James y el melocotón gigante (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

Hasta los cuatro años

Llevaba James Henry Trotter tres años viviendo con sus tías, cuando una mañana le sucedió una cosa bastante rara. Y esta cosa, que como dije era solamente bastante rara, pronto hizo que sucediera una segunda cosa que era muy rara. Y entonces la cosa muy rara, a su vez, hizo que ocurriera una cosa que de verdad era fantásticamente rara.

Todo sucedió en un caluroso día de mediados de verano. La tía Sponge, la tía Spiker y James estaban en el jardín. Como siempre, a James le mandaron a trabajar. Esta vez estaba partiendo leña para la cocina. La tía Sponge y la tía Spiker estaban cómodamente sentadas en sus mecedoras, bebiendo limonada y vigilándole para que no dejara de trabajar ni por un momento.

La tía Sponge era baja y enormemente gorda. Tenía ojos pequeños y cerdunos, la boca hundida y una de esas caras fláccidas y lechosas que dan la impresión de haber sido cocidas. Parecía un enorme repollo blanco recocido. La tía Spiker, por otra parte, era nervuda, alta y huesuda y usaba unas gafas con montura de metal que llevaba sobre la nariz sujetas con una pinza. Tenía la voz chillona, y sus grandes y finos labios estaban continuamente húmedos. Cada vez que se enfadaba o excitaba, al hablar salía de su boca una fina llovizna de saliva. Y allí estaban sentadas aquellas dos horribles brujas bebiendo sus refrescos y de vez en cuando, diciéndole a gritos a James que trabajara más rápido. También hablaban entre ellas, diciendo lo hermosas que se veían a sí mismas. La tía Sponge tenía sobre las rodillas un espejo de mango largo que miraba de vez en cuando para contemplar su horrible rostro.

Y dijo:

«Tengo el olor y aspecto de una rosa .

¡Qué bella es mi nariz, soy tan hermosa!

Contempla mis cabellos tan sedosos

y mis pequeños pies tan primorosos...» .

Tía Spiker comentó: «¡Bah, mira, amiga,

lo muy gorda que tienes la barriga!».

Sponge se puso roja; enfureció .

Y entonces tía Spiker añadió:

«Tú no puedes negar que gano yo .

Contempla mi figura sinuosa,

mis dientes, mi sonrisa tan graciosa .

Ser de tal perfección me hace feliz

(si olvidamos mi grano en la nariz) .

¡Oh, qué exquisita soy, es que me adoro!».

Tía Sponge le gritó: «¡Tú eres un loro!

Toda huesos y piel; una lombriz

comparada contigo, so infeliz,

sería un prototipo de belleza,

sólo la ganarías en simpleza .

Yo sí que soy preciosa, ¡soy de cine!

Seré una gran actriz, seré una estrella;

en Hollywood me llamarán La Bella,

haré que todo el público alucine,

filmaré unas películas preciosas,

protagonizaré historias grandiosas».

Tía Spiker afirmó con gran desdén:

«Opino que tú harías más que bien

el papel que te va: el de Frankenstein».

El pobre James seguía partiendo leña como un esclavo. El calor era terrible y chorreaba sudor. Le dolían los brazos. El hacha era un objeto enorme, demasiado pesado para ser usado por un niño. Mientras trabajaba, James empezó a pensar en todos los niños del mundo y en lo que estarían haciendo en aquel momento. Algunos montarían en bicicleta por el jardín. Otros estarían paseando por arboledas frescas, recolectando flores silvestres. Y todos sus amigos de otros tiempos estarían en la playa, jugando con la arena y chapoteando en la orilla del mar...

Enormes lagrimones empezaron a brotar de los ojos de James y rodaron por sus mejillas. Dejó de trabajar y se apoyó en el tajo, abrumado por la infelicidad que le rodeaba.

–¿Qué es lo que te pasa? –gritó tía Spiker, mirándole por encima de la montura metálica de sus gafas.

James se echó a llorar.

–¡Deja de llorar inmediatamente y sigue trabajando, pequeña bestia repugnante! –ordenó tía Sponge.

–¡Oh, tía Sponge! –suplicó James–. ¡Y tía Spiker! ¿No podríamos ir, por favor, aunque no fuera más que una vez, en autobús a la playa? No está muy lejos y yo tengo tanto calor y me siento tan terriblemente solo...

–¿Cómo dices, ignorante y perezoso inútil? –berreó tía Spiker.

–¡Dale una zurra! –gritó tía Sponge.

–¡Desde luego que lo haré! –profirió tía Spiker. Miró a James y éste le devolvió la mirada con sus grandes ojos temerosos–. Te pegaré más tarde, cuando no haga tanto calor. Y ahora lárgate de mi vista, gusano asqueroso, y déjame descansar en paz.

James dio media vuelta y echó a correr. Corrió todo lo rápidamente que pudo hasta el extremo opuesto del jardín, donde se escondió entre los raquíticos y desastrados laureles de los que te hablé. Se tapó la cara con las manos y se puso a llorar desconsoladamente.

Llevaba James Henry Trotter tres años viviendo con sus tías

Fue en este momento cuando ocurrió la primera cosa de todas, la cosa bastante rara que luego dio lugar a las otras cosas mucho más raras que le sucedieron.

Porque de pronto, justo a sus espaldas, James oyó un movimiento de hojas y al volverse vio a un anciano vestido con un extraño traje de color verde oscuro, que salía de entre los arbustos. Era un hombre de pequeña estatura, pero tenía una enorme cabeza calva y la cara casi oculta tras unas pobladas patillas negras. Se paró a unos metros y se quedó mirando seriamente a James, apoyado en su bastón.

Cuando habló, su voz era lenta y chirriante:

–Acércate a mí, pequeño –dijo, señalando a James con el dedo–. Ven aquí y te enseñaré algo maravilloso.

James estaba demasiado asustado como para moverse.

El anciano avanzó, cojeando, un par de pasos, y entonces metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una bolsita de papel blanco.

–¿Ves esto? –susurró, balanceando suavemente la bolsita ante l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos