La escritura a cuatro manos
Invariablemente, desde hace años, cada vez que alguien se interesa por los Consejos, que es como comúnmente Bolaño y yo denominábamos a la novela que escribimos juntos, acaba interrogándome sobre los pormenores de la escritura a cuatro manos, e invariablemente siento surgir en mi interior la duda de si debería responderle con la verdad, o mentir y elaborar una respuesta a la altura de las expectativas que la cuestión ha suscitado. Cuando, todavía en vida de Bolaño, había que responder a la pregunta, la situación era igualmente azarosa porque él nunca daba la misma respuesta. Tengo muy mala memoria, pero es difícil que se me olvide de qué manera escribimos la novela, a distancia, él ya en Gerona y yo en Barcelona. La respuesta más habitual de Bolaño a esa pregunta era que primero uno escribía un capítulo y luego el otro el siguiente, y así hasta el final, dando por zanjado el asunto sin más información. Bueno, al menos era una respuesta; mucho más que nada. Una respuesta que tiene su interés porque anuncia un proceso que se supone complejo y porque sin esa complejidad intuimos que el resultado no pasaría de ser algo más bien extraño, al menos muy distinto de la novela que acabó siendo. Antes de escribir los Consejos ya habíamos probado con guiones de cine, y más tarde lo hicimos con un libro de cuentos; también iniciamos (entre enero y octubre de 1986) un proyecto de novela sobre la División Azul; recuerdo que quisimos escribir una novela policíaca que nos duró media tarde antes de desechar tanto la novela como la idea de escribirla juntos y, ya hacia 1994, Bolaño me propuso que participara en La literatura nazi en América («... apenas acabe daré comienzo a la redacción de la Enciclopedia Abreviada, contigo o sin ti, como decían esos boleros de burdel veracruzano. Que Valle-Inclán me ilumine o nos ilumine. Te mando besos»), pero, siendo indulgente conmigo mismo, diré que me faltaba rodaje y que tampoco podía seguir su ritmo, así que la acabó escribiendo en solitario. Al final, de tanto proyecto en común sólo quedan en pie la novela y el cuento que recoge este volumen. No debe de ser fácil llevar a cabo una obra entre dos, puesto que la realidad así lo confirma. Los impedimentos son numerosos y de distinto orden. A veces, sin embargo, casi sin proponérselo, surge de manera espontánea esa colaboración y entonces todo sucede con una sencillez inusitada. Posiblemente los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce y Diario de bar sean el resultado de un par de esos buenos momentos. Ocurre que, una vez terminada la obra, el modo en como se haya llevado a cabo el proceso de escritura pierde todo su interés para los autores. Si acaso, y siguiendo la pauta de misterio que nos legó mi amigo, explicaré las tres únicas formas que se me ocurren de escribir a cuatro manos. Dos de ellas, sin embargo, parten de esa explicación de Bolaño, en donde los escritores se reparten la redacción de los capítulos (no importa el orden): la una precisa de una organización previa, esbozos y premisas que compartir, además de un buen pulido y abrillantado final, y la otra simplemente obedece a un planteamiento más parecido al del cadáver exquisito, con desarrollo y final, si hay suerte, sorprendentes. La tercera, por supuesto, es la verdadera, aunque mi tendencia natural me lleve a olvidar si verdaderamente es la verdadera o si no lo fue ninguna y todas a la vez. He leído que Bolaño, en alguna parte, desveló finalmente el secreto: «Es una novela que escribí a dos manos con Toni García Porta. Él hizo un borrador y yo lo acabé. Nos divertimos mucho escribiéndola, sobre todo yo. Fue una época en que trabajaba en una tienda y por las noches dormía allí mismo, no tenía televisión, no tenía radio, no tenía nada, y me ponía a escribir. Fue muy divertido». Tal vez Bolaño, con esas palabras, no pretendiera otra cosa que añadir confusión a las distintas versiones que con anterioridad había ofrecido.
Releer los Consejos después de veinte años ha despertado en mí algunas reacciones contradictorias. Pienso en mi pobre experiencia literaria de entonces, en las ilusiones que se perdieron por el camino y en los buenos momentos de amistad y de escritura compartida. Al cabo del tiempo las vivencias se transforman, pero también los objetos y otras cosas lo hacen, y no digamos ya una novela. Ahora la veo distinta de como la veía entonces, pero lo que me sorprende no es el contenido, sino esa nebulosa de recuerdos que vienen tras ella. Sobre todo, la sensación de haber vivido una aventura sincera y divertida. Tal vez por ello y para acercarme a una realidad menos vaporosa, he tenido que echar mano de algún cuaderno de la época y de la correspondencia que mantuvimos a lo largo de diecisiete años. En el cuaderno descubrí haber escrito una primera versión de cuarenta y cinco holandesas, entre mediados de junio y el 15 de julio de 1979, a treinta y nueve grados de fiebre. De hecho, la primera redacción de la novela se alargó durante los siguientes meses, pasando de mano en mano entre los amigos que aparecían en ella (el mismo Bolaño sigue siendo uno de ellos) y que pedían retoques, tal vez, para morir por causas distintas a las que les habían correspondido en un primer instante. En aquellos días la novela llevaba por título Flores para Morrison, y ahora me parece como si su escritura, de algún modo, se hubiese ido aletargando a lo largo de los años hasta su redacción definitiva en 1983. La correspondencia, sin embargo, es muy explícita en algunos aspectos. En diciembre de 1981, la primera fecha de la que existe constancia escrita, Bolaño proponía una serie de cambios en los protagonistas: «a) fijarlos más en cierto prototipo que nos permita juegos, guiños al lector; b) aclarar —volver más compleja— la escenografía por la que se mueven; por ejemplo, hacerla definitivamente de serie negra; c) trabajar el personaje femenino y añadir tal vez uno o dos protagonistas más; d) enfocar la novela, tú y yo, como si rodáramos una película de aventuras, permitiéndonos todos los cortes, todos los montajes, etc.; e) profundizar la veta joyceana del personaje central; de hecho, hacer de esto uno de los leitmotivs de la obra; de una manera modesta y en policíaco, hacer con Joyce —o con el Ulises de J. J.— lo que éste hizo con Homero y la Odisea. ¡Claro! ¡La diferencia es grande! Pero puede resultar muy interesante, una especie de dripping polloqueano, la traslación de símbolos y obsesiones joyceanas a una novela rápida, violenta, breve». De aquella correspondencia se desprende también que fue Bolaño quien acometió la redacción definitiva, ya que en septiembre de 1982 anunciaba que «Ya voy por el capítulo XI de nuestra novela», y, un mes más tarde, «La novela está terminando ¿felizmente? Voy por el capítulo XXI, de un total de XXIV... Será conveniente que hagas una lectura conmigo, para los últimos detalles antes de mecanografiar». La verdad es que si no fuera por sus cartas, muchos pormenores se me habrían borrado totalmente de la memoria. A Bolaño le faltaba mecanografiar las cincuenta páginas finales en noviembre de 1982, entre «prisas, urgencias, pero sobre todo carencia de dinero (ya sabes, para comprar tiempo)». Y en la postdata advertía: «Me inquieta tu observación sobre los primeros capítulos. Tal vez tengas razón. No quiero pararme a pensarlo demasiado tiempo porque soy capaz de rehacerlos y vete a saber cuándo la acabaría». A mí, aunque he rebuscado entre la correspondencia, me ha sido imposible hallar esa observación de la que habla. Luego, hacia finales de ese mismo año decía que, según un amigo, «Ángel Ros habla como un sudamericano. ¿Tú qué crees? Yo pienso que es simple influencia marital. Échale un ojo y sácame de dudas». Por desgracia, no conservo la respuesta que le di, pero ahora pienso que esa influencia, aunque se pueda pasar por alto, es demasiado notoria para un lector español. Pasados los años, la sensación que guardo de aquel proceso es que para mí no era más que un juego (por aquel entonces yo había dimitido de la pretensión de dedicarme a la escritura) y que para Bolaño se trataba de algo más serio, profesional diría, en donde había que poner toda la carne en el asador. Luego, finalizada la novela, parece que dio comienzo un proceso interminable y frenético en el que se sucedieron intentos vanos de conseguir un agente literario, mandar copias a distintos premios (Café Gijón de novela corta; el Armengot de Castellón o el Ciudad de Barbastro) y la consabida procesión por las editoriales. Se ha dicho de Bolaño que salía a cazar premios como si fueran búfalos. Las primeras veces que, ya en España, Bolaño fue de caza, lo hicimos juntos. En realidad, él salía a cazar por esos territorios extraños del mundo literario y yo me quedaba en el campamento esperando noticias. «Perdimos el Gijón y nos rechazaron en Planeta», fue una de las primeras señales de humo que recibí. Casi se trataba de una avanzadilla de lo que habría de venir más tarde. En «Argos Vergara... aún no la han leído», escribía poco después, y en mayo de 1983 se lamentaba, desesperado, de que la Editorial Noguer nos hubiese devuelto la novela. «¡El calvario continúa!», decía. Finalmente, sus cartas anunciaron un concurso en el que creía que debíamos participar. Desde entonces no hay en sus cartas más referencias a los Consejos hasta que la novela gana este último certamen al que se refería: el Premio Ámbito Literario de Narrativa 1984.
Tras lo dicho, no sé si pueden extraerse conclusiones sobre lo que es escribir a cuatro manos. Las tres modalidades que he expuesto anteriormente tienen ramificaciones y versiones que pertenecen, sin duda, a los troncos principales. Yo creo en las tres posibilidades, y si alguien lo desea, puede tomar la tercera como la verdadera, la que Bolaño acabara confesando como tal. Desconozco cuáles habrán empleado otros escritores con experiencias similares, puesto que, ciertamente, no confío en las explicaciones que puedan darnos ellos mismos. No sé si tampoco deberían confiar en mí, y por lo que respecta a Bolaño, ya ven cómo confundía a sus interlocutores cuando le preguntaban. Volviendo a los Consejos, ahora, tras los años, poco importa cómo fueron escritos, y quizá por eso he defendido que, en esta segunda oportunidad, no debía retocarse nada, excepto errores tipográficos y algún defecto de sintaxis que no cambia en esencia el contenido. A estas alturas, ya no creo que importe demasiado aquella «influencia marital» de la que hablaba la correspondencia, ni alguna que otra cuestión menor, de puro detalle. Así que la mejor manera de recuperar los Consejos es manteniéndolos tal como se publicaron en 1984, con sus defectos y sus virtudes. Confieso que, tras los años, la parte que sigue fascinándome es el apéndice final, cuando el discurso deja de ser estrictamente policíaco y encontramos al Bolaño que luego nos maravillaría en tantos cuentos y novelas, también al poeta, por supuesto. En cuanto al título, procede de un poema de Mario Santiago, «Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger», tal como se cita en la misma novela, si bien no sé en qué momento se nos ocurrió tomarlo prestado. Sirva esta edición, si acaso, para dar a conocer cómo fueron nuestros primeros pasos por el mundo de la narrativa, cuando ni siquiera sabíamos cómo escribir una novela a cuatro manos, ni quién era el discípulo de Morrison ni quién el fanático de Joyce.
Otro caso muy distinto y peor documentado es el de Diario de bar. Ya he dicho que tengo muy mala memoria, y tal vez a causa de ello hubiera sido capaz de asegurar que la redacción de Diario de bar fue anterior a la de los Consejos, en la misma época en que probamos sin éxito con un par de guiones cinematográficos, seguramente entre 1979 y 1980. Lo hubiera asegurado hasta que encontré una carta que Bolaño me mandó a finales de diciembre de 1988 (época en la que literariamente me encontraba en dique seco) y en donde decía lo siguiente: «Recibí, por supuesto, el Diario de bar...», y luego hablaba del texto «vivo e inquietante» en que se había acabado convirtiendo el cuento. Con toda seguridad el texto original era muy anterior, ya que las fechas del mismo diario así lo indican (1979). Sin embargo, me queda la duda de si no recuperamos el relato para uno de esos efímeros proyectos en común. Y es extraño, porque, más tarde, alguien de una memoria tan extraordinaria como Bolaño decía no acordarse del cuento, y yo, al contrario, me sorprendía cada vez que lo leía, porque aparentemente el lenguaje empleado nunca pudo ser escrito por mí. Lo escribiéramos antes o después, Diario de bar debía formar parte de un libro de relatos del que tan sólo sobrevivió el mencionado, si bien recuerdo vagamente que escribimos, al menos, otro en el que aparecían personajes un tanto peculiares de la Rambla barcelonesa y que debió naufragar por el camino.
Diario de bar siempre me ha parecido un cuento brutal. Durante muchos años no podía releerlo sin sentir escalofríos. En aquella época también pensaba que literariamente habíamos alcanzado alguna clase de meta con él. Ahora, cuando lo releo, literariamente ya no pienso nada, se me escapan esa clase de detalles. Tras la desaparición de Bolaño, el cuento sigue pareciéndome, si cabe, mucho más brutal que entonces. Desde luego que me parece premonitorio de algo. No sabría concretar qué. A veces pienso que el chileno del cuento se tomó el tiempo necesario para escribir su obra, unos veinticuatro años y pocos meses aproximadamente, y le imagino entrando durante ese largo paréntesis en el bar de Vila, de todos los Vilas del mundo, temprano por la mañana, después de haber escrito sus páginas nocturnas, de haber construido proyectos heroicos y solitarios a la lumbre de velas pascuales, tras haber levantado esperanzas de escritura a cuatro manos, y pedirle a Vila lo de siempre, a modo de buenos días.
A. G. PORTA
Barcelona, noviembre de 2005
Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce
Éste es el fin, hermoso amigo
Éste es el fin, mi único amigo
El fin de nuestros planes elaborados
El fin de todo lo que crece
El fin
Sin seguridad ni sorpresa
JIM MORRISON
I. Ana, su estrategia
La muy puta conducía a toda velocidad. Habíamos tenido mucha suerte y no era necesario ir tan aprisa. La policía estaba atenta a los movimientos de los atracadores del Banco Hispano Americano y quizás aún no sabía nada del asesinato de la vieja. Era posible que en ese preciso momento dieran comienzo lo que Similiano llamaba o debería haber llamado las diligencias oportunas. Nos besamos casi sin mirar al frente. Ana Ríos Ricardi, sudamericana, veintidós años, pelo corto, había elegido el camino, en realidad el atajo, y yo parecía encantado, fijo en el asiento del copiloto, apenas con la entereza necesaria para intentar contar los árboles que corrían en sentido inverso. Encantado era la palabra justa. Con esos árboles, me dije, fabricarán naves similares a las que acabo de quemar. La dulzura del pensamiento tópico me reconfortó. Luego Ana movió los labios, dijo algo que no entendí, giró para iniciar el regreso a la ciudad a través de un suburbio obrero, estaba atardeciendo. Comprendí que me había arruinado y eso ya era un éxito.
Todo había comenzado un par de años atrás. Nos conocimos en un club, un domingo por la noche. En esa época yo tocaba el bajo en un conjunto de música tropical y ganaba algún dinero haciendo bolos. Creo que ella ya trabajaba con la vieja, aunque no puedo asegurarlo. Uno del grupo, otro sudamericano, nos presentó y al cabo de una semana estábamos instalados en el pequeño piso que por aquel entonces tenía en Horta. Por algún tiempo fue una buena ama de casa —algo que le agradeceré mientras viva— pero pronto nos olvidamos de eso. Me acostumbró, pese a mi gastritis, a comer comidas picantes que luego yo mismo preparaba. Se hizo necesaria, y cuando me echaron del único trabajo serio y duradero que he tenido en mi vida —PRACCSA, buena para todo, nuestro principal sostén— me di cuenta de que estaba enamorado y de que, contra todo pronóstico, ella también parecía sentir lo mismo o algo parecido por mí.
A partir de entonces preferiría creer que las escenas son borrosas, musicales y no literarias, aunque sabe Dios cómo. Me quedé sin trabajo, Ana se quedó sin trabajo o tal vez por esos días comenzó a trabajar con la vieja, nos cambiamos de piso un par de veces, hubo un aborto seguido de una breve separación, recalamos en una casa de huéspedes en donde se nos unió su madre recién llegada de América, mi vocación de novelista floreció una vez más como la mala hierba.
Por ese entonces yo lloraba todas las noches, sin dramatizar y sin motivos. Me pasaba casi todo el día en la pensión jugando a la canasta con su madre o salía a pasear por los alrededores del zoológico. A veces buscaba trabajo, no demasiado en serio, aunque sólo había solicitudes para vendedores y yo no daba la talla. Casi sin querer, empujado por las constantes ausencias de Ana, tal vez por el desempleo, retomé una historia, cuento largo o novela corta, siempre inconclusa: Cant de Dèdalus anunciant fi.
Debo advertir, puesto que será una constante en esta historia, que hubo un tiempo en que quería ser escritor, en que me encerraba en el único cuarto tranquilo de casa de mis padres o me iba a los bares con terraza de las Ramblas a emborronar cuartillas diciéndome que era más joven que fulanito cuando fulanito había empezado y que no debía desesperar, que sólo resistiendo lo conseguiría, como si fueran quince rounds o algo parecido. Debo advertir, asimismo, que ahora tengo veintinueve años y que a los veintiséis ya era un veterano de la resistencia y de la paciencia, con varias novelas a medio escribir, varios libros de poemas a medio publicar y un par de cortometrajes en super 8 dirigidos y financiados por mí.
Decía, a quien quisiera escucharme, que no esperaba nada, que era una manera de encubrir que lo esperaba casi todo, que a su vez era vivir en el error y en el crimen. Tal vez por eso ofrecí tan poca resistencia cuando Ana dijo que primero mataríamos a la vieja.
Hacia las tres de la tarde llegamos a un restaurante. Aparcamos el coche —un GS robado que de momento funcionaba a la perfección— de manera que no fuera visible desde la carretera y una vez en el comedor nos situamos cerca de la televisión. ¿Por qué razón estábamos allí? Lo ignoro. Vimos las imágenes de los asaltantes del banco saliendo con los rehenes encañonados. Después un tío gordo y uno flaco en mangas de camisa posaron apretados para la posteridad mientras una voz en off explicaba los dispositivos de seguridad de la policía. En la última toma aparecía la fachada