Emily agente secreto (Emily 2)

Fragmento

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Ser la única niña del mundo con un ojo en el dedo no es nada, pero que nada fácil. Y Emily no tenía la culpa de haber nacido así, claro que no. Ni ella ni nadie. Sencillamente sucedió, igual que suceden muchas otras cosas en esta vida.

Emily contaba con dos ojos normales y corrientes, como tú y como yo. De modo que no tenía ningún problema de visión. Y, por otro lado, hay que reconocer que nacer con un ojito en el dedo también tiene sus ventajas. A Emily, aquel tercer ojo le venía muy bien para asomarse por una esquina sin ser vista, por ejemplo, o para buscar en el interior de las grietas y de los huecos de la pared. Si quería, podía ver lo que tenía detrás del cogote sin girar la cabeza. En el cole, era capaz de prestar atención a lo que decía la maestra y, mientras tanto, quedarse mirando las musarañas con el dedo.

Cuando alguien le preguntaba qué tal resultaba eso de tener un ojo en el dedo, siempre respondía:

—Pues por una parte es guay, pero por la otra, no. Según como se mire.

El ojito le permitía hacer un montón de cosas fuera de lo común, es verdad. Sin embargo, de vez en cuando, Emily se ponía triste porque no siempre podía hacer lo mismo que los demás.

Un día que los padres de Emily estaban reparando el baño, Emily se los quedó mirando muy fijamente. Su padre picaba con un martillo. Su madre aplicaba una masilla pegajosa alrededor de la bañera para evitar que el agua se filtrase por las rendijas. Ya casi habían terminado sus respectivas faenas.

—Estoy hasta las narices de ser especial —declaró Emily de golpe y porrazo—. ¿Qué os parece si le pedimos al médico que me tape el ojito?

El padre de Emily dejó de aporrear con el martillo. La madre paró de aplicar masilla pegajosa.

—¿Quieres que te tapen el ojito? —le preguntó el señor Buenavista.

—Sí —dijo Emily—. Eso quiero.

—Pero yo pensaba que te gustaba ser «única» —comentó la señora Buenavista—. ¿Qué hay de tu broma, que por una parte es guay y por la otra no, según como se mire?

—Ya no me hace gracia —respondió Emily—. El doctor dijo que me lo taparía si yo quería.

—Claro, pero si lo hace —le advirtió el señor Buenavista—, ya no habrá vuelta atrás. Si te lo tapa, te quedarás sin tu ojito para siempre jamás.

—Por mí, genial —afirmó Emily.

—Y ya no serás la única niña del mundo que tiene un ojo en el dedo —siguió diciendo su padre.

—Genial también —le aseguró Emily—. Estoy harta de ser distinta.

Sus padres se miraron. Emily se acercó a la nueva pila y se puso a lavarse los dientes.

—Emily —dijo el padre—, ¿te parece bien que lo hablemos un poquitín más?

Ella asintió.

—Es verdad que de vez en cuando te entra polvo en el ojo mientras estás jugando. Ya sabemos que eso es un rollo.

—Y jabón cuando me lavo las manos —le recordó Emily—. Aunque cierre el ojito, a veces se cuela. ¡Y escuece muchísimo!

—Pero papá te fabricó un capuchón de plástico la mar de útil —le recordó la señora Buenavista—. Solo tienes que acordarte de ponértelo antes de jugar o de lavarte las manos.

—Ya, pero de todas formas hay un montón de cosas que no puedo hacer —se quejó Emily—. Papá no me deja clavar clavos.

—Porque te podrías dar un golpe en el ojo sin querer —le explicó la señora Buenavista—. El capuchón no te protegería de un martillazo.

—¿Y si de mayor quiero ser carpintera, qué? —preguntó Emily—. Dijisteis que, si yo quería, me lo taparían.

—Pues claro que sí —asintió la señora Buenavista—. Solo queremos estar seguros de que sabes lo que quieres y que no te vas a arrepentir cuando sea demasiado tarde.

—Quiero que me lo tapen, de verdad de la buena —insistió Emily.

Y siguió lavándose los dientes.

—¿Alguien se ha metido contigo en el cole? —le preguntó su madre.

—No —contestó Emily (aunque sonó más bien como «o» porque tenía la boca llena de pasta).

—¿Te da corte que la gente te mire el dedo? Podrías meterte la mano en el bolsillo —sugirió el señor Buenavista—. Con la mano en el bolsillo, eres exactamente igual que cualquier otra niña.

—No es eso —respondió Emily.

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—Y piensa en la cantidad de gente a la que has ayudado —continuó la señora Buenavista—. Rescataste al hijo del profesor Roedor cuando se quedó atascado en el túnel… y todo gracias a tu dedo. Me juego algo a que, si le preguntases a él, te diría que por nada del mundo renuncies a tu ojito.

—Ya, pero no es él quien tiene un ojo en el dedo —protestó Emily.

—Y encontraste aquella serpiente del zoo —le recordó su padre—. Tu foto salió publicada en los periódicos. Y más tarde ayudaste a la poli

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