Para, Barbara Mauk y todos los lectores
de Parkview Center School
Megan McDonald
A Dawn Haley, Dueña del Tiempo y del Espacio
Peter H. Reynolds



El anillo de humor
Judy Moody se tomó uno, dos, tres tazones de cereales. No hubo premio. Se echó cuatro, cinco y seis tazones. Por fin salió el Premio Misterioso. Abrió el envoltorio de papel.
¡Un anillo! Un anillo de plata con una piedra chula. ¡Un anillo del humor! Y una cartulina pequeña en la que ponía:
¿DE QUÉ HUMOR ESTÁS?
Judy se puso el anillo, apretó la piedra chula con el pulgar y cerró fuerte los ojos. Mil uno, mil dos, mil tres… Esperaba que el anillo se pusiera púrpura, porque era el mejor color. Púrpura era Encantado de la vida.
Por fin se atrevió a mirar. ¡Oh, no! No se lo podía creer. ¡El anillo estaba negro! Ya sabía ella lo que significaba sin necesidad de que se lo dijeran. Negro era Mal humor, ¡imposible!
“A lo mejor he contado mal”, pensó Judy. Cerró los ojos y volvió a apretar el anillo. Esta vez sólo pensó en cosas agradables y alegres.
Se acordó del día que Rocky, Frank y ella pusieron una mano de pega en el váter para gastarle una broma a Stink, de cuando le sacaron el codo en una foto del periódico, y también de cuando los de Tercero recogieron botellas suficientes para plantar árboles en el bosque tropical.
Pensó en cosas púrpuras: piedras y piruletas.
Judy Moody abrió los ojos.
¡Había fallado! El anillo seguía negro.
¿Estaría estropeado? ¡No! Era imposible que los anillos pudieran mentir y menos aún si venían con instrucciones.
Por si acaso, Judy tocó durante un rato un cubito de hielo con el pulgar y, después, volvió a apretar la piedra del anillo. ¡Negro!
Metió el dedo en agua caliente y apretó de nuevo… Negro, negro requetenegro. Ni un poquito de púrpura.
“Será que estoy de mal humor y ni siquiera lo sé”, pensó Judy. “¿Cuál puede ser el motivo?”.
Judy se fue a buscarlo.
Encontró a su padre fuera, plantando bulbos de otoño.
—¿Me llevas a Pelos y Plumas, papá?
A Judy no le gustaba nada cuando su padre tenía cosas que hacer y no podía llevarla a la tienda de mascotas. Era capaz de sentir cómo se iba poniendo de mal humor.
—Claro. Espera que me limpie las manos.
—¿De verdad? —preguntó Judy.
—De verdad.
—Pero tienes cosas que hacer. Y yo tengo deberes.
—No importa. Ya estaba acabando. Me lavo las manos y nos vamos.
—¿Y los deberes?
—Los haces después de la cena.
—Déjalo —respondió Judy.
—¿Ah sí? —se extrañó su padre.
Judy Moody siguió buscando otro motivo mejor para estar de mal humor.