Vestido de novia

Fragmento

libro-4

 

Está sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas estiradas, jadeante.

Léo está pegado a ella, inmóvil, y tiene su cabeza en el regazo. Con una mano ella le acaricia el pelo y con la otra intenta secarse los ojos, pero con movimientos desordenados. Llora. Algunos sollozos se convierten en gritos, chilla, le sale de las entrañas. Cabecea. A veces, la pena es tan intensa que se golpea la parte de atrás de la cabeza contra el tabique. El dolor la reconforta un poco pero no tarda en notar que todo se le vuelve a derrumbar por dentro. Léo se porta muy bien, no se mueve. Baja los ojos hacia él, lo mira, le estrecha la cabeza contra el vientre y llora. Nadie puede imaginarse lo desgraciada que es.

1

Aquella mañana, como tantas otras, se despertó llorando y con un nudo en la garganta, aunque no tenía ninguna preocupación concreta. En su vida, el llanto no es nada excepcional: las lágrimas la acompañan todas las noches desde que está loca. Si por las mañanas no se notara las mejillas empapadas, podría llegar a creer que pasa noches tranquilas de sueño profundo. Por las mañanas, la cara llena de lágrimas y la garganta atenazada son mera información. ¿Desde cuándo? ¿Desde que Vincent sufrió el accidente? ¿Desde su muerte? ¿Desde la primera muerte, muy anterior?

Se ha enderezado apoyándose en un codo. Se seca los ojos con la sábana mientras busca los cigarrillos a tientas y, al no encontrarlos, se acuerda de pronto de dónde está. Lo recuerda todo, lo que sucedió el día anterior, la velada... Recuerda inmediatamente que tiene que irse, salir de esa casa. Levantarse e irse, pero se queda ahí, clavada en la cama, incapaz de un gesto mínimo. Agotada.

Cuando por fin consigue arrancarse de la cama y llegar al salón, la señora Gervais está sentada en el sofá, inclinada sobre el teclado.

—¿Qué tal? ¿Más descansada?

—Bien. Más descansada.

—Tiene mala cara.

—Por las mañanas siempre la tengo.

La señora Gervais guarda el archivo y cierra ruidosamente la tapa del portátil.

—Léo sigue durmiendo —le dice yendo hacia el perchero con paso resuelto—. No me he atrevido a entrar a verlo por miedo a que se despertara. Como hoy no hay clase, es mejor que duerma y así no le da guerra...

Hoy no hay clase. Sophie se acuerda vagamente. Algo sobre una reunión pedagógica. La señora Gervais está de pie junto a la puerta, con el abrigo ya puesto.

—Tengo que irme...

Sophie se da cuenta de que no tendrá valor suficiente para comunicarle lo que ha decidido. De todas formas, aunque lo tuviera, no le daría tiempo. La señora Gervais ya ha cerrado la puerta al salir.

Esta tarde...

Sophie oye sus pasos por la escalera. Christine Gervais nunca coge el ascensor.

Reina el silencio. Por primera vez desde que trabaja aquí, enciende un cigarrillo en pleno salón. Pasea arriba y abajo. Parece la superviviente de una catástrofe, todo lo que ve le resulta intrascendente. Tiene que irse. No le urge tanto, ahora que está sola, de pie, cigarrillo en mano. Pero sabe que por culpa de Léo se tiene que preparar para irse. Para ganar tiempo mientras consigue centrarse, va a la cocina y enciende el hervidor.

Léo. Seis años.

Desde que lo vio por primera vez, le pareció guapo. Eso fue unos tres meses antes, en ese mismo salón de la calle de Molière. Entró corriendo, se paró en seco frente a ella y la miró fijamente ladeando un poco la cabeza, lo que en él indica profunda reflexión. Su madre se limitó a decir:

—Léo, ésta es Sophie, te he hablado de ella.

Él se la quedó mirando un buen rato. Y luego se limitó a decir: «Vale» y se acercó para darle un beso.

Léo es un niño dulce, un poco caprichoso, inteligente y rebosante de vida. El trabajo de Sophie consiste en llevarlo al colegio por la mañana, recogerlo a mediodía y por la tarde, y cuidar de él hasta la hora imprevisible a la que la señora Gervais o su marido consiguen llegar a casa. Así pues, la hora a la que sale de trabajar oscila entre las cinco de la tarde y las dos de la madrugada. La disponibilidad fue la baza decisiva para conseguir el puesto: no tiene vida privada, quedó claro desde la primera entrevista. Aunque la señora Gervais se esforzó por no abusar de esta disponibilidad, la rutina siempre prima sobre los principios y en tan sólo dos meses se convirtió en un engranaje imprescindible en la vida de la familia. Porque siempre está ahí, siempre está lista, siempre está disponible.

El padre de Léo, un cuarentón largo, seco y antipático, es jefe de servicio en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por su parte, su mujer, alta, elegante y con una sonrisa increíblemente seductora, intenta conciliar la responsabilidad de ejercer de estadística en una auditoría con la de ser la madre de Léo y la mujer de un futuro secretario de Estado. Ambos se ganan muy bien la vida y Sophie tuvo el buen tino de no aprovecharse de ello al fijar el sueldo. De hecho, ni siquiera se le pasó por la cabeza, porque lo que le ofrecían cubría sus necesidades. La señora Gervais aumentó la cantidad acordada al terminar el segundo mes.

En cuanto a Léo, Sophie se ha convertido en su ídolo. Parece ser la única capaz de conseguir sin el mínimo esfuerzo lo que a su madre le costaría varias horas. En contra de sus temores, no es un niño mimado con exigencias tiránicas, sino un crío tranquilo que sabe escuchar. Claro está que a veces se enrabieta, pero Sophie está muy bien situada en su jerarquía. En lo más alto.

Cada tarde, a eso de las seis, Christine Gervais llama por teléfono para pedir el parte y decir a qué hora llegará, con tono compungido. Siempre habla unos minutos con su hijo y luego con Sophie, con la que procura adoptar un tono un poco personal.

Estos intentos no tienen mucho éxito: sin proponérselo, Sophie reduce la conversación a los temas generales de rigor, entre los que ocupa el lugar esencial el resumen del día.

Léo se acuesta todas las noches a las ocho en punto. Es importante. Sophie no tiene hijos, pero tiene principios. Después de leerle un cuento, se acomoda durante el resto de la velada frente a la inmensa pantalla de televisión extraplana que sintoniza prácticamente todo lo que se emite en los canales por satélite; un regalo encubierto que la señora Gervais le hizo en su segundo mes de trabajo, tras fijarse en que siempre se la encontraba viendo la televisión, llegase a la hora que llegase. Más de una vez, a la señora Gervais le había llamado la atención que una mujer de treinta años, visiblemente culta, se conformara con un empleo tan modesto y se pasara todas las noches delante de la pequeña pantalla, aunque ahora fuera tan grande. En la primera entrevista, Sophie le dijo que había estudiado Comunicación. Como la señora Gervais quería saber algo más, mencionó que tenía un diploma técnico universitario y explicó que había trabajado para una empresa de origen inglés, aunque sin decir en qué puesto, y que había estado casada pero que ya no lo estaba. Christine Gervais se conformó con esos datos. A Sophie se la había recomendado una amiga de la infancia que dirigía una ETT y a quien, por algún motivo misterioso, Sophie le había caído bien en la única entrevista que tuvo con ella. Y además se trataba de una emergencia: la anterior cuidadora de Léo acababa de despedirse inesperadamente y sin preaviso. El rostro sereno y serio de Sophie le había inspirado confianza.

A lo largo de las primeras semanas, la señora Gervais anduvo tanteando para saber algo más sobre su vida, pero renunció a ello con delicadeza, al intuir en las respuestas que alguna «tragedia horrible y secreta» debía de haberle destrozado la existencia; una pizca de ese romanticismo que puede darse en cualquier parte, incluso entre la burguesía más encopetada.

Como ocurre tan a menudo, cuando el hervidor se apaga Sophie está sumida en sus pensamientos. En ella, este estado puede durar mucho tiempo. Son como ausencias. Como si su cerebro se obsesionara con una idea, con una imagen, en la que el pensamiento se va enroscando, muy despacio, como un insecto, haciéndole perder la noción del tiempo. A continuación, por un efecto semejante al de la gravedad, vuelve a caer en el momento presente. Reanuda la vida normal donde la había dejado. Siempre le pasa lo mismo.

Esta vez, curiosamente, lo que aflora es el rostro del doctor Brevet. Hacía mucho tiempo que no había vuelto a acordarse de él. Tenía un aspecto que no correspondía con lo que se había imaginado. Por teléfono lo suponía un hombre alto, autoritario, y era muy poquita cosa, parecía el escribiente de un notario, emocionado de que lo autorizaran a recibir a los clientes de segunda. A un lado, una estantería con libros y adornos. Sophie quería quedarse sentada. Lo había dicho al entrar, no quiero tumbarme. El doctor Brevet dio a entender con un gesto de las manos que no había inconveniente. «Aquí no hay que tumbarse», añadió. Sophie contó como pudo qué le pasaba. «Una libreta», dictaminó al cabo el doctor. Sophie tenía que apuntar todo lo que hacía. Cabía la posibilidad de que, en eso de los olvidos, «estuviera haciendo una montaña de un grano de arena». Había que intentar ver las cosas con objetividad, dijo el doctor Brevet. Así, «podrá usted evaluar exactamente qué se le olvida, lo que pierde». De modo que Sophie empezó a apuntarlo todo. Lo hizo durante, ¿cuánto?, unas tres semanas... Hasta la siguiente sesión. Y durante aquel período ¡la de cosas que perdió!, ¡la de citas que olvidó!, y dos horas antes de ir a ver al doctor Brevet se había dado cuenta de que incluso había perdido la libreta. Imposible dar con ella. Lo puso todo patas arriba. ¿No fue aquel día cuando se topó con el regalo de cumpleaños de Vincent? Aquel que no consiguió encontrar cuando quiso darle una sorpresa.

Todo está revuelto, su vida es un revoltijo...

Echa el agua en el tazón y se termina el cigarrillo. Viernes. No hay clase. Normalmente sólo cuida a Léo todo el día los miércoles y algunos fines de semana. Lo lleva aquí y allá, según lo que les apetezca o lo que surja. Hasta ahora, se lo han pasado bastante bien juntos, y se han peleado a menudo. O sea, que todo va bien.

Al menos, hasta que empieza a notar algo, borroso primero, desagradable después. No quiso darle importancia, intentó apartarlo como si fuera una mosca molesta, pero volvía con insistencia. Acabó afectando a su relación con el niño. Al principio, nada alarmante. Solamente algo soterrado, silencioso. Algo secreto que tenía que ver con ellos dos.

Hasta que la verdad se le reveló de pronto, el día antes, en la plaza de Dantremont.

Aquel mes de mayo se despedía de París con muy buen tiempo. Léo quiso tomar un helado. Sophie se sentó en un banco, no se sentía muy bien. Primero atribuyó aquel malestar al hecho de estar en la plaza ajardinada, el lugar que más odia porque se pasa todo el rato intentando no tener que hablar con las madres. Las asiduas, acostumbradas a que rechace cualquier intento, han dejado de dirigirle la palabra, pero le sigue quedando mucho que hacer con las recién llegadas, las ocasionales..., por no hablar de los jubilados. No le gustan los jardines de la plaza.

Hojea distraídamente una revista cuando Léo se le planta delante. La mira sin ninguna intención concreta, mientras se come el helado. Sophie le devuelve la mirada. Y en ese preciso instante comprende que no puede seguir ocultando lo que ya es obvio: inexplicablemente, ha empezado a aborrecerlo. Él la sigue mirando fijamente y a ella la desquicia ver lo insoportable que le resulta ahora todo cuanto tenga que ver con el niño: la cara de querubín, los labios voraces, la sonrisa estúpida y la ropa ridícula.

«Nos vamos», dijo, igual que podría haber dicho «Me voy». Los engranajes de la cabeza se le han vuelto a poner en marcha. Con sus huecos, sus carencias, sus vacíos, sus ineptitudes... Mientras aprieta el paso camino de casa (Léo se queja de que anda demasiado deprisa), la asaltan imágenes desordenadas: el coche de Vincent estampado contra un árbol y luces giratorias parpadeando en la noche, su reloj en el fondo de un joyero, el cuerpo de la señora Duguet rodando por la escalera, los alaridos de la alarma de la casa en plena noche... Las imágenes se van sucediendo en una dirección y luego en la contraria, imágenes nuevas y antiguas. La maquinaria del vértigo reanuda su movimiento perpetuo.

Sophie pierde la cuenta de sus años de locura. Hace tanto tiempo... Sin duda porque sufre, tiene la sensación de que el tiempo cuenta doble. Una pendiente suave al principio y según van pasando los meses, la sensación de estar en un tobogán, de bajar a toda velocidad. En aquella época, Sophie estaba casada. Todo aquello... fue antes. Vincent era un hombre muy paciente. Siempre que Sophie se acuerda de Vincent, se le aparece como en un fundido encadenado: el Vincent joven, sonriente y eternamente tranquilo, se confunde con el de los últimos meses, de rostro extenuado, tez amarillenta y ojos vidriosos. Al principio de su matrimonio (Sophie vuelve a ver con precisión su piso, parece mentira que en una misma cabeza puedan convivir tantos recursos y tantas carencias) sólo eran despistes. Ésa era la palabra: «Sophie es despistada», pero se consolaba porque siempre lo había sido. Luego, los despistes se convirtieron en rarezas. Y, al cabo de unos meses, todo era un desbarajuste repentino. Se le olvidaban citas, detalles, personas, empezó a perder cosas, las llaves, la documentación, a encontrarlas al cabo de varias semanas en los sitios más peregrinos. Por muy tranquilo que fuera, Vincent se había ido irritando paulatinamente. Era de lo más comprensible. Tanto olvidarse de la píldora, tanto perder los regalos de cumpleaños, los adornos de Navidad... Hasta el carácter mejor templado acaba de los nervios. Fue entonces cuando Sophie se puso a apuntarlo todo, con el esmero escrupuloso de una drogadicta en proceso de desintoxicación. Perdió las libretas. Perdió el coche, se quedó sin varios amigos, la detuvieron por robar, aquellas alteraciones le fueron contaminando poco a poco todos los apartados de la vida y comenzó, como una alcohólica, a tapar las carencias, a hacer trampas, a disimular para que ni Vincent ni nadie se dieran cuenta de nada. Un terapeuta le sugirió que ingresara en el hospital. Se negó, hasta que la muerte decidió invitarse a su locura.

Mientras anda, Sophie abre el bolso, hunde la mano en él, enciende un cigarrillo, temblorosa, y aspira profundamente. Cierra los ojos. Aunque le zumba la cabeza y empieza a sentirse mareadísima, se da cuenta de que Léo ya no va a su lado. Se da la vuelta y ve que se ha quedado atrás, bastante lejos, de pie en plena acera con los brazos cruzados, el rostro hostil y la firme decisión de no moverse. Al ver a ese niño enfurruñado, plantado en medio de la acera, la invade de pronto una rabia terrible. Desanda lo andado, se le pone delante y le da una sonora bofetada.

Se espabila al oír la bofetada. Avergonzada, se da la vuelta para ver si alguien la ha visto. No hay nadie, la calle está tranquila, tan sólo una moto pasa despacio junto a ellos. Mira al niño, que se frota la mejilla y le devuelve la mirada sin llorar, como si notase más o menos que en realidad todo aquello no va con él.

—A casa —dice Sophie tajantemente.

Y ya está.

No se volvieron a hablar en todo lo que quedaba de tarde. Los dos tenían sus propios motivos. Sophie se preguntó de forma inconcreta si aquella bofetada le traería algún problema con la señora Gervais, aunque sabía que le daba igual. Ahora tenía que irse, todo sucedía como si se hubiese marchado ya.

Como si lo hubiese hecho aposta, aquella noche Christine Gervais volvió tarde. Sophie estaba dormida en el sofá mientras en la pantalla jugaban un partido de baloncesto en medio de un chaparrón de gritos y aplausos. La despertó el silencio cuando la señora Gervais apagó la televisión.

—Es tarde... —se disculpó.

Sophie miró la silueta con abrigo plantada delante de ella. Farfulló un «no» apagado.

—¿Quiere quedarse a dormir?

Cuando regresa tarde, la señora Gervais siempre le ofrece que se quede; ella dice que no y la señora Gervais le paga un taxi.

A toda velocidad Sophie vuelve a ver la película del final de ese día, la velada silenciosa, las miradas esquivas, Léo, muy serio, escuchando pacientemente el cuento mientras pensaba a todas luces en otra cosa. Y tolerando de forma tan evidente el último beso, que a Sophie se le escapó sin querer:

—Ya pasó, peque, ya pasó. Lo siento...

Léo asintió con la cabeza. Fue como si en ese instante la vida adulta hubiese irrumpido bruscamente en su universo y él también estuviera agotado. Se durmió enseguida.

Sophie se sentía tan abatida que aquella vez sí que aceptó quedarse a dormir.

Aprieta entre las manos el tazón de té, que ya se ha enfriado, sin inmutarse por las lágrimas que caen pesadamente en el parqué. Durante un breve instante aparece una imagen, el cuerpo de un gato clavado en una puerta de madera. Un gato blanco y negro. Además de otras imágenes. Sólo muertos. Hay muchos muertos en esta historia suya.

Ya es la hora. Un vistazo al reloj de pared de la cocina: las nueve y veinte. Sin darse cuenta, ha encendido otro cigarrillo. Lo apaga nerviosamente.

—¡Léo!

Su propia voz la sobresalta. Percibe en ella angustia, sin saber de dónde viene.

—¿Léo?

Entra corriendo en el cuarto del niño. En la cama, bajo las mantas hay un bulto que dibuja la forma de una montaña rusa. Sophie respira aliviada e incluso esboza una sonrisa. El miedo, al disiparse, la arrastra a su pesar hacia una especie de ternura agradecida.

Se acerca a la cama diciendo:

—Pero, bueno, ¿dónde se ha metido este niño?

Se da la vuelta.

—¿Estará aquí?

Da un ligero portazo en el armario de pino sin dejar de vigilar la cama de reojo.

—En el armario no está. ¿Y en los cajones?

Abre y cierra un cajón una vez, dos veces, tres veces, mientras dice:

—En éste no... En éste tampoco... Pues no... Pero ¿dónde se habrá metido?

Se acerca a la puerta y alza la voz:

—Bueno, pues como no está aquí, me voy...

Cierra la puerta ruidosamente pero se queda en el cuarto, clavando la vista en la cama y en la forma de las sábanas. Acecha algún movimiento. Y se adueña de ella un malestar, un vacío en el estómago. Esa forma es imposible. Se queda quieta, de nuevo afluyen las lágrimas pero ya no son las mismas, son las de antaño, las que irisan el cuerpo ensangrentado de un hombre caído sobre el volante, las que acompañan a las palmas de sus manos en la espalda de la anciana en el momento en que sale disparada escaleras abajo.

Se acerca a la cama con paso de autómata y arranca las sábanas de un tirón.

Ahí está Léo, pero no duerme. Está desnudo, encogido, con las muñecas atadas a los tobillos y la cabeza doblada entre las rodillas. De perfil, la cara tiene un color espantoso. El pijama ha servido para atarlo firmemente. En el cuello, un cordón de zapato tan apretado que ha dibujado un surco profundo en la carne.

Sophie se muerde el puño pero no consigue contener el vómito. Se inclina hacia delante, consigue in extremis no agarrarse al cuerpo del niño pero no le queda más remedio que apoyarse en la cama. De inmediato, el cuerpecito rueda hacia ella y la cabeza de Léo le golpea las rodillas. Lo aprieta tan fuerte contra sí que nada puede impedir que caigan uno encima del otro.

Y así está ahora, sentada en el suelo, con la espalda contra el tabique y el cuerpo de Léo pegado a ella, inerte, helado... Sus propios alaridos la desconciertan como si fueran de otra persona. Baja la mirada hacia el niño. A pesar del velo de lágrimas que le nubla la vista, calibra el alcance del desastre. Le acaricia el pelo con gesto mecánico. La cara, ocre y jaspeada, está vuelta hacia ella, pero los ojos fijos se abren al vacío.

2

¿Cuánto tiempo? No lo sabe. Vuelve a abrir los ojos. Lo primero que nota es el olor de su camiseta cubierta de vómitos.

Sigue sentada en el suelo, con la espalda contra la pared del dormitorio, mirando ese suelo obstinadamente, como si quisiera que nada volviera a moverse, ni su cabeza, ni sus manos, ni sus pensamientos. Quedarse allí, inmóvil, fundirse con la pared. Cuando una se para, todo debe pararse, ¿no? Pero ese olor le revuelve el estómago. Gira la cabeza. Un movimiento mínimo hacia la derecha, en dirección a la puerta. ¿Qué hora es? Movimiento inverso, mínimo, hacia la izquierda. En su campo visual, una pata de la cama. Es como un puzle: basta con una sola pieza para reconstruir mentalmente todo el conjunto. Sin mover la cabeza, agita muy levemente los dedos, siente una cabellera, vuelve como una nadadora a la superficie donde la espera el horror pero la detiene de inmediato una descarga eléctrica que le atraviesa el cuerpo: el teléfono acaba de ponerse a bramar.

Esta vez, la cabeza no duda y se vuelve inmediatamente hacia la puerta. De ahí es de donde viene el timbrazo, del aparato más próximo, el que está en el pasillo encima de una mesa de cerezo. Sophie baja la mirada un instante y la imagen del cuerpo del niño la golpea: echado de lado, con la cabeza en su regazo, con la inmovilidad del personaje de un cuadro.

Ahí están, un niño muerto tendido a medias encima de ella, el timbre de un teléfono que no quiere dejar de sonar y Sophie, que está a cargo del niño y que es quien suele coger el teléfono, sentada contra la pared, cabeceando y oliendo sus vómitos. Le da vueltas la cabeza y vuelve a sentir el mismo mareo, va a desmayarse. Se le está derritiendo el cerebro, tiende la mano desesperadamente, como en un naufragio. Está tan desquiciada que le parece que el timbre es un tono más agudo. Es lo único que oye ahora, se le clava en el cerebro, la llena hasta arriba y la paraliza. Con las manos hacia delante y luego hacia los lados, como una ciega, busca a tientas dónde apoyarse y acaba encontrando algo duro, a la derecha, a lo que aferrarse para no naufragar del todo... Se le ha aferrado la mano a la esquina de la repisa sobre la que está la lámpara de cabecera de Léo. Aprieta con todas sus fuerzas y el mareo retrocede un instante con ese ejercicio muscular. Y el timbre deja de sonar. Transcurren lentamente varios segundos. Sophie aguanta la respiración. Cuenta, despacio, mentalmente..., cuatro, cinco, seis..., el timbre ha dejado de sonar.

Sophie mete un brazo por debajo del cuerpo de Léo. No pesa nada. Consigue colocarle la cabeza en el suelo y, con un esfuerzo descomunal, ponerse de rodillas. Ahora ha vuelto el silencio, casi tangible. Respira a trompicones, como una parturienta. Por la comisura de los labios le sale un largo hilillo de saliva. Sin volver la cabeza, mira al vacío: busca una presencia. Piensa: aquí hay alguien, en este piso, alguien que ha matado a Léo, alguien que me va a matar a mí también.

En ese instante, el timbre del teléfono vuelve a sonar. Otra descarga eléctrica le recorre el cuerpo de arriba abajo. Busca a su alrededor. Encontrar algo, deprisa... La lámpara de cabecera. La agarra y da un tirón seco. El cable eléctrico cede y Sophie avanza por la habitación, despacio, hacia el timbre, paso a paso, sujetando la lámpara como una antorcha, como un arma, sin darse cuenta de lo ridículo de la situación. Pero resulta imposible notar la mínima presencia con ese teléfono bramando, chillando, siempre igual, con ese timbre que taladra el espacio mecánica y obsesivamente. Ha llegado hasta la puerta del dormitorio cuando el silencio vuelve de golpe. Avanza y de repente, sin saber por qué, está convencida de que en el piso no hay nadie, de que está ella sola.

Sin ni siquiera pensárselo, sin vacilar, sigue hasta el final del pasillo, hacia las otras habitaciones, con la lámpara colgando del brazo a media asta y con el cable a rastras. Vuelve hacia el salón, entra en la cocina y sale de nuevo, abre puertas, todas las puertas.

Está sola.

Se derrumba en el sofá y por fin suelta la lámpara de cabecera. Los vómitos de la camiseta parecen recientes. Otra vez a sentir asco. Se quita la camiseta de un tirón, la tira al suelo, se levanta y va hasta el dormitorio del niño. Ahí está ella, apoyada en el quicio, mirando el cuerpecito muerto que yace de costado, con los brazos cruzados sobre los pechos desnudos, llorando muy bajito... Tiene que llamar. Ya no sirve de nada, pero tiene que llamar. A la policía, a urgencias, a los bomberos..., ¿a quién se llama en estos casos? ¿A la señora Gervais? El miedo le muerde las entrañas.

Le gustaría moverse pero no puede. Dios mío, Sophie, ¿en qué berenjenal te has metido? Como si no tuvieras ya bastante... Deberías irte ya mismo, ahora, antes de que vuelva a sonar el teléfono, antes de que la madre se preocupe y se plante aquí en un taxi, con gritos, lágrimas, la policía, preguntas e interrogatorios.

Sophie ya no sabe qué hacer. ¿Llamar? ¿Irse? Tiene que elegir entre dos soluciones malas. Lo mismo que le ha pasado toda la vida.

Por fin se incorpora. En su fuero interno ha cuajado una decisión. De entrada corre, como pollo sin cabeza, por el piso, de habitación en habitación, llorando; oye su propia voz que gime como la de una niña. Intenta repetirse: «Concéntrate, Sophie. Respira y procura pensar. Tienes que vestirte, lavarte la cara y coger tus cosas. Deprisa. E irte. Ahora mismo. Recoge tus cosas, prepara el bolso, date prisa». Ha corrido tanto por todas las habitaciones que está un poco desorientada. Al pasar delante del cuarto de Léo, no puede por menos de pararse una vez más y lo primero que ve no es el rostro petrificado y céreo del niño, sino el cuello y el cordón marrón cuyo extremo serpentea por el suelo. Lo reconoce. Es de sus zapatos de marcha.

3

Algunas cosas de ese día ya no las recuerda. Lo que ve a continuación es el reloj de la iglesia de Sainte-Elisabeth marcando las once y cuarto.

El sol da de lleno en el bulevar y las sienes le laten violentamente. Por no hablar del agotamiento. La imagen del cuerpo de Léo vuelve a adueñarse de ella. Es como si se despertase por segunda vez. Intenta agarrarse... a qué... Toca un cristal con la mano. Es una tienda. El vidrio está frío. Nota cómo le corren las gotas de sudor por las axilas. Heladas.

¿Qué está haciendo ahí? Y, antes que nada, ¿dónde está? Quiere mirar la hora pero ya no tiene reloj. Y eso que creía que lo llevaba... O puede que no. Ya no se acuerda. Está en el bulevar de Le Temple. Dios mío, no es posible que haya tardado hora y media en llegar hasta aquí... ¿Qué ha estado haciendo todo ese tiempo? ¿Adónde ha ido? Y, antes que nada, Sophie, ¿adónde vas? ¿Has venido desde la calle de Molière hasta aquí andando? ¿Has cogido el metro?

El agujero negro. Sabe que está loca. No, necesita tiempo, eso es todo, algo de tiempo para concentrarse. Ya está, eso es, ha debido de coger el metro. Ya no nota el cuerpo, sólo el sudor que le corre por los brazos, gotas lacerantes que chorrean y que se seca apretando el codo contra el costado. ¿Qué ropa lleva puesta? ¿Parecerá una loca? Demasiadas cosas en la cabeza, le zumba, se le mezclan las ideas. Tiene que pensar, hacer algo. Pero ¿qué?

Se cruza con su propia silueta en un escaparate y no se reconoce. Al principio le parece que en realidad no es ella. Pero sí que lo es, aunque hay algo más. Hay otra cosa, pero ¿qué?

Echa un vistazo a la avenida.

Tiene que andar e intentar pensar. Pero las piernas se niegan a llevarla. Lo único que aún le funciona algo es la cabeza, en un zumbido de imágenes y de palabras que intenta sosegar controlando la respiración. Siente como si tuviera el pecho atrapado en una mordaza. Mientras se apoya con una mano en el escaparate, trata de ordenar los pensamientos.

Te has escapado. Eso es, te ha entrado miedo y te has escapado. Cuando descubran el cuerpo de Léo, irán a por ti. Te van a acusar de... ¿Cómo se dice? No sé qué de «socorro»... Concéntrate.

En realidad, es de lo más sencillo. Estabas a cargo del niño y alguien vino a matarlo. Léo...

En ese momento no podría decir por qué la puerta del piso estaba cerrada con dos vueltas cuando salió huyendo. Ya buscará una explicación más adelante.

Levanta la vista. Sabe dónde está. Muy cerca de su casa. Pues eso es lo que ha pasado, has salido huyendo y te vuelves a casa.

Venir aquí es una locura. Si estuviera bien de la cabeza, nunca habría vuelto aquí. La buscarán. Ya deben de estar buscándola. Una nueva oleada de cansancio la fulmina. Hay un café ahí, a la derecha. Entra.

Va hasta el fondo del local. Le cuesta muchísimo pensar. Lo primero, ubicarse en el espacio. Se ha sentado al fondo y clava los ojos febrilmente en la cara del camarero que se acerca, recorre rápidamente el local con la mirada para ver por qué camino ir corriendo hacia la salida si... pero no pasa nada. El camarero no hace ninguna pregunta, se limita a mirarla con indiferencia. Sophie pide un café. El camarero desanda lo andado, hacia la barra, con paso cansino.

Eso es, lo primero es situarse en el espacio.

Calle de Le Temple. Está a..., vamos a ver, tres, no, cuatro estaciones de metro de su casa. Eso es, cuatro estaciones: Temple, République, transbordo y luego... ¡Cómo porras se llama la cuarta estación! Si se baja en ella todos los días, ha viajado en esa línea cientos de veces. Está viendo perfectamente la boca, la escalera con los pasamanos de hierro, el kiosco de prensa en la esquina, con el tío aquel que siempre dice: «¡Joder! Menudo tiempecito, ¿eh?»... ¡Mierda!

El camarero le trae el café y al lado deja el tique: un euro con diez. ¿Llevo dinero? Sophie ha soltado el bolso delante de ella, encima de la mesa. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había cogido.

Se mueve sin memoria, maquinalmente, con la mente vacía, sin ser consciente de nada. Así es como ocurrió todo. Por eso salió huyendo.

Tiene que concentrarse. ¿Cómo se llama la jodida estación? La huida hasta aquí, el bolso, el reloj... Algo le pasa por dentro, como si fuera dos personas. Soy dos personas. Una que está temblando de miedo delante de un café que se enfría y otra que ha caminado, ha agarrado el bolso, se ha dejado olvidado el reloj y ahora se vuelve a casa como si tal cosa.

Se coge la cabeza con las manos y siente cómo le corren las lágrimas. El camarero la mira mientras seca vasos con fingido desinterés. Estoy loca y se me nota... Tengo que irme. Tengo que levantarme e irme.

Le da una repentina subida de adrenalina: si estoy loca, puede que todas esas imágenes sean mentira. Puede que todo esto no sea más que una pesadilla despierta. Ha cruzado una línea. Pues claro, no es más que una pesadilla. Ha soñado que mataba al niño. ¿Lo que pasó esta mañana es que se asustó y salió huyendo? Se asustó de su propio sueño, eso es todo.

¡Bonne Nouvelle! Así se llama la estación de metro: ¡Bonne Nouvelle! No, hay otra, justo antes. Pero esta vez, el nombre le sale solo: Strasbourg-Saint-Denis.

La suya, la estación de Sophie, es Bonne Nouvelle. Está totalmente segura, ahora vuelve a verla perfectamente.

El camarero la mira extrañado. Sophie ha empezado a reírse en voz alta. Estaba llorando y, de repente, se ríe a carcajadas.

¿Esto está pasando de verdad? Debería asegurarse. Quedarse con la conciencia tranquila. Tiene que llamar por teléfono. ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles?... Léo no tiene clase. Está en casa. Debería estar en casa.

Solo.

He salido huyendo y el niño está solo.

Hay que llamar.

Coge el bolso y lo abre como si lo rasgara. Rebusca en él. Tiene el número en los contactos. Se seca los ojos para ver pasar los números. El teléfono suena. Uno, dos, tres... Suena pero nadie lo coge. Léo no tiene clase, está solo en el piso, suena pero nadie contesta... Vuelve a sudar a mares, pero esta vez por la espalda. «¡Mierda, cógelo!» Sophie sigue contando los timbrazos, maquinalmente, cuatro, cinco, seis. Suena un clic y luego un vacío y por fin una voz que no se esperaba: «Hola, ha llamado al número de Christine y Alain Gervais...». Esa voz sosegada y resuelta la deja helada hasta los tuétanos. ¿A qué espera para colgar? Cada palabra la clava en la silla. «Ahora no estamos en casa...» Sophie aprieta a fondo la tecla del teléfono.

Parece mentira lo mucho que le cuesta alinear dos ideas básicas una detrás de otra... Tiene que analizar. Tiene que comprender. Léo sabe contestar al teléfono perfectamente; de hecho, para él, tomar la delantera, descolgar, contestar y preguntar quién llama es como una fiesta. Si Léo está en casa, tiene que contestar; si no, es que no está, así de sencillo.

¡Mierda, dónde se habrá metido el maldito niño si no está en casa! No puede abrir la puerta solo. Su madre mandó poner un sistema de bloqueo cuando empezó a pulular por todas partes y no se fiaba de él. No contesta y no puede haber salido: esto es como la cuadratura del círculo. ¡Dónde está el maldito niño!

Tiene que pensar. Qué hora es, las once y media.

Encima de la mesa, varios objetos desperdigados que se han salido del bolso. Incluso un tampón Nett. Vaya pinta que debe de tener. En la barra, el camarero habla con dos hombres. Unos parroquianos, seguramente. Estarán hablando de ella. Miradas que se cruzan, algo huidizas. No puede quedarse allí. Tiene que irse. Recoge deprisa y corriendo todo lo que hay encima de la mesa, lo echa en el bolso y va a toda prisa hacia la salida.

—¡Uno con diez!

Sophie se da la vuelta. Los tres hombres la miran de forma rara. Rebusca en el bolso, saca trabajosamente dos monedas, las deja en la barra y sale.

Sigue haciendo bueno. Se fija mecánicamente en lo que pasa por la calle, los peatones que andan, los coches que circulan, las motos que arrancan. Tiene que andar. Tiene que andar y pensar. Esta vez, la imagen de Léo se le aparece con precisión. Puede distinguir hasta el mínimo detalle. No es un sueño. El niño está muerto y ella está huyendo.

¡La asistenta llegará a las doce! No tiene por qué entrar nadie en el piso antes de las doce. Y entonces, encontrarán el cuerpo del niño.

Así que tiene que irse. Ser prudente. El peligro puede llegar de cualquier parte o en cualquier momento. Tiene que cambiar de sitio, mo

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