Tranvía a la Malvarrosa

Fragmento

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Regreso de la Malvarrosa

 

El paso de la adolescencia a la juventud viene determinado por un rito, que en cualquier cultura equivale al sacrificio del héroe. En literatura el viaje es siempre una revelación. Caín expulsado del paraíso huye al Este del Edén, los argonautas navegan en busca del Vellocino de Oro, Ulises regresa a Ítaca, los profetas se refugian en el desierto o suben a la cima del Sinaí para recibir el mensaje o la ley que salvará al pueblo, el adalid se adentra en el bosque para rescatar a la princesa que está bajo el poder del dragón, el aventurero va a merced del viento dando la vuelta alrededor de su propio yo y en cualquiera de estos lances encuentra una salvación. En esta novela se narran hechos y sensaciones, que si bien sucedieron hacia la mitad del siglo pasado, permanecen de forma perenne en el aire como una categoría de la mente.

Un joven recién salido de la adolescencia viaja en un tranvía azul y su trayecto cotidiano, muy corto, se desarrolla desde la ciudad de Valencia a la playa de la Malvarrosa, pero su significado es el mismo que alentó a todos los héroes. En aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado, sensual, huertana, eclesiástica, reprimida bajo la bota franquista, los sentidos estaban a punto de reventar por todas las costuras del cuerpo. Sobre el color ala de mosca que envolvía todas las cosas había una línea azul que abría el horizonte. Esa línea no sólo era el mar como símbolo de la libertad y de la belleza, también era el destino final de todos los deseos y placeres. Tranvía a la Malvarrosa es un libro de iniciación que fue publicado hace veinte años. Esta es una edición de aniversario, revisada. Desde entonces las cosas han cambiado sin dejar de ser las mismas bajo otra sustancia.

En verano el tranvía azul con jardinera llevaba a la playa de la Malvarrosa a una gente que todo lo que esperaba de la vida era el regalo de pasar un día en el mar. Recuerdo una mañana de domingo de 1956, en Valencia. Mientras el tranvía rodaba junto al pretil del Turia hacia la avenida del Puerto iba dejando atrás un sonido de tambores y trompetas de una parada militar, que se celebraba junto al puente del Real, en la plaza de Capitanía. Sobre la alegre campana del tranvía y los gritos felices de los pasajeros se imponía el eco de un vozarrón oscuro, que a través del megáfono repetía una y otra vez las consignas patrióticas a una formación de excombatientes y falangistas. La brisa traía hacia el tranvía las palabras gangosas: victoria, caudillo, enemigos de España, comunismo. Pero poco después, sobre esta soflama contra los rojos se impuso la línea azul del mar con el olor a alga y a mejillones y en la arena de la Malvarrosa se imponía solo el rojo de las sandías.

Atrás quedó todo aquello. El sexo reprimido, la libertad aplastada, la imaginación sumergida, los sueños rotos. Más de medio siglo ha pasado. Si aquellos pasajeros hubieran repetido uno de estos años el viaje a la Malvarrosa en el nuevo tranvía de diseño, tal vez habrían encontrado Valencia también cortada al tráfico, pero en el aire tórrido del verano no les hubiera sorprendido el sonido de una arenga militar franquista con tambores y trompetas, sino el clamor de una inmensa plegaria religiosa que se elevaba a coro con mil decibelios a la atmósfera desde el puente de Monteolivete sobre el cauce del Turia. Allí se había montado a pleno sol un tinglado que no desmerecía al de los Rolling Stones, y unos cientos de miles de fieles perfumados con sudor de colonia e incienso elevaban loas al Señor junto a un apabullante engendro arquitectónico semejante al esqueleto de un inmenso dinosaurio con las vértebras, la espina dorsal y el cráneo a la intemperie, la Ciudad de las Artes, toda de cemento blanco, a modo de cómic galáctico fallero, creado con brutal despilfarro por el arquitecto Calatrava, que también había levantado un puente nuevo de diseño espacial. Sobre este sueño de espuma manierista enloquecida ahora un papa se movía dentro de un tinglado climatizado artificialmente por seis potentes cañones de aire acondicionado que regalaban al pontífice un clima semejante al de un centro comercial donde decenas de cardenales y obispos formaban un gran estofado litúrgico.

Tal vez las calles de Valencia también estaban cortadas por el circuito de la Fórmula 1, con el aire lleno de bramidos de motor; tal vez en los muelles del puerto ahora se estaban celebrando los fastos de la Copa América de Vela, que sustituían al boato de la llegada en 1954 del portaaviones Coral Sea de la VI Flota cuando Franco se hizo llevar una paella a bordo para conmemorar el Pacto de las Bases y los marines desbordados por el barrio chino habían reventado los precios del comercio de la carne femenina. Con el tiempo el barrio chino había dejado de ser huertano para caer en poder de la droga dura y acabar extendiendo la prostitución por los caminos vecinales de la huerta donde las prostitutas estaban plantadas cada doscientos metros en las cunetas como frutas o hitos carnales. En aquel tiempo los huertanos acudían al barrio chino en busca del placer; ahora el barrio chino iba en busca de clientes en medio de naranjos y campos de hortalizas. Todo había cambiado, todo era lo mismo. Los restaurantes de la playa con nombres de mujer, La Pepica, La Marcelina, Amparito, La Rosa, entonces sombreados con toldos y cañizos a merced del crepitar de los arroces y mariscos a la vista del público se habían trasformado en establecimientos asépticos con puertas de PVC y el litoral salvaje con acequias había sido domesticado con un paseo marítimo con mil farolas de diseño hasta la entonces derruida casa de Blasco Ibáñez, hoy levantada desde los cimientos con los leones mesopotámicos sosteniendo la mesa de mármol y cariátides nuevas en la terraza. En el derruido balneario de Las Arenas se erige ahora un hotel de lujo para ejecutivos.

La vida ha cambiado, pero la historia es siempre la misma. La tragedia de la gran riada ocurrida en octubre de 1957 llenó de cadáveres embarrados la ciudad; ahora la tragedia se había reproducido bajo otra forma, no debida a la naturaleza sino a la miseria moral de algunos políticos de la democracia. En Valencia el accidente del suburbano en la estación de Jesús, ocurrido en julio de 2006, había generado decenas de víctimas mortales, que fueron enterradas y silenciadas como si no hubiera pasado nada, mientras sobre el tinglado del puente de Monteolivete los políticos beatos o agnósticos, se extasiaban de incienso, la marihuana de los santos, y unas ratas de alcantarilla elevaban la corrupción a una sagrada liturgia del poder.

De regreso de la playa los pasajeros de aquel tranvía de la Malvarrosa detenido ante este altar galáctico ya de noche, en el viejo cauce del Turia, no oirían croar a las ranas ni verían a prostitutas nocturnas que iluminaban con una cerilla un amor, a duro el éxtasis. Ahora el cauce del Turia también se había transformado felizmente en un largo jardín lleno de campos de deportes, parques infantiles, paseantes y ciclistas que estaban ejerciendo la modernidad como una forma de rebeldía.

En el tiempo del tranvía todavía quedaba el recuerdo oscuro de los maestros de escuela y profesores republicanos que habían sido fusilados o represaliados después de la guerra. Pero a partir de los años ochenta comenzaron a crearse institutos y universidades. En España se había establecido un sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de taxistas, de pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados, científicos, economistas, informáticos. En los tiempos del tranvía hubo un niño, hijo de jornaleros, que todos los días atravesaba la huerta a pie o en bicicleta camino de Valencia para recibir la clase particular gratuita que le había ofrecido uno de aquellos maestros represaliados. En algún paso a nivel se detenía para ver cruzar el tren eléctrico que iba a la Malvarrosa. En aquel espacio se levantó luego la Politécnica, entre cultivos de hortalizas. Aquel niño se hizo bachiller, luego estudió ciencias y tuvo que seguir sacando matrículas de honor en la universidad porque era la única forma de matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven destinado a ser jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en la lección magistral, que dio en el aula magna, citó con honor el nombre de aquel profesor que acababa de morir sin haber sido rehabilitado. También recordó a sus compañeros de escuela, tan despiertos y ávidos de aprender, que no habían podido estudiar y ahora eran jornaleros.

El texto de este libro que escribí hace veinte años es una memoria sentimental de un aprendizaje. El subconsciente de aquel tiempo y de aquel espacio literario está atravesado por un tranvía azul con jardinera que iba al mar. Los años cincuenta del siglo pasado no se han sumergido por completo en la historia ni han caído totalmente bajo la piqueta; siguen todavía fermentando los nuevos mitos, los nuevos ritos y nuestros sueños bajo el aluvión del cemento armado, del oleaje de plástico y metacrilato. Este libro contiene ya muchas páginas amarillas. La melancolía es una fuente literaria, la quintaesencia de la imaginación. Aquellas viejas canciones, visiones y placeres sencillos y efímeros, siempre conquistados contra la represión, están unidos a unas calles, esquinas, paisajes y playas que fueron en un tiempo lugares iniciáticos para varias generaciones. Esos espacios constituyen todavía la prolongación de sentimientos que han conformado los estratos más íntimos de un alma colectiva.

 

MANUEL VICENT

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Tranvía a la Malvarrosa

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Yo era todavía un adolescente muy puro cuando Vicentico Bola me llevó a la capital a que me desvirgaran. Mi padrino se llamaba Bola porque pesaba ciento treinta kilos en canal. De niño lo alimentaron con mucha leche condensada y además su familia tenía una tienda de ultramarinos, de cuyo dintel colgaban dos piñas de plátanos. Siempre que Bola entraba o salía de su establecimiento, al pasar por debajo, levantaba ambos brazos a la vez y de forma automática sin mirar agarraba dos plátanos y se los zampaba. Pero este héroe debía toda su fama a que era el rey del cabaret. Muy cerca de la tapia del hospital de Castellón, en una calle de bares y talleres eléctricos, envuelta en el trajín de carromatos que pasaban por la Ronda Mijares se levantaba la fachada del cabaret Rosales, un antro con sabor a fresa y a esencia de amoniaco, de estilo colonial. Allí habían compuesto un himno en honor a mi padrino, sólo para él. Apenas asomaba la jeta por la cortina roja de la entrada, el tipo de la batería daba un mazazo al bombo y a continuación todos los músicos a coro cantaban: «Don Vicenteee, don Vicenteee, / ha llegado don Vicenteee, / el hombre más leal y más valiente», y mientras la orquesta le rendía homenaje con esta marcha de infantes Bola se dirigía a su mesa habitual, a la derecha después de pasar la barra, e iba soltando duros igual que un Faruk huertano a cualquiera que se le cruzara en el camino, y una vez aposentado elevaba el dedo índice con gran elegancia exigiendo la primera botella de champán, y antes de que Toni el camarero llegara muy serio con su cara de chino de Shanghái, ya tenía sentadas a dos chicas en sus muslos, que eran anchos y cómodos como divanes. Había pasado todo el elenco por su regazo, todo el surtido de la casa había sido manoseado por él menos la pelirroja Catalina, a la que un exportador de frutas y verduras de Villarreal, de mal carácter, tenía siempre reservada con orden expresa de que no la tocara nadie en su presencia, bajo pena de cuchillo.

Aquella tarde de verano Bola me llevó a que conociera por primera vez las delicias del amor. No iba solo. Otros tres neófitos también vírgenes me acompañaban, y sin duda yo era el más puro. Aunque me habían expulsado los curas donde hice los primeros cursos de humanidades y acababa de graduarme de bachiller en el instituto Ribalta, aún estaban frescas las rosas que había llevado el mes de mayo a la Virgen cantando venid y vamos todos con flores a María, con flores a porfía, que Madre nuestra es, de modo que yo era todavía un lirio del valle, un adolescente levítico, y acostarme con una puta me parecía tan violento como operarme de apendicitis. Pero había llegado el momento de ser un hombre y dentro del taxi de Agapito los debutantes ahora íbamos cantando el baión de la película Ana, ya viene el negro zumbón bailando alegre el baión, mientras la humanidad de nuestro mamporrero, que ocupaba ella sola cuatro plazas, nos aplastaba contra las felpas mugrientas del coche bajo la nube de un Montecristo trincado entre sus dedos anillados. Bueno, los demás cantaban y yo callaba.

Mi angustia se iba acelerando a medida que aquel cacharro se acercaba a la ciudad dando tumbos por la carretera de adoquines sombreada de plátanos en medio de los naranjos. El taxista Agapito conducía impasible un Ford desvencijado como él mismo, que tenía la nariz y las orejas verdes a causa del asma y no paraba de arrancar flemas con una tos tan profunda que le llegaba a las patas, y cuando no tosía sacaba de la guantera cada cinco minutos un botellón de agua con bicarbonato y echaba un trago para apagar el fuego de la úlcera sangrante de duodeno.

—¿Y tú por qué no cantas? —me preguntó el padrino—. ¿Tienes miedo?

—Estoy pensando —le dije.

—Tómate antes dos copas de coñac como hacen los legionarios cuando van a entrar con la bayoneta. Espero que esté la Merche, una que se llama Culo de Hierro. Ésta te podría desvirgar de maravilla. Es como una madre.

Yo iba pensando que si tocaba la carne de una de esas mujeres quedaría para siempre impuro, según me había advertido el director espiritual, y ya no podría ser como aquel joven de mejillas doradas y piernas robustas que escaló una cima de los Alpes y de ella rescató la flor del Edelweiss que crece entre la nieve para ofrecérsela a la novia antes de besarla en la frente por primera vez. Al balneario acababa de llegar la niña rubia de otros veranos con su trenza maciza de oro quemado que en mi corazón adolescente había suplantado el amor a la Virgen. En las vacaciones yo aprendía a tocar el piano en un salón del balneario de Galofre cuyo pavimento era de grandes baldosas blancas y negras siempre relucientes, y allí había sillones de mimbre blanco y grandes ventanales, cortinajes de terciopelo rojo con borlas y puertas de cristal helado con siluetas de ninfas y flores. Yo tocaba al piano partituras del método Czerny y a veces también tocaba el vals de las olas y otras melodías, sobre todo una de Lecuona, que decía: siempre está en mi corazón el hechizo de tu amor.

Ella se sentaba en uno de aquellos sillones blancos junto a su madre, que hacía calceta, y yo la observaba. Al finalizar la temporada de baños, antes de que llegaran las tormentas de septiembre, su familia regresaba a Valencia y de aquella niña Marisa de catorce años recordaba hasta el año siguiente sus ojos verdes, unos hoyuelos carnosos que se le formaban en el codo cuando extendía el brazo y las pecas en las mejillas que el sol de agosto intensificaba cada día volviéndolas más cobrizas. Nunca habíamos cruzado una palabra todavía, sino tan sólo miradas llenas de rubor, sostenidas hasta que uno de los dos apartaba los ojos. Otras veces Marisa pasaba por delante de casa y era un verano en que yo leía el Fausto de Goethe y cosas de Unamuno y de Baroja en el balcón balanceándome en la mecedora con la brisa del corredor que levantaba las páginas del libro y traía un olor a pimiento asado de la cocina. Yo la conocía por el sonido de sus sandalias en la acera, pero no la miraba hasta que había cruzado, y entonces ella sabía que yo la estaba sorbiendo por la espalda mientras se alejaba hacia la fuente. Aquel mismo verano, pocos días antes de que Vicentico Bola me llevara a la ciudad a que me desvirgaran, yo estaba tocando al piano aquella melodía: siempre está en mi corazón el hechizo de tu amor, y por fin la niña se acercó hasta quedarse plantada junto al taburete de terciopelo, sentí su aliento en la nuca y sin decirme nada pasó una hoja de la partitura cuando le hice un gesto con la cabeza. Luego se alejó. Yo también pensaba en Marisa dentro del taxi de Agapito camino del matadero.

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Pensaba en el lunar que Marilyn Monroe tenía junto a la comisura de su boca entreabierta; y en los muslos de Silvana Mangano en la película Arroz amargo; y en la lágrima que le cruzaba los labios a María Rosa Salgado en Balarrasa; y en la faldilla de Jane, la novia de Tarzán; y en Elizabeth Taylor cuando tentaba a Montgomery Clift en la sala de billar de Un lugar en el sol. Para excitarme pensaba también en la ropa íntima de mi madre que yo exploraba de niño en los cajones de la cómoda, el corpiño negro, los sostenes de encaje, las medias de seda con costura, pero dentro de esas imágenes turbias y fragmentadas siempre aparecía aquella hoja de hierbaluisa con perfume de limón que yo había dejado

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