la que el padre de Rosaria aceptó la propuesta matrimonial de Rosso sorprendió e irritó por igual a Rosaria, que posiblemente se preguntó si en aquella decisión había influido la comodidad de tener como yerno a un chófer que poseía su propio carruaje. Pero tampoco despreció la oportunidad de abandonar su trabajo en el palacio. En el sur de Italia, trabajar de asistenta externa se consideraba una ocupación degradante para una joven, pues se suponía que a veces tenía que ofrecer —y en ocasiones de buen grado— favores sexuales en secreto al cabeza de familia o quizás a uno de los hijos.

En el caso de Rosaria, esa intimidad ya se había dado entre ella y el hijo segundo del barón. Pero posteriormente, a medida que los sentimientos de culpa aumentaban, junto con su preocupación por que un escándalo público anulara sus posibilidades de casarse con un buen partido de su clase, vio con mejores ojos la insistencia de su padre para que contrajera matrimonio con Rosso.

Rosaria se casó con Rosso en el invierno de 1884. Al cabo de un año le dio un hijo, y dos años después el segundo, ambos tan pelirrojos como Rosso. Este era feliz con su vida, pero en los años siguientes parecía imposible que sus ganancias como conductor de carruaje fueran suficientes para mantener a su familia, que incluía no solo a su esposa y sus hijos, sino también al suegro.

Un día, mientras se quejaba de sus penurias económicas a un amigo que había llegado de los Estados Unidos —un hombre que trabajaba en Nueva York de capataz en la construcción para un acaudalado agente inmobiliario prusiano—, Rosso se enteró de que el agente inmobiliario ampliaba el negocio y pronto necesitaría más ayuda. El amigo de Rosso se ofreció para hablar con su jefe y que este le pagara el pasaje de barco. Meses después, Rosso recibió una oferta de trabajo de Nueva York, y tras prometer que mandaría a buscar a su familia en cuanto pudiera, zarpó rumbo a los Estados Unidos.

Pasó el año siguiente trabajando primero de albañil en la cuadrilla de construcción de su amigo, y luego como conductor del carruaje de su jefe y conserje de un gran edificio que el prusiano poseía en Hester Street, al sur de Manhattan.

Le proporcionaron un apartamento vacío y espacioso en el edificio, y Rosso enseguida escribió a su mujer para decirle que preparara a la familia para trasladarse a los Estados Unidos. Sin embargo la respuesta de ella no fue muy entusiasta, y continuó demorando la marcha con palabras corteses pero evasivas durante más de un año. A veces atribuía el aplazamiento a la enfermedad de su padre, otras afirmaba que los niños eran demasiado pequeños para viajar. Se quejaba de diversas complicaciones domésticas, o de sus propias dolencias leves pero ininterrumpidas. La fecha de la travesía se iba postergando más y más.

Y un día, en Nueva York, Rosso se enteró por un amigo que acababa de regresar de Maida de que Rosaria tenía un lío con el hijo del barón. Era más que un lío, se corrigió el hombre enseguida, pues ahora Rosaria esperaba un hijo de ese otro hombre.

El dolor y el asombro abrumaron a Rosso. Durante días apenas comió ni abrió la boca. Casi no se podía creer lo que le habían contado. Aquello era una traición tan insultante que, más que inspirarle una violenta venganza, le impulsaba a interiorizar el dolor, hasta tal punto que pronto se convirtió en un veneno que circularía dentro de su organismo durante el resto de su vida. Emponzoñaba no solo el recuerdo de su mujer, sino también el afecto por sus hijos. Su esposa y sus hijos habían muerto para él: destruidos, desaparecidos para siempre de su vida; y en privado los repudió, jurando nunca volver a verlos, ni siquiera a desearlo, aun cuando llamaran arrastrándose a su puerta. Todos estaban tan muertos para él como si hubiera cogido una pistola y les hubiera disparado.

A partir de entonces, en Brooklyn, Rosso comenzó a llevar ropas oscuras de luto, soportando en privado esa angustia y amargura durante su segundo matrimonio, con mi abuela Angelina y el nacimiento de sus seis hijos americanos.

Cuando mi madre me contaba esta historia, que a menudo adornaba de tal modo que presentaba su educación —y la de sus hermanos— como irremediablemente relacionada con el pasado triste e inolvidable de Rosso, yo no albergaba muchas dudas acerca de por qué estaba impaciente por abandonar la casa de su padre en cuanto pudiera encontrar a alguien a quien amar sin reservas. En 1929 se casó con el hombre que acabaría siendo mi padre, e inmediatamente se desvinculó de Brooklyn al instalarse en la costa de Jersey, cerca del paseo marítimo, donde era costumbre que las mujeres norteamericanas moraran en el mundo moderno ataviadas con vestidos de vivos colores de su elección y con los hombres de su elección. Abandonó la sombra alargada que se proyectaba sobre las aceras de Brooklyn por un lugar donde esperaba permanecer alejada para siempre del llamativo luto de su padre por una viuda blanca, y de las visitas inoportunas de un primo que llevaba un sombrero negro forrado de acero.

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5.

 

Mientras mi madre, a través de su matrimonio, conseguía una suerte de liberación que nunca habría conocido en casa de su padre, mi destino era convertirme en el hijo cumplidor de un sastre exigente que presumía de poseer la medida exacta de mi cuerpo y mi alma; y fue mi inevitable derecho de nacimiento lucir las ropas hechas a medida que reflejaban su gusto, servían de anuncio a su oficio y reafirmaban su talento con la aguja y el hilo.

Me convertí en el maniquí en miniatura de mi padre poco después de aprender a andar, y durante el invierno me envolvían con robustos abrigos de estambre y chaquetas con hombreras y pespunteadas a mano en los bordes de las solapas; y me cubría la cabeza con un sombrero fedora con una pluma —ladeado en el ángulo favorito de mi padre— que de vez en cuando derribaban los pendencieros estudiantes con los que iba en autobús a mi colegio religioso.

Casi todos los compañeros de clase eran hijos de familias católicas irlandesas que vivían en bungalós blancos en las marismas del sur de Jersey, al otro lado de la bahía; y aunque el catolicismo seguía siendo una religión minoritaria en la isla, los católicos irlandeses mantuvieron una autoridad absoluta sobre la educación de mis primeros años y sobre mi sombrero, a menudo aplastado.

Cada noche me iba a la cama temiendo el viaje de la mañana siguiente en autobús, un vehículo herrumbroso de un negro morado exactamente igual que el hábito que llevaban las monjas que nos daban clase. El conductor del autobús de la escuela, el señor Fitzgerald, era un malhumorado conserje nacido en Dublín que llevaba una gorra de tweed y cuyo aliento exudaba una agria mezcla de copos de avena y whisky. Además de su trabajo semanal como chófer y conserje de la escuela, cada domingo por la mañana aparecía en la sacristía de la iglesia para ayudar al anciano sacerdote a vestirse para la misa y servirse de manera furtiva un poco de vino de la consagración que el cura guardaba en un armarito lleno hasta arriba de la ropa blanca del altar.

Un domingo por la mañana, en la sacristía, antes del oficio de las diez y cuarto, mientras yo me abrochaba la túnica para cumplir con mis deberes de monaguillo, observé fascinado cómo el señor Fitzgerald (después de levantar una vestidura blanca por encima de la cabeza y los hombros del cura) daba rápidos sorbos con los ojos entrecerrados a una diminuta petaca de plata que metía y sacaba de su americana. Suponía que nadie observaba sus furtivos tragos, hasta que de repente se volvió y me pilló mirándolo desde la otra punta del cuarto.

El señor Fitzgerald me lanzó toda la furia de sus ojos azules inyectados en sangre; a continuación sus labios pálidos comenzaron a formar unas palabras que, aunque no pude oírlas, tomé por insultos en respuesta a mi indiscreta curiosidad.

A pesar de quedarme momentáneamente estupefacto, enseguida supe que debía transmitirle algún gesto de disculpa. Pero cuando di un paso hacia él, el señor Fitzgerald levantó la palma de la mano para indicarme que me mantuviera a distancia. A continuación me señaló repetidamente con el índice y apuntó hacia un gancho que había en la pared, del que colgaba una pértiga delgada de madera de metro ochenta de alto y rematada por una candela. Se utilizaba para encender las velas altas que había sobre el altar. Comprendí que se me había olvidado encender las velas. Eran casi las diez y cuarto, y el cura estaba completamente vestido y colocaba las hostias consagradas dentro de un receptáculo dorado. La misa estaba a punto de comenzar.

A toda prisa salí por la puerta y, después de encender la vela que había al final de la vara, entré en la iglesia propiamente dicha. Entre los feligreses que esperaban estaban mi padre y mi madre, sentados muy cerca el uno del otro en la tercera fila, dos italianos bien vestidos en la humilde iglesia católica de una isla protestante, una minoría dentro de una minoría.

Sujetando la parte delantera de mi túnica por encima de los tobillos, subí los cinco peldaños hasta la base del altar. Apenas distinguía los extremos más altos de las seis enormes velas, y mucho menos podía ver las mechas, pues estaban ocultas dentro de unos pesados aros de oro que rodeaban la punta de la vela para evitar que la cera goteara.

De puntillas, alargué la gran vara sobre mi cabeza hacia la anilla de oro que bordeaba la primera vela. Esperé resueltamente, expectante, con la mirada levantada hacia el extremo encendido de la vara, contemplando cómo emitía volutas negras de humo. Pero la obstinada mecha no se encendía. Me quedé allí durante lo que parecieron varios minutos, estirándome más y más mientras me dolían los brazos y los ojos se me llenaban de lágrimas. Ahora con menos cautela, empujé la punta de la vara con más fuerza contra el aro, pero aquello no daba señales de encenderse, y comencé a oír los susurros de la congregación. Y en lugar de agobiarme, empecé a sentir una perversa satisfacción al haber conseguido ser el centro de atención de toda la iglesia.

Ya no era el incompetente acólito incapaz de encender una vela, y me vi como un digno ejemplo de perseverancia y fortaleza, un artista de circo que jugaba con fuego y se elevaba a alturas temerarias; y, de una manera igualmente repentina, imaginé la esquiva mecha como una araña venenosa alojada en la cabeza de la vela cuyo largo cuello blanco yo quería asfixiar y chamuscar, torturar tal como había visto hacer con los conspiradores en las películas de guerra.

Pero antes de poder entregarme a mis fantasías, me sobresaltó un sonoro chasquido a mi espalda. Tras bajar la pértiga y volverme hacia los feligreses, vi a ocho monjas vestidas de oscuro en la primera fila, inclinadas hacia delante en sus asientos y con una mirada ceñuda. De pie ante ellas estaba la madre superiora, chasqueando los dedos e inclinándose sobre el pasamanos del altar, intentando con sus ojos alzados y su barbilla prominente dirigir mi atención a la vela donde se encontraba la araña de mi imaginación.

Retrocedí unos pasos sobre la tarima, y, tras levantar la mirada, vi que la mecha ardía luminosa sobre el aro de la vela, y quizá había ardido todo el tiempo que yo había permanecido fantaseando debajo de ella. Oí unas risitas de burla y me volví hacia la madre superiora. Pero ahora se había sentado, y tenía la mirada perdida al frente. Detrás de las monjas había decenas de feligreses que apretaban la cara en un gesto de animadversión, o que abrían la boca para bostezar, con la salvedad de mis padres, que estaban sentados con la cabeza ligeramente inclinada y la vista baja, como si rezaran.

Consciente de que había perdido a mi público y lo que fuera que había hecho pasar por aplomo, me puse a encender las otras cinco velas, no sin antes observar al señor Fitzgerald, que en la puerta de la sacristía señalaba frenético su reloj de bolsillo. La misa llevaba ya diez minutos de retraso gracias a mi incompetencia, y ver al señor Fitzgerald tan agitado me llenó de pánico; con las prisas comencé a mover aquella vara negra encendida adelante y atrás, peligrosamente cerca de cada una de las cinco mechas aún apagadas. Por dos veces topé contra los aros dorados que rodeaban las mechas, y cada vez parecía que alguna de las tambaleantes palmatorias podía caer. De no haber sido por los suspiros cada vez más sonoros de los alarmados feligreses, que me impulsaron a recobrar la compostura, podría haber profanado todo el altar con las caprichosas oscilaciones de mi pértiga.

Finalmente, tras haber rozado la sexta y última vela, esperé a que me dejaran de temblar las manos. A continuación me di la vuelta y bajé los peldaños alfombrados de rojo, y sin levantar la mirada para comprobar si había encendido las mechas, me encaminé hacia la puerta lateral que daba a la sacristía. Pero nada más desaparecer por la puerta, mi curiosidad me hizo volverme en el último momento para echar un vistazo a la repisa superior del altar. Todas las velas estaban milagrosamente encendidas.

Cuando el padre Blake recogió el cáliz y se arregló el bonete negro de tres picos, me coloqué delante de él y me acerqué al altar para comenzar una misa que ya iba con veinte minutos de retraso.

Durante la hora siguiente llevé a cabo mis funciones de memoria. Sujeté el dobladillo de las largas vestiduras del padre Blake cuando subió los peldaños del altar. Hice las genuflexiones en el momento adecuado. Y diestramente manejé las vinajeras de cristal tallado que contenían el agua y el vino tinto de la consagración, que el señor Fitzgerald, gracias a Dios, no había consumido. No se me olvidó hacer sonar la campanilla tres veces cuando el sacerdote levantó la hostia, y tampoco se me olvidaron las respuestas litúrgicas al sacerdote, ni siquiera cuando, al igual que la mayor parte de monaguillos de la parroquia, apenas fuera capaz de traducir una palabra del latín que me había visto obligado a memorizar.

Pero en el momento de la misa en que tenía que levantar un pesado y voluminoso devocionario con su atril de madera y llevarlo de la derecha a la izquierda del altar, tropecé con el dobladillo de mi sotana. Caí pesadamente sobre el libro y el atril, y oí el chasquido seco de la madera astillada, y también los gruñidos de la congregación cuando mi barbilla golpeó el suelo detrás de los tacones negros del padre Blake.

Tuvo la gentileza de no volverse, posiblemente porque estaba medio sordo; y yo me puse en pie lentamente levantando el libro sobre su fracturado atril, y con cuidado lo deposité sobre el altar —donde quedó un tanto torcido—, mientras el anciano sacerdote cerraba los ojos y hacía la señal de la cruz. A continuación bajé los peldaños, dispuesto a ocupar el lugar que me correspondía en el purgatorio de los monaguillos descarriados.

Nunca sabré cómo pude seguir ayudando el resto de la misa de aquel lamentable domingo. Durante años, el solo recuerdo de aquella mañana hacía que me subiera la sangre a la cara. Pero permanecí en el altar y completé mis tareas, ajeno a los demás y al espíritu de la misa, mi cuerpo convertido en un pecio que la marea pasea por la orilla. Cuando por fin terminó el oficio, sentí alivio, pero no pude huir de mi humillación.

Sin hacer caso de las severas miradas que me dirigía el señor Fitzgerald, ahora detrás del padre Blake mientras le retiraba las vestiduras sacerdotales, me quité y colgué mi corto sobrepelliz blanco y mi túnica, y enseguida me puse mi abrigo y mi sombrero y salí por la puerta lateral de la iglesia sin despedirme de nadie.

Unas frías ráfagas de aire salado del océano me recibieron mientras corría por la acera hacia el coche de mis padres, aparcado a una manzana de distancia. Era un Buick, un cupé azul de 1941 que tenía dos años, que mi padre había comprado un mes antes de que el gobierno detuviera la producción de automóviles. Me subí al asiento trasero, me hundí lo más posible y me cubrí la frente con el sombrero con la esperanza de que no me viera ninguno de los feligreses que pudiera haber presenciado mi patética actuación en la iglesia.

A través del parabrisas vi a mis padres a media manzana de distancia; se acercaban acompañados de mi hermana Marian, que tenía siete años. Después de unos cuantos pasos se detuvieron y se volvieron hacia la iglesia, esperando verme salir por la entrada lateral. Se encontraban junto a un gran árbol sin hojas, muy juntos, procurando re

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