Miedo de noche

Ana María Shua

Fragmento

Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los diez años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar, y entonces estaría completamente indefenso. Era mejor estar atento.

Le daban risa los chicos que les tenían miedo a los ladrones, que al fin y al cabo son seres humanos. Si entraran ladrones en la casa, al menos ya no estaría solo. En realidad, solo del todo no estaba: en la cama de al lado dormía Guillermo, su hermano menor. Pero Guille, que tenía ocho años, no tenía ningún miedo: ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que Leandro no estaba contento de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano mayor. El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo. Leandro estaba tan obsesionado que no podía dejar de imaginar horrores. A cada rato se acercaba para asegurarse de que respiraba. ¿Y cómo podía saber que seguía siendo realmente su hermano y no un extraterrestre que había tomado su lugar?

Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor. Entonces, cuando sus papás salían, se sentaba a leer en el living, con todas las luces prendidas hasta que volvían, sobresaltándose con cada crujido de los muebles. Hay muchos ruidos extraños en el silencio de la noche, ¿y cómo estar seguro de que todos son de este mundo?

Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo impulsaba hacia la nada. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir y, casi sin darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto miedo, que se quedaba encerrado para siempre. Era una historieta. El dibujo mostraba que la cabaña tenía agua corriente y que había, apoyadas en las paredes, pilas y pilas de latas de conserva, como para que el lector supiera que lo que esperaba al hombre no era una muerte rápida, sino meses y quizás años de indecisión: el último dibujo mostraba las dos puertas, los dos picaportes.

Leandro levantó la cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había corrido la cortina del baño, de un tirón, asustado, pensando que podía haber un cadáver recostado en la bañadera, listo para levantarse en cuanto él lo mirara. Pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Sólo la puerta de la cocina esta

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