Nosotras. Historias de mujeres y algo más

Fragmento

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uando saqué mi libro Historias de mujeres en el año 1995, las biografías femeninas no llamaban la atención del público. A casi nadie se le ocurría escribir por aquel entonces sobre las muchas mujeres que, pese a haber tenido unas vidas extraordinarias, habían sido borradas de los anales por el machismo de los cronistas. Y las pocas pioneras que, como la estupenda Antonina Rodrigo, se empeñaron en rescatar en este país la memoria de las olvidadas, lo tuvieron que hacer contra viento y marea y publicando por lo general en editoriales pequeñas. Ahora, en cambio, el tema se ha puesto de moda y hay decenas de volúmenes de todo tipo, ilustrados y sin ilustrar, con fotografías o en versión cómic, para adultos o para niños, en donde se intenta recuperar esa parte de nuestro pasado que fue secuestrada por el prejuicio. Es una abundancia editorial de la que debemos regocijarnos, porque no creo que haya un indicativo mejor del cambio que ha experimentado en estos últimos veinticuatro años la mal llamada «causa de la mujer». Y digo mal llamada porque ya va siendo hora de que dejemos de creer que la deconstrucción del sexismo es cosa de chicas, cuando en realidad se trata de una causa común que nos implica a todos. Como es obvio, el cambio del rol de la mujer supone un cambio equivalente del rol del hombre, de manera que estamos hablando de un nuevo tipo de sociedad, de una nueva forma de vivir que nos afecta y nos debería interesar tanto a unas como a otros.

Sin duda esta labor de recuperación casi arqueológica de las olvidadas es importantísima, porque necesitamos modelos reales, necesitamos saber que la vida no fue ni es como nos la han contado. «Hay una historia que no está en la historia y que sólo se puede rescatar aguzando el oído y escuchando el susurro de las mujeres», digo en el prólogo original de Historias de mujeres, incluido en este volumen. De manera que ya en 1995 yo era consciente de que nos habían escamoteado una buena parte de la realidad. Pero me quedé muy corta en mis apreciaciones; no fui capaz de calcular el volumen de la tergiversación y del ocultamiento que hemos sufrido. La porción invisible del iceberg de mujeres silenciadas empieza a emerger ahora, y tiene unas dimensiones colosales. Y entre ellas hay de todo, heroínas y tiranas, revolucionarias y retrógradas, salvadoras de mundos y asesinas crueles. Lo cual es formidable y liberador. El feminismo, o al menos la parte mayoritaria del feminismo, no reclama santas sino personas que puedan vivir todas las posibilidades del ser, más allá de la tiranía de los estereotipos. Ya saben, como en el viejo chiste: las chicas buenas van al cielo y las malas van a todas partes. Siempre he dicho que habremos alcanzado la verdadera igualdad social cuando podamos ser tan necias, ineficaces y malvadas como lo son algunos hombres sin que se nos señale especialmente por eso.

El hecho es que ha habido mujeres en todas las épocas haciendo cosas memorables: dirigiendo imperios, creando tablas de cálculo, descubriendo los secretos del universo, escribiendo la primera literatura de autor que jamás se ha escrito, capitaneando ejércitos. Contamos con científicas, filósofas, músicas, guerreras, pintoras, escultoras, políticas, escritoras, exploradoras… No hay un solo campo social, artístico o del conocimiento en el que no hayamos destacado. «Son tantas, tantísimas, que, al sacarlas a la luz, la historia tal como la conocemos se descompone», dice Ana López-Navajas. Y ella debe de saberlo mejor que nadie, porque Ana es una brillante investigadora de la Universidad de Valencia que publicó en 2014 un estudio en el que demostraba la ausencia de referentes femeninos en los contenidos de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria): los libros de texto españoles tan sólo citan a un 7,6 % de mujeres. Es decir, aprendemos una cultura y una ciencia sólo de hombres, una versión de la realidad sesgadamente viril. Por eso, Ana López-Navajas lleva ocho años preparando una base de datos para incluir mujeres en los contenidos de la ESO, una labor monumental y épica que puede cambiar, en efecto, nuestra noción del mundo.

Pero tenemos que hacer algo más que cambiar la visión del pasado: es esencial que también cambiemos la visión del presente. La manera en que nos miramos a nosotras mismas. El sexismo es una ideología en la que se nos educa a todos y lo tenemos hincado en lo más profundo de nuestro cerebelo. Numerosos experimentos demuestran que la sociedad sigue potenciando, priorizando y valorando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras compartimos el mismo desdén discriminatorio sin advertirlo. Es lo que tienen los prejuicios: al ser anteriores al juicio, resultan invisibles. Por ejemplo, se ha comprobado que en la atención médica primaria, ante los mismos síntomas, a las mujeres les prescriben más ansiolíticos y antidepresivos, mientras que a los hombres les hacen más pruebas diagnósticas. Y también sucede con el dolor: a los hombres les proporcionan más analgésicos (toman su sufrimiento por algo real), mientras que a las mujeres les dan sedantes (las consideran unas histéricas). Me espeluzna particularmente un estudio hecho con 1.300 enfermos de cáncer que evidenció que las mujeres tenían un 50 % más de posibilidades de que su dolor fuese inframedicado. Este angustioso maltrato, esta discriminación feroz que puede conducir a la enfermedad y la muerte cuando no se realiza a tiempo una prueba diagnóstica, es ejercida por doctores y doctoras, por enfermeros y enfermeras. Todos le damos más credibilidad a la palabra del hombre. La voz del varón sigue siendo la ley.

Hay un formidable experimento que se llevó a cabo en la Universidad de Yale (Estados Unidos) en 2012. Dos estudiantes de doctorado de Ciencias, Jennifer y John, solicitaron una plaza de encargado de laboratorio. Como se suele hacer en Estados Unidos en estos casos, Yale envió sus currículos para que fueran evaluados por 127 catedráticos de Biología, Física y Química pertenecientes a las seis universidades más importantes del país, tres públicas y tres privadas. En una escala del 1 al 10, John sacó un punto más que Jennifer. Además, se les pedía a los profesores que dijeran qué salario creían ellos que los solicitantes merecían, y ofrecieron 30.328 dólares anuales a John y 26.508 a Jennifer. Hasta aquí, todo más o menos normal. El estupor comienza cuando nos enteramos de que Jennifer y John no existen y que los currículos eran absolutamente idénticos, salvo que a la mitad de los catedráticos se les dijo que el solicitante se llamaba Jennifer y a la otra mitad que se llamaba John. Y, naturalmente, entre los evaluadores también había catedráticas.

Tenemos que esforzarnos en extirpar de nuestras cabezas ese parásito del pensamiento que es el prejuicio. Yo no pido que haya más mujeres en los diversos premios, en los centros de mando, en las cátedras o la dirección de las empresas porque seamos todavía pocas, vengamos de una discriminación de siglos y, pobrecitas de nosotras, necesitemos algo de ayuda. No, de ninguna manera. Lo que yo pido es que haya más mujeres en todos los ámbitos porque somos tan buenas como los hombres. Es decir, reclamo que se nos evalúe con objetividad y con justicia. Y lo terrible es que eso hasta ahora no ha ocurrido: ni la sociedad ni nosotras mismas nos valoramos igual.

Por eso suceden las cosas que suceden sin que haya respuesta. Cada año les rebanan el clítoris a tres millones de menores; millones de mujeres carecen de los derechos más elementales, tienen que ir veladas, no pueden salir de casa sin la compañía de un varón y son privadas de la educación más básica (y a las que intentan escapar de esa brutalidad, les pegan un tiro en la cabeza, como a Malala); innumerables niñas y adultas son maltratadas o asesinadas, sufren violaciones, apaleamientos, ataques con ácido, torturas, degüellos y secuestros, o bien son rociadas con queroseno y quemadas vivas en los infames crímenes de honor por no querer casarse con el pretendiente elegido por la familia, y a menudo es la madre quien prende la pira. Quiero decir que hay un genocidio en marcha en el mundo contra las mujeres y la comunidad internacional jamás ha hecho nada para parar esa atrocidad. Se impusieron sanciones económicas contra el apartheid en Sudáfrica, pero contra el apartheid de tantos millones de mujeres, contra su martirio y su esclavitud, ¿qué se ha hecho, qué se hace? Antes al contrario, la mujer siempre es una moneda de cambio; si hay que hacer un acuerdo momentáneo con los talibanes, la comunidad internacional no vuelve a tocar el tema de la situación de las mujeres en la zona. Es la vergonzosa diplomacia del silencio. Y nosotras, las demás, todas nosotras, ¿cómo lo permitimos? ¿Cómo no exigimos que esto cambie?

Este texto me está saliendo huracanado. Ardiente, incluso si se quiere algo estridente. Verán, es curiosa la vida que está teniendo este libro. En el momento de su publicación, 1995, con el título de Historias de mujeres, salió con un prólogo y un epílogo, incluidos ambos en este volumen. El libro se leyó mucho, y eso propició que en 2007 se sacara una nueva edición, algo ampliada y con un posfacio final en el que daba cuenta de cómo la causa antisexista había avanzado en los doce años transcurridos. Y ahora, once años más tarde, volvemos a sacar una versión remozada para la que estoy escribiendo este nuevo prólogo. Quiero decir que el texto original, en fin, ha ido creciendo a capas y a lo ancho de una manera orgánica, como crecen los troncos de los árboles, y esos añadidos van dejando constancia de los vaivenes sociales, de la misma manera que los anillos de la madera muestran las circunstancias por las que fue atravesando el bosque a lo largo del el tiempo: los incendios, las plagas, las sequías. Pues bien, se ve que ahora el tema del sexismo está que hierve: por eso me está saliendo aliento de dragón. Por añadidura, además de echar chispas en el prólogo, ahora he completado el libro con noventa pequeños retratos de mujeres, una ojeada rápida desde la antigüedad hasta nuestros días que nos permite atisbar la compleja y variada riqueza de la aportación femenina a la vida común.

Me parece que estamos en un momento importante de la causa antisexista. Que estamos atravesando una frontera y que en el último año se ha avanzado un buen trecho. Por ejemplo, el 8 de marzo de 2018, Día Internacional de la Mujer, marcó un hito en la movilización mundial. Creo que nunca antes hubo tantas manifestaciones y tan grandes en tantos países. La de Madrid constituyó desde luego un récord histórico, con 170.000 participantes, según datos oficiales, la gran mayoría menores de veinticinco años y un buen número de ellos, varones. Por no hablar del éxito de la huelga de mujeres en España, un ejemplo mundial. Todo indica que la concienciación aumenta, quizá porque vemos que los avances duramente conseguidos están en peligro, y no sólo en lo referente al antisexismo, sino en todos los valores democráticos. Y quizá también sea una cuestión de saturación, de hartazgo, como la gota de agua que al fin desborda el vaso. Eso es lo que parece haber ocurrido en el caso del productor de Hollywood Harvey Weinstein y en el precipitado de denuncias de acoso sexual que se han sucedido por doquier a partir de ahí, como una hilera de fichas de dominó que se derrumban. Se diría que las mujeres están empezando a hartarse de aguantar.

Aunque me parece que el quid de la cuestión no está en la capacidad de aguante, sino en abrir los ojos y comprender por fin que no hay por qué supeditarse a unos principios aberrantes y caducos. Verán, desde los diez años hasta los diecisiete estudié en el instituto Beatriz Galindo de Madrid, del que me separaban siete estaciones de metro con un transbordo. Como almorzaba en casa, tenía que hacer ese viaje cuatro veces al día. Y siempre iba sola, porque en mi clase social y en aquella época —eran los sesenta— los niños no estábamos tan hiperprotegidos como ahora. Pues bien, es probable que no me librara ni un solo día de que me tocaran el culo o se restregaran contra mí al menos una vez entre los cuatro trayectos. Sobre todo en los primeros años, cuando era más pequeña y más indefensa. Recuerdo que una vez —debíamos tener unos once años— una amiga protestó, y el pedófilo le pegó una bofetada. Nadie en el atiborrado vagón nos ayudó. Quiero decir que, por entonces, tu aprendizaje de la vida incluía tácticas de defensa y huida ante los depredadores. Calculabas de una ojeada cuáles eran los hombres más peligrosos e intentabas escurrirte hacia el otro extremo del vagón o salir de un salto, aunque no fuera tu parada. Ahora me he enterado de que algunas chicas llevaban alfileres para clavárselos a los acosadores: a mí, por desgracia, no se me ocurrió esa artimaña. Eso sí, desarrollé la habilidad de hacer sonar los oídos por dentro para intentar no escuchar las burradas que te decían que te harían todos esos hombres turbios que se abalanzaban sobre ti cuando ibas por la calle; y era especialista en cambiarme de fila en los cines de sesión continua cada vez que alguien me metía pierna y mano en la oscuridad. Todo esto formó parte del paisaje de mi infancia desde los diez años; las niñas éramos como gacelas asustadas que intentan escapar de los leones, resignadas ante una realidad aterradora y humillante, pero por desgracia normal. El mundo, nos decían y nos decíamos, es así. Pero no. Resulta que el mundo no es así. Y resulta también que depende en buena medida de nosotras que lo cambiemos. Así es que, hermanas, abramos nuestras fauces de dragonas y escupamos fuego.

Madrid, marzo de 2018

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Historias de mujeres
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Para mis amigas, todas esas mujeres que han sido y son importantes para mí: para Reyes, Macu y Gabi; para Carmen, para la otra Carmen, para Olga; para Malén, Ángeles, Solete y las dos Soles; para Virginia, Ingrid y Ximena; para Isabel y María José; para algunas más a las que trato menos pero también quiero, como Ana Cristina, Nuria o Marisé. Y, por supuesto, para Nativel, con mis disculpas.

Para las compañeras de la infancia y de la primera juventud a quienes ya no veo: Mari Tere, Ofelia, Alicia, María José, Begoña, Pili, Pilar, Fátima, María.

En memoria de las que ya se fueron: Monserrat, María Luisa y Carmina.

Y, sobre todo, para todas aquellas que se van a enfurruñar por no estar en la lista.

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Introducción. La vida invisible
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La vida invisible

esde hace un par de siglos, los humanos hemos empezado a cuestionarnos por qué las sociedades diferenciaban de tal modo a hombres y mujeres en cuanto a jerarquía y a funciones. Alguna hembra especialmente intrépida ya se había planteado esas preguntas antes, como, por ejemplo, la francesa Christine de Pisan, que escribió en 1405 La Cité des Dames (La ciudad de las damas); pero tuvieron que llegar el positivismo y la muerte definitiva de los dioses para que los habitantes del mundo occidental desdeñaran la inmutabilidad del orden natural y comenzaran a preguntarse masivamente el porqué de las cosas, curiosidad intelectual que por fuerza hubo de incluir, pese a la resistencia presentada por muchos y muchas, los numerosos porqués relativos a la condición de la mujer: distinta, distante, subyugada.

Y en realidad aún no hay una respuesta clara a esas preguntas: cómo se establecieron las jerarquías, cuándo sucedió, si siempre fue así. Se han acuñado teorías, ninguna de ellas suficientemente demostrada, que hablan de una primera etapa de matriarcado en la humanidad. De grandes diosas omnipotentes, como la Diosa Blanca mediterránea que describe Robert Graves. Tal vez no fuera una etapa de matriarcado, sino simplemente de igualdad social entre los sexos, con dominios específicos para unas y otros. La mujer paría, y esa asombrosa capacidad debió de hacerla muy poderosa. Las venus de la fertilidad que nos han llegado desde la prehistoria (como la de Willendorf: gorda, oronda, deliciosa) hablan de ese poder, así como las múltiples figuras femeninas posteriores, fuertes diosas de piedra del Neolítico.

Engels sostenía que la supeditación de la mujer se originó al mismo tiempo que la propiedad privada y la familia, cuando los humanos dejaron de ser nómadas y se asentaron en poblados de agricultores; el hombre, dice Engels, necesitaba asegurarse unos hijos propios a los que pasar sus posesiones, y de ahí que controlara a la mujer. A mí se me ocurre que tal vez el don procreador de las hembras asustara demasiado a los varones, sobre todo cuando se convirtieron en campesinos. Antes, en la vida errante y cazadora, el valor de ambos sexos estaba claramente establecido: ellas parían, amamantaban, criaban; ellos cazaban, defendían. Funciones intercambiables en su valor, fundamentales. Pero después, en la vida agrícola, ¿qué hacían los hombres de específico? Las mujeres podían cuidar la tierra igual que ellos, o quizá, desde un punto de vista mágico, aún mejor, porque la fertilidad era su reino, su dominio. Sí, resulta razonable pensar que debían de verlas demasiado poderosas. Tal vez el afán masculino de control haya nacido de este miedo (y de la ventaja de ser más fuertes físicamente).

Ese recelo hacia el poder de las mujeres se advierte ya en los mitos primeros de nuestra cultura, en los relatos de la creación del mundo, que por un lado se esfuerzan en definir el papel subsidiario de las hembras pero que al mismo tiempo nos otorgan una capacidad para hacer daño muy por encima de nuestro lugar de segundonas. Eva pierde a Adán y a toda la humanidad por dejarse tentar por la serpiente, y lo mismo hace Pandora, la primera mujer según la mitología griega, creada por Zeus para castigar a los hombres: el dios da a Pandora un ánfora llena de desgracias, jarra que la mujer destapa movida por su irrefrenable curiosidad femenina, liberando así todos los males. Estos dos cuentos primordiales presentan a la hembra como un ser débil, atolondrado y carente de juicio. Pero, por otro lado, la curiosidad es un ingrediente básico de la inteligencia, y es la mujer quien posee en estos mitos el atrevimiento de preguntarse qué hay más allá, el afán de descubrir lo que está oculto. Además, los males que traen Eva y Pandora al mundo son la mortalidad, la enfermedad, el tiempo, condiciones que forman la sustancia misma de lo humano, de modo que en realidad la leyenda les adjudica un papel agridulce pero inmenso como hacedoras de la humanidad.

Más fascinante aún es la historia de Lilit. La tradición judía cuenta que Eva no fue la primera mujer de Adán, sino que antes existió Lilit. Y esta Lilit quiso ser igual que el hombre: le indignaba, por ejemplo, que la forzaran a hacer el amor debajo de Adán, una postura que le parecía humillante, y reclamaba los mismos derechos que el varón. Adán, aprovechándose de su mayor fuerza física, intentó obligarla a obedecer, pero entonces Lilit le abandonó. Fue la primera feminista de la creación, pero sus moderadas reivindicaciones eran por supuesto inadmisibles para el dios patriarcal de la época, que convirtió a Lilit en una diabla mataniños y la condenó a padecer la muerte de cien de sus hijos cada día, horrendo castigo que emblematiza a la perfección el poder del macho sobre la hembra. Y es que tal vez en el mito de Lilit subyazca la memoria olvidada de ese posible tránsito entre un mundo antiguo no sexista (con mujeres tan fuertes y tan independientes como los hombres) y el nuevo orden masculino que se instauró después.

El hecho, en fin, es que las mujeres han sido ciudadanos de segunda clase durante milenios, tanto en Oriente como en Occidente, en el norte como en el sur. El infanticidio por sexo (matar a las niñas recién nacidas porque son una carga no deseada, al contrario que el codiciado hijo varón) ha sido una práctica extendidísima y habitual en toda la historia, desde los romanos a los chinos o los egipcios, y aún hoy se practica más o menos abiertamente en muchos países del llamado Tercer Mundo. Lo que da una idea del escaso valor que se daba a la mujer, que ya venía al mundo con el desconsuelo fundamental de no haber sido ni tan siquiera deseada.

Hijos como somos todavía de las ideas de la perfectibilidad y del progreso de los siglos xviii y xix, tendemos a creer que la sociedad que hoy vivimos es en todo mejor que la de ayer pero peor que la de mañana, como si las cosas se arreglaran inexorablemente con el tiempo, falsedad por otra parte tan obvia que no merece la pena discutirla. Y así, en el caso de la mujer solemos pensar que se ha ido poco a poco conquistando la igualdad hasta llegar al máximo de hoy, lo cual no es del todo cierto. Porque la situación de la mujer occidental parece ser hoy mejor que nunca, pero el trayecto no ha sido lineal: ha habido momentos de mayor libertad, seguidos por épocas de reacción. En ocasiones el nivel de represión ha alcanzado cotas aterradoras, como en las cazas de brujas de los siglos xv y principios del xvi, que tal vez fueran una respuesta a la efervescencia humanista y liberal del Renacimiento. Hubo miles de ejecuciones en Alemania, en Italia, en Inglaterra y Francia; el 85 % de los reos abrasados vivos por brujería eran mujeres de todas las edades, incluso niñas. En algunos pueblos alemanes había seiscientas ejecuciones anuales. En Toulouse, cuatrocientas mujeres fueron llevadas a la pira en un solo día. Hay autores que hablan de millones de muertes. Se las condenaba y quemaba con acusaciones a veces delirantes (tener relaciones con el diablo, beberse la sangre de los niños), pero también por los pecados de administrar anticonceptivos a otras mujeres, hacer abortos o dar drogas contra el dolor del parto. Esto es, por mostrar un control sobre sus vidas, conocimientos médicos que les estaban prohibidos (las mujeres no podían estudiar) y cierta independencia.

Fue con la Revolución francesa y sus ideales de justicia y fraternidad cuando un puñado de hombres y mujeres empezaron a comprender que la igualdad era para todos los individuos o no lo era para nadie: «O bien ningún miembro de la raza humana posee verdaderos derechos, o bien todos tenemos los mismos; aquel que vota en contra de los derechos de otro, cualesquiera que sean su religión, su color o su sexo, está abjurando de ese modo de los suyos». Son palabras que Condorcet, el admirable filósofo francés que participó en la redacción de la Constitución revolucionaria, escribió en 1790 en su ensayo Sobre la admisión de las mujeres en el derecho de la ciudad. Condorcet fue un ferviente feminista; él y otros pocos caballeros sensibles empezaron a denunciar la situación de la mujer. Esos primeros discursos de hombres no sexistas fueron muy importantes, porque hacía falta estar cultivado para poder asumir una actitud crítica y las mujeres de la época carecían casi por completo de educación.

Con el ardor de la Revolución empezaron a aparecer por toda Francia (y enseguida por toda Europa) clubes y asociaciones de mujeres, y hubo revolucionarias feministas famosas, como Olympe de Gouges y Théroigne de Méricourt. Pero ese ensueño de justicia y libertad duró muy poco: con la llegada del Terror se volvió a meter a la mujer en casa. En junio de 1793, Théroigne fue atacada por un grupo de ciudadanas y golpeada con piedras en la cabeza; no murió, pero perdió la razón y pasó el resto de su vida en un manicomio. Olympe fue guillotinada en noviembre de 1793 y los clubes de mujeres se prohibieron. En cuanto a Condorcet, Robespierre le condenó a muerte y el filósofo prefirió envenenarse en su primera noche de cárcel, en el mes de septiembre de ese mismo año. Las aguas quietas del prejuicio sexista se cerraron de nuevo.

Unas cuantas décadas después, sin embargo, a mediados del siglo xix, se creó la cuestión de la mujer, es decir, la mujer fue entendida por primera vez como un problema social. Esto fue un resultado de la revolución industrial, que había acabado con la vida familiar tradicional. Antes las amas de casa estaban supeditadas al varón, pero llevaban el peso de un buen número de actividades cotidianas. Hacían conservas, salaban pescados, confeccionaban la ropa de la familia, cuidaban de la huerta y de los animales, fabricaban jabón, velas, zapatos, conocían las hierbas medicinales y cuidaban de la salud de toda la familia. Eran personajes activos e importantes dentro del entorno doméstico. La revolución industrial, sin embargo, fue quitándoles poco a poco todas sus atribuciones: el jabón se compraba en las tiendas, la población urbana crecía y cada vez había menos huertas y menos animales, la salud pasó a ser dominio de los médicos. La mujer, en fin, se quedó sin un lugar propio en el mundo.

Se vivía además en el auge del positivismo, del cientificismo. Dios agonizaba, el orden inmutable y natural ya no se aceptaba como una respuesta absoluta a los enigmas, había que definir de nuevo el universo entero. La mujer era una incógnita más de la existencia, un misterio que había que desvelar en términos científicos. Porque entonces, a finales del XIX, los humanos llegaron a creer que podrían ordenar e iluminar todas las tinieblas de la realidad a través de la palabra definitoria del sabio, de la clasificación del erudito.

De modo que las mujeres se convirtieron en objeto de estudio de los hombres, que las comparaban con lo normal, esto es, con los valores y las características del varón. «Se admite generalmente que en la mujer los poderes de la intuición, la percepción y quizá la imitación son más señalados que en el hombre, pero algunas de estas facultades, al menos, son características de las razas inferiores, y, por consiguiente, de un estado de civilización pasado y menos desarrollado», decía Darwin. Desde la perspectiva de lo viril, la mujer empezó a ser vista como una anomalía, un ser enfermo sujeto a menstruaciones y dolores. La insana y torturante moda de los corsés (llegaban a torcer las costillas y a provocar desplazamientos de útero y de hígado) fomentaba los ahogos y los desmayos, y la falta de lugar en el mundo y de perspectivas vitales aumentaba las depresiones y las angustias. Por consiguiente la mujer era tenida por un ser enfermo y de hecho enfermaba: a finales del XIX y principios del XX hubo una epidemia de anoréxicas, de pacientes aquejadas por extrañas patologías crónicas, hasta llegar a las histéricas de Freud. El novelista Henry James supo dibujar en sus libros el prototipo de la mujer de su época, inteligente y apasionada pero atrapada por las circunstancias sociales: posiblemente se inspirara en la vida de su propia hermana, Alice James, una mujer creativa y sensible a quien le gustaba escribir (sus diarios se publicaron hace poco), pero que no pudo ir a la universidad ni recibió el apoyo necesario para dedicarse, como Henry, a la literatura. Alice fue una enferma crónica: su enigmático mal la convirtió en una inválida desde los diecinueve años, y cuando enfermó de un cáncer fulminante a los cuarenta y tres se alegró de morir.

Aquéllos debieron de ser tiempos muy angustiosos y difíciles para las mujeres: las de clase baja se reventaban con turnos fabriles de dieciséis horas y teniendo además que parir y cuidar del hogar, y las de clase media y alta estaban atrapadas en una cárcel de oro. Las heroínas literarias del XIX (Ana Karenina, Madame Bovary, Ana Ozores/la Regenta) hablan de la tragedia de unas mujeres sensibles, inteligentes y capaces que vivían unas vidas sin sentido, que intentaban escapar del vacío a través del amor romántico y que pagaban muy cara su transgresión de las rígidas normas. Salvo excepciones (el escritor Mark Twain, por ejemplo, siempre fue deliciosamente feminista), debía de ser tan hostil el entorno masculino en aquellos momentos, y tan grande la incomprensión de lo femenino, que muchas mujeres empezaron a escoger la soltería y a establecer relaciones de convivencia de por vida con otras mujeres. En América eso era llamado por entonces un matrimonio bostoniano (la novela de Henry James Las bostonianas habla precisamente de ese mundo femenino) y no tenía que tener necesariamente un componente lesbiano, sino que en muchas ocasiones era una unión emocional y cómplice frente a la vida de mujeres activas, independientes e intelectualmente inquietas que no querían resignarse al encierro social.

Con todo, lo más asombroso es comprobar que siempre ha habido mujeres capaces de sobreponerse a las más penosas circunstancias; mujeres creadoras, guerreras, aventureras, políticas, científicas, que han tenido la habilidad y el coraje de escaparse, quién sabe cómo, de destinos tan estrechos como una tumba. Siempre fueron pocas, claro está, en comparación con la gran masa de hembras anónimas y sometidas a los límites que el mundo les impuso; pero fueron, sin lugar a dudas, muchísimas más que las que hoy conocemos y recordamos. Y es que, como dice la escritora italiana Dacia Maraini, las mujeres cuando mueren lo hacen para siempre, sometidas al doble fin de la carne y del olvido. Los historiadores, los enciclopedistas, los académicos, los guardianes de la cultura oficial y de la memoria pública han sido siempre hombres, y los actos y obras de las mujeres han pasado raramente a los anales. Aunque hoy esta amnesia sexista está por fin cambiando: la creciente presencia femenina en los niveles académicos y eruditos empieza a normalizar la situación, y se ha abierto todo un campo de nuevas investigaciones, hechas mayoritariamente por mujeres, que intentan rescatar a nuestras antepasadas de la bruma.

Unas antepasadas capaces de llevar a cabo proezas anónimas tan ingentes como la invención, en la provincia china de Hunan, de un lenguaje secreto. O, mejor dicho, de una caligrafía sólo para mujeres, un modo de escribir críptico llamado nushu que cuenta con dos mil caracteres y que tiene una antigüedad de al menos mil años (algunos especialistas llegan a hablar de seis mil), aunque hoy en día ya sólo lo conocen media docena de ancianas octogenarias. Dicen que el nushu fue inventado por la concubina de un emperador chino (y si fue así, ¡qué genio el suyo, capaz de idear todo un sistema de escritura!) para poder hablar con sus amigas de su vida íntima, de sus quejas y sus sentimientos sin correr el peligro de ser descubierta y castigada. Muchas de las mujeres que aprendieron esta caligrafía no sabían escribir en han, el idioma chino oficial, porque a las hembras se las mantenía analfabetas y cuidadosamente al margen de la vida intelectual, de modo que el clandestino nushu les otorgó el poder de la palabra escrita, una fuerza solidaria con la que organizar cierta resistencia. «Debemos establecer relaciones de hermanas desde la juventud y comunicarnos a través de la escritura secreta», dice uno de los textos milenarios conservados. Y otro añade: «Los hombres se atreven a salir de casa para enfrentarse al mundo exterior, pero las mujeres no son menos valientes al crear un lenguaje que ellos no pueden entender».

Valientes y anónimas, sí, así fueron millones de mujeres del pasado. Precisamente, y según las últimas teorías académicas, tal vez los textos anónimos de la historia de la literatura hayan salido en su mayoría de plumas femeninas. En otras ocasiones, las mujeres escribían obras que luego sus cónyuges (o sus hombres: padres, hermanos, hijos) publicaban, como es el caso de la española María Martínez Sierra (1874-1974), socialista y feminista, diputada de la Segunda República e importante dramaturga, aunque sus trabajos aparecieron bajo el nombre de su marido, Gregorio. Además ya está dicho que las obras de las mujeres siempre han tendido a extraviarse y a olvidarse; perdido está, por ejemplo, el poema épico La guerra de Troya, de la griega Helena, en quien se inspiró Homero para hacer la Ilíada. En fin, como dice Virginia Woolf, ¿qué sucedió con Judith Shakespeare, la hermana imaginaria, ambiciosa y llena de talento de Shakespeare?

Por otra parte, el recuerdo que tenemos de las mujeres y de sus actos está a menudo teñido por los valores sexistas. Por ejemplo: no nos hemos olvidado de Mesalina, esposa del emperador romano Claudio I, porque ha pasado a la historia convertida en el símbolo de la mujer infiel y ninfómana. O bien Catalina la Grande, la famosa emperatriz de Rusia, de quien se recuerda, sobre todo, que era una señora de armas tomar y que tenía muchos amantes. Y sin embargo esta mujer, que llevó las riendas del imperio desde 1762 a 1796, fue una/uno de los grandes soberanos del absolutismo ilustrado. Reformó la administración del Estado ruso, hizo el primer compendio legislativo, luchó contra lituanos y turcos, anuló la autonomía de Ucrania; por si esto fuera poco, protegió las artes y las letras, mantuvo una intensa correspondencia con Voltaire, escribió obras teatrales y fundó el periódico Cualquier tontería, importante soporte ideológico del absolutismo. Además tuvo amantes, sí, como la inmensa mayoría de los soberanos varones de todos los tiempos, pero, a diferencia de muchos de estos reyes y emperadores, ella sí supo mantener a sus amantes en el terreno puramente íntimo, sin dejarse influir políticamente por ellos.

Con todo, en cuanto que una se asoma a la trastienda de la historia se encuentra con mujeres sorprendentes: aparecen bajo la monótona imagen tradicional de la domesticidad femenina de la misma manera que el buceador vislumbra las riquezas submarinas (un paisaje inesperado de peces y corales) bajo las aguas quietas de un mar cálido. Ahí están, por ejemplo, las hembras guerreras, personajes de formidable extravagancia. Como María Pérez, una heroína castellana del siglo XII, que combatió, vestida de hombre, contra los musulmanes y los aragoneses. María retó en duelo al rey de Aragón Alfonso I el Batallador, a quien venció y desarmó. Cuando se descubrió que era mujer fue bautizada como La Varona, lo cual no le impidió casarse después con un infante y abandonar las guerras por la f

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