La isla del viento

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
I. Uno de Mayo en Madrid
II. El moridero de los elefantes
III. La propiedad del cielo
IV. La salvación viene del mar
V. Prohibido el paso
VI. Carne de cañón
VII. El viento y sus aledaños
VIII. Caballero maduro busca chica
IX. El rumbo de las estrellas
X. Remolinos de otoño
XI. Mitad monje, mitad soldado
XII. Maldito traspiés
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
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A mi mujer, Teresa Aranda, que me animó en esta aventura, y en tantas otras.

A la isla de Menorca, que me inspiró el relato.

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I. Uno de Mayo en Madrid

—Los hombres no saben hacer dos cosas a la vez.

Lo dijo como si sólo quisiera oírlo ella misma, en un susurro melancólico. Estaba sentada junto a la ventana, balanceando su cuerpo menudo sobre la mecedora, que crujía a cada vaivén imperceptible de las pequeñas nalgas. Luego adoptó una expresión más enérgica.

—No sabéis amar y razonar a un tiempo.

Hacía calor ese mes de mayo en Madrid. Desde la calle trepaban toda clase de ruidos ensordecedores. El conductor de un camión de naranjas anunciaba su mercancía, directamente del productor al consumidor, a través de un altavoz instalado en el techo del vehículo, pero su reclamo se confundía con el de un grupo de muchachos uniformados de azul, portadores de flamígeros estandartes, que repartían octavillas contra el divorcio. Los feligreses apresuraban el paso para no llegar tarde a la misa. El templo tenía las puertas abiertas, no porque estuviera abarrotado, sino porque el sacristán procuraba organizar alguna corriente de aire que oreara el altar mayor, de forma que el sermón del sacerdote ganaba también la acera, se desparramaba sobre los viandantes, escalaba las paredes de las casas, penetraba en las alcobas y acababa por estrellarse blandamente en las camas de los perezosos que rumiaban su falta de diligencia a las once de la mañana de aquel domingo.

Lucía le miró mientras daba un nuevo impulso al columpín de su asiento; esperaba un comentario a lo que había dicho. Desde su situación dominaba casi por completo la calle, el paso fronterizo con la iglesia y una pequeña parte de la plaza de Neptuno. Hacía unos minutos que habían comenzado a atravesarla grupos de muchachos con pancartas y escarapelas rojas, en lo que eran las avanzadillas de la manifestación. «Si se encuentran con los del divorcio, se puede armar», pensó Lucía, satisfecha de comprobar por sí misma cómo el problema de no saber hacer dos cosas a la vez se circunscribía estrictamente al género masculino. «De hecho, yo estoy ahora en tres o cuatro, y las realizo todas con igual atención. Leo el periódico, escucho al cura, contemplo a esos manifestantes y me pregunto cuándo se levantará ése de una vez. Todo ello puedo relacionarlo entre sí y deducir cuestiones como que, a este paso, habrá un enfrentamiento entre los de la manifestación y los antidivorcistas, o que la democracia es hermosa, con esta pluralidad de expresiones en tan poco espacio, que el centro de Madrid ya no es el predio de una clase social y que Bertie es un vago y, además, probablemente no me quiere, pues de veras no atiende a lo que le digo. Y es que a los hombres no les funcionan los dos hemisferios cerebrales a la vez, son unidimensionales, procaces, poco sensibles, sólo dotados para el razonamiento lógico; obsesionados con sus análisis, se olvidan de percibir la realidad. La realidad es, por ejemplo, que el del camión les está dando gato por liebre a esa pobre gente, vendiéndoles mercancía averiada, pero los guardias nunca están donde se les necesita. Seguro que la manifestación, en cambio, anda llena de ellos.»

—Y también pensáis que las cosas son como parecen. Que si alguien sonríe es porque está alegre, o triste si llora. Quizás imagináis a veces que la gente miente, pero nunca que ría para combatir el dolor.

Él gruñó. Gruñe, luego está vivo, despierto, pensó Lucía, y sintió ternura. Abandonó la supuesta lectura de las hojas del diario y dedicó unos minutos a contemplarle. «Estás loca —le habían dicho las amigas—, podría ser tu padre. Qué caray tu padre, tu mismito abuelo.» Sería el edipo, entonces. Tampoco tenía mucho dinero y, últimamente, cuando no estaba bebiendo o haciendo el amor, sólo dormía. Gruñó otra vez, abrió torpemente los ojos y eructó con pulcritud. Una costumbre británica.

—Yo no sabré hacer dos cosas a la vez, pero sé cómo murió Helmut. Sé por qué murió y que si lo publicas me matarán a mí también. Pero no me importa, porque yo ya estoy muerto hace mucho.

Lo dijo todo en el mismo tono de voz, opaco y duro, arrastrando las eses, desperezándose.

—Tonterías, no tienes ni una prueba.

—Los detectives no necesitamos pruebas, cuando sabemos la verdad de las cosas no las necesitamos. Antes o después tienen que salir.

Se había sentado en la cama escrutando, también él, la calle. «¡Divorcio no, divorcio no!», gritaba el hombrecito de la capa negra y la cruz de Santiago sobre el pecho. Los sindicalistas ganaban en masa la plaza de Neptuno. ¡Y qué calor hacía ese Primero de Mayo en Madrid! Cuando Franco, el gobierno organizaba romerías oficiales, algunas empresas daban media paga, y en el estadio Bernabéu se celebraban danzas de adolescentes, exhibiendo pololos las bailarinas, no fueran a verles las bragas. Lucía estuvo allí con su padre. Fue poco antes de aquel verano fatídico en el que la conjunción de las estrellas se puso en contra de todos y de todo, quizá porque el hombre había desembarcado en la Luna y Dios quiso vengarse de semejante atentado al orden del Universo. El llegó a la tribuna, repleta de funcionarios distinguidos, brillantina y bigotito antiguo régimen, saludando ostensible a la gente y diciendo «¡mirad qué novia me he echado!», un punto vanidoso en su timidez, mientras señalaba con orgullo a su hija. A los pololos se los llevó el viento de la democracia y, aún antes, la ridiculez aquella de la apertura, cuando los franquistas pensaban que podían ser también demócratas y que el dictador ganaba unas elecciones si quería, pues no faltaba más. Pero acompañar a su padre no le costó ningún trabajo, pese a lo tedioso del acto, y al apretujamiento fascista. «Es que olían hasta mal, como el de la capita, que seguro que no se lava.»

—¿Me has oído? Yo ya estoy muerto.

Le miró escéptica.

—Caray, Bertrand, que ni siquiera te hayas podido quitar ese acento endiablado de encima...

—Un amigo mío decía que la mejor escuela de idiomas es la cama... Tampoco en eso tenía razón.

—¿En qué otra cosa además?

—En lo del retiro, andaba siempre obsesionado con lo del retiro. Hogar, dulce hogar y esas pamplinas.

Se irguió como un junco desgarbado, haciendo una reverencia al aire.

—En mi vida he hecho más cosas, ni más cansadas, como las que llevo corridas desde que me jubilé.

Estaba detrás de ella, contemplando su reflejo en el cristal de la ventana. «¡Divorcio no!», gritaban en la calle mientras subía el murmullo, violento y alegre, de la manifestación. La abrazó con firmeza.

—Pero ahora estoy muerto de verdad, retirado del todo. No puedo más.

—Lo que te pasa es que necesitas unas vacaciones. Ha sido un invierno duro —le acarició la barba sin mirarle, posando los ojos en el alféizar—. Muerto y todo, yo te quiero.

«En seguida me vinieron con chistes. Que si qué tal se lo hacía con los dedos, o si teníamos un secretario para las suplencias. Los chicos de la redacción lo decían con maldad, aunque sin saña. Vaya manojo de estúpidos con lo del edipo. Mi padre era distinto, mejor. Si ahora me atrevo a volver la cabeza y le miro a Bertrand, sé que no me va a gustar ni un pelo. Huele a ginebra que apesta, sólo se afeita los viernes y tiene esa bendita costumbre inglesa de no usar desodorante y de no lavarse los dientes, no se le vayan a descascarillar. Ha debido ser guapo, en realidad lo es todavía, y si se atusara mejor el pelo, se dejara el bigote y evitara mostrarse tan mordaz y deslenguado podría hacer las veces de un gentleman. Pero si fuera eso yo no le amaría.»

—Los detectives no necesitamos pruebas —volvió él a su cantinela—. Tuvieron que matarlo los militares. Disfrutan matando estos militares españoles.

—¿Y los ingleses?

—Ésos son peores, ni siquiera disfrutan, lo hacen por la patria... Tendríamos que haberlo publicado, y tú lo sabes, pero ese jefe tuyo, Artemio, o como sea, no se atreverá.

—Sí, si le doy hechos.

—¿Qué más hechos quieres? Un fiambre, una autopsia rectificada... Esta democracia es una mierda es, es... ¿cómo dices tú? Una democracia con pololos.

—En realidad ni siquiera está demostrado que lo mataran.

—Eso, una democracia con pololos.

—Estás borracho, Bertie.

Ahora le miró a los ojos. «También te quiero aunque estés borracho, y aunque rezongues de esa manera atroz por la noche.» Él se sintió fulminado por su mirada almendrada y tranquila.

—¿Por qué me amas, Lucía? ¿Por qué amas a un viejo como yo?

«Y me gusta ese olor poderoso de tu orina, las entradas profundas de tus sienes, la sonrisa meliflua, el candor de esos ojos vivarachos y ardientes».

—¿Por qué no te buscas...?

—¡...Alguien de mi edad!

Habían vuelto de la isla meses atrás, cuando la insistencia en averiguarlo todo, en demostrarlo todo, se estrelló contra un muro de prudencias y malentendidos. Sin duda fue un error, ¿pero quién iba a reconocerlo? Si Bertrand se quejara alguna vez, si dijera no me gusta esto, detesto el humo de Madrid, aborrezco a esos obreros que salen a la calle para cada cosa, y a los curas de la iglesia de enfrente; si un día se enfadara y le dijera no me gustas tampoco tú, no me gusta tu solicitud conmigo, ni que me aguantes todo, ni que me profeses esa admiración de mosquita muerta, porque no soy para nada admirable; si, al menos, le pegara, o le gritara, ella podría decir se acabó, romper de una vez, mandarlo todo a tomar viento, y recomenzar su vida, recordar cuando le pertenecía su existencia, cuando estaba lejos de esta alienación, de este vaciamiento aciago e inevitable de su amor. «Pero no me pega Bertie, no se irrita cuando me irrito, y apenas me hace caso si no es para amarme o para dibujar un arabesco en el aire con su sonrisa displicente.»

—De veras, Lucía, Artemio no se atreverá. Es todo demasiado alocado, parece una novela de las del boom ese, pero en malo.

—Los ingleses son los especialistas en libros de espionaje; los ingleses, no los latinos.

—No estamos hablando de espionaje, darling, esto es puro surrealismo. Los polacos o los argentinos lo comprenderían bien.

«Como lo nuestro, surrealismo puro. Un mundo donde la sabiduría ha reemplazado a la imaginación. No hay fantasía en el surrealismo, hay sólo eso: irrealidad, alteridad del ser, una especie de protesta metafísica contra la naturaleza. Cuando siento sobre mí su arquitectura férrea y pausada, haciéndome el amor con la pasión de un adolescente, o descubrimos los juegos eróticos más descabellados, me pregunto si esta forma de amar sin poderse amar no es también una forma de huir, si no andamos fugándonos desde que nos conocimos, si la historia del suizo no la habremos inventado para torturarnos en una experiencia de sadismo no catalogada y si, en suma, no tienen razón los otros cuando me acusan de vivir esto como un incesto antes que como un idilio; como una reflexión, o una venganza, pero nunca como una espera. ¿Y qué futuro podemos tener esta pareja de desasosegados? ¿Qué futuro cabe en el corazón de un policía viudo, jubilado hasta de sus propias emociones, del que yo podría ser su nieta? ¿O qué pasado cabe para quien lo ha vivido todo y empieza a vivirlo todo de nuevo? A lo mejor, a lo peor, es cierto, Bertie. Quién sabe si no lo es que estás muerto, que es necrofilia, y no amor, esto que me consume, y que quiero acompañarte en tu definitivo viaje a los infiernos.»

Se levantó de la mecedora, se encaró sonriente con él y le dio un beso en los labios. Aquellas manos fuertes y dignas le recorrieron la espalda y buscaron sus nalgas bajo el camisón. Sintió unos dedos decididos a horadar cualquier secreto, un revoloteo de pájaros en el pecho, y después le inundó aquella humedad grosera y se maldijo a sí misma. Le apartó suavemente mientras sonreía con un punto de sarcasmo.

—¡Luego hablan de los latín lovers! Yo te había elegido porque eras viejito y pensaba que podría descansar por las noches. Para estar muerto, te resucitas que da gusto.

—Es todo fachada —le siguió la broma.

En el cuarto de baño se sentó sobre la taza del retrete mientras ella le incitaba, inútilmente, a acompañarle bajo el agua de la ducha.

—¿No te parece que fueron los conjurados quienes lo mataron? —insistió Bertrand.

—¿Y el chalado de don Bartolomé, qué pintaba?

Hablaban a gritos, para imponerse al ruido de la ducha.

—Exactamente: un chalado, como tú dices. Alguien que se mete por medio y que está a punto de liarla sin darse cuenta.

Ayudaba a secarla. A cada presión de sus manos sobre la toalla, ella sentía la insolencia del flujo amoroso que le recorría el vientre.

—Pues si todo está tan claro, no sé por qué te preocup

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