He vuelto por él.
Escribí estas palabras en mi cuaderno cuando distinguí por fin San Giustiniano desde la cubierta del transbordador. Solo por él. No por nuestra casa, ni por la isla, ni por mi padre ni por el continente visto desde la capilla normanda abandonada en la que me sentaba solo las últimas semanas de nuestro último verano allí a preguntarme por qué era la persona más infeliz del mundo.
Aquel verano viajaba solo, había empezado mi viaje de un mes largo a la costa volviendo al lugar en el que había pasado todos los veranos de mi infancia. Hacía mucho que deseaba emprender ese viaje y, ahora que acababa de licenciarme, no había momento mejor para hacerle una visita breve a la isla. Nuestra casa había salido ardiendo años antes y después nos habíamos mudado al norte; nadie de la familia quiso volver o vender el terreno o averiguar qué había pasado en realidad. La abandonamos sin más, sobre todo cuando supimos que, después del incendio, los lugareños habían saqueado lo que habían podido y habían arrasado con todo lo demás. Hubo quien sostenía incluso que el incendio no había sido un accidente, pero se trataba de meras especulaciones, decía mi padre, y la única forma de averiguar algo era ir allí. Así que prometí que lo primero que haría al desembarcar del transbordador sería girar a la derecha, bajar por el paseo marítimo que tan bien conocía, pasar por delante del imponente Grand Hotel y la casa de huéspedes que bordeaba el muelle y dirigirme directamente a nuestra casa para ver los daños por mí mismo. Es lo que le había prometido a mi padre. Él no tenía ninguna gana de volver a poner un pie en la isla. Yo ya era un hombre y me correspondía a mí ver qué había que hacer.
Pero quizá no volvía solo por Nanni. Volvía por el niño de doce años que había sido yo diez años antes, aunque sabía que no encontraría a ninguno de los dos. El niño ahora era alto y lucía una poblada barba rojiza y, en cuanto a Nanni, había desaparecido del todo y nunca más se había vuelto a saber de él.
Seguí recordando la isla. Me acordaba del aspecto que tenía la última vez que la había visto, nuestro último día, apenas una semana antes de que empezara el colegio, cuando mi padre nos llevó a la estación del transbordador y luego se quedó en el muelle a despedirnos; la cadena del ancla se lamentaba y el barco chirriaba al retroceder mientras él allí quieto fue empequeñeciéndose hasta que dejamos de verlo. Como era su costumbre todos los otoños, se quedaría entre una semana y diez días más para asegurarse de que la casa quedaba bien cerrada, de apagar la electricidad, el agua y el gas, de cubrir los muebles y pagarle a todo el servicio doméstico del pueblo. Estoy seguro de que no le desagradaba ver que su suegra y la hermana de esta se iban en el transbordador que las devolvía al continente.
Sin embargo, lo primero que hice en cuanto puse un pie en tierra firme, después de que el viejo traghetto zarpara con su sonido metálico del mismo sitio exacto una década después, fue girar a la izquierda en vez de a la derecha y dirigirme directamente al camino empedrado que llevaba a la ciudad vieja sobre la colina, San Giustiniano Alta. Me encantaban sus estrechos callejones, sus canales socavados y viejas callejuelas, me encantaba el aroma reconfortante del café del tostadero que parecía darme la bienvenida igual que cuando hacía recados con mi madre o cuando todas las tardes de aquel último verano, después de visitar a mi profesor particular de griego y latín, escogía el camino largo para volver a casa. A diferencia de San Giustiniano Bassa, más moderna, San Giustiniano Alta siempre quedaba en sombra, hasta cuando el sol se volvía insoportable a lo largo del muelle. Por las noches, muchas veces, cuando el calor y la humedad se hacían insoportables en el paseo marítimo, volvía a subir con mi padre a por un helado al Caffè dell’Ulivo, donde él se sentaba frente a mí con una copa de vino y charlaba con la gente del pueblo. Todo el mundo conocía y apreciaba a mi padre y lo consideraba un uomo molto colto, un hombre muy culto. Entreveraba su italiano renqueante con palabras españolas que intentaba que sonaran italianas, pero todos le entendían, y cuando no podían evitar corregirle y reírse de alguna de sus palabras extrañamente macarrónicas, a él le hacía feliz unirse a sus risas. Lo llamaban dottore y, aunque todo el mundo sabía que no era doctor en medicina, solían pedirle consejo, sobre todo porque confiaban en su opinión en asuntos de salud más que en el farmacéutico local, a quien le gustaba pasar por el galeno del pueblo. El signor Arnaldo, el dueño del caffè, tenía tos crónica, el barbero sufría de eczema, al professore Sermoneta, mi profesor particular, que por la noche solía terminar en el caffè, le daba miedo que tuviesen que quitarle la vesícula algún día; todos confiaban en mi padre, incluido el panadero, a quien le gustaba enseñarle los moretones que le hacía en los brazos y los hombros su mujer, que tenía mal carácter y que, según algunos, empezó a serle infiel la mismísima noche de bodas. A veces, mi padre hasta salía del caffè con alguien para dispensarle su opinión en privado; luego apartaba la cortina de cuentas, volvía a entrar y se sentaba en su silla, ponía los codos sobre la mesa y la copa de vino vacía en el medio y me miraba fijamente; siempre me decía que no había necesidad de que me diese prisa con el helado, que teníamos tiempo todavía para caminar hasta el castillo abandonado si yo quería. De noche, el castillo con vistas a las luces lejanas del continente era nuestro sitio favorito, y allí nos sentábamos los dos en silencio junto a las murallas en ruinas a observar las estrellas. Mi padre lo llamaba crear recuerdos.
—Para el día en que —decía.
—¿Qué día? —le preguntaba yo, para chincharle.
—Para el día en que sepas.
Mi madre decía que mi padre y yo habíamos salido del mismo molde. Mis pensamientos eran sus pensamientos y los suyos eran los míos. A veces me daba miedo que me pudiese leer la mente con solo tocarme el hombro. Éramos la misma persona, decía mi madre. Gog y Magog, nuestros dos dóberman, nos querían solo a mi padre y a mí y no a mi madre ni a mi hermano mayor, que había dejado de pasar los veranos con nosotros unos años antes. Los perros se apartaban de todos los demás y gruñían si alguien se les acercaba mucho. La gente del pueblo sabía mantener las distancias, aunque a los perros se les había enseñado a no molestar a nadie. Podíamos atarlos a la pata de una mesa de la terraza del Caffè dell’Ulivo y, mientras nos tuvieran a la vista, se quedaban tumbados dóciles como corderillos.
En ocasiones especiales, en vez de dirigirnos al puerto después de la parada en el castillo, mi padre y yo volvíamos al pueblo y, como pensábamos igual, nos quedábamos a tomarnos otro helado.
—Tu madre dirá que te estoy malcriando.
—Otro helado, otra copa de vino —decía yo.
Él asentía, sabía que no tenía ningún sentido negarse.
Nuestros paseos nocturnos, como los llamábamos, eran los únicos momentos en que estábamos solos. Pasaba días enteros sin él. Mi padre tenía la costumbre de ir a nadar muy temprano todas las mañanas, luego se iba al continente después de desayunar y volvía por la noche, a veces muy tarde, en el último transbordador. Aunque estuviese durmiendo, me encantaba oír sus pasos haciendo crujir la gravilla del camino que llevaba hasta la casa. Significaba que había vuelto y que el mundo estaba completo de nuevo.
Las malas notas que había sacado en latín y en griego aquella primavera habían abierto una brecha entre mi madre y yo. El boletín había llegado a final de mayo, pocos días antes de que embarcásemos en el transbordador a San Giustiniano. Toda la travesía en barco fue una bronca escandalosa e interminable; la reprimenda llegaba en oleadas, mientras mi padre se apoyaba tranquilamente en la barandilla como esperando para intervenir en el momento apropiado, pero no había forma de detener a mi madre y, cuanto más gritaba, más errores encontraba en todo lo que tenía que ver conmigo, desde la manera en que me sentaba a leer un libro hasta mi caligrafía y mi incapacidad total para responder con claridad cuando me preguntaban mi opinión sobre esto o aquello —furtivo, siempre furtivo— y, ahora que se ponía a pensarlo, se preguntaba por qué no tenía ni un solo amigo, ni en el colegio, ni en la playa, ni en ninguna parte, no me interesaba nada ni nadie, por el amor de Dios; qué te pasa, me decía mientras seguía intentando rasparme de la camisa una mancha seca de helado de chocolate del cucurucho que me había comprado mi padre antes de subir al barco. Estaba convencido de que la desaprobación de mi madre llevaba a la espera quién sabe cuánto tiempo y que mi examen chapucero de latín y griego la había hecho salir a la superficie.
Para calmarla, le prometí que me esforzaría más durante el verano. ¿Esforzarme? Tenía que esforzarme en todo, dijo. Su voz sonaba tan rabiosa que rayaba en un desprecio palpable, sobre todo cuando acompañó la furia con comentarios sarcásticos y al final estalló contra mi padre.
—¡Y tú que querías comprarle una pluma Pelikan!
Mi abuela y su hermana, que aquel día estaban con nosotros en el transbordador, se pusieron de parte de mi madre, por supuesto. Mi padre no dijo ni una palabra. Odiaba a las dos, a la arpía y a la überarpía, como las llamaba. Sabía que en el momento en que le pidiese a mi madre que bajara la voz o moderase la reprimenda, las otras dos meterían baza, lo que seguramente le sacaría de quicio y le haría perder los estribos con las dos, si no con las tres, y en ese momento ellas le harían saber con toda tranquilidad que preferían volverse derechas al continente en el transbordador que pasar el verano en nuestra casa. Lo había visto explotar una o dos veces a lo largo de los años y sabía que estaba intentando controlar la situación y no arruinar el viaje. Se limitó a asentir unas cuantas veces en señal de acuerdo cuando mi madre me criticó por perder tanto tiempo con mi estúpida colección de sellos, pero al final, al decirle mi padre que cambiase de tema y que me animase un poco, mi madre se volvió hacia él y le gritó que todavía no había acabado conmigo.
—Nos están empezando a mirar algunos pasajeros —terminó por decir él.
—Que miren todo lo que quieran, me callaré cuando me dé la gana.
No sé por qué, pero de repente se me ocurrió que, mientras mi madre me gritaba con tanta vehemencia, en realidad estaba desahogándose de la rabia contenida contra mi padre, aunque sin arrastrarlo hasta su línea de fuego. Como los dioses griegos que se enfrentaban constantemente unos a otros usando a los humanos como peones, me arengaba a mí para apalearlo a él. Él debió de darse cuenta de lo que estaba haciendo mi madre, por eso me sonrió cuando ella no miraba, como queriendo decir «Por ahora, aguántate. Esta noche, tú y yo iremos a por un helado y crearemos recuerdos al lado del castillo».
Aquel día, después de desembarcar, mi madre intentó resarcirme desesperada, me habló con tanta dulzura y cordialidad que no tardamos en hacer las paces. No obstante, el daño verdadero no estaba en las palabras hirientes que ella deseaba no haber dicho y que yo no olvidaría nunca. El daño fue para nuestro cariño: había perdido su calidez, su espontaneidad, y se había convertido en un amor forzado, consciente, atribulado. A ella le complacía ver que la seguía queriendo; a mí me complacía ver con qué facilidad nos engañábamos los dos. Ambos éramos conscientes de nuestra complacencia, lo que reforzaba la tregua, pero de alguna forma sentimos que quedarnos convencidos de que todo iba bien con tanta facilidad no era sino la disolución de nuestro amor. Me abrazaba más a menudo y yo quería que me abrazara, pero no me fiaba de mi amor y sabía, por el modo en que me miraba ella cuando creía que yo no la miraba, que ella tampoco se fiaba.
Con mi padre era distinto. Durante nuestros largos paseos nocturnos hablábamos de todo. De los grandes poetas, de padres e hijos y de por qué el roce entre ellos era inevitable, de su padre, que había muerto en un accidente de coche semanas antes de que yo naciera y cuyo nombre yo llevaba, del amor, que llega solo una vez en la vida y que después nunca es igual de espontáneo o impulsivo y, por último, como por milagro, porque no tenía que ver con el latín ni el griego ni con mi madre ni con la arpía y la überarpía, de las Variaciones Diabelli de Beethoven, que acababa de descubrir aquella primavera y compartía solo conmigo. Mi padre ponía la grabación de Schnabel todas las noches, así que el piano resonaba por toda la casa y se convirtió en la banda sonora de aquel año. A mí me gustaba la variación 6, a él la 13, la 20 era muy cerebral y la 23, bueno, la 23 probablemente fuese lo más vívido y divertido que había compuesto Beethoven, decía mi padre. Poníamos tanto la vigésimo tercera que mi madre nos rogaba que parásemos. En vez de eso, yo la hacía rabiar y se la tarareaba, lo que nos hacía reír a mi padre y a mí, pero a ella no. Aquellas noches de verano, de camino al caffè, elegíamos un número al azar entre el uno y el treinta y cuatro y cada uno tenía que decir lo que pensaba de aquella variación, incluido el tema de Diabelli. A veces, mientras subíamos al castillo, cantábamos la letra de la variación 22 con una melodía de Don Giovanni que él me había enseñado hacía mucho tiempo, pero cuando llegábamos arriba y mirábamos las estrellas, nos quedábamos callados y coincidíamos siempre en que la variación treinta y uno era la más preciosa de todas.
Mientras subía por el callejón, iba pensando en Beethoven y en los gritos en el barco. No había cambiado nada. Reconocí de inmediato la vieja farmacia, la zapatería, la cerrajería y la barbería con sus dos sillas reclinables hechas jirones remendadas con correas de cuero que habían cosido quién sabe cuánto tiempo antes de que yo viniese al mundo. Aquella mañana, mientras seguía subiendo colina arriba y distinguía una franja del castillo abandonado, empecé a presentir con fuerza el aroma de la resina flotando hacia mí antes de llegar siquiera a la ebanistería a la vuelta de la esquina del vicolo Sant’Eusebio. Aquella sensación no había cambiado, nunca cambiaría. El taller, con su casa encima, se levantaba a dos pasos del bordillo de piedra desigual que sobresalía del edificio de la esquina. El recuerdo del olor despertó en mí un vestigio de temor y turbación que me pareció igual de emocionante que entonces, aunque seguía siendo incapaz de nombrar aquella inflexión inquietante de miedo, vergüenza y emoción diez años después. Nada había cambiado. Quizá fuese yo quien no había cambiado. No sabía si me decepcionaba o me gustaba no haber superado nada de aquello. El cierre metálico de la ebanistería estaba echado y, aunque me quedé intentando deducir cuánto se había perdido desde la última vez que había estado allí, me vi incapaz de hilvanar un solo pensamiento. Únicamente podía concentrarme en los rumores que llevaba escuchando desde que la casa se incendió.
Volví a la barbería, asomé medio cuerpo a través de la cortina de cuentas y le pregunté a uno de los dos barberos si sabía qué le había pasado al ebanista de al lado.
El barbero calvo, que estaba sentado en una de las dos sillas enormes, bajó el periódico y dijo una palabra antes de volver a su lectura:
—Sparito. Desapareció.
Con eso lo dijo todo.
—¿Sabe dónde? ¿O cómo? ¿O por qué? —pregunté.
En respuesta se encogió de hombros de forma somera, como sugiriendo que no lo sabía, que no le podía dar más igual y que no se lo iba a contar a un chaval de veintitantos que se metía en su establecimiento a hacer demasiadas preguntas.
Se lo agradecí, me di la vuelta y empecé a subir la cuesta. Lo que me sorprendió fue que el signor Alessi no me hubiera ni saludado ni reconocido, aunque sabe Dios cuántas veces me había cortado el pelo los veranos que había pasado allí. Quizá no tuviese sentido decir nada. Tardé un rato en darme cuenta de que nadie en la isla parecía reconocerme. Era obvio que había cambiado mucho desde que tenía doce años, o quizá mi largo impermeable, la barba y el morral verde oscuro sujeto a la espalda me daban un aspecto totalmente distinto al del niño acicalado que todos recordaban. El tendero, los dueños de los dos caffè de la placita diminuta junto a la iglesia, el carnicero y sobre todo el panadero, cuyo olor a pan recién horneado flotaba como una bendición en el callejón lateral cada vez que dejaba a mi profesor particular de latín y griego por las tardes y era imposible estar más muerto de hambre: nadie me reconoció ni me prestó atención. Ni siquiera el viejo mendigo con una sola pierna —había perdido la otra en un accidente de barco en la guerra y estaba otra vez en su lugar habitual en la plaza, al lado de la fuente principal— supo quién era yo cuando le di limosna. Ni siquiera me lo agradeció, lo que no era nada propio de él. En parte sentí crecer en mí el desprecio por San Giustiniano y su gente, y por otro lado no me entristeció darme cuenta de que ya no me importaba. Quizá lo había superado sin darme cuenta. Quizá en eso fuese como mis padres y mi hermano. No tenía sentido volver.
Al bajar la cuesta, decidí ir hasta lo que supuse que sería la planta vacía de nuestra casa, averiguar lo que pudiera, hablar con los vecinos que me habían visto crecer y luego irme en el transbordador de la tarde. Tenía en mente pasar a ver a mi antiguo profesor particular, pero pospuse el encuentro. Lo recordaba todavía como a un tipo amargado y quisquilloso que rara vez tenía una palabra amable para nadie y menos para sus alumnos. Mi padre me había sugerido que reservara una habitación en una pensión cerca del muelle por si acaso me apetecía quedarme por la noche, pero ya presentía, solo por mi deambular apresurado arriba y abajo por la ciudad vieja, que mi visita no duraría más de un par de horas. La cuestión era dónde pasaría lo que quedaba de día hasta embarcar en el transbordador de regreso. Siempre me había gustado el sitio, desde las mañanas silenciosas en que te levantabas frente a un cielo despejado y sereno, que no había cambiado desde que se instalasen allí los griegos hasta el sonido de los pasos de mi padre cuando, en contra de su costumbre de los días entre semana, volvía del continente por la tarde, de pronto, sin avisar, y nos estallaba en el corazón una emoción festiva. En aquella época no había ninguna contrariedad. Desde mi cama se veían las colinas, desde el salón el mar, y cuando las persianas del comedor se abrían de golpe en los días más frescos, salías a la terraza y veías el valle y, más allá del valle, el perfil impreciso de las colinas del continente al otro lado del mar.
Al salir de la ciudad vieja, me alcanzó la luz cegadora que se derramaba por los campos y el paseo marítimo hasta el mar resplandeciente. Me encantaba el silencio. Hacía tanto que soñaba con venir. Todo me resultaba familiar, no había cambiado nada y, sin embargo, parecía distante, desgastado, inalcanzable, como si algo dentro de mí no percibiera que todo aquello era real, que gran parte de aquello una vez me había pertenecido. El camino hasta la casa, incluido el atajo que me había «inventado» cuando era niño y que no me iba a perder por nada del mundo aquel día, estaba exactamente igual que lo había dejado. Recordaba el paseo a través del bosquecillo de tilos, desierto y aromático, que allí llamaban lumie, seguido de un campo de amapolas y por último la antigua capilla normanda silenciosa, destrozada por dentro, en la que había más de mí que en ningún otro lugar del mundo, el enorme plinto tirado entre cardos y brotes tan resecos como entonces y los restos secos de excrementos de los perros salvajes y las palomas esparcidos por los alrededores como siempre.
Lo que me remordía era saber que nuestra casa ya no estaba allí, que los que habían vivido en ella se habían marchado, que allí la vida de principios de verano no volvería a ser igual. Me sentí como un fantasma que conocía muy bien el lugar pero a quien nadie busca ya ni presta atención. Mis padres no estarían esperándome, nadie me habría apartado cosas ricas para cuando volviese corriendo muerto de hambre después de nadar. Todos nuestros rituales se habían disuelto e invalidado. El verano de allí ya no me pertenecía.
Cuanto más me acercaba a la casa, más empezaba a temer la visión de lo que le habrían hecho. La idea del fuego y del pillaje, sobre todo del pillaje, bastaba para azuzar los demonios de la pena, la rabia y el desprecio dirigidos no solo contra todos los que vivían allí, sino también contra nosotros, como si la incapacidad de impedir el saqueo y el vandalismo de los supuestos amigos y vecinos recayera más en nuestra conciencia que en la de ellos.
—No saques conclusiones precipitadas —me había advertido mi padre— y, sobre todo, no discutas.
Ese era su estilo. A mí me traía todo sin cuidado. Me habría encantado llevarlos a todos a rastras ante los tribunales: ricos, pobres, huérfanos, viudas, lisiados y mutilados de guerra.
Y, sin embargo, solo había una persona a la que deseaba ver de entre todas las que vivían allí y él se había ido, sparito. Ya lo sabía, así que ¿por qué molestarme en preguntar por él? ¿Para ver cómo reaccionaban? ¿Para recordarme a mí mismo que no me lo había inventado? ¿Que había vivido allí de verdad? ¿Que lo único que tenía que hacer era preguntar por él en la barbería, y después de que su nombre fuera de boca en boca a gritos por las calles estrechas y empedradas de San Giustiniano Alta terminaría por aparecer solo porque lo habían llamado por su nombre?
¿Por qué tendría que acordarse de mí? Me había conocido cuando tenía doce años, ahora tenía veintidós y lucía barba, aunque los años no me habían hecho olvidar la ansiedad creciente que se adueñaba de mí cada vez que temía tanto como esperaba toparme con él en la playa o por el pueblo. ¿No era eso lo que realmente esperaba sentir cuando subí hasta su taller aquella mañana? El temor, el pánico, la antigua opresión en la garganta que solo un sollozo podía liberar y que podía estallar únicamente cuando él se me quedaba mirando más de lo que yo era capaz de soportar. Él se te queda mirando y tú te alteras y lo único que quieres hacer es buscar un sitio tranquilo en cuanto te quedes solo para ponerte a llorar, porque nada, ni suspender un examen de latín y griego o que te griten de mala manera, te hace sentir tan derrotado y deshecho. Me acordaba de todo. De las ganas de llorar, sobre todo, y de las ganas de verle porque las ganas y la espera eran insoportables, del deseo de odiar todo lo que tuviera que ver con él porque con una sola mirada suya me entraba de pronto un desconsuelo total y no podía sonreír ni reírme ni disfrutar de nada.
Estaba con mi madre cuando lo conocí. No esperó a que ella me lo presentara, sino que directamente dijo mientras me despeinaba:
—Tú eres Paolo.
Lo miré sobresaltado, como preguntando que cómo lo sabía.
—Todo el mundo lo sabe —contestó con desenfado; y luego, como acordándose de algo, dijo—: A lo mejor de la playa.
Sabía que se llamaba Giovanni, igual que sabía que todo el mundo le llamaba Nanni. Lo había visto en la playa, en el cine al aire libre al lado de la iglesia y muchas noches en el Caffè dell’Ulivo. Tenía que controlar que no se me notara la emoción que me daba descubrir que el hombre ante quien hubiese jurado que yo era un completo don nadie no solo sabía mi nombre, sino que además era verdad que estaba bajo mi techo.
No obstante, al contrario que él, no dejé que se me notara que lo conocía. Mi madre me lo presentó con un deje de ironía en la voz, como asegurando que sí conocía al signor Giovanni.
Negué con la cabeza y hasta conseguí aparentar que me avergonzaba por la grosería de no saber su nombre.
—Pero si todo el mundo conoce al signor Giovanni —insistió mi madre, como instándome a que me esforzara por ser educado, pero no cedí.
Él alargó la mano. Se la di. Parecía más joven y tenía la piel menos oscura de lo que recordaba. Era alto, esbelto, de veintimuchos, no lo había visto nunca tan de cerca. Ojos, labios, mejillas, mentón. Tardaría años en saber qué me había impactado exactamente de cada rasgo.
Por sugerencia de mi padre, mi madre le había pedido que se pasara a restaurar un escritorio plegable antiguo y dos marcos que databan del último siglo.
Llegó una mañana de junio y, en contra de la costumbre general, aceptó la limonada que le ofreció mi madre. Todos los demás que venían a casa —la modista, los repartidores, el tapicero— siempre pedían agua. Era la manera que tenían de ganarse el salario además de la propina ineludible, demostrando que no nos debían nada y que no nos habían pedido nada salvo el vaso de agua que les poníamos por delante los días tórridos de verano.
Aquella mañana en nuestra casa, como se me acercó tanto, algo indefinido de su rostro me dejó tan afectado y aturdido como cuando me pidieron que recitara un poema delante de todo el colegio, profesores, padres, familiares lejanos, amigos de la familia, dignatarios de visita, el mundo. No podía ni mirarle. Tenía que apartar la vista. Sus ojos eran tan claros. No sabía si quería mirarlos o nadar en ellos.
Mientras él hablaba con mi madre y miraba de vez en cuando hacia donde estaba yo, como si ansiara conocer mi opinión, intentaba devolverle la mirada, pero mirarle a los ojos era como asomarse a un abismo escarpado y rocoso que descendiera hasta el verde océano bullente que te atrae y te ordena que no te resistas y te advierte de que no mires, así que no podía mirarle el tiempo suficiente para averiguar por qué seguía teniendo ganas de hacerlo. Su mirada no solo me asustaba, también me alteraba, como si al mirarle corriera el riesgo no solo de ofenderle, sino también de poner al descubierto algún secreto mío siniestro y vergonzoso que no quería revelar. Aun cuando intentaba devolverle la mirada para asegurarme de que no era tan amenazador como me temía, tenía que apartarla. Era la cara más hermosa que yo hubiese visto jamás y no tenía el valor suficiente para mirarla.
Y, sin embargo, cada vez que él dejaba de mirar a mi madre para mirarme a mí, me estaba diciendo también que, aunque era mucho mayor y sabía perfectamente en qué estaba pensando yo, podíamos ser iguales, que no me juzgaba, que no me despreciaba, que le interesaba lo que yo tuviese que decir sobre los muebles a pesar de que estuviese ahí callado intentando ocultar lo absolutamente indigno que me sentía.
Así que yo apartaba la mirada.
Aunque tampoco podía apartarla.
Lo último que quería era parecer sospechoso, sobre todo porque mi madre estaba en la habitación.
Su cara era la viva imagen de la salud y estaba colorada, como si acabase de volver de nadar. En la sonrisa apacible y complaciente se notaba un temblor cuando expresaba sus ideas y sus dudas sobre el escritorio que me descubrió a la persona que querría llegar a ser yo algún día. Qué placer era mirarle a la cara y esperar ser como él. Ojalá fuese mi amigo y me enseñara cosas. Entonces no tenía otro concepto del que valerme.
Mi madre quería hacerle pasar al salón, pero él ya había adivinado dónde estaba el escritorio, lo había localizado de inmediato, lo había abierto y sin pedir permiso había procedido rápidamente a sacar las dos gavetas estrechas, chirriantes, mucho más largas de lo normal. Antes de que nos diésemos cuenta, se puso a buscar detrás de los huecos vacíos y, tanteando con la mano dentro de la giba del escritorio abombado, palpó hasta que encontró el recoveco oculto y, después de esforzarse un poco, pescó una cajita escondida de esquinas redondeadas que combinaba con el escritorio curvo. Mi madre se quedó sin respiración. Le preguntó cómo sabía que existía aquella caja.
—A los grandes carpinteros, muchos del norte, seguramente franceses —dijo—, les gustaba demostrar que eran capaces de crear espacios ocultos en los lugares más impenetrables; cuanto más pequeño fuese el mueble, más arcano e ingenioso era el escondite.
Y tenía que enseñarle otra cosa, que muy probablemente tampoco sabía.
—¿Qué es, signor Giovanni?
Levantó un poco el escritorio y le enseñó las bisagras ocultas.
—¿Para qué son? —preguntó ella.
El escritorio, explicó, era completamente abatible para que se pudiera transportar a otro sitio con mucha facilidad, pero no quería doblar las bisagras en ese momento porque no se fiaba del estado de la madera. Le pasó la cajita de madera a mi madre.
—Pero este escritorio hace por lo menos ciento cincuenta años que pertenece a la familia de mi marido —dijo ella— y, sin embargo, nadie tenía ni idea de que existía esta caja.
—Entonces la signora descubrirá o joyas escondidas o cartas de las que algún tatarabuelo habría preferido que no se supiera nada —dijo Nanni, mientras sofocaba el estremecimiento de alborozo y picardía que yo ya había visto temblando en sus rasgos unas cuantas veces aquella mañana y que me hacía desear aprender a sonreír justo así.
La caja estaba cerrada.
—No tengo la llave —dijo ella.
—Mi lasci fare, signora. Permítame —dijo él, respaldando cada palabra con tanta deferencia como autoridad.
Dicho eso, se sacó de la chaqueta una anilla con herramientas diminutas que se parecían más a una colección de abridores de latas de sardinas de todos los tamaños que a leznas, gubias y destornilladores. Se sacó unas gafas del bolsillo de la pechera, desdobló las patillas y las deslizó con cuidado por detrás de las orejas. Me recordó a un niño de la guardería que había empezado a llevar gafas y que se seguía sintiendo incómodo al ponérselas. Luego, con el dedo medio estirado, empujó el puente de las gafas sobre la nariz con la misma delicadeza. Se habría colocado de igual manera bajo la barbilla un violín de Cremona de valor incalculable. Todos sus gestos eran desenvueltos y diestros, provocaban admiración además de confianza. Me sorprendieron sus manos. No estaban encallecidas ni perjudicadas por el trabajo o los productos de su oficio. Eran manos de músico. Deseé tocarlas, no solo porque quería comprobar si las palmas rosadas eran tan suaves como prometían, sino porque, de repente, quise poner mis manos al cuidado de las suyas. Las manos, al contrario que los ojos, no intimidaban, sino que acogían. Quería que sus largos nudillos y sus uñas almendradas se deslizaran entre mis dedos y me los sujetaran en una muestra cálida y duradera de camaradería y que con aquel único gesto me repitiera la promesa de que un día, quizá antes de lo que esperaba, yo también sería un hombre adulto con manos como las suyas, con gafas como las suyas, y de mis rasgos irradiaría un destello de alborozo y picardía que le diría al mundo que era experto en algo y un hombre muy, muy bueno.
Notó que lo observábamos mientras trataba de abrir la caja y, sin mirarnos ni a mi madre ni a mí, siguió sonriendo para sí mismo, consciente de nuestro suspense, mientras intentaba disiparlo sin dejar ver que se daba cuenta. Sabía lo que estaba haciendo, lo había hecho muchas veces, dijo, mientras seguía mirando fijamente por el ojo de la cerradura.
—Signor Giovanni —dijo mi madre intentando no distraerlo, mientras él continuaba manipulando la cerradura.
—Sí, signora —contestó él sin mirar.
—Tiene una voz preciosa.
Estaba tan absorto con la cerradura que pareció no haberla oído, pero un momento después dijo:
—No se engañe, signora, no sé entonar una melodía.
—¿Con esa voz?
—Todo el mundo se ríe cuando canto.
—Porque están celosos.
—Créame, no sé cantar ni Cumpleaños feliz.
Los tres nos reímos. Hubo un momento de silencio. Sin apresurarse ni forzar ni arañar la incrustación de bronce que había alrededor de la vieja cerradura, trasteó un poco más y luego exclamó:
—Eccoci! ¡Aquí está! —y unos segundos más tarde, como si un poco de seducción persistente y dulce fuese lo único que hacía falta para escuchar el clic delator, la cerradura cedió por fin y se abrió la caja.
Quise besarle las manos. Lo que se reveló al abrirla fue un reloj de bolsillo de oro, un par de gemelos de oro y una pluma estilográfica sobre un forro de fieltro grueso del color del verdete. En un lado de la pluma, con letras doradas, estaba escrito el nombre completo de mi abuelo, que era también el mío.
—¡Quién lo iba a pensar! —exclamó mi madre.
Los gemelos tenían las iniciales de su suegro y era probable que se remontaran a su época de estudiante en París. Él los había tenido en alta estima. Mi madre también se acordaba de haber visto el reloj de bolsillo, aunque hacía mucho. Debió de dejar allí las tres cosas, pero como no había vuelto después del accidente, nadie se había dado cuenta siquiera de que faltaban.
—Y ahora, de pronto, aquí están; pero él no —mi madre se quedó absorta en sus pensamientos—. Le tenía mucho cariño, y él a mí.
El ebanista se mordió el labio y asintió en silencio.
—Es la crueldad de los muertos. Siempre nos pillan desprevenidos las maneras que eligen para volver, ¿no es cierto, signor Giovanni? —dijo mi madre.
—Sí —concordó él—. A veces, al querer contarles algo que les hubiese interesado o al preguntar por gente o sitios que solo ellos conocían, nos acordamos de que no nos oirán nunca, ni nos contestarán, que no les importamos. Aunque quizá sea mucho peor para ellos: quizá sean ellos los que nos llaman a nosotros y somos nosotros los que no los oímos y a los que parece que no nos importa.
Era obvio que Nanni había tenido penas en su vida. Se le notaba en lo solemne y serio que se había puesto en cuestión de segundos después de sonreír. También me gustó su solemnidad.
—Es usted un filósofo, signor Giovanni —dijo mi madre con una sonrisa dócil mientras sostenía en las manos la caja abierta.
—Un filósofo no, signora. Perdí a mi madre hace unos años cuando se cayó por la escalera y pocos meses después también perdí a mi padre. Ambos estaban en perfecto estado de salud, pero, casi sin darme cuenta, me quedé huérfano y me convertí en jefe y padre de mi hermano pequeño. Pero necesito preguntarles tantas cosas, podría haber aprendido tanto de mi padre. Lo único que dejó fue unos cuantos rastros.
Hubo un silencio incómodo. Nanni siguió examinando el escritorio y, después de observar las bisagras, dijo que seguramente alguien había arreglado el escritorio antes, lo que explicaría por qué seguía teniendo aquel lustre tan resistente.
—Seguramente fuera mi abuelo —dijo él.
Mi madre estaba a punto de girar unas cuantas veces la corona del reloj de mi abuelo para darle cuerda, pero el ebanista le dijo que no lo hiciera.
—Se podría estropear el mecanismo de muelles. Será mejor que se lo lleve a alguien para que lo revise.
—¿El relojero? —preguntó ella con inocencia.
—El relojero es un idiota. Alguien del continente, quizá —dijo él.
¿Conocía a alguien?
Sí.
Él podía llevarle el reloj al relojero la próxima vez que cruzara en el transbordador.
Mi madre lo pensó un momento, luego dijo que le pediría a mi padre que lo llevase él.
—Capisco. Entiendo —dijo él, con el gesto de retirada de quien parece culpable de una infracción que sabe que no ha cometido pero que es lo bastante elegante como para aceptar la sospecha implícita de quien desconfía de sus motivos.
No me gustó aquello de mi madre, pero no podía decir nada para enmendar su alegación sin atraer más la atención sobre ella.
Con aquella única palabra, el ebanista decía que le alegraba haber sido de ayuda. Ella seguía pensando en el contenido de la caja y se quedó callada. El signor Giovanni no interrumpió el silencio de ella y, como seguramente no sabía qué decir, le echó un vistazo a la habitación y por último, volv